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hombres corrientes


[Alison Des Forges] Campesinos de un desolado rincón de Ruanda cuentan cómo masacraron a sus vecinos.
En 1994, poco después del genocidio de la minoría tutsi de Ruanda, me encaminé hacia la pequeña iglesia de ladrillos de Ntarama, una desolada región en el rincón sudeste del país. Dejando el brillo del sol de mediodía por la oscuridad del santuario, olí los cuerpos antes de verlos. Mientras mis ojos se ajustaban a la penumbra, pude discernir los restos retorcidos y quebrados de bebés, niños, mujeres y hombres en las capillas, al pie del altar, encima y debajo de las sencillas bancas de madera.
Algunos de los asesinos de Ntarama han hablado ahora sobre sus crímenes con el periodista francés Jean Hatzfeld, que ha grabado sus palabras en las espantosas páginas de ‘Machete Season'. Fulgence Bunani, un campesino y diácono voluntario en la iglesia católica, tenía 33 en la época del genocidio; Pancrace Hakizamungili, otro campesino, tenía 25. Ninguno de los dos había matado antes. Recuerdan los gritos de sus víctimas cuando ellos y otros asesinos golpeaban ciegamente en la atiborrada iglesia de Ntarama. Fulgence empezó quebrando "con una maza el esqueleto de una vieja", luego empezó a golpear "sin mirar quién era, golpeando al azar en la multitud", recuerda Pancrace, "una mezcla de golpes y gritos de todas partes". Alphonse Hitiyaremye, entonces de 39 y padre de cuatro, fue uno de los que volvió a la iglesia al día siguiente a terminar el "trabajo", como era llamado el genocidio; ayudó a localizar a los que todavía respiraban entre los cadáveres. Él y los otros gritaron contra sus víctimas, se burlaron de ellas y las insultaron, dice, mientras trabajaban "concienzudamente para matarlos a todos".
Hatzfeld ha publicado anteriormente versiones de civiles tutsis que sobrevivieron el genocidio ocultándose en los pantanos cerca de Ntarama. En este libro, presenta las palabras de 10 hutu corrientes de la misma región (la mayoría de ellos campesinos), contando en detalle cómo cogieron los machetes para masacrar a otra gente corriente que eran tutsi -gente con la que habían cantado en el coro de iglesia y jugado en el club de fútbol local. Como deja claro este libro, el genocidio de Ruanda estuvo marcado tanto por su intimidad (los asesinos usaron machetes y pistolas, no cámaras de gas) y su velocidad (al menos 500.000 de muertos en unos 100 días).
Los asesinos, encarcelados y confesos, que cuentan sus historias aquí se conocían antes del genocidio -algunos eran vecinos y compañeros de juerga- y habían "trabajado" juntos durante la "temporada del machete". A Hatzfeld le fue difícil convencerlos de que hablaran, pero no tuvo problemas en acceder a ellos gracias a las autoridades de la prisión, interesadas en aumentar el conocimiento en el extranjero sobre el genocidio. Los asesinos pasaron muchos días conversando con Hatzfeld sobre sus crímenes, debajo de una acacia en un jardín aledaño a la cárcel. Ha reunido sus observaciones en breves capítulos temáticos, creando la ilusión de una conversación entre interlocutores, los dos identificados por el nombre de pila.
El lector es cautivado cuando descubre que está en realidad escuchando a hurtadillas una conversación casual entre asesinos. Los asesinos hablan sobre todo, desde la primera vez que mataron hasta cómo bromeaban violando y matando a mujeres tutsi y cómo disfrutaban comiéndose el ganado robado y otros alimentos. (Algunos incluso probaron los caramelos por primera vez). Observan que la vida sexual con sus esposas era muy cachonda y que las relaciones con sus hijos fueron normales durante los días de la masacre. El lenguaje es tan chocante como la materia. "La regla número uno era matar", dice uno. "No había otra regla". Otro compara matar a una persona con matar a una cabra: un golpe en la cabeza es suficiente para los dos.
Los lectores que puedan ir más allá de su (justificado) horror inicial encontrarán una riqueza de detalles sobre el genocidio, incluyendo el papel jugado por las autoridades de gobierno y la milicia interahamwe, la importancia de los motivos económicos (especialmente la esperanza de hacerse con tierras, cada vez más escasa en este país densamente poblado), el impulso proporcionado por emisiones radiales incitando al odio contra los tutsi, el papel de las cantinas locales como centros de reunión después del día de "trabajo" y el prestigio social atribuido a la posesión de un arma de fuego. El libro no pretende ser un estudio académico del genocidio; es limitado en su alcance y se ve estropeado por numerosos errores (no hubo masacres en la región en 1973; los presos liberados en 2003 habían confesado, pero no habían sido condenados; los jóvenes capturados en la masacre fueron dejados en libertad porque la ley ruandesa no reconoce responsabilidad penal a menores de 14, y no porque fueran amnistiados). Pero su visión de base del genocidio enriquece y completa otras versiones más formales.
Sobre todo, la presentación de Hatzfeld subraya la individualidad de cada asesino: el matón, el hipócrita, el ideólogo más viejo, el joven ingenuo. Hacia el final del libro, conocemos a Fulgence, Pancrace y los otros -una familiaridad resaltada por el uso de sus nombres reales, por las breves biografías proporcionadas al final y por la foto de grupo. Mientras la distancia entre ellos y nosotros disminuye, empezamos a preguntarnos si acaso nosotros podríamos convertirnos en criminales en circunstancias como las de ellos.
Hatzfeld rechaza esas especulaciones, "no tanto porque no nos podemos meter en la piel de los campesinos de frijoles de una montaña de Ruanda, sino porque no nos podemos imaginar nacer y crecer en un régimen tan despótico y etnocéntrico". Aunque se niega a imaginarse a sí mismo en el lugar de los asesinos -quizás porque se identifica muy estrechamente con los sobrevivientes- Hatzfeld ofrece a los asesinos la posibilidad de describir sus sentimientos de culpa y la extrañeza de encontrarse a sí mismos implicados en crímenes tan atroces. Acepta que la mayoría del grupo no tenía problemas personales con sus víctimas y subraya lo reluctante que se mostraban a expresar odio de los tutsi. Reconoce que algunos hutu murieron tratando de salvar a tutsi, pero insiste en que nadie corría el riesgo de morir por negarse a matar. Simplemente presenta esas contradicciones y las deja sin resolver, del mismo modo que deja sin respuesta la pregunta última sobre por qué mataron estos hombres.
Hatzfeld cuenta que cuando varios de los asesinos empezaron a describir la masacre de los tutsi como una batalla, él los paró bruscamente, insistiendo en que él sabía la verdad. Por supuesto, el genocidio no fue una batalla, pero ocurrió durante una guerra, en la que las autoridades ruandesas hutu acusaron a los tutsi -miembros del mismo grupo étnico que la fuerza de guerrillas que estaba atacando al gobierno en Kigali- de ser enemigos. Al negarse a escuchar esta parte de la verdad, Hatzfeld minimiza el contexto bélico del genocidio y aumenta la culpa de los campesinos. También obstaculiza el estudio de los motivos de los asesinos. En el capítulo final, este libro imperfecto, pero devastador, nos dice más sobre el cómo del genocidio que sobre el por qué. Nos deja oír a los campesinos, pero nos dice demasiado poco sobre sus temores como para hacernos entender por qué esta gente corriente cometió crímenes tan monstruosos.

Alison Des Forges es asesor de la división África de Human Rights Watch y autor de ‘Leave None To Tell the Story: Genocide in Rwanda'.

Libro reseñado:
Machete Season. The Killers in Rwanda Speak
Jean Hatzfeld
Traducido del francés por Linda Coverdale
Farrar Straus Giroux
253 pp.
$24

24 de agosto de 2005
©washington post
©traducción mQh


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