culinaria experimental
[Jonathan Reynolds] Restaurantes madrileños sigan la huella del cientificismo de Adrià.
Erran Adrià reina como el Elvis del mundo culinario, y su restaurante El Bulli -en la pequeña ciudad de Roses, a dos horas de coche de Barcelona- es ciertamente su mansión de Graceland.
No muy diferente a la nouvelle cuisine de Michel Guérard de los años setenta, la cocina cajun de Paul Prudhomme de los ochenta, o la californiana de Alice Waters de las últimas tres décadas, el método científico de Adrià ha dominado el mundo de la hostelería internacional durante más de 10 años, y ha hecho brotar docenas de discípulos. Más armados de filosofía que un director de cine francés, estos chefs creen que la cocina se basa tanto en la ciencia como en el arte.
Pero mientras el peregrinaje a Roses es una parada obligatoria para los fanáticos de la comida, un puñado de restaurantes en un Madrid a menudo pasado por alto -algunos de ellos gestionados por discípulos de Adrià mismo- siguen imponiéndose, tentándonos con cenas con platos tan sorprendentes como trufas conpuré de patatas y huevos o tan simplemente engañosos como leche frita.
La Broche
Uno de esos acólitos es Sergi Arola, cuyo excelente menú en el principal restaurante de haute cuisine, La Broche, presenta muchos platos inventados -o al menos, mejorados- en el laboratorio y con una botella de sifón.
Usando productos de primerísima calidad, Arola combina erizos marinos, zumo de guisantes y una compleja crema de algas y champiñones boletos en el fondo de un cuenco blanco prácticamente cónico (de porcelana, como todo lo demás, y diseñado por el chef), encima de lo que, a último minuto, el camarero deposita lo que parece ser la yema de un huevo de codorniz que ha sido teñido de verde. A Red, mi esposa, y yo nos intriga qué puede ser: ¿inyectó el chef la yema con clorofila, cuyo uso está actualmente muy extendido en los laboratorios culinarios de San Sebastián? No, nada es tan simple: Arola ha sacado el zumo de guisante, echado una pequeña cantidad en un baño de cloruro de calcio y agua de modo que siga líquido pero mantenga su forma como una mancha de color de mercurio flotante, y nuevamente untado en agua para retirar el sabor a calcio.
Entonces, frente a tus ojos, como si llevara nitrógeno, el camarero lo deja deslizar en un círculo perfecto de verdes algas rodeadas por un borde de crema marfil. Cuando lo abre, se reparte a través de la base de erizos marinos, dándole color y agregando la dulzura de todo lo que es bueno en el Mediterráneo. Es una cena y un espectáculo de magia al mismo tiempo.
Aquí nada es corriente: el rodaballo es estofado con crestas de gallo; la crema vichyssoise lleva cebolletas alargadas, una oscura verdura española; una compleja mezcla de bonito ahumado, agua de tomate y helado de mozzarella tiene el tamaño que tendría en una casa de muñecas. Los postres son especialmente imaginativos, incluyendo un pudding de pan que llega frito y cortado en cubos, acompañado de pudding de arroz -sin que logremos descubrir el arroz.
La decoración interior coquetea con la pretensión, pero también lo hace El Repartidor de Hielo'. El barco de diseño puede haber zarpado en este blanco rectángulo minimalista con capacidad para sólo 40 a 50 personas y que los hace parecer más pasajeros de la nave espacial de Kubrick en 2001, que comensales de 2005. Pero no hay nada de nuevo sobre el impacto visual y olfatorio de la comida.
No todos los platos tienen éxito, sea visual o gastronómicamente. Un cremoso queso parmesano sobre una gamba es demasiado, y delicioso como es, uno se puede preguntar por qué un corazón de alcachofa de intenso sabor en un charco de herética salsa española lleva una etiqueta de 32 dólares por un bocado del tamaño de una galletica de chocolate.
Pero no lo pienses; es divertido si no lo examinas con demasiado esmero. La Broche está claramente en la cima de la pirámide de restaurantes de Madrid. Sorprendentemente, aunque difícilmente conveniente para un presupuesto modesto, no es tan caro como podrías pensar: pueden comer cinco con el dinero que paga uno en el Megu de Nueva York (175 dólares por dos).
La Cumbre de Casares
Sin embargo, seguramente también querrás comer como ser humano normal en Madrid. Justo saliendo de la ciudad (a 20 minutos en taxi), en Pozuelo, este restaurante familiar perennemente lleno ofrece más de 160 platos en su carta, incluyendo la mayoría de los jamones, mariscos y canapés que ofrece España. "¿Veis a esa pareja?", preguntó nuestro anfitrión, Bill O'Hale, cuando entramos a las 9 de la noche. "Recién están terminando de almorzar".
Las dos enormes y ostentosas habitaciones, que se derraman sobre la acera, indica que este es un lugar donde las corbatas y sacos son prácticamente ilegales. Tuvimos suerte de que O'Hale, director de la Escuela Americana de Madrid, nos guiara a través del extenso menú, aunque si nos basamos en su enorme gustación parece que si te gusta especialmente un ingrediente -mejillones al vapor en un salsa de pimienta, o gambas asadas con una pizca de aceite de oliva y ajo, o cualquiera de los varios patés, embutidos, quesos, huevos-, te lo servirán abundantemente.
Los postres, que suenan tan banales como leche frita (una maravillosa natilla) y un buñuelo relleno de crema batida, son realmente deliciosos. El ambiente es bullicioso y alegre, aunque nunca tuvimos dificultades para conversar o ser oídos al pedir.
Este es un restaurante para trabajadores, provisto que el cuello sea blanco, ya que se dice que Pozuelo es uno de los suburbios más ricos de España. Entre tres hicimos una cuenta de 326 dólares -gran parte gracias a la insistencia de nuestro anfitrión de que probáramos prácticamente todo el menú, incluyendo dos excelentes litros de vino blanco español, un botellón de champaña y un litro de sus tintos, y media botella de Omivire, un vino para postres tan bueno que Red no nos dejó probarlo. Comensales menos glotones y más entusiastas podrían probablemente llenar substancialmente sus barrigas y almas por 64 dólares por persona.
Restaurante Arce
A medio camino entre La Broche y La Cumbre en cuanto a ambición, geografía y tamaño, si no precio, este pequeño pero bien concurrido restaurante en el elegante barrio de Chueca de Madrid puede ser el lugar perfecto para un largo almuerzo de negocios o para leer el segundo volumen de En busca del tiempo perdido'. Arce es uno de los pocos restaurantes en Madrid que sirven vino por vaso, que es cada vez rellenado sin previo aviso por el jefe de comedor. No había estado ahí ni cinco minutos cuando un hombre robusto con el uniforme blanco de los chefs y una toca de 30 centímetros se sentó a mi mesa como si nos conociéramos desde el pre-kindergarten.
"¿Tenemos hambre?", preguntó Iñaki Camba, acariciando su blanquinegra barba de chivo.
"No", dije, pensando en la noche anterior en La Broche. (Estaba cenando solo). Después de ese restaurante y laboratorio químico, quería probar algo de la vieja España. Estaba ligeramente sorprendido, pero no alarmado.
Sacó un bloc de notas y en unos minutos se convenció de pedir tres tapas y el célebre clásico vasco: merluza con salsa verde.
De momento, la mayoría de la gente sabe que, históricamente, las tapas eran pequeñas capas colocadas sobre los vasos de vino en las barras de los bares para proteger el vino de las moscas. Los bocados crecieron en popularidad y tamaño y pronto se convirtieron en mini-raciones, y luego en cenas. Esas tapas antiguas fueron abandonadas y ahora, por supuesto, las tapas pueden ser pequeños aperitivos o toda una cena.
Las del Arce son especialmente buenas. Primero llegó un pedazo de arroz carnoso del tamaño de una pelota de golf que no recordaba haber pedido, seguido de tres delgadas tiras de bacalao, carne de venado y carpaccio de salmón ahumados en casa, que se complementan; luego llegó un croqueta perfectamente frita con gambas envueltas en un cremoso bacalao y colocadas sobre una suave salsa de tomate, lo que fue seguido por una zurra de frescas varas de manteca blanca alternando con delgados espárragos verdes en una salsa muselina (una salsa holandesa con sabor a naranjas), que destacaba las diferencias entre las dos variedades.
La merluza en la salsa verde es un plato de fondo suave, en realidad innecesario; a esta altura, yo ya había ingerido suficientes nutrientes como para satisfacer a toda la comunidad de medicina alternativa del sur de California. Siguió un merengue de chocolate de rechupete, que no pude terminar. El chef Comba volvió a aparecer.
"¿Todo bien?" Le dije que sí, en realidad, y pregunté qué eran las primeras tapas. "Oh, arroz y sangre", dijo. Y no era una tapa, sino un aperitivo. En Madrid no es costumbre que el chef se siente a tu mesa, pero es una idea excelente: te da la sensación de que ha creado ese menú especialmente para ti. Crucé la puerta con 70 dólares menos.
Dassa Bassa
Hay un momento en la gastronomía que es gruesamente equivalente al segundo viento de un atleta: después de una o dos opíparas comidas, es imposible imaginar que vas a volver a comer en todo un día. Se requerirá perseverancia, y largas caminatas, pero con práctica, la anatomía humana es tal que, después de un rato, se acomoda agradecidamente. Y esa tarde tuve mi segundo viento gastronómico y nunca me faltó el aire mientras comía en el restaurante que la revista Metropoli eligió como el Mejor Restaurante del Año: Dassa Bassa.
Respirando pesadamente en el cuello de La Broche, Dassa Bassa, llamado así por los apodos de sus dos socios, imita con más modernidad, pero menos certidumbre, el concepto de diseño de su rival. Una serie de suaves niveles y de escaleras iluminadas por dentro conduce a una cueva de ladrillos subterránea que ha sido blanqueada. La comida alcanza a veces enormes alturas, pero en este momento es desigual. Abrió sus puertas hace nueve meses, de modo que no tomará demasiado tiempo.
Tanto Arola como el joven chef de aquí, Darío Barrio, trabajaron en El Bulli con Adrià. Los huevos del chef con puré de patatas y trufas fue el mejor plato de este breve viaje a Madrid, conservando la trufa todo su sabor. Un huesudo pedazo de rabo de buey con vino y chocolate, basado en un plato inventado por la abuela del chef, debería sentar nuevas bases para asar la carne. Y un raro postre hecho de remolacha azucarera, helado y mango fue permanentemente divertido, sorprendente y delicioso. Pero el foie gras fue arruinado tras manipularlo con vinagre (o algo ácido), y la vieira era corriente (a pesar del ingenioso decorado de una bola de acelga suiza). El resto del menú es inclusivo, sin ser extenso -cinco aperitivos, cuatro pescados, cuatro carnes, cuatro postres.
Dassa Bassa es caro, incluso para normas madrileñas (una cena para cuatro cuesta 553 dólares, incluyendo tres botellas de vino a 198 dólares). Sin embargo, para una salida extravagante, y un soplo del futuro (que puede estar tan cerca como la próxima semana), lo recomiendo decididamente.
26 de julio de 2005
5 de junio de 2005
©new york times
©traducción mQh
No muy diferente a la nouvelle cuisine de Michel Guérard de los años setenta, la cocina cajun de Paul Prudhomme de los ochenta, o la californiana de Alice Waters de las últimas tres décadas, el método científico de Adrià ha dominado el mundo de la hostelería internacional durante más de 10 años, y ha hecho brotar docenas de discípulos. Más armados de filosofía que un director de cine francés, estos chefs creen que la cocina se basa tanto en la ciencia como en el arte.
Pero mientras el peregrinaje a Roses es una parada obligatoria para los fanáticos de la comida, un puñado de restaurantes en un Madrid a menudo pasado por alto -algunos de ellos gestionados por discípulos de Adrià mismo- siguen imponiéndose, tentándonos con cenas con platos tan sorprendentes como trufas conpuré de patatas y huevos o tan simplemente engañosos como leche frita.
La Broche
Uno de esos acólitos es Sergi Arola, cuyo excelente menú en el principal restaurante de haute cuisine, La Broche, presenta muchos platos inventados -o al menos, mejorados- en el laboratorio y con una botella de sifón.
Usando productos de primerísima calidad, Arola combina erizos marinos, zumo de guisantes y una compleja crema de algas y champiñones boletos en el fondo de un cuenco blanco prácticamente cónico (de porcelana, como todo lo demás, y diseñado por el chef), encima de lo que, a último minuto, el camarero deposita lo que parece ser la yema de un huevo de codorniz que ha sido teñido de verde. A Red, mi esposa, y yo nos intriga qué puede ser: ¿inyectó el chef la yema con clorofila, cuyo uso está actualmente muy extendido en los laboratorios culinarios de San Sebastián? No, nada es tan simple: Arola ha sacado el zumo de guisante, echado una pequeña cantidad en un baño de cloruro de calcio y agua de modo que siga líquido pero mantenga su forma como una mancha de color de mercurio flotante, y nuevamente untado en agua para retirar el sabor a calcio.
Entonces, frente a tus ojos, como si llevara nitrógeno, el camarero lo deja deslizar en un círculo perfecto de verdes algas rodeadas por un borde de crema marfil. Cuando lo abre, se reparte a través de la base de erizos marinos, dándole color y agregando la dulzura de todo lo que es bueno en el Mediterráneo. Es una cena y un espectáculo de magia al mismo tiempo.
Aquí nada es corriente: el rodaballo es estofado con crestas de gallo; la crema vichyssoise lleva cebolletas alargadas, una oscura verdura española; una compleja mezcla de bonito ahumado, agua de tomate y helado de mozzarella tiene el tamaño que tendría en una casa de muñecas. Los postres son especialmente imaginativos, incluyendo un pudding de pan que llega frito y cortado en cubos, acompañado de pudding de arroz -sin que logremos descubrir el arroz.
La decoración interior coquetea con la pretensión, pero también lo hace El Repartidor de Hielo'. El barco de diseño puede haber zarpado en este blanco rectángulo minimalista con capacidad para sólo 40 a 50 personas y que los hace parecer más pasajeros de la nave espacial de Kubrick en 2001, que comensales de 2005. Pero no hay nada de nuevo sobre el impacto visual y olfatorio de la comida.
No todos los platos tienen éxito, sea visual o gastronómicamente. Un cremoso queso parmesano sobre una gamba es demasiado, y delicioso como es, uno se puede preguntar por qué un corazón de alcachofa de intenso sabor en un charco de herética salsa española lleva una etiqueta de 32 dólares por un bocado del tamaño de una galletica de chocolate.
Pero no lo pienses; es divertido si no lo examinas con demasiado esmero. La Broche está claramente en la cima de la pirámide de restaurantes de Madrid. Sorprendentemente, aunque difícilmente conveniente para un presupuesto modesto, no es tan caro como podrías pensar: pueden comer cinco con el dinero que paga uno en el Megu de Nueva York (175 dólares por dos).
La Cumbre de Casares
Sin embargo, seguramente también querrás comer como ser humano normal en Madrid. Justo saliendo de la ciudad (a 20 minutos en taxi), en Pozuelo, este restaurante familiar perennemente lleno ofrece más de 160 platos en su carta, incluyendo la mayoría de los jamones, mariscos y canapés que ofrece España. "¿Veis a esa pareja?", preguntó nuestro anfitrión, Bill O'Hale, cuando entramos a las 9 de la noche. "Recién están terminando de almorzar".
Las dos enormes y ostentosas habitaciones, que se derraman sobre la acera, indica que este es un lugar donde las corbatas y sacos son prácticamente ilegales. Tuvimos suerte de que O'Hale, director de la Escuela Americana de Madrid, nos guiara a través del extenso menú, aunque si nos basamos en su enorme gustación parece que si te gusta especialmente un ingrediente -mejillones al vapor en un salsa de pimienta, o gambas asadas con una pizca de aceite de oliva y ajo, o cualquiera de los varios patés, embutidos, quesos, huevos-, te lo servirán abundantemente.
Los postres, que suenan tan banales como leche frita (una maravillosa natilla) y un buñuelo relleno de crema batida, son realmente deliciosos. El ambiente es bullicioso y alegre, aunque nunca tuvimos dificultades para conversar o ser oídos al pedir.
Este es un restaurante para trabajadores, provisto que el cuello sea blanco, ya que se dice que Pozuelo es uno de los suburbios más ricos de España. Entre tres hicimos una cuenta de 326 dólares -gran parte gracias a la insistencia de nuestro anfitrión de que probáramos prácticamente todo el menú, incluyendo dos excelentes litros de vino blanco español, un botellón de champaña y un litro de sus tintos, y media botella de Omivire, un vino para postres tan bueno que Red no nos dejó probarlo. Comensales menos glotones y más entusiastas podrían probablemente llenar substancialmente sus barrigas y almas por 64 dólares por persona.
Restaurante Arce
A medio camino entre La Broche y La Cumbre en cuanto a ambición, geografía y tamaño, si no precio, este pequeño pero bien concurrido restaurante en el elegante barrio de Chueca de Madrid puede ser el lugar perfecto para un largo almuerzo de negocios o para leer el segundo volumen de En busca del tiempo perdido'. Arce es uno de los pocos restaurantes en Madrid que sirven vino por vaso, que es cada vez rellenado sin previo aviso por el jefe de comedor. No había estado ahí ni cinco minutos cuando un hombre robusto con el uniforme blanco de los chefs y una toca de 30 centímetros se sentó a mi mesa como si nos conociéramos desde el pre-kindergarten.
"¿Tenemos hambre?", preguntó Iñaki Camba, acariciando su blanquinegra barba de chivo.
"No", dije, pensando en la noche anterior en La Broche. (Estaba cenando solo). Después de ese restaurante y laboratorio químico, quería probar algo de la vieja España. Estaba ligeramente sorprendido, pero no alarmado.
Sacó un bloc de notas y en unos minutos se convenció de pedir tres tapas y el célebre clásico vasco: merluza con salsa verde.
De momento, la mayoría de la gente sabe que, históricamente, las tapas eran pequeñas capas colocadas sobre los vasos de vino en las barras de los bares para proteger el vino de las moscas. Los bocados crecieron en popularidad y tamaño y pronto se convirtieron en mini-raciones, y luego en cenas. Esas tapas antiguas fueron abandonadas y ahora, por supuesto, las tapas pueden ser pequeños aperitivos o toda una cena.
Las del Arce son especialmente buenas. Primero llegó un pedazo de arroz carnoso del tamaño de una pelota de golf que no recordaba haber pedido, seguido de tres delgadas tiras de bacalao, carne de venado y carpaccio de salmón ahumados en casa, que se complementan; luego llegó un croqueta perfectamente frita con gambas envueltas en un cremoso bacalao y colocadas sobre una suave salsa de tomate, lo que fue seguido por una zurra de frescas varas de manteca blanca alternando con delgados espárragos verdes en una salsa muselina (una salsa holandesa con sabor a naranjas), que destacaba las diferencias entre las dos variedades.
La merluza en la salsa verde es un plato de fondo suave, en realidad innecesario; a esta altura, yo ya había ingerido suficientes nutrientes como para satisfacer a toda la comunidad de medicina alternativa del sur de California. Siguió un merengue de chocolate de rechupete, que no pude terminar. El chef Comba volvió a aparecer.
"¿Todo bien?" Le dije que sí, en realidad, y pregunté qué eran las primeras tapas. "Oh, arroz y sangre", dijo. Y no era una tapa, sino un aperitivo. En Madrid no es costumbre que el chef se siente a tu mesa, pero es una idea excelente: te da la sensación de que ha creado ese menú especialmente para ti. Crucé la puerta con 70 dólares menos.
Dassa Bassa
Hay un momento en la gastronomía que es gruesamente equivalente al segundo viento de un atleta: después de una o dos opíparas comidas, es imposible imaginar que vas a volver a comer en todo un día. Se requerirá perseverancia, y largas caminatas, pero con práctica, la anatomía humana es tal que, después de un rato, se acomoda agradecidamente. Y esa tarde tuve mi segundo viento gastronómico y nunca me faltó el aire mientras comía en el restaurante que la revista Metropoli eligió como el Mejor Restaurante del Año: Dassa Bassa.
Respirando pesadamente en el cuello de La Broche, Dassa Bassa, llamado así por los apodos de sus dos socios, imita con más modernidad, pero menos certidumbre, el concepto de diseño de su rival. Una serie de suaves niveles y de escaleras iluminadas por dentro conduce a una cueva de ladrillos subterránea que ha sido blanqueada. La comida alcanza a veces enormes alturas, pero en este momento es desigual. Abrió sus puertas hace nueve meses, de modo que no tomará demasiado tiempo.
Tanto Arola como el joven chef de aquí, Darío Barrio, trabajaron en El Bulli con Adrià. Los huevos del chef con puré de patatas y trufas fue el mejor plato de este breve viaje a Madrid, conservando la trufa todo su sabor. Un huesudo pedazo de rabo de buey con vino y chocolate, basado en un plato inventado por la abuela del chef, debería sentar nuevas bases para asar la carne. Y un raro postre hecho de remolacha azucarera, helado y mango fue permanentemente divertido, sorprendente y delicioso. Pero el foie gras fue arruinado tras manipularlo con vinagre (o algo ácido), y la vieira era corriente (a pesar del ingenioso decorado de una bola de acelga suiza). El resto del menú es inclusivo, sin ser extenso -cinco aperitivos, cuatro pescados, cuatro carnes, cuatro postres.
Dassa Bassa es caro, incluso para normas madrileñas (una cena para cuatro cuesta 553 dólares, incluyendo tres botellas de vino a 198 dólares). Sin embargo, para una salida extravagante, y un soplo del futuro (que puede estar tan cerca como la próxima semana), lo recomiendo decididamente.
26 de julio de 2005
5 de junio de 2005
©new york times
©traducción mQh
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francisco sanchez -