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la niña boxeadora 5


[Kurt Streeter] La pelea de su vida. Seniesa aprende de una derrota y ansía vengarse. Para ella y su padre, no es sólo el título lo que está en juego. Es su sueño.
No había nada que pudiera aliviar ese dolor.
Aunque había perdido, su padre le compró un enorme trofeo con un púgil arriba, con la inscripción "Seniesa Estrada, Regional Junior Champion". La sorprendió. Se lo llevó a su dormitorio y lo colocó cerca de su almohada. Pero no la ayudaba.
Miró un video de su pelea chupando un pirulí. "Quizás gané", dijo. "No peleé tan mal como pensaba". Pero no la consolaba.

Se alejó del gimnasio. Cuando finalmente volvió a su entrenamiento, estaba decaída. Hablaba de otros deportes y practicó con un equipo de balonmano, contra la voluntad de su padre. No la alivió. Incluso sus maestros observaron que algo marchaba mal. Seniesa se puso holgazana, y empezó a sacar malas notas. Interrumpía las clases con chácharas y chismes. Le demostró, dijo Lupe Arellano, una de sus maestras, que no era invencible, y la obligó a darse cuenta de que la vida era más que el boxeo. "Está explorando qué significa ser una niña corriente", dijo Arellano. "Quizás es bueno para ella. Es sólo una niña. Es hora de que busque y descubra dónde pertenece".
También era hora de que se probara ante los obstáculos de la familia. Su padre, Joe Estrada, 45, que compartía su sueño de convertirse en una campeona olímpica y luego en campeona del mundo, era un problema en sí mismo. Su hermano, el Tío Rick de Seniesa, estaba siendo juzgado por intento de homicidio y podría ser condenado a 25 años o cadena perpetua. Joe temía que Rick se suicidara, quizás provocando a alguien en la cárcel para que lo mataran.
Joe apenas dormía. Pasaba largos días encargándose del negocio familiar de letreros, sin la ayuda de su hermano. Lo distrajo de la preparación de su hija como boxeadora. Un día en su tienda, mientras ordenaba letras de metal y de vinilo, sus manos arrugadas y estropeadas temblaron, luego paró. Levantó la vista. Hace algunos años, dijo, la presión lo habría aplastado. Habría empezado a salir de nuevo, quizás a usar dogas, quizás encaminándose derechamente hacia las cloacas, quizás volviendo a la cárcel -o un ataúd.
Afortunadamente, ahora tenía a su chiquilla y la ilusión que compartían. El boxeo de Seniesa había significado durante largo tiempo su propia redención. Lo mantenía en el camino recto. "Tengo que estar ahí, por ella", dijo. "No quiero que esto la afecte, porque le duele cuando me duele a mí. Estamos atados uno al otro. Ella es la cola que me mantiene entero".
Sin embargo, el Tío Rick era un problema sobre el que tenía que hablar. Era sólo una niña, pero era la que mejor entendía a su padre. Durante el almuerzo un día, comiendo hamburguesas y bebiendo Coca-Cola, recordaría, él le contó lo cansado que estaba, preocupado y distraído y estresado.
"¿Qué crees tú, mija?", preguntó. ¿Qué podía hacer él por su hermano? ¿Qué tenía que hacer con el negocio? ¿Debía cerrar la tienda? ¿Qué debo hacer?
"Sé que es difícil", dijo ella, aceptando el reto. Nunca olvidaría mirándolo, con lágrimas en los ojos. "Papa, sí que puedes", dijo. "Ya has pasado por un montón de cosas. Esto no es nada comparado con lo que has pasado".
No necesitaba decir más. Su presencia, su preocupación y su boxeo eran suficientes. Si haber perdido la pelea en el ring, de manera tan inesperada y tan dolorosa, no la llevaba a abandonar el boxeo.

Una Visión de los Chicos
Le ayudaría si derrotaba a algunos niños.
La idea se le ocurrió naturalmente. Pero ahora estaba envuelta en complejidad. Aunque necesitaba derrotarlos en el ring, estaba descubriendo que los chicos podían ser atractivos.
Ella era la cabecilla de un cerrado grupo de niñas de sexto, de risa tonta, alborotadoras, desbordándose en conversaciones interminables sobre compras, comida y música. ¿Pero los chicos?
La verdad era, me dijo su maestra, que había visto a Seniesa tomada de la mano con un niño.
Le pregunté a Seniesa. Me miró como si yo fuera un fantasma. Entonces se rió y enrojeció. "La señorita Arellano", dijo, "debería preocuparse de sus propios asuntos".
Sus amigas se retorcían de curiosidad. Una preguntó: ¿Era verdad que se subía a un ring de boxeo y peleaba con niños? Si eso era verdad, debía ser bastante buena.
"¿Qué quieres decir, bastante buena?", dijo Seniesa. Su voz sonó severa y seria. "Tú sabes que peleo con niños. Y a veces les pego tan fuerte que terminan llenos de sangre. ¿Qué quieres decir, bastante buena? Soy más que bastante buena. Yo hago sangrar a los niños".
Su padre la animó. Quizás así volvería a recuperar la confianza.
La oportunidad se presentó un día cuando Seniesa enfermó con una gripe. Era el 23 de febrero de 2004. Estaba sola en su gimnasio en Los Angeles Este, mirando entrenar a los niños. Había un equipo de Hawaiian Gardens para empezar un sparring. Sólo se competía por el honor, pero al menos era algo.
Cuando llegó el equipo, Seniesa estaba jugando ojo de buey con una niña del vecindario, y se veía triste, excluida.
Un niño de 11 de Hawaiian Gardens llamado Ulises, trepó al ring para pelear contra uno de los niños de Los Angeles Este. Ulises peleó con fuerza y destreza, y machacó al chico del gimnasio de Seniesa. Los preparadores de Ulises dijeron que era nuevo en el boxeo. Joe sospechaba que no era verdad. ¿Pelearía Ulises con una niña?
"Seguro", dijo su apoderado.
"Dile a tu niño que no se contenga", dijo Joe. Se volvió hacia Seniesa. "Tú no te sientes bien, ¿no?"
Sus ojos se agrandaron. Asintió: No.
"Prepárate", dijo su padre. "Vas a pelear".
Se levantó se un brinco y estiró sus brazos hacia él. Se puso los guantes en los puños. "Tiene una derecha fuerte", dijo su padre. "Esquiva la derecha. No te quedes atrás. No te apartes. Deslízate y pégale en la mandíbula con tu izquierda. Se están volviendo engreídos. No nos gusta. Vamos a darle una lección a este chiquillo".
Al sonar la campana, Seniesa propinó a Ulises una serie de ganchos, jabs y rectos. Lo empujó contra las cuerdas, golpeando rápido, abajo, arriba en la cabeza. El gimnasio se llenó de sus crujidos.
Ulises estaba choqueado. Entonces empezó a pelear de vuelta, golpeándola en el cuerpo y en la cara. Su cabeza se sacudió, pero se mantuvo cerca, esquivando su derecha mientras lo amartillaba hacia atrás. Yo podía oír y ver los resultados de sus golpeadas. La boca de Ulisas formó una O. "Ugh", gimió. "Uhh. Uhh".
"¡Vamos, Ulises, vamos!", gritaron sus preparadores. "¡A la derecha! ¡A la derecha!"
Brotaba el sudor. Los puños se alzaban y caían y cruzaban el aire caliente y húmedo. Joe y los entrenadores rivales bramaban. Lo mismo hacía el vecindario, que había llenado el gimnasio.
"¡Durán, Seniesa, durán!" Era el golpe que ella había bautizado en honor del campeón Roberto Durán.
"¡Vamos, Ulises, vamos!".
"¡Muestra lo que puedes, niña, muestra tu fuerza!"
Una mujer chillaba más alto que los demás. "¡Vamos, mami! ¡Vamos, mami! ¡Muéstrales que eres una verdadera mexicana! ¡Muéstrales que eres una chica! Muéstrales el poder de las chicas!"
Seniesa llevó la delantera. Giró, dio vueltas, con su coleta de caballo flotando, boxeando como si estuviera ahuyentando a un demonio.
Al final, la multitud aplaudió admirada. Seniesa y Ulises se abrazaron en medio del ring. Repentinamente, parecía tranquila, feliz. Se veía alta, algo que no había visto en semanas.
"Estuvo bien", dijo Ulises mientras se retiraba hacia la parte de atrás del gimnasio a por agua. Tenía la camiseta mojada, el paso tieso. "No dejaba de atacar. Atacándome y pegándome".
Joe deslizó un brazo sobre los hombros de su hija, y se alejaron en la oscuridad de la noche. Seniesa sonreía.
"Nadie la puede tocar", dijo él, alzando su puño. "NA-DIEE. Mi niña está de vuelta".

Volviendo a Creer
Para recuperar el ímpetu, Joe aprovechó casi toda oportunidad para que boxeara. Una de ellas fueron la Olimpíadas Juveniles. A pesar de la preocupación de su madre, de que se veía muy pálida para subirse al ring, Seniesa ganó en el segundo asalto por knock-out técnico. Viajó dos veces a Arizona. Las dos veces derrotó a una niña 4 kilos más pesada.
En el último de esos torneos, cuando se anunció que Seniesa había ganado, la gente local abucheó, silbó y agitó los brazos. Joe trató de sacar rápido a Seniesa, pero ella levantó el brazo derecho y apuntó desafiantemente el dedo del corazón hacia arriba.
"¡No hagas eso, mami, no hagas eso!", gritó Joe sobre el estrépito.
Cuando volvían a su hotel, él sacudió su cabeza. No podía creer que su hija se hubiera burlado de la gente.
"¿Qué?", dijo, con una sonrisa astuta. "¡Yo sólo estaba diciendo que ‘Soy el Número Uno! ¡Soy el Número Uno!'"
Su padre volvió a sacudir la cabeza, pero se serenó. En su intimidad, se sentía contento. Ella había vuelto a creer en su sueño.
Incluso Lupe Arellano, su maestra, podía ver que Seniesa se estaba sintiendo mejor consigo misma. Podía concentrarse más y mejoró sus notas.
En su diario escolar Seniesa escribió: "Soy una mexicana. Una niña que vive en El Sereno. No tengo mucho dinero. Soy ciudadana americana. Tengo inteligencia. Orgullosa de mis logros".
Fue la única de su curso de sexto que tenía metas definidas, dijo Arellano. "La mayoría de los niños están en una fase en que todo lo que importa es la gratificación inmediata. Pero para ella, es una dedicación de largo plazo. Está diciendo que quiere ‘hacer las Olimpíadas algún día. Nadie me parará. Si no te gusta, mala suerte'".
Lo que restauraría completamente la confianza de Seniesa, sabía su padre, sería ganar la revancha a Daveena Villalva, que la había vencido en el Octavo Campeonato Guantes de Plata ese enero.
Fue la primera derrota importante de Seniesa -y empezó su bajón. Ahora que la tristeza se estaba aliviando, quería venganza. Daveena vivía en Arizona y Seniesa la había visto en sus dos peleas de Phoenix. Pero Joe no pudo convencer al padre de Daveena para otra pelea.
Con cada negativa, crecía la sed de venganza de Seniesa. "No quiere pelear", me dijo Seniesa. "Oh, la odio".
La verdad sea dicha, Daveena quería, y mucho, pelear. Estas dos niñas se parecían un montón.
En su apartamento, una casa prefabricada de un piso en un vecindario en gran parte pobre y en gran parte latino al sur del centro de Phoenix, donde la visité una tarde, Daveena estaba dando vueltas cerca de un ring que su padre, que era su apoderado, había construido en su terreno.
Como Joe, David Villalva había sido un matón callejero. Ahora era un soldador y podador de árboles que criaba pit bulls en 18 casetas junto al ring para hacer algún dinero extra. Tal como había sido para Seniesa, el boxeo fue idea de Daveena. David no quería que su hija tuviera nada que ver con eso. Pero entonces ella hizo un sparring por primera vez -como Seniesa, contra un niño. Y, como Seniesa, la dejó tan mal que su padre cambió de opinión.
Los Villalva eran una familia cálida y unida. Cuando Daveena corría junto a las perreras en un calor de 42 grados Celsius, me vio y trotó hacia mí. Se presentó a sí misma y extendió su mano. Tenía la piel suave, los ojos oscuros y redondos, las mejillas redondas y el pelo negro y liso que caía por debajo de sus hombros.
Su postura me impresionó. Como Seniesa, era encantadora, pero era más relajada, más abierta. Me miraba fijamente cuando respondía mis preguntas.
Como Seniesa, tenía rabia. Odiaba el modo en que Seniesa la había tratado, cómo Seniesa se había negado a darle la mano después de que Daveena ganara, cómo Seniesa salió a toda prisa del ring y luego del vestuario cuando entró Daveena.
David estaba preocupado por la rabia de su hija. Si era demasiado, la podría llevar a ser abiertamente agresiva, temía. Eso la podría cegar ante el peligro. Y eso, a su vez, podría hacerla vulnerable. Necesitaba relajarse, dijo, antes de que peleara otra vez con Seniesa.
La vi martillar sus golpes en un enorme saco rojo de entrenamiento y luego hacer un sparring con un niño.
Daveena era agresiva. Era fuerte. Era tan agresiva y fuerte como Seniesa.
Oh, habría revancha, me aseguró Daveena. "La última pelea pensé que estuve muy bien. Vamos a pelear. Espero que pronto".
La primavera se estaba tornando verano cuando un torneo en Tucson conocido como los Guantes Turquesas ofrecieron una oportunidad.
Joe lo volvió a intentar.
Esta vez, David estuvo de acuerdo.
Seniesa vio la excitación de su padre.
Y ella vio su alivio; el juicio de su hermano Rick había terminado finalmente. El jurado absolvió al tío de Seniesa de intento de homicidio y lo condenó por cargos menores: agresión de su esposa con un arma letal, uso de arma de fuego para causar daños corporales y agresión con graves lesiones corporales. El juez lo sentenció a 10 años de cárcel. Era menos de lo que había temido Joe, y pensaba que su hermano podría soportarlo.
También vio otro cambio. Poco a poco, su padre se estaba transformando. En una discusión que lo colocaba, con otro entrenador, de punta con un entrenador rival, la rabia de Joe destelló un instante. La quería terminar a puñetazos. Seniesa lo pudo ver en las venas de su cuello. Pero su padre retrocedió de la furia que era parte de su naturaleza, de lo que él llamaba "la zona".
"Cálmate", dijo. "No vale la pena pelear, peleando no vamos a solucionar esto. Creen que somos cholos de la calle. No les vamos a dar en el gusto".
Seniesa se dio cuenta que su padre podía eludir una pelea. Quizás el sueño que tenían lo estaba cambiando.
Incluso así, cuando se acercaba la pelea con Daveena, el mundo volvió a atraparla. Era después de la puesta de sol cuando pasaba con su madre, Maryann, frente a una tienda de licores del vecindario llamada Mickey's. Vieron un gentío. Entonces vieron una cinta amarilla y luego unas piernas en pantalones negros saliendo por debajo de una manta.
¿Era uno de los hermanos de Seniesa?
¿Johnny?
¿Joey, quizás?
Maryann paró el coche, corrió hacia el cuerpo y preguntó frenéticamente: "¿Quién es ese muerto en el suelo?"
No era de su familia. Pero Seniesa se despertó esa noche llorando en la salita, mientras su madre y Joey hablaban sobre la víctima, una mujer que la familia conocía, y el supuesto asesino, al que también conocían.
Seniesa me dijo que eso la paralizó de terror.
Pero sabía que no podía detenerse en eso. Donde vivía, a veces parecía que recién se había cometido un asesinato. Su padre le dijo que debía estar preparada mentalmente, o sino perdería ante Daveena. Tenía que olvidar el asesinato.
"Eso tienes que dejarlo", le dijo Joe. "Esta es tu prueba. Es hora de que nos concentremos, es hora de viajar a Arizona a arreglar ese asunto".

Soñando con Daveena
Finalmente, Seniesa no pensaba más que en una cosa: Daveena. De noche, Seniesa soñaba con ella, peleando con ella tres días seguidos, todo el día, cada día un round.
En sus sueños le pegaba a Daveena todos los días.
"Al principio, cuando llamaron nuestros nombres yo iba a darle la mano rápido, porque no quería mirarla siquiera", me dijo, fría. "Lo que quería era pegarle, eso era".
Yo dije que Daveena era una niña muy parecida a ella, una niña buena que quería ganar tanto como ella. Si vivieran en el mismo barrio y fueran a la misma escuela, dijo, podrían ser buenas amigas.
"Nunca", dijo. "No me gusta".
La rabia es un combustible poderoso, y se podía ver que parte de su postura dura se había transformado en parte de su propia terapia.
La pelea tendría lugar el 26 de junio, cuando cumpliera 12. Su padre le prometió 400 dólares como regalo de cumpleaños, pero para recibirlo, tenía que ganar. Su táctica me sorprendió. Estaba claro que Seniesa no necesitaba motivación extra,
Sin embargo, la pelea se había convertido en algo especial para Joe, en una especie de prueba de supervivencia.
"Dios la bendiga, a ella y su familia", dijo, hablando de Daveena. "No le deseo nada mal. No, nada personalmente, de verdad. Es simplemente un deporte violento. Es un deporte muy violento. Y una vez que te subas al ring, lo lamento, pero mi niña le va a pegar a la tuya. Mi niña realmente le va a pegar a tu niña. Después de que salgamos del ring pueden jugar a las muñecas y hacer lo que quieran, hablar sobre Barbie y Ken. Pero cuando estén en el ring, lo lamento: Se trata de que yo te pegue antes de que tu me pegues a mí. Así es como es".
Salimos para Tucson el día antes de la pelea, llevando a un equipo de niños boxeadores del gimnasio de Seniesa. A la mañana siguiente, nadie habló de su cumpleaños. En su cuarto en el hotel, se sentaba aparte, inquieta, jugando con sus trenzas, chequeando su bolso para asegurarse de que tenía todo.
De vez en vez se levantaba para liberar tensión de sus piernas. Los chicos estaban jugando a un videojuego. Ella los ignoró. Se estiró y levantó una pierna hacia atrás, balanceándose. Parada en una pierna, parecía una delgada garza morena.
Colocaron clandestinamente un ring en el centro de El Casino Ballroom, en un barrio de Tucson. El vestíbulo estaba lleno del caliente aire de junio en Arizona. Olía a polvo. Brillantes luces rebotaban sobre la lona. Habían suficientes sillas plegables para al menos 500 personas, y el local se estaba llenando rápidamente.
Seniesa no tuvo problemas en hacer peso. Cuando ella y Daveena se subieron a la balanza, pesaban lo mismo: 35 kilos.
Las dos niñas apenas se saludaron. Las dos trataron de parecer indiferentes, imperturbables, pero las vi mirarse a hurtadillas, cuando pensaban que nadie estaba mirando.
En camino al almuerzo, Seniesa y su padre pasaron frente a los Villalva. Daveena estaba comiendo Doritos. Le extendió la bolsita.
"¿Quieres un poco?"
Seniesa parecía asombrada de que Daveena hubiera hablado. Retrocedió, esquivando los Doritos como si fuera un golpe. "No", dijo, alejándose. "Estoy bien".
Después de almuerzo, se acercó un niño de 8. "No puedo", jadeó, sollozando. "No puedo". Era su turno de pelear, y Joe había ayudado a enseñarle a boxear. Joe se dio un momento y le hizo un masaje en sus delgados hombros. "Trata. Si ves que no te gusta, voy a parar la pelea. No voy a dejar que te pase nada malo".
Miraron la pelea del chico, y cuando ganó, Seniesa lo abrazó a él y a su padre. Luego se colgó el bolso sobre un hombro y se alejó del ring, con los labios apretados. Se acercaba su día del ajuste de cuentas.
Una hora antes de la pelea, Seniesa se había puesto su shorts azules brillantes, una camiseta sin mangas azul y zapatillas de boxeo negras Adidas, impecables, cuidadosamente envuelta en los tobillos con delgadas tiras de cinta blanca. Como Daveena, miraba a media distancia. Las miré a las dos. Se restregaron los ojos. Estiraron los brazos.
"¿Estás lista?", le pregunté a Seniesa.
"No, no estoy lista", dijo, con su voz llena de ironía. Forzó una sonrisa. Ya no tenía problemas en mirarme a los ojos. "Sí, estoy lista. Por supuesto. Yo nací lista".

El Gran Momento
Veinte minutos para la campana.
Joe le había puesto unos abultados guantes azules en sus puños envueltos en cinta.
"No me gustan estos guantes", dijo Seniesa.
Joe la paró en seco. "No, no. no. Hoy no hay excusas, mami. No hay excusas".
Ella y Daveena se acercaron, a apenas unos metros del ring. Los referís examinaron sus protectores de cabeza y sus guantes. Las chicas se veían solemnes, inexpresivas.
Daveena se balanceaba sobre sus pies, luego se paró y mantuvo quieta. Apoyó los puños en las caderas. Miró el ring.
Seniesa lanzó unos rectos en el aire, los labios apretados.
David y Joe se dieron palmadas en la espalda. "Buena suerte", se dijeron uno al otro.
Seniesa y su padre caminaron hacia las cuerdas. Les seguía Ronny Rivota, un preparador de los chicos, estirándose y recordándole el plan de la pelea: Ponte firme, contrarresta las fintas de Daveena con artillería pesada, con toda tu fuerza. "Si te pega", advirtió, "controla tu rabia".
Miró sobre sus hombros, los ojos redondos, grandes y concentrados.
"¿Lista, novia?", preguntó su padre.
"Sí".
"Okey, mano derecha, mano izquierda, mano derecha. Recuerda, ella no pega rectos. Acércate. Acórralala".
Seniesa no pareció escucharle. Estaba en un mundo propio, estirando, balanceándose y rebotando sobre los dedos de los pies.
Durante semanas Joe había preparado este momento, quedarse tarde noche tras noche mirando un video de la primera pelea de Seniesa con Daveena, contando los golpes, convenciéndose de que a su hija le habían robado el título. Me dijo que sabía qué decirle a Seniesa cuando subiera al ring a pelear de nuevo con Daveena.
Agachándose, lanzó una precipitada hilera de palabras.
"Machácala", le dijo. "Los referís están parando las peleas hoy en día. Deja que los referís la paren. Vamos, nena, ella no pega más fuerte que Richard [uno de los chicos del gimnasio]. Recuerda eso. Ahora les vas a demostrar. Creen que te pueden ganar, pero no tienen talento para ganarte. No saben ni la mitad de lo que sabes tú. Vamos, mami, eres 10 veces, 100 veces mejor que ella. En cuanto a capacidades y en todo sentido, mami. Puedes hacerlo, mami. Dios está con nosotros. Es entre tú y el Señor ahora, mami. Pídele al Señor que te de fuerza. Yo no puedo subir contigo, pero Dios está contigo todo el rato, nena. Vamos a ganar. Hemos esperado mucho tiempo este momento, mami. Te lo digo, creen que ganaron la primera pelea, pero sé que tienen dudas. Vamos a ganar, muñeca".
Seniesa asintió -sí, sí, sí.
Pero, en realidad, no había nada, ni siquiera Joe, que pudiera decir algo que la interrumpiera de su concentración y se metiera en su cabeza. Este era el momento más importante en la vida que había compartido con su padre, un ensayo para las muchas y difíciles peleas que esperaban tener en el futuro. Quería ganar esta pelea más que cualquier cosa. Ya estaba en el estado de trance que había heredado de su padre.
Cruzó las cuerdas y entró al ring. Pasaron unos segundos. ¡Clangs! La campanada hizo eco en todo el salón de baile.

Dispuesta a Más
Seniesa y Daveena se abalanzaron una sobre otra, dejando fluir los seis meses de ansiedad desde su último duelo.
Seniesa dirigía con la izquierda, raspando los guantes de Daveena.
Le dio a Daveena un momento de duda. Entonces atacó.
Seniesa retrocedió. Pero en esta pelea, a diferencia de la anterior, se paró, se agachó sobre la pierna izquierda, se adelantó y lanzó una rápida combinación -jab, golpe cruzado, jab, cruzado. Los golpes, más fuertes que cualquiera de los que había lanzado antes, se incrustaron en Daveena. Dolieron.
Pero esta no era una niña a la que Seniesa pudiera intimidar. Era Daveena, la boxeadora a cuerda. Se concentró en su objetivo, y siguió persiguiendo, yéndose encima, tal como la primera vez. La persiguió, le lanzó golpes curvos, negándose a dar cuartel.
Seniesa se protegía de las fintas como una avisada maestra. Llena de energía, dispuesta a atacar, se balanceaba entre los golpes de Daveena, esquivando la mayoría de ellos. Golpeaba rápido, respondiendo con su derecha, luego la izquierda.
La cabeza de Daveena se torció hacia atrás. Guap. Su cabeza giró de lado a lado, de izquierda a derecha. Guap-guop.
Cuando sonó la campana. Seniesa desbordaba de confianza y agilidad.
"¡Relájate, mami!", le dijo su padre.
Estaba contento, tan contento que no le dio instrucciones. Sigue haciendo lo que estás haciendo, dijo, porque lo que estás haciendo es ganar.
Ella asintió, dispuesta a más.
En el segundo asalto, abrió con un gancho, luego un duro gancho izquierdo.
Los hombres y mujeres en las butacas que no habían esperado ver boxear a niñas, me gritaban su asombro en los oídos: "¡Maldición!" Un durán al estómago. Otro. "¡Maldición!"
"¡Sigue!", gritaba su padre, tan fuerte que el referí paró un momento la pelea, se volvió hacia Joe y le dijo que se calmara. Lo hizo, pero siguió retorciéndose con cada golpea que lanzaba y recibía su hija. Era como vudú; lo sentía todo.
Daveena, frente a un nuevo tipo de ataque, esquivó muchos de los golpes. Siguió atacando, empujando a Seniesa con sus golpes. Muchos de ellos aterrizaron sólidamente en los lados de Seniesa. La hizo girar y retorcerse.
"¡Vamos, Chiqui! ¡Pelea, Chiqui!", gritaban los familiares y amigos de Daveena, parados junto al ring.
Entonces, justo antes de la campana, Seniesa asestó un duro golpe que casi hizo perder el equilibrio a Daveena. Varios de los fans de Daveena se derrumbaron preocupados en sus butacas.
Pero no se rindieron. Se levantaron cuando el tercero y último round ya estaba en camino, animando ruidosamente a Daveena cuando esta encontró nuevas fuerzas. ¡Guap! Varios llegaron a destino, guap-guap, sacudiéndola.
Sin embargo, pronto Daveena perdió su fuerza.
Seniesa resistió el ataque, y ahora estaba pegando. Derecha. Durán. Derecha. Durán. Marcha atrás. Jab.
Tal como en los entrenamientos, como la había instruido su padre, como había soñado. Entonces se cansó.
Las chicas se midieron cerca del centro del ring, buscando un hueco, esperando una segunda vuelta. No había tiempo. ¡Clang! La campanada final. Había terminado. Seis meses de esperar y esperar habían terminado.
Joe abrazó a Seniesa. Se veía excitada y nerviosa, cansada pero contenta.
David abrazó a Daveena, su cara tranquila, como si se estuviera preparando para aceptar elegantemente lo que decidieran los jueces.Los jueces reunieron sus tarjetas de puntos, contaron los resultados, y un referí en blanco tomó las manos de las púgiles.
Ahí, en medio del ring, pasaron cinco, 10, 15 segundos. Las dos niñas mostraban esperanza -y miedo.
"Damas y señores", dijo el anunciador por el micrófono, su voz resonando a través de los altavoces. "Damas y señores, un aplauso para nuestras luchadoras, por favor". La multitud gritó y pateó el suelo.

Y la Ganadora Es
Las piernas de Seniesa temblaban.
"Y la ganadora, por decisión, es..."
Daveena miró hacia arriba, como rogando. Pasó un segundo, otro.
"¡Se-nie-sa Es-tra-da!"
No debería haberme sorprendido cuando todo lo que mostró fue sencilla satisfacción: un rápido brinco en el aire, el puño alzado por un momento. Cualquier otra cosa habría indicado dudas. La postura de Seniesa, correcta pero imperturbable, decía suficiente: No te sorprendas de lo que hago. Seniesa Carmen Estrada se puede cuidar a sí misma.
Le dio la mano a Daveena, firmemente, e incluso la ayudó a pasar por las cuerdas y salir del ring. Los oficiales le entregaron a Seniesa el cinturón del campeonato y caminó hacia su padre, que lo colgó sobre su hombro. Ella golpeó las palmas.
"¿Está claro para ti?", preguntó, aludiendo a los momentos en que había tenido dudas. "¿Lo tienes claro?"
Sonrió, pero sin decir nada, dejándole desahogarse con alguien en la multitud -"La última vez nos robaron. La última vez nos robaron"-, dejándolo complaciéndose en lo que ella había creado.
Pronto estábamos parados bajo el sol, en el aparcamiento de tierra. Le pregunté a Seniesa cómo se había sentido en el ring.
Más fuertes que nunca, dijo. Sabía que estaba golpeando fuerte, porque podía sentir, en sus nudillos, lo blando del cuerpo de Daveena. Dijo que estaba contenta de que hubiera terminado, porque ahora ya no necesitaba vengarse. El rencor había pasado. Miró al suelo y vio un hormiguero.
Joe habló con agitación, las palabras a borbotones. "Ay, man, me siento en la gloria. Esto hace que todo valiera la pena. Todo salió como tenía que salir. Su agresividad. Le dije que lanzara combinaciones. Le dije que pegara fuerte y que no retrocediera". La besó en la frente.
Sonrió, y luego se agachó sobre el hormiguero.
"Lo hiciste también como pensé que lo harías, mami", dijo su padre.
Con su dedo tocó suavemente la tierra, diciendo que nunca había visto antes unas hormigas negras tan grandes. La amazona que había peleado tan furiosamente en el salón de baile había desaparecido. De repente, Seniesa era como cualquier otra niña.
Su padre no se dio cuenta. "Hay algo más importante que mi niña aprendió hoy", dijo. "No hay que rendirse. Es como mi vida. No te rindas, pase lo que pase. Si pierdes una pelea, o si pasa algo peor, como lo que pasó con mi vida, o no importa qué, sigue peleando, sigue atacando, sigue volviendo".
Tocó su cuello con sus dedos. Parecía estar hablando tanto consigo mismo como con ella, recordándose dónde había estado y lo lejos que había llegado. Tijuana. Primera Flats. La cárcel. La adicción. La agresión. La pérdida de su familia, la pérdida de su niña. Y luego, el largo camino de vuelta.
"Eso es lo que tengo que enseñarte. No te rindas, no te rindas, no te rindas".
Ahora su pasado estaba lejos. La pelea de Seniesa ayudó a dejarlo en claro. Sin embargo, sólo era una niña, que cumplía 12 ese mismo día. Era demasiado joven como para poner su vida y la de él en perspectiva. Tampoco era necesario que lo hiciera.
Se agachó sobre sus delgadas rodillas, mirando las hormigas.
"¿Papá?", preguntó, tirándole de la camisa. "¿Papá?", preguntó de nuevo, mirando hacia arriba. "¿Podemos irnos?"
Él asintió.
Ella se irguió de un brinco, y pasó junto a él, apurándose.
"Eso es, te quiero, mija", dijo.
"Lo sé", dijo ella. "Yo también te quiero, papi".

5 de agosto de 2005
14 de julio de 2005
©los angeles times
©traducción mQh


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