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bush contra salim hamdan 2


[Ionathan Mahler] Los dudosos métodos de Yemen para apaciguar a los fundamentalistas musulmanes.
Justo en las afueras de la Ciudad Vieja de Sana, un laberinto de casas de piedra densamente apiñadas y complejamente decoradas y tiendas centenarias que brotan como recargados castillos entre las estrechas calles de adoquines, se encuentra la moderna Mezquita de los Mártires. Si la Ciudad Viejas de Sana evoca los días prósperos y cosmopolitas de Yemen cuando estaba en el centro del comercio mundial de especias, la Mezquita de los Mártires, un imponente monolito color ceniza, delata su presente como el más pobre y atrasado de los países de la Península Arábica.
La enorme plaza abierta frente a la mezquita es un lugar de reunión de los desposeídos. Gente sin casa vive en cajas de cartón aplastadas entre bidones de gasolina reutilizados como jarras de agua. Mini furgonetas dababs repletas de pasajeros, corren por las atiborradas calles de Sana, maniobrando a la búsqueda de pasajeros. Los conductores luchan por hacerse oír por sobre la música que brota de los altavoces de las bicicletas de tres ruedas, llevadas a pedal por vendedores de casetes. Los olores de la carne asada y mazorcas de maíz se mezclan con los de los aceites aromáticos, orina y sudor.
Aquí no hay mujeres a la vista, sólo hombres jóvenes y niños, un reflejo de la conservadora cultura musulmana de Yemen. Y aunque casi el 40 por ciento de los hombres yemeníes están desempleados, casi todos aquí parecen tener mucha prisa, moviéndose apresurados, a menudo de la mano, siempre con la ropa común yemení: sandalias, túnicas blancas y sacos de estilo occidental con las etiquetas de las marcas por encima de la manga izquierda, justo arriba del puño. De los cinturones cuelgan largos y curvos puñales jambiyas, recordatorios de la resistente cultura tribal del país. Llevan las mejillas abultadas con khat, que levanta el ánimo y sacude la mente en todas direcciones -un apto emblema de la falta de propósito e inquietud que se exhibe.
Hace diez años Salim Hamdan era uno de estos hombres. Nació hacia 1970 (nadie lo sabe con certeza, ni Hamdan mismo), a cientos de kilómetros de Sana en Wadi Hadhramaut, un oasis de 160 kilómetros en el montañoso desierto al sudeste de Yemen. Su padre era granjero y tendero, y la familia vivía modestamente en una pequeña casa de adobe en una aldea en un acantilado, colgando sobre el fértil valle abajo. Era todavía un niño cuando sus padres murieron enfermos, a pocos años uno del otro. Sin otros familiares en los alrededores, Hamdan se marchó a vivir con parientes en Mukalla, una sombría ciudad portuaria de unos 150 mil habitantes en la costa sur de Yemen. Para ese entonces, Hamdan ya había dejado la escuela, lo que no es inusual en Hadhraumat, donde los imperativos de ayudar a tu familia a ganar dinero superan de lejos las virtudes comparativamente abstractas de la educación.
A los pocos años dependía sólo de sí mismo, vivía en las calles de Mukalla y se ganaba la vida haciendo trabajitos. En 1990, Yemen, que había estado por largo tiempo separado en dos países, el norte musulmán y el sur marxista, se reunificó oficialmente. Hamdan, que entonces tenía 20, se incorporó a la masiva migración hacia el norte en busca de trabajo. Existía la extendida sensación de que Sana, la nueva capital del país, sería pronto una ciudad próspera. Pero la verdad fue que las posibilidades de encontrar trabajo no eran promisorias, especialmente para alguien con las limitadas capacidades de Hamdan. Pronto encontró el camino hacia la Mezquita de los Mártires -donde encontró trabajo conduciendo una dabab- y luego, seis años más tarde, se unió a la guerra santa.
Yihad, que significa literalmente ‘lucha’, es un concepto esquivo, que ha sido tema de infinitas interpretaciones, violentas y no violentas por igual, que emana del deber religioso básico de todo musulmán de promover la difusión del islam. En los últimos años, sin embargo, a menudo ha sido interpretado como una violenta cruzada contra Estados Unidos. Los caminos de Hamdan y al-Bahri hacia la guerra santa no podrían haber sido más diferentes, pero de muchos modos cada uno es emblemático de sus respectivos países, que representan los dos contingentes más grandes en Guantánamo. En Arabia Saudí, la yihad resuena con particular fuerza entre los educados, ricos y devotos; en Yemen, ejerce especial atracción entre los pobres del país. Casi la mitad de la población vive por debajo de la línea de la pobreza; a diferencia de sus vecinos en el golfo, Yemen tiene muy poco petróleo y lo que tiene lo acapara el gobierno. "A menos que sean hijos de jeques o de líderes políticos, la gente joven no tiene ninguna oportunidad de utilizar sus energías", me dijo Nabil al-Sofee, ex portavoz de Islah, el partido musulmán de Yemen, hace poco en su despacho en Sana. "La única opción para alguien que quiera hacer algo es la guerra santa".
En Yemen, la yihad tiene un atractivo casi místico. Sus raíces se remontan al siglo7, cuando el profeta Maoma declaró: "Alá, dadme guerreros que me sigan", con su espalda vuelta conspicuamente hacia Yemen. En su encarnación más moderna, la guerra santa puede trazarse a 1967, cuando Yemen estaba todavía dividido y los británicos se retiraron del sur. Finalmente libre de sus ocupantes de larga data, Yemen del Sur anudó rápidamente lazos con la Unión Soviética, Cuba y China y en 1970 se convirtió en el primer estado comunista árabe del mundo.
La nueva identidad de Yemen del sur inició dos décadas de hostilidades con Yemen del Norte, un estado musulmán leal a Arabia Saudí y Egipto. No pasó mucho tiempo antes de que los gobernantes del norte -incluyendo al presidente del Yemen unificado de hoy, Ali Abdullah Saleh- explotaran los trasfondos religiosos del conflicto. Para cuando las tropas soviéticas invadieron Afganistán en 1979, muchos jóvenes de Yemen del Norte ya habían aceptado que era su deber como musulmanes oponerse a los ateos comunistas. Y así, en los años siguientes, cientos de jóvenes yemeníes acataron el llamado de los clérigos a la guerra santa. Los muyahedines de Afganistán recibieron apoyo de muchos países árabes, además del de Estados Unidos, pero los yemeníes gozaban de la reputación de ser los más feroces de los llamados combatientes árabes-afganos. A diferencia de los combatientes de los países más ricos en el Golfo Pérsico, estaban acostumbrados a condiciones de vida difíciles, y el escabroso terreno montañoso de Afganistán era similar al de Yemen.
Cuando las tropas soviéticas se retiraron de Afganistán en 1989, los presidentes de muchos países árabes, comprensiblemente preocupados de la combustible mezcla de fanatismo religioso y experiencia de combate en la que estos hombres se habían empapado, desalentaron su regreso a casa. Yemen del Norte, por su parte, no sólo dio la bienvenida a sus propios combatientes sino además abrió sus fronteras a los yihadistas de otros países árabes. La heroica figura de estos combatientes fue cimentada en 1994, cuando las todavía vivas tensiones entre los islamitas y los marxistas de Yemen estalló en una guerra civil declarada y el presidente Saleh llamó a los ex-yihadistas a ayudarle a derrotar a los comunistas. El norte emergió victorioso, y Saleh recompensó por sus esfuerzos a muchos de esos hombres. Por su ayuda para movilizar las tropas, el jeque Abdul Majid al-Zindani, un ex combatiente árabe-afgano y director espiritual de bin Laden en el pasado, recibió la rectoría de la Universidad de Iman, en Sana, una plataforma desde la que ha dirigido a innumerable jóvenes yemeníes hacia la yihad.
El gobierno yemení hizo poco para restañar el flujo de yihadistas, a pesar de la creciente presión internacional. Un consumado realista, el presidente Saleh otorgó permiso a Estados Unidos para utilizar sus puertos para reabastecimiento en los años noventa, aunque ante el mundo árabe se presentó como un líder que no tenía miedo a enfrentarse a Occidente. Tras el atentado en 2000 contra el destructor U.S.S. Cole en Yemen, Saleh se burló de los rumores de que Estados Unidos estaba planeando intensificar su presencia militar en el país: "Yemen es un cementerio de invasores", dijo a Al Yazira. Sin embargo, después del 11 de septiembre de 2001, el presidente Saleh viajó a Washington para demostrar su apoyo a la guerra contra el terrorismo. Pero después de gastar tantos años alimentando y explotando la cultura yihadista del país, se mostraría cto a la hora de desmantelarla. Extraditar a radicales musulmanes, o poniéndolos tras las rejas por más de unos años, provocaría el resentimiento de los fuertes elementos extremistas del país.
El elemento clave en la solución de Saleh fue nombrar a un juez clérigo respetado, Hamoud al-Hitar, para visitar a los extremistas encarcelados y convencerles de que el islam, de hecho, no aprueba los actos de terrorismo. Cuando visité a al-Hitar en su casa fuertemente custodiada en Sana, una noche del otoño pasado, me explicó cómo funcionaba el llamado Comité para el Diálogo Reflexivo. Lo llamó "cirugía intelectual" y lo describió como un proceso simple: dirige a los extremistas a través de una serie de preguntas acerca de sus creencias, usando el Corán o el hadith, una compilación de las enseñanzas del profeta Maoma, para mostrarles en qué han errado. Al término del programa, los participantes que juran no participar en futuros actos de terrorismo se les otorga un perdón presidencial y dejados en libertad. A la pregunta obvia: ¿Por qué creer que mantendrán su juramento?, el juez al-Hitar da la respuesta obvia: Estas son personas que toman en serio su ideología; no firmarían nunca un juramento renunciando a sus creencias si no lo creyeran. Hace algunos años, el presidente Saleh dejó en libertad a cientos de hombres conectados con Al Qaeda bajo los auspicios del programa de diálogos del juez al-Hitar. Uno de esos hombres era Nasser al-Bahri.

8 de enero de 2006

©new york times
©traducción mQh

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