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el otro ejército


[Daniel Bergner] Casi el 25 por ciento de las fuerzas americanas en Iraq son soldados privados.
Cuando Matt Mann necesitó comprar vehículos blindados, telefoneó a su cuñado, Ken Rooke. Rooke no tenía ni la menor idea sobre ventanas antibalas o suelos anti-granadas, pero no era completamente incapaz de comprar. Al menos, sabía algo sobre coches. Una vez en el periférico de Carolina del Norte, organizaba carreras para una emisora radial local. Era lo más cerca a un experto con que contaba Mann.
Mann, un sargento maestre de Operaciones Especiales del Ejército, jubilado, entrado en los cuarenta, necesitaba esos vehículos con urgencia. Y necesitaba armas. Era principios del año pasado, y la compañía que él y dos socios habían creado, la Triple Canopy, había recién obtenido contratos de gobierno para custodiar 13 cuarteles de la Autoridad Provisional de la Coalición APC en todo Iraq. (Los acuerdos de seis meses renovables llegaban en total a unos 90 millones de dólares). La APC era el órgano de gobierno de la ocupación militar norteamericana. La Triple Canopy -no los militares norteamericanos- la protegería. Y otras compañías. Con el resurgimiento de la resistencia, el trabajo de proteger los recintos de la APC y de impedir que los arquitectos de la ocupación fueran asesinados, había sido privatizado.
Sin embargo, cuando la Triple Canopy fue contratada, apenas existía. Mann y uno de sus socios, Tom Katis, un viejo amigo de las Fuerzas Especiales, hablaron después del 11 de septiembre de 2001, sobre empezar un negocio que de alguna manera se ocupara de la amenaza terrorista. Pensaron que podían usar su experiencia militar para adiestrar a agencias de gobierno en técnicas antiterroristas. En un ejercicio de las Fuerzas Especiales en América Central (los dos, en esa época, estaban en la Guardia Nacional; Mann venía del Ejército regular y trabajaba como ingeniero civil, y Katis se había graduado en Yale y comenzado una carrera en las finanzas), y soñaban con su proyecto de empresa debajo del follaje de la selva -la copa de los árboles de la selva de la que tomaron el nombre.
No hicieron mucho más. Cuando se enteraron de los trabajos en seguridad de la APC y empezaron a competir por los contratos, eran sólo un nombre, una idea. Con dinero tomado de prestado de familiares y amigos, empezaron a contratar a ex colegas del Ejército esperando que la compañía, de algún modo, tuviera éxito. No tenían más que sus currículum vitae para darles esperanza. Los currícula, sin embargo, eran impresionantes. Mann pasó seis años en la Fuerza Delta del Ejército, su unidad más selecta, estrictamente adiestrada y secreta, y él reclutó a operadores de la Fuerza Delta retirados. Es un hombre incontenible con el pelo canoso y corto, ojos azules y una sonrisa radiante, y mientras me contaba sobre los primeros días de la Triple Canopy, recordó su desconfianza en los hombres que eran atraídos por la compañía. "¿Ese quiere trabajar para mí?", dijo que pensó, una y otra vez. Pero su modestia no llegaba tan lejos. "Las estrellas del rock quieren trabajar con estrellas del rock", dijo. Los ex soldados de la Fuerza Delta, pesadamente decorados y con todo tipo de experiencia de combate y clandestina, siguieron presentándose.
"Nosotros éramos la ardilla que quería una nuez", recordó Al Buford, uno de los primeros empleados y veterano de la Fuerza Delta, sobre las expectativas de trabajo iniciales de la compañía. Y cuando fueron contratados para proteger más de la mitad de los locales de la APC en Iraq, y para escoltar a funcionarios de la APC a lo largo de las mortíferas carreteras del país, "se nos vino todo un cargamento de nueces encima".
Así, también se enteró el cuñado de Mann, Ken Rooke. "Soy un fanático de los aparatos", me dijo Rooke. "Pero estábamos disparando sin sacar la pistola del cinturón. Nunca me sentí competente con lo que estaba haciendo".
"Debido a la guerra", continuó, no había vehículos blindados nuevos. Buscó en internet, hizo innumerables llamadas y compró varios sedanes Mercedes blindados que habían pertenecido al sultán de Brunei antes de que fueran alquilados a los guardias. Remplazó las elegantes ruedas de rayos, y colocó llantas sin aire, de modo que los vehículos pudieran salir de una emboscada incluso después de que las llantas hubieran sido agujereadas de balazos. Luego tuvo que embarcar a Iraq esta flota improvisada.
En cuanto a las armas, Triple Canopy también tuvo que conformarse. El transporte de armas de fuego desde Estados Unidos exigía documentos legales por los que la compañía no podía esperar; en lugar de eso, en Iraq, consiguió un permiso del ministerio de Defensa para visitar los depósitos de municiones capturadas al enemigo. La compañía recogió un montón de AK-47 y seleccionó todo lo que podía servir.

De ese modo obtuvo Triple Canopy vehículos y rifles de asalto, y cuando necesitaba dinero en Iraq, para pagar a los empleados o comprar equipos o construir campamentos, enviaba a alguien desde Chicago, la sede de la compañía, con una mochila llena de fajos de billetes de cien dólares. "Todo lo que la gente en Iraq tenía que decir era: ‘Necesitamos una mochila'", dijo Mann. "O: ‘Necesitamos dos mochilas'". Cada mochila contenía medio millón de dólares.
Y de este modo nació una de las compañías privadas de seguridad más grandes de Iraq. Así fue la Triple Canopy a la guerra. Muchas otras compañías han hecho lo mismo; algunas estaban ya establecidas antes de la invasión norteamericana, otras menos. Las firmas en Iraq emplean un gran número de hombres armados. Nadie sabe cuántos con exactitud. En junio, en Bagdad, en un terreno de la coalición protegido por guardias privados en la Zona Verde, hablé con Lawrence Peter, un defensor pagado por la industria y -en lo que llamó una "colaboración privada-pública"-, consultor en el ministerio de Defensa para encargos de seguridad. Calculó la cantidad de hombres armados en unos 25.000. (En adición a los 50.000 a 70.000 civiles desarmados que trabajan para intereses americanos en Iraq, fundamentalmente para Halliburton y sus sucursales, haciendo cualquier cosa, desde servicios de mantenimiento de aviones de guerra hasta conducir camiones con alimentos y lavar platos). Pero los cálculos, de representantes de la industria y el diminuto sector de académicos que estudia los problemas de la guerra privatizada, son tan vagos que sólo sirven para confirmar el caso en Iraq y el hecho de que -a pesar de un intento de imponer licencias a las firmas por el novato ministerio del Interior iraquí-- nadie en realidad lleva la cuenta de todas las empresas que proporcionan escuadrones de soldados equipados con rifles de asalto y ametralladoras ligeras alimentadas por cinta. Peter supone que había unas 60 empresas en total. "Quizás 80", agregó rápidamente, mencionando que había cualquier cantidad de nuevas empresas chicas. Continuó: "¿Cien? Posiblemente".
La Triple Canopy tiene ahora unos 1.000 hombres en Iraq, unos 200 de ellos estadounidenses y casi todo el resto de Chile y Fiji. Sus rivales incluyen firmas británicas que contratan a soldados de las unidades de elite de las fuerzas armadas británicas y grupos que ocupaban a veteranos sudafricanos de las guerras para proteger el apartheid. Australianos y ucranianos y rumanos e iraquíes, todos se ganan la vida en el negocio. Muchos tienen experiencia como soldados; algunos han sido policías. Las empresas custodian las enormes corporaciones americanas involucradas en la reconstrucción de Iraq. Los pistoleros privados tratan de mantener a raya a los insurgentes de modo que los suministros puedan ser entregados y construidas las centrales eléctricas. Las empresas custodian a las enormes multinacionales americanas que se ocupan de la reconstrucción de Iraq. Y compañías como la Triple Canopy protegen contra ataques los recintos del gobierno americano. Con las armas sobresaliendo de sus todoterrenos, escoltan de reunión en reunión a funcionarios estadounidenses. Protegen edificios y gente que probablemente a la resistencia le gustaría atacar.
Durante su tiempo como presidente de la APC, L. Paul Bremer III, al que la resistencia puede haber considerado como su blanco de más valor, fue protegido por un rival de la Triple Canopy, Blackwater USA. Guardias privados, de acuerdo a Lawrence Peter, protegen ahora a generales norteamericanos. La Triple Canopy custodia una enorme base militar. Y en todo Iraq, la defensa de terrenos militares esenciales, como depósitos de municiones capturadas, ha sido informalmente compartida por soldados privados y tropas estadounidenses. Si la cifra de 25.000 es correcta, el negocio constituye casi un 16 por ciento de las fuerzas totales de la coalición.
Sin embargo, es difícil discernir quién autorizó estas subcontrataciones como política militar. No hubo ningún debate público; no se emitió ningún decreto oficial. ¿Y quién está a cargo de la supervisión de estos hombres armados? Una cosa es segura: son fundamentales para la campaña bélica. En abril de 2004, tras unos meses de la llegada de la Triple Canopy a Iraq, sus hombres estaban librando una desesperada batalla para defender el cuartel general de la APC en la ciudad de Kut. El Ejército Mahdi había lanzado un violento ataque.

En el mundo de las compañías como Triple Canopy, sólo se otorga importancia a unas pocas palabras. Desprecian la palabra "mercenarios". La frase "compañía militar privada" es acaloradamente imprecisa. "Compañía privada de seguridad" (o PSC) es del léxico profesional.
Aparte la semántica, los soldados privados han estado en el campo de batalla desde hace miles de años. Como cuenta P.W. Singer, un académico de la guerra privatizada en la Brookings Institution, en su libro ‘Corporate Warriors', eran mercenarios los que servían en el ejército del Rey de Ur dos milenos antes de Cristo; los antiguos griegos complementaron sus fuerzas contratando la caballería y especialistas en tirachinas; y bandas privadas de piqueros, infantería con armas de 5 metros y medio de largo, demostraron en el siglo 13 ser superiores a la caballería y se convirtieron en un gasto necesario para los gobernantes en guerra de Europa durante cientos de años.
Pero los mercenarios empezaron a desaparecer del campo de batalla durante la Ilustración. En parte, se debió a avances en la ciencia de la guerra. Mejores armas exigían menos habilidades del combatiente. Se necesitó menos la experiencia del mercenario. Con un mosquete diseñado decentemente, un soldado novato podía ser preparado relativamente rápido antes de ser despachado hacia el frente. Y luego, los siglos 18 y 19 trajeron nuevas ideas sobre la santidad del país y el honor del ciudadano en la formación de los soldados. "Los que peleaban por lucro, antes que por patriotismo", escribe Singer, "carecían totalmente de respetabilidad". Sin embargo, los ingleses contrataron a 30.000 alemanes hessianos para que les ayudaran a combatir a los revolucionarios en la Guerra Americana de la Independencia. Sin embargo, gradualmente, el trabajo de los mercenarios se hizo cada vez más marginal y despreciado, y en las Convenciones de Ginebra de 1949 fue, en lo esencial, convertido en ilegal, al menos en guerras entre naciones.
Los mercenarios continuaron operando en lugares desconocidos y anárquicos del mundo; durante gran parte de la segunda mitad del siglo 20, desempeñaron notorios papeles en las insurrecciones de África. Pero en 1995, en el diminuto país al este de África, Sierra Leona, los soldados privados hicieron una intervención que cambió la percepción moral. Un ejército rebelde estaba quemando vivos a los aldeanos y empezando a desarrollar su atrocidad característica: cercenando las manos de los civiles y dejándoles vivir como muestras del poder de los rebeldes. Desesperado, el gobernante del país contrató a una firma sudafricana, Executive Outcomes, que era dirigida por un ex jefe militar del antiguo apartheid. Se presentaba a sí misma como otra cosa que una agencia de empleo violenta y oscura para veteranos de la época del apartheid. Tenía folletos brillantes describiendo sus servicios militares. Su líder se llamaba a sí mismo, presidente. Su trabajo no era para "mercenarios" ni "perros de la guerra"; pronto adoptaría el término "compañía militar privada".
En Sierra Leona, utilizando algunos aviones y unos 200 hombres, Executive Outcomes hizo retroceder al ejército rebelde de unos 10.000 hombres hacia el interior del país. La violencia volvió a estallar una vez que Executive Outcomes salió del país, pero el mundo vio que una fuerza privada bien adiestrada podía hacer mucho.
Poco después una compañía londinense dirigida por un ex teniente coronel inglés, Tim Spicer -cuya última empresa tiene ahora un contrato de casi 300 millones de dólares con el ministerio de Defensa norteamericano en Iraq-, trató nuevamente de salvar al país del oeste africano. Spicer fracasó, pero emergió como un portavoz del valor moral de las compañías militares privadas. "La palabra ‘mercenario'", dijo al diario The Daily Telegraph, de Londres, de 1999, "evoca en la mente de la gente a un individuo implacable, sin compromisos, que tiene incluso inclinaciones criminales y psicóticas. No somos eso de ninguna manera. Todo lo que hacemos es ayudar a gobiernos amigos, razonables, a resolver problemas militares". (Sin embargo, a pesar de eso, Spice consideró una vez proporcionar ayuda a Mobutu Sese Seko, el tiránico dictador de Zaire, por un precio). El ministro de Asuntos Exteriores de Gran Bretaña, Jack Straw, y un ex secretario general de Naciones Unidas, Brian Urquhart, comentaron el posible uso de compañías militares privadas para ayudar a Naciones Unidas a estabilizar las zonas de conflicto del mundo. Naciones Unidas no estaba ni remotamente cerca de contratar ejércitos privados para poner fin a guerras civiles, pero empezó a ocurrir un sutil cambio en su percepción.
En 2002, el gobierno norteamericano contrató a unos 40 guardias privados, de la compañía americana DynCopr, para proteger al presidente Hamid Karzai en Afganistán. Y en la primavera de 2003, cuando el general Jay Garner, jubilado, estableció la Oficina de Reconstrucción y Ayuda Humanitaria, la precursora de breve duración de la APC, como el órgano de gobierno de Iraq, el Pentágono encargó a un pequeño contingente de sudafricanos y gurkas nepaleses de la firma británica Global Rist Strategies la misión de protegerlo a él y su staff. "Eso", me dijo Garner cuando hablamos el mes pasado, "fue la génesis" del crecimiento de las compañías privadas de seguridad en Iraq.
Al comienzo de la ocupación, no eran demasiados. Entonces, en la segunda mitad de 2003, mientras la APC expandía su presencia en todo el país en su intento de gobernarlo y reconstruirlo, y la insurgencia resurgía, la APC se alejó de las fuerzas de la coalición, que le habían proporcionado alguna protección, y empezó a recurrir a las compañías para su seguridad. Andrew Bearpack, el jefe de operaciones de la APC, me explicó que era estrecha y firmemente asesorado por las fuerzas armadas norteamericanas en Iraq -y financiado por el ministerio de Defensa- para tomar decisiones.
Los contratos importantes fueron licitados. A la Triple Canopy se le asignó su trabajo en enero de 2004. Otras compañías recibieron, o habían recibido, sus partes. (Entretanto, las multinacionales que llevan a cabo la reconstrucción -el elemento central de la campaña de ocupación americana, estaban gastando hasta un 25 por ciento del gobierno estadounidense en protección pagada). El despliegue de guardias armados creció y creció con una profusión que puede ser explicada en parte por el sutil cambio de percepción que removió algunos de los viejos estigmas de los mercenarios, y parcialmente por el énfasis en las subcontrataciones que ha ganado impulso en las fuerzas armadas de Estados Unidos desde principios de los años noventa (pero que se había concentrado en el apoyo logístico, desarmado). Más inmediatamente, sin embargo, el explosivo crecimiento se puede explicar por el empuje de la resistencia en Iraq y por el hecho evidente de que no hay suficientes tropas en el terreno para hacerle frente.
"Seguro, desempeñan una función militar", dijo Garner sobre las compañías. Pero, indicando que no estaba criticando al ministerio de Defensa, agregó: "El problema de fondo es que la potencia" -eso es, la capacidad de combate de Estados Unidos- "es demasiado baja". Y Bearpark, que últimamente trabaja como consultor de una firma de seguridad, dijo que la protección privada es a veces mejor que un ejército regular. Los equipos privados son más modernos y flexibles, dijo; a menudo están mejor adiestrados para el trabajo; y están dispuestos a correr más riesgos, lo que permite que los funcionarios puedan operar más libremente. Pero la razón fundamental para que la APC contrate compañías, dijo, es que "los militares no han proporcionado soldados suficientes. Se estiraron hasta el límite".

El ministerio de Defensa prefiere no discutir el papel de las compañías de seguridad en Iraq, y cómo exactamente creció tanto. Durante las varias semanas que llamé repetidas veces al Pentágono, para preguntar si el ministro de Defensa o uno de sus subsecretarios había, en algún momento, pensado sobre la presencia de esos 25.000 hombres armados o quizás autorizado de alguna manera, poco a poco o enteramente. Estas preguntas -que nadie con quien hable fue capaz de responder-, obtuvieron de agentes de presa departamentales una serie de promesas incumplidas para ayudarme a encontrar una respuesta. Al final, me enviaron una declaración escrita, aprobada oficialmente, que daba vueltas en torno a la pregunta, pero incluía la frase clave: "Las compañías privadas de seguridad no son utilizadas en funciones inherentemente militares".
La reticencia del Pentágono sobre este asunto puede deberse a la incomodidad sobre la acusación ahora común, de que no se preparó adecuadamente para hacer frente a la resistencia. (Puede interpretar preguntas sobre los guardias privados como conduciendo inevitablemente a preguntas sobre los niveles de tropas). Pero hay probablemente una inquietud adicional: un persistente problema con la imagen pública de las compañías. El cambio de percepción no ha sido completo; la odiada palabra "mercenarios" todavía planea demasiado cerca. Con este problema, las compañías están haciendo lo que pueden para ayudar. Muchas de ellas han tratado de re-bautizarse, a separarse todavía más del pasado, de la antigua infamia de crueldad, de ser blancos insurrectos de tiempo parcial en África, para hacerse más digerible para todos.
Cuando conocí a Lawrence Peter, un hombre pequeño con una fogosa voz, despotricaba que la prensa se negaba a aceptar el nuevo término escogido por las compañías: "¡No somos compañías militares privadas! ¡Somos compañías de seguridad privadas! ¡Seguridad privada!" Justificó la distinción diciendo: "El trabajo es defensivo. Nosotros protegemos". A veces, sin embargo, la distinción parece secundaria. Sin que importe cómo queráis llamar a la Triple Canopy y sus hombres, cuando el Ejército de Mahdi -una milicia chií radical leal al clérigo militante Moktada al-Sáder- atacaron Kut, la verdad fue que la compañía estuvo peleando una guerra.
Un actual asesor de adiestramiento de la Triple Canopy estaba, a principios de abril de 2004, a cargo de la defensa del cuartel general de la ocupación en Kut. (Por razones de seguridad, la política de la Triple Canopy es que sus empleados en Iraq o que probablemente vuelvan a Iraq no deban ser identificados por sus nombres completos). John, 50, un hombre alto con bigote de brocha, ha pasado 26 años en el ejército norteamericano, la mayor parte en la unidad Delta. Estuvo en el primer helicóptero de la invasión de Granada en 1983; su helicóptero y los otros detrás de él fueron acribillados y destrozados a balazos, y tres soldados que iban a su lado cayeron muertos. "Nunca recibí tanto fuego de nuevo hasta Kut", me dijo, en mayo. "Kut fue como saltar en el aire -sabías que te podían matar en cualquier momento".
Junto a un río y rodeado por tres lados por la pequeña ciudad chií, el recinto de la APC en Kut consistía de varias estructuras de concreto de uno y dos pisos. Los edificios habían sido ocupados por dependencias baazistas y un hotel. Ahí el gobernador regional de la coalición, conocido como el coordinador de la gobernación, vivía y trabajaba con un equipo de funcionarios y subcontratistas de proyectos de reconstrucción, rodeado de murallas protectoras de 3 metros 60 de alto en el perímetro del terreno -excepto junto al río donde, me dijo John, el coordinador de la gobernación, un inglés, prefería que nada obstruyera la vista. La ciudad había estado razonablemente tranquila. Era un "hoyo somnoliento", recordó John que dijeron sus jefes en la Triple Canopy, bromeando que sería un puesto conveniente para viejitos canosos.
La primera señal de que estaban sitiados fue la concentración de más de mil manifestantes en unos pocos lugares en la ciudad y en torno al terreno, exigiendo que la APC abandonara Kut. Muchos en la multitud llevaban rifles de asalto y lanzagranadas. John sospechó, dijo, que las protestas en el recinto fueran una treta para atacar el sitio. Corrió el rumor de que la policía iraquí adiestrada por la coalición habían abandonado las comisarías y puestos de control en la ciudad y que los combatientes de Mahdi habían requisado sus armas y uniformes. John tenía un equipo básico de tres guardias de la Triple Canopy. En el recinto había unos 40 soldados ucranianos de la coalición. Los guardias iraquíes empleados por la Triple Canopy ya habían empezado a renunciar y huir.
John declaró "puertas cerradas" y esperó lo que tuviera que venir. Los civiles se amarraron sus chalecos antibalas. Se retirarían a un local central en un hotel -el último punto de defensa-, en caso de que el perímetro fuera infiltrado. Llegaron avisos de coches-bomba. En la noche, dos coches parecían estar vigilando el recinto. En la mañana se escucharon tiroteos en toda la ciudad -y la horrible sorpresa de que el área justo en torno al recinto se veía abandonada. El ataque con fuego de ametralladoras y granadas empezó hacia mediodía. El asalto vino de cerca, justo en los edificios al otro lado de la calle. Y por todos lados. Los morteros estallaron. Explotó una granada cerca del Suburban de la APC; el vehículo fue consumido por las llamas. "17:40: Se ha incrementado el fuego de morteros desde el otro lado del río", se lee en un informe minuto-a-minuto llevado por un subcontratista civil. Las ventanas estallaron; enormes fragmentos de cemento caían de los edificios; los vehículos estallaban en pedazos.
La descarga de artillería y armas pequeñas del enemigo resurgió, volvió a decaer, y surgió nuevamente. "Durante la batalla, el comandante de facto del terreno del perímetro de defensa, es John", dice informe hora-a-hora de otro subcontratista. John subió al tejado del hotel para devolver el fuego. Los tres guardias de la Triple Canopy subieron a las torres. Sucesivos turnos de guardias iraquíes salían a borbotones por las salidas después de que uno de ellos fuera herido levemente y un traductor difundiera el rumor de que los americanos intentaban abandonarlos a su muerte. Los ucranianos pelearon implacablemente; cuando se quedaron sin municiones, John les proveyó con balas de la Triple Canopy, según la versión minuto-a-minuto. Envió a un cuarto soldado de la Triple Canopy, un joven preparador de perros que no había estado nunca en una batalla, a correr de torre en torre, llevando balas y agua a los otros guardias de la Triple Canopy, de los que, dijo John, "no creerías lo que dispararon", 2.500 balas, supuso. El perro antibomba fue dejado amarrado en el hotel y aullaba cada vez que explotaba un mortero.
En el tejado y corriendo entre estallidos por el terreno, John manipulaba tres radios y móvil entre sus manos y los bolsillos de su chaleco antibalas. Ninguno de los contingentes con los que necesitaba comunicarse -Triple Canopy; la otra compañía que manejaba la seguridad personal del coordinador de la gobernación (y que se había retirado dentro del recinto para protegerlo); los subcontratistas civiles; los enlaces con los militares americanos en otra ciudad- usaban el mismo sistema de comunicación. Suplicó a los militares que enviaran aviones de guerra para dispersar a los hombres de Muktada al-Sáder, entre 200 y 400.
La batalla continuó durante la noche. Ametralladoras pesadas abrieron el fuego desde el otro lado del río. "22:00. Hay un plan de evacuación aérea". Dos horas más tarde: "La Triple Canopy nos dijo que la evacuación aérea había sido cancelada" -las posibilidades de que un helicóptero fuera derribado durante el aterrizaje o despegue eran demasiado altas. Finalmente llegó un avión americano, disparando con sus cañones. La milicia se calmó, pero luego: "01:00. El hotel ha sido impactado varias veces y los edificios se sacuden con los impactos. Este combate es el peor de toda la intervención".
Parecía que no había escape; John pensó que la defensa había fracasado; cuando hablaba por radio y móvil trataba de controlar su voz, de mantener sus palabras "a nivel de intercambio de información". Luego llegaron helicópteros de guerra a sobrevolar el aérea. Dispararon, pero el enemigo buscó refugio nuevamente. Al amanecer, en una tregua, John y los ucranianos ejecutaron una orden del principal cuartel de la APC en Bagdad de que debían todos abandonar el terreno, sin que importaran los riesgos que se correrían al hacerlo. Se subieron a coches blindados y camiones abiertos. "No sabías en que esquinas ibas a morir", dijo John. Esperó que le enviaran morteros y lanzagranadas para aniquilarlos. Pero los helicópteros de combate siguieron sus rutas. No hubo fuego enemigo; llegaron a la base de la coalición más cercana; los civiles y soldados del recinto habían sobrevivido la batalla sin sufrir heridas graves.
Esa misma semana, a ciento cincuenta kilómetros al oeste de la ciudad de Nayaf, ocho guardias privados de la compañía Blackwater lucharon contra el Ejército de Mahdi, de al-Sáder, impidiendo que ocuparan el cuartel general de la APC allá. Los hombres de Blackwater salieron ilesos. Pero justo al otro lado de la ciudad durante la batalla de Kut, el Ejército de Madhi atacó un edificio en el que se encontraban cinco guardias del Grupo Hart, una firma inglesa que protege la reconstrucción del tendido eléctrico de Iraq. Los cinco quedaron heridos, y uno, abatido en el tejado del edificio en un tiroteo, murió desangrado.
Una semana antes, cuatro soldados de Blackwater, que escoltaban un camión con elementos de cocina a una base militar norteamericana, fueron emboscados y matados por insurgentes en Faluya -sus cuerpos fueron amarrados a la parte de atrás de un coche y arrastrados por las calles, quemados, descuartizados y exhibidos, colgados de un puente de Faluya. En esa época, los asesinatos de Faluya llamaron la atención no sólo por su brutalidad, sino también por el hecho de que las víctimas eran hombres de la seguridad privada.

Sin embargo, los hombres de la seguridad privada en Iraq están constantemente de batalla. Entre enero y agosto de 2004 (el último período sobre el que la compañía cuenta con cifras), los equipos de la Triple Canopy fueron atacados 40 veces, en incidentes que van desde impactos de granadas hasta ataques que duran al menos 24 horas. Y la cuenta de 40, me dijo el director de operaciones de la compañía, representaba solamente los ataques en que los hombres de la Triple Canopy habían devuelto el fuego. Seis a ocho veces esa cantidad de ataques -desde ráfagas de balas enemigas hasta fuego de morteros- no fueron registrados, calculó un portavoz de la compañía. La frecuencia de los ataques sigue siendo la misma. El estilo ha cambiado. Ataques como el de Kut, han dado paso a las emboscadas.
Es imposible decir con precisión cuántos hombres de la seguridad privada han sido matados en Iraq. Las muertes no son reportadas. Pero la cifra, de acuerdo a Lawrence Peter, es probablemente entre 160 y 200. Son más bajas que las sufridas por la mayoría de los miembros de la coalición americana.
"Alguna gente te dirá que están aquí por la patria", me dijo un guardia de seguridad privado de otra compañía. (No quiso que su nombre o el de su compañía fuera publicado, dijo, porque ni él ni sus colegas ni la industria en general opinan positivamente sobre los contactos con la prensa). "Eso es falso. Es por el dinero".
Estábamos entre edificios de concreto bajos en la base de la Triple Canopy en Bagdad. Los tejados son de un metro 20 de gruesos y están especialmente separados en capas para absorber fuertes explosiones. La base está en la Zona Verde, detrás de las altas murallas que separan el extenso municipio de la coalición de los serios peligros del resto de Bagdad. Pero la zona, como dice la gente que vive y trabaja aquí, en estos días es más roja que verde: llueven morteros.

Al hombre lo puso la compañía en el complejo recientemente construido de Triple Canopy, con su prístino comedor y un destartalado gimnasio, sus torres de vigilancia y grandes contenedores llenos de balas. La base es lo suficientemente grande como para que otras firmas puedan alquilar espacios. La Triple Canopy ha avanzado bastante desde sus caóticos comienzos. Sus contratos actuales en Iraq, la mayoría con los ministerios de Defensa y de Asuntos Exteriores norteamericanos, tienen un valor de casi 250 millones de dólares al año. Y con el éxito obtenido en Iraq -la Triple Canopy todavía no tiene víctimas entre sus trabajadores o clientes- ha sido recientemente nombrada como una de las tres compañías que se dividirán anualmente 1 billón de dólares en trabajos de protección recientes con el ministerio de Asuntos Exteriores en países de alto riesgo en el mundo.
Pero el hombre de la seguridad privada con el que estaba, no estaba hablando de ganancias inesperadas a ese nivel. Estaba hablando de sus propios ingresos. "Nunca he sido tan rico", dijo. "No le debo nada a nadie".
Tenía charchas e hinchazones de carne debajo de su camiseta. "No te engañes por el envoltorio", dijo el ex coronel Delta que nos introdujo. "Ha sido un comando toda la vida". Después de una carrera de las Fuerzas Especiales, dijo el hombre, no había sido capaz de sobrevivir en el mundo civil. El trabajo en la construcción se derrumbó. Bebía mucho. Consiguió un trabajo como cajero en un minimercado -"hasta que descubrí que tenía que reír con los clientes". Se reía pesarosamente de su incapacidad de adaptación. Pero ahora, cuando su hijo de 16 le envió un mensaje por correo electrónico desde su casa en Carolina del Sur, con una foto para probar que había cortado el césped como había pedido su madre, podía comprar al chiquillo algunos aparatos de alta tecnología como regalo. "Me quedaré hasta que termine", dijo. "Me pagan muy bien".
No dijo cuánto ganaba, pero americanos y otros occidentales en la industria ganan entre 400 y 700 dólares al día, a veces un buen montón más. (Los no occidentales ganan mucho menos. Los fijianos y chilenos de la Triple Canopy ganan entre 40 y 150 dólares a la semana y duermen amontonados en barracas en la base de Bagdad, mientras los americanos duermen en sus propios dormitorios. La compañía explicó que la diferencia en los salarios diciendo que se debía a la preparación militar de los norteamericanos, que es muy superior, y a sus misiones de mayor riesgo). Los americanos de la Triple Canopy permanecen en Iraq en turnos de tres meses, que trabajan sin descanso. Dependiendo del tiempo que pasen en Estados Unidos en el curso de un año, la mayor parte de sus ingresos son libres de impuestos.
Sin embargo, no se trataba solamente del dinero, no para todo el mundo. "El dinero, obviamente", dijo Al, un gerente de Triple Canopy en Bagdad. Como muchos otros en la compañía, era de edad mediana y se había retirado del rarificado mundo de la unidad Delta. "Pero es la excitación, la camaradería".
Y de vuelta en el suburbio de Chicago donde visité a la compañía en mayo, en sus amplias y nuevas oficinas (que la Triple Canopy pronto cambiaría por un local similar en las afueras de Washington, para estar más cerca de su principal fuente de ingresos, el gobierno norteamericano), oí hablar exuberantemente a Matt Mann sobre "crear un capital nacional". Habría sido fácil comportarse más exuberantemente debido a los beneficios que estaba haciendo; habría sido fácil marearse directamente.
Pero su entusiasmo parecía provenir, igualmente, de otras cosas. Habló sobre el despilfarro de las estrellas de Operaciones Especiales, "hombres cuya inteligencia se iguala a la de los mejores abogados, los mejores médicos", hombres que han sobrevivido los adiestramientos más severos, que han aprendido a manejarse en culturas extrañas, que "no saben perder". Sus capacidades, dijo, no eran reconocidas ni utilizadas después de que dejaban las fuerzas armadas y entraban a la sociedad civil. Un enorme ventanal detrás de él da a un jardín perfectamente podado, con su fuente murmullando suavemente. Con vaqueros y una camisa deportiva de manga corta con un veraniego estampado, se echó hacia atrás en su escritorio de madera rubia, las manos detrás de la cabeza, mostrando sus brazos fuertes y bronceados. En cierto sentido, puede haber sido cualquier empresario renegado que ha inventado un nuevo producto y se ha hecho un hueco entre la comodidad de las multinacionales. Pero había un mapa de Iraq, cuyos tonos amarillos contrastan con el rubio de la madera, en la pared. No le importaba hablar de sus ideas sobre la guerra, pero se veía a sí mismo como creando un grupo de gente con talento que era menos dirigido por la egolatría, dijo, que por el patriotismo.

En una oficina cerca de Mann estaba Al Buford, el gerente de reclutamiento de la compañía, que llevaba pantalones kaki planchados y una camisa celeste. En un librero detrás de él, una fotografía enmarcada lo mostraba en uniforme de camuflaje, en una misión de las Fuerzas Especiales del Ejército en Panamá. Frente a él, su ordenador estaba cargado con hojas del examen psicométrico que toma Triple Canopy a sus empleados potenciales. El curso de adiestramiento y selección de tres semanas de la compañía incluye analogías de palabras de elección múltiple y simulacros de conducción a alta velocidad y pruebas de tiro. Y hay cientos de preguntas designadas para detectar problemas de personalidad antes de que la compañía entregue a un candidato un arma y lo envíe a Iraq.
Otras empresas emplean métodos diferentes. Una mañana, en una base militar cerca del aeropuerto de Bagdad, un soldado de la Triple Canopy con quien me hallaba, se encontró con un amigo que venía de ser despedido por la compañía. El amigo se emborracha a menudo; lo habían sorprendido bebiendo justo antes de que debiera proporcionar una escolta armada a un cliente. El día anterior, nos dijo el amigo, había tomado contacto con otra compañía americana. Hoy estaba firmando el contrato.

En Iraq no hay una regulación efectiva sobre quién contrata las firmas o cómo se adiestra a los soldados o cuáles son sus reglas de conducta. "En el mejor de los casos tienes profesionales que hacen lo que pueden en un ambiente caótico y agresivo", dijo Lyle Hendrick en un e-mail desde Iraq, en julio, describiendo a sus colegas en la seguridad privada. Ha pasado seis meses con una compañía en el norte del país y ahora trabaja para otra en Basra. "En el peor, tienes cowboys a los que no controla nadie, que disparan a voluntad o simplemente aletean.
Llegué a conocer a Hendrick, un hombre alto y de voz suave, parte nativo americano pies negros de Carolina del Sur, mientras estaba con permiso en Estados Unidos. Había sido capitán de las Fuerzas Especiales y detective privado después; finalmente se quedó sin dinero cuando desatendió su trabajo cuidando a su padrastro, que tuvo un fuerte derrame. Cuando firmó con su primera compañía y en junio del año pasado tomó el avión a Mosul, un semillero de la resistencia, llegó al aeropuerto un convoy de camiones a recibir a los nuevos reclutas. Para sus ojos novatos, los hombres en los vehículos "se veían como figurantes de los Road Warriors de Mel Gibson", dijo. Le dijeron que subiera y se preparara para disparar mientras viajaban, que observara el sector. "No hubo instrucciones, ni nos sentamos, nadie dijo qué teníamos que hacer; fue... echar tus cosas en el camión y partir".
Pocos meses después, estaba en un convoy, en el asiento de atrás de la cabina de una furgoneta, escoltando a un equipo del Cuerpo de Ingenieros del Ejército hacia un lugar en el desierto, donde debían hacer explotar las municiones capturadas. En el desolado terreno, de acuerdo a Hendrick y un colega que estaba presente ese día, desde detrás de una berma apareció un SUV blanco. Estaba al lado de Hendrick, a 200 metros. Hendrick llevaba un casco negro, gafas protectoras anti-vaho, con un kaffiyeh enrollado en su cuello y guantes protectores de color marrón. Se asomó por su ventanilla aferrando una ametralladora ligera. La distancia se acortaba. "¡Se está acercando!", oyó gritar a alguien de su equipo. Pensó que era un campesino idiota. Él tenía el mejor ángulo; hizo unos disparos de advertencia. Podía ver al conductor, vestido de blanco. La distancia era menos de 30 metros. Apuntó a las ruedas. "El campesino idiota giró, esto no puede estar pasando", dijo. Todo fue instintivo. Disparó contra la puerta y ventana del conductor. El SUV dio un tirón hacia un lado -y explotó, "convirtiéndose en una bola de fuego naranja y blanco", tan cerca que la explosión destruyó un vehículo del convoy, aunque los hombres dentro no sufrieron heridas. El SUV desapareció. Estaba lleno de explosivos -era un terrorista kamikaze. Lo único que quedó fue un pedazo de llanta. Un pedazo del cuero cabelludo del atacante colgaba de uno de los vehículos del convoy.
Hendrick me mostró fotografías de los restos humeantes. Quería estar seguro de que yo entendía el tipo de situaciones a las que él y sus colegas tienen que enfrentarse. Pero también dijo: "Todo esto ha producido unos personajes bastante espeluznantes". Mencionó un artículo en un diario sobre un hombre con el que había trabajado. El hombre fue detenido cuando viajó a Estados Unidos con permiso. Aparentemente, la compañía de seguridad no había chequeado sus antecedentes, si es que los chequeaba de alguno. Resultó ser un fugitivo de Massachusetts. Lo acusaban de desfalco. También había violado los términos de una sentencia suspendida en un caso aparte, explicó un diario local de Lowell, Massachusetts: había sido condenado por agresión "después de que casi le volara la mandíbula a un amigo en un juego de ruleta rusa".
Mark alzó sus fuertes antebrazos y realizó la pantomima de lavarse las manos y secarse a capirotazos. Gerente de la Triple Canopy en Bagdad, Mark estaba detrás de su escritorio en la base de la Triple Canopy, haciendo una demostración de la posición del ministerio de Defensa sobre la supervisión y control de las compañías privadas de seguridad. "El ministerio no quiere tener nada que ver con esto", dijo. "No tienen tiempo. No tienen cifras. Y Estados Unidos no puede investigar incidentes. No tienen investigadores. Está la ley iraquí. No es que exista una ley iraquí. ¿Tengo que entregar mis armas a la policía iraquí? No lo haría. Eso podría significar mi muerte".
Nadie sabe cuántas veces el fuego de algún equipo de seguridad privada ha herido a transeúntes o matado a choferes inocentes que se acercaron demasiado a un convoy, sin darse cuenta que la mera proximidad podía ser considerada una amenaza. Cuando disparan sus armas en defensa propia o como advertencia, los equipos rara vez se preocupan de verificar si hay heridos -sería demasiado peligroso, pues están en medio en una guerra. Además, nadie con autoridad vigila lo que pasa.
Y las reglas que existen son ignoradas. Un decreto de la APC, que se ha incorporado entre las leyes iraquíes, limita el calibre y tipo de armas que puede emplear el personal de la seguridad privada. Pero varias personas en la industria me dijeron que, especialmente fuera de Bagdad, armas como ametralladoras pesadas y granadas -quizás por necesidad- forman parte, a veces, del arsenal.
Algunas de las firmas americanas y británicas más importante, la Triple Canopy entre ellas, abogan por una supervisión más cuidadosa de sus negocios, de parte del gobierno y, si fuera posible en el futuro, de Naciones Unidas. Les gustaría tener controles sobre todo tipo de cosas, desde un adiestramiento adecuado hasta violaciones de derechos humanos. Les gustaría que los rivales más impetuosos perdieran sus contratos. Les gustaría que su trabajo fuera legítimo, y remover el estigma de que sus propios hombres son granujas y mercenarios.

En octubre del año pasado, un proyecto de ley en el congreso exigió que el ministerio de Defensa propusiera un plan para controlar a las compañías de seguridad -para investigar los antecedentes personales e inculcar las reglas de intervención y exigir su cumplimiento. Hasta entonces, de acuerdo a un funcionario del Pentágono familiarizado con el proceso, que pidió no ser identificado debido a que el plan del Pentágono todavía está siendo completado, el ministerio ha estado trabajando, durante varios meses, en una doctrina que trata de modo general todos los tipos de subcontratistas privados en Iraq, pero sin tratar específicamente el enorme sector de guardias armados. Parece que sólo el proyecto de octubre empujó al Pentágono a explicar formalmente las partes más vitales, y potencialmente más problemáticas, de sus subcontrataciones. El congreso dio al ministerio seis meses para presentar el plan. Han pasado nueve meses. Ahora el Pentágono ha declarado que el plan se presentará uno de estos días; no hay modo de saber si va a cambiar algo -qué instrucciones dará, qué nivel de cumplimiento se exigirá. Cuando le pregunté al funcionario del Pentágono sobre quién implementaría las reglas en Iraq, me dijo que "el contexto" sería la nueva soberanía del país. Fue difícil no pensar que el novato gobierno de Iraq deberá cuidar por sí solo de controlar a los miles de pistoleros privados que la ocupación norteamericana ha introducido en el país. Es difícil no pensar que las compañías seguirán haciendo lo que quieren.
Catorce guardias privados, que viajaban en un convoy a través de Faluya en mayo, fueron detenidos por marines norteamericanos, la primera, y según parece la última vez que los militares han realizado una detención semejante. Un memorándum de la Marina, citado por el Washington Post, acusó a los guardias, que trabajaban para una compañía llamada Zapata Engineering, de "disparar repetidas veces sus armas contra civiles y marines, conducción errática y posesión de armas ilegales" -seis armas anti-tanques que, según explicaron más tarde los hombres de Zapata, mantenían para defenderse y autorizados, dijeron, por los militares norteamericanos. Los guardias (ocho de ellos ex marines) dijeron que habían disparado contra civiles, pero eran disparos de advertencia. Insistieron en que sus balas nunca pusieron en peligro a militares. Sugirieron que su detención -que duró tres días, tras los cuales fueron liberados, de momento sin cargos- era motivada por envidias sobre sus salarios. Contaron que fueron tratados con rudeza y burlas, y les habían preguntado: "¿Qué se siente de ser un guardia rico?"
Este tipo de resentimiento se está profundizando. Lo que Matt Mann llamó un "capital nacional" puede ser corrosivo. Y las compañías privadas de seguridad están, ciertamente, erosionando los sectores de elite de las fuerzas armadas; las tropas mejor preparadas, los hombres más deseables para las compañías, son seducidos por los salarios que pueden incluso doblar lo que ganan en las fuerzas armadas. Las Fuerzas Especiales han respondido últimamente con bonos de re-alistamiento de hasta 150.000 dólares. No es suficiente. Un hombre de la Triple Canopy, en sus treinta, con 15 años de experiencia en Operaciones Especiales, me dijo que su comandante le había suplicado que siguiera en el servicio. "Pero, ni modo", dijo. "Aquí tendré lo mejor y ganaré mucho más dinero". La Triple Canopy, me dijo Mann, tiene como política no reclutar nunca directamente de las fuerzas armadas. Pero cuando este hombre dejó el ejército, sabía exactamente dónde quería ir. Y muchos de sus viejos amigos de "la unidad" -el modo oblicuo de los soldados de la unidad Delta para referirse a su exclusiva casta- estaban dispuestos a seguirlo.
Existe el peligro de que otra cosa pueda finalmente erosionarse, si hay un cambio hacia un mayor uso de guardias privados -y más medios militares- para compensar la inevitable reducción de tropas en Iraq o para hacer otras guerras. Eso podría significar la pérdida de una comprensión especial, de nuestra identidad como sociedad, algo que consideramos sagrado. Los mercenarios fueron considerados como normales durante miles de años, pero Estados Unidos ha prosperado en una época en que los mercenarios al servicio del estado -que sirven al país- han adquirido una condición enaltecida. A menudo ponemos en duda las razones para hacer guerra, pero tendemos a admirar a los soldados que son enviados a pelear. Rendimos homenaje a su sacrificio, lo ensalzamos y en ello vemos el reflejo del valor de nuestra sociedad. En ello sentimos nuestro especial valor. Podemos no saber qué pensar de nosotros mismos cuando el servicio y el sacrificio se mezclan cada vez más con el deseo de ganancias. Podemos desconocer qué se siente en un estado que ya no es defendido por hombres y mujeres que consideramos puros.
Pero esa es una preocupación abstracta y quizás distante. Preguntarse qué pasará cuando el trabajo privado en Iraq finalmente desaparezca es una preocupación más concreta. ¿Qué pasará con esas compañías, esos hombres, sin esos miles de contratos? Algunos obtendrán otros para proteger dependencias y agencias norteamericanas en todo el mundo. Algunos harán lo mismo para otros gobiernos. Doug Brooks, cuya organización en Washington, la International Peace Operations Association, representa a varias firmas importantes, dice que cree que Naciones Unidas contratará pronto a las compañías para proteger los campamentos de refugiados en zonas de guerra. Pero algunas de las empresas y hombres sin duda obtendrán trabajo con dictadores o con terribles insurrecciones -o con el tipo de especuladores del petróleo que supuestamente respaldaron un reciente intento de golpe de estado en Guinea Ecuatorial (una conspiración que involucra a ex miembros de Executive Outcomes), en un intento de instalar un gobernante que facilitara sus negocios. Y con tantos soldados privados nuevos en el paro cuando el mercado iraquí finalmente se derrumbe, ¿no es probable que algunos de ellos acepten esos trabajos -trabajos de mercenarios en los territorios más caóticos del planeta?

En la base de Bagdad, ocho guardias de la Triple Canopy y yo subimos a una SUV y un sedán, las puertas blindadas tan pesadas que al abrirlas parecía que uno las empujaba contra el agua. Los hombres, en camiseta y con chalecos antibalas llenos de cargadores, estaban listos para su misión de la mañana. Yo era la persona a la que tenían que escoltar. De ese modo pensaron que me darían una impresión de cómo trabajan. De todos modos, yo tenía que llegar al aeropuerto.
En una reunión previa, el jefe de su equipo les dijo que las ruidosas explosiones que habíamos oído unas horas antes, fueron provocadas por una serie de vehículos improvisados cargados de explosivos, en un vecindario aledaño a la Zona Verde. Les dijo que la velocidad óptima para el trayecto era de 160 kilómetros por hora. No era necesario que les dijera que el trayecto de 8 kilómetros de carretera entre la Zona Verde y el aeropuerto es conocido como el más peligroso del mundo. Los insurgentes colocan bombas a control remoto a los arcenes y en las entradas en coches llenos de explosivos, y esperan. Buscan los tipos de vehículos que utilizan los equipos de seguridad -equipos que son sus enemigos y que protegen a dirigentes enemigos.
El blindaje de la SUV y el sudan no era suficiente para protegernos de las bombas; incluso puede no resistir el impacto de granadas. Cada vehículo lleva una mochila llena de balas en caso de que un ataque dañara los coches y dejara a los hombres enfrentados a un largo tiroteo. Siempre les acompaña un médico. Sentado a la izquierda en el asiento de atrás de la SUV, torcido hacia un lado para mirar por la ventana con un rifle en la mano, el médico me indicó un botiquín adicional para transfusiones. "Tendrás que usarlo si me estoy desangrando", dijo.
No llegamos muy lejos tras salir de la Zona Verde. El tráfico estaba pesado en la carretera, y la lentitud permite que los insurgentes apunten mejor contra sus blancos, coordinando la detonación de sus bombas junto a las calles o acercándose con sus coches de kamikazes. Junto a nosotros apareció un camión cisterna blanco, su tanque dispuesto a estallar con el impacto de una granada. Doblamos hacia la berma de tierra y volvimos a la base. "Somos una compañía aburrida", dijo Al, uno de los gerentes. "Limitamos los riesgos".
Una hora después el jefe del equipo decidió volver a intentarlo. Nos alejamos de la Zona Verde, acelerando hacia la autopista. "¡Nos viene siguiendo una furgoneta blanca!", gritó un guardia. En el camino de acceso, la furgoneta sospechosa mantenía su velocidad.
Entonces, de repente, frenamos. El tráfico avanzaba lentamente y las puertas estaban "rotas". Es un término que utiliza la compañía: abrir las puertas lo menos posible, con los rifles apuntando hacia fuera -la respuesta cuando otros vehículos se acercan demasiado. Las ventanas de los vehículos blindados son tan pesadas que cuando no se alzan una vez que han sido bajadas, de modo los hombres de la Triple Canopy no usan las ventanas para apuntar sus armas. La puerta entreabierta es un procedimiento que se ensaya; pueden desplazarse así a altas velocidades, apuntando sus armas hacia fuera en señal de aviso, o disparando a los coches que se acercan. Ahora lo hacían casi sin avanzar. "¡Vigila al tío a tu derecha!"
El peligro se sentía más cerca a la derecha y por detrás. No pude evitar pensar en Lyle Hendrick, en el kamikaze al que había disparado en el último instante. Pero ahora, en lugar de disparar, el guardia a mi derecha levantó la mano de su cañón y elevó sus dedos empuñados en el aire, un ademán iraquí que dice al conductor que pare o se aleje. Suerte o instinto, fue un buen encuentro. El conductor dejó de tratar de avanzar; su atención la habían capturado los dedos o el cañón de la ametralladora.
Superando a una docena de coches, nos acercamos al arcén para llegar a la cabeza del tráfico embotellado. Ahí estaba el "Gran Ejército" -el nombre que dan los guardias a las fuerzas regulares. Las tropas nos hicieron señas de parar. Nos dijeron que habían encontrado una bomba en el camino, a unos cientos de metros más adelante, y esperamos a que su cuadrilla anti-explosivos la desactivara. La ola expansiva pasó por nuestros pechos; el humo se arremolinó sobre el pavimento.
El camino hacia el aeropuerto estaba despejado. La puerta militar se hizo visible. Justo afuera, la semana pasada otro convoy de la compañía había sufrido una emboscada. Pero ahora, junto a mí en la SUV, los hombres se relajaron ligeramente mientras nos aproximábamos al puesto de control. Y cuando pasamos, los músculos -de los ojos, de la espalda- se aflojaron perceptiblemente. De momento, estábamos a salvo.

Daniel Bergner es autor de 'In the Land of Magic Soldiers: A Story of White and Black in West Africa'

16 de agosto de 2005
14 de agosto de 2005
©new york times
©traducción mQh


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