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zombis come-yupis


[Stephen Hunter] Los muertos están de vuelta, pero ya no quieren seguir haciendo fiestas. Ahora, como todo el mundo, quieren hacer fortuna en la propiedad inmobiliaria.
También tienen en mente una hipoteca. "Dos millones bdrms, 750.000 bthrms, 3 riv vu". Se llamaba Pittsburgh.
Del mismo modo en ‘Land of the Dead' de George A. Romero, en el que los zombis ocupan la Ciudad de Hierro.

En la película de Romero -extrapolando hacia el futuro cercano de su famosa (o infame) trilogía ‘La Noche de los Muertos Vivientes', ‘El Amanecer de los Muertos' y ‘El Día de los Muertos'-, los muertos, 6 billones en total, se han transformado en lentas bolsas caníbales de carne putrefacta y gelatinosa, con costumbres higiénicas realmente deplorables, como sus dientes y guardarropa -algunos incluso se visten de blanco después del Día del Trabajo. Ahora han ocupado el mundo, excepto la Ciudad de los Tres Ríos. Allá, los pocos humanos sobrevivientes se han protegido de la muerte universal. Pero esa sociedad misma está dividida: Los yupis y la alta burguesía ocupan una torre, protegida de la realidad por soldados; esta elite, nos hace saber Romero en imágenes que se remontan hasta De Mille, está corrompida por su placer y su indiferencia. Entretanto, las calles son un mercado de prostitución, estrafalarios peinados y artículos de contrabando, llenas de bribones, prostitutas, predicadores y una variada chusma. En otras palabras: todas las películas futurísticas, desde ‘Metrópolis' hasta ‘Blade Runner'.
Por debajo de la película está esa vieja lúgubre historia de... cómo se llamaba, sabes, ese libro... creo que era... sí, claro, la Biblia. Es una película sobre las ciudades Sodoma y Gomorra, ciudades del pecado, y mientras podemos derramar lágrimas de cocodrilo sobre el destino de las víctimas nominales, los secretos places de la historia consisten en ver a aquellos que sacaron demasiado placer siendo baratamente castigados por la justa espada de la venganza. Así que a ese nivel primitivo, ‘The Land of the Dead, de George A. Romero' dice sí, nos muestra como zombis caníbales comiendo yupis. Junto con las tomas de guerra aéreas y los dibujos animados de Wile E. Coyote, podría mirar todo el día.
Romero se concentra en las riñas políticas de la última ciudad. Entre los corruptos ricos y los endurecidos pobres, hay una clase de piratas que sólo se podían llamar los Cool [Chévere]. Los Cool son los tipos y chicas que salen tierras adentro en busca de las cosas básicas de la vida, como Courvoisier y Band-Aids. Se visten ostentosamente y tienen armas bien bonitas, vaqueros de cadera baja y maneras despreocupadas y sensuales; son los únicos que parecen pasarlo bien.
La trama empieza cuando un dictador de esmoquin llamado Kaufman (un sedoso Dennis Hopper) traiciona a uno de sus carroñeros, Cholo (John Leguizamo), y ordena matarlo. Sin embargo, Cholo, endurecido por años de matar zombis, es demasiado rápido para su asesino. Escapa con el único remolque blindado del ayuntamiento y sale de la ciudad, donde amenaza utilizar el camión -amablemente armado de proyectiles- para volar Pittsburgh si no se le paga. Así que Kaufman envía una patrulla, dirigida por Riley (el guapo pero aburrido Simon Baker), para eliminarlo.

Entretanto, los muertos han empezado a darse cuenta de algunas cosas. Como los monos en ‘2001: Odisea en el Espacio', dan con la idea de la herramienta, con la diferencia de que la herramienta que encuentran no es una maza de hueso, sino un rifle de asalto Steyr AUG, que usa municiones de la OTAN de 5.56 milímetros. Esto no huele bien. No son solamente feos, hambrientos y muertos, además van fuertemente armados. Se dirigen resueltamente a los tres ríos y dan otro paso en la curva del aprendizaje. Se les ocurre algo: Podemos oler mal y nuestras cabezas se caen de vez en vez, pero la ventaja que tenemos es que no tenemos que respirar. Podemos caminar por debajo de los ríos.
La película no es especialmente horrorosa. No gira sobre el temor y casi no tiene estrellas, tampoco tiene escenas de acecho ni muertes ritualizadas y fetichizadas. No alcanza nunca la endeble furia de ‘La Noche de los Muertos Vivientes', ni el sarcástico ingenio de ‘El Amanecer de los Muertos'.
Tiene zombis. Son misteriosos, no sólo en los varios estados de descomposición que son capaces de hacer los artistas maquilladores de Romero. Pero ese insistente arrastrarse, sin pánico, sin prisa, sin objeto: implacables, estoicos, imparables, incluso cuando los que están a su alrededor están siendo destrozados por los balazos. Hay algo gratificante en el progreso de los zombis, casi conmovedor. Aunque nos coman -a Romero le encanta mostrarnos zombis alimentándose ferozmente sólo de muertos recientes, con las caras y los dedos brillantes de sangre -no hay nada personal en ello. No nos quieren mal, no nos odian ni nos comen por maldad o envidia; simplemente necesitan complementar su dieta con hierro, y ¿qué otra cosa es el hombre sino una tableta de hierro andante?
Romero también tiene su lado lírico, como si debajo de maestro de los zombis hubiera una acuarelistas japonés. Muchas de las imágenes son de una sorprendente belleza. Por ejemplo, una toma de los zombis en sus incesantes e insensatas caminatas vistas a través de una cortina de neblina y árboles, tiene casi una cualidad etérea. Y él puede hacer cosas con la carnicería que son más asombrosas que horrendas: Dos niños muertos juegan a la lucha de la cuerda con un brazo, hasta que se parte lentamente a lo largo, y por repulsivo que parezca, es extrañamente impresionante, incluso inolvidable, en la pantalla.
Una pena que la trama no presente sorpresas y que no haya revelaciones. No destaca ningún actor, y la película no adquiere nunca demasiada tensión o momento. La final, en la que se derrumban las murallas y se Sodomiza a Pittsburgh, es potente, pero no tiene nada que ver con el drama al que estamos asistiendo; es potente como espectáculo, no como historia.

30 de junio de 2005
©washington post
©traducción mQh


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