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las opciones de maría 1


[Patricia Wen] Casi 18, y se siente vieja. Mientras su dispersa familia la tira de la manga, una adolescente madura a empujones en una familia adoptiva.
Dedham, Estados Unidos. Una fría mañana de verano, María Medina despertó después de alojar en casa de su mejor amiga y se entretuvo recogiendo su cepillo de dientes y su camisón. No tenía prisa.
Fue aquí, en este sombreado suburbio casas de dos pisos de Colonial que primero pensó que podría llegar a ser alguien en la vida. Durante los seis años que llevaba en Dedham como hija adoptiva, había conocido a compañeros de escuela que tenían familias estables y dinero para las compras. Sin ninguna pizca de amargura, los describe simplemente como "ricos y afortunados".
María trabajaba en una librería de la localidad y se unió al equipo de voleibol de la Escuela Secundaria de Dedham. Era la primera de su familia en terminar la escuela secundaria. Incluso después de mudarse el año pasado a una nueva familia adoptiva en Chelsea, seguía creyendo que podría hacer casi todo.
Pero ahora, a unas semanas de su cumpleaños número 18, creer en sus ilusiones se ha convertido en algo mucho más difícil de lo que imaginaba.
Casi de 18, María tiene dos padres y ocho hermanos, y el teléfono no cesa de sonar. La familia en la que nació está diseminada y es pobre, y María es constantemente arrastrada hacia sus vidas. Su padre, un ex convicto, quiere que ella lo escuche. Su madre le suplica que la perdone. Y justo cuando María está pensando en las lecturas de la escuela para el verano, llama su hermana de 19, con dos hijos y sin casa, pidiéndole que la ayude a cuidar a los niños.
A veces, dice, "me gustaría desconectar el teléfono".
María se siente jalada de tantas direcciones diferentes a la vez que está a punto de perder los únicos asideros que ha tenido. Cuando los niños adoptivos como María cumplen los 18, el gobierno ya no está obligado a seguir cuidando de ellos. Ahí terminan los deberes del estado.
En una decisión que ninguna de sus amigas tiene que tomar, María puede pedir al estado que le proporcione un apoyo temporal más allá de los 18, pero sólo si acepta condiciones estrictas. Los 550 dólares al mes que paga el Departamento de Servicios Sociales DSS a sus padres adoptivos pueden ser cortados si María abandona la escuela, debe conseguir un trabajo de media jornada, y reunirse regularmente con las asistentes sociales.
María también podría decidir que es hora de vivir por su cuenta. Pero para los niños adoptivos como ella, no hay padres en quienes apoyarse, ni cuartos de invitados, ni segundas oportunidades. Al contrario, es la familia de María la que se apoya en ella. Tiene miedo de que sus ilusiones se hundan tan rápidamente como han bajado sus notas.
"Ahora tengo casi 19", suspiró mientras se preparaba para volver a Chelsea. "Me siento vieja. Y tengo miedo".
 
Vieja
Puede parecer una violenta iniciación en la adultez para los 25 mil niños adoptivos del país que cumplen 18 todos los años, pero funcionarios oficiales dicen que hay límites a lo que pueden hacer ellos. Dieciocho años es la edad en que los niños adoptivos son legalmente libres, y muchos adolescentes están ansiosos de escapar de los toques de queda y reglamentos del gobierno. Además, los presupuestos del estado para la protección de la niñez sólo pueden sustentar a un número determinado de casos; los clientes de más edad deben apartarse para dejar lugar a los nuevos. Como lo dicen francamente los asistentes sociales, estos adolescentes son obligados a madurar.
Aunque puede haber sido verdad hace algunas generaciones, 18 años ya no es una edad en que la mayoría de la gente piense que los niños deban encargarse de sí mismos. La mayoría de los jóvenes adultos de hoy van a la universidad y no son económicamente independientes sino hasta entrados los 20. Muchos vuelven a casa de sus padres por diez o más años después de haberse convertido en adultos.
Debido a esta nueva norma, algunos defensores de los niños dicen que los niños adoptivos deberían tener derecho a alguna ayuda hasta su cumpleaños número 21. En la lotería de la infancia, dicen, los adoptivos más jóvenes salen perjudicados. Sus familias se han roto, sus pasados están llenos de dolor. Alcanzan la madurez con los mismos impulsos hormonales e intensa búsqueda de la identidad que otros adolescentes a los 18, pero tienen que buscar un lugar donde dormir. Un cese abrupto de la ayuda oficial coloca a muchos de ellos en la tenebrosa ruta hacia los asilos de sin techo, celdas de cárceles y pabellones de maternidad de indigentes.
"No podemos simplemente ponerlos en la calle", dice Julie Wilson, una investigadora de políticas sociales de Harvard que estudia el sistema de hogares adoptivos del país.
En los últimos años Massachusetts ha ampliado su programa, proporcionando a los adolescentes con la opción de seguir en un hogar de adopción pasados sus 18 años. Pero muchos rechazan las condiciones que se les imponen. De los 90 niños adoptivos del estado que cumplieron 18 el año pasado, dos de cada tres viven por su cuenta.
María, que accedió a hablar con un periodista de Globe durante un período de seis meses a medida que se acercaba a los 18, sabe sobre la vida de al menos dos adolescentes que dejaron sus hogares adoptivos.
Su hermana mayor, 20, deambula por Brockton sin un lugar fijo de residencia; su hermana de 19, en Boston, con un niño y un bebé, apenas sobrevive con cupones de alimentos y la seguridad social.
Estas han sido imágenes desalentadoras para María justo en los momentos en que debe tomar las decisiones correctas sobre su futuro.
 
Abandonada a los 11
Pero entonces es cuando tu familia te necesita.
Ese es el código según el cual ha vivido María cuando era la niña de primero básico y tenía que cambiar los pañales de sus hermanas, la niña de tercero que ayudaba a cocinar cuando su madre se marchaba a bailar salsa en su vecindario de Roxbury, y la niña de diez que se acurrucaba con su madre y hermanas en un refugio al oeste de Massachusetts.
La tercera de su familia, María era la tranquila, la dulce, la niña que siempre decía sí y gracias. Su madre siempre apreció la innata bondad de María. Así que cuando llegaba la época de salir de compras, María Boria le susurraba a su hija -la hija que también llevaba su primer nombre de pila: ‘Vamos’, y la complacía en su gusto por los anillos y todo lo que tuviera que ver el Ratón Micky. Su madre, originaria de Puerto Rico, la llamaba "gorda", porque María, con sus grandes ojos castaños y su ondulado pelo negro, era más bien rellenita.
Pero a medida que pasaba el tiempo, también se desvaneció en María la sensación de ser la hija mimada. Su padre estaba a menudo en prisión por tráfico de drogas. Su madre se emborrachaba a menudo, o simplemente no se aparecía. María y sus hermanas dormían durante meses de una vez en hogares adoptivos, esperando a que su madre volviera a estar sobria. Una vez, su madre las abandonó en una piscina.
"Mi madre verdadera, la que me tuvo, pero que nunca me cuidó, decía siempre que ella no podía funcionar sin un trago en el cuerpo", escribió María en un ensayo el año pasado.
Cuando María cumplió los 11, su madre, colocada con alcohol y drogas, perdió el poco control que tenía de las crecientes demandas de la familia, según muestran los archivos. En el otoño de 1998, su madre dejó a los ocho hijos en el apartamento de la familia de su amigo en Boston del Este y nunca volvió. Pronto las asistentes sociales golpearon a su puerta.
A los días el estado asignó a María y sus hermanas a diferentes hogares adoptivos, esta vez para siempre. María no podía creer que su madre volviera la espalda a sus hijos. María fue criada para cuidar a su familia. ¿Por qué no era su madre como ella?
María empacó silenciosamente sus pertenencias, incluyendo una pequeña muñeca de Mini Mouse que le había regalado su madre. Se aferró a la esperanza de que su madre volvería algún día.
 
Un Lugar Que Llamar Casa
Al principio, para María el hogar adoptivo significó estabilidad. Su madre adoptiva era Aída Rodríguez, una madre soltera de Puerto Rico. María pasó seis años en casa de Rodríguez, casi todos en una casa verde bifamiliar en Dedham. Fue ahí que María conoció por primera vez las comidas y horas de dormir regulares.
Cuando llegó, María era silenciosa, excepto que lloraba cuando su madre no se aparecía a las visitas. Un día la hija menor de Rodríguez, de 13, trató de consolar a María.
"Parece que tu madre siempre te deja de lado", le dijo Jessica a María, recordaron ambas más tarde.
En una conversación que no olvidaría, Jessica le dijo a María que mirara con más claridad a su madre -como una mujer que la quería pero que tenía demasiados problemas personales como para poder demostrárselo. Instó a María a que fuera más realista, y no una soñadora. María reconoció la cordura de las palabras de Jessica.
"Fue la primera persona que fue seria conmigo, y se sentó a hablar conmigo", recordó María más tarde.
María y Jessica se convirtieron en casi hermanas y compartían el dormitorio, salían juntas de compras, se pintaban las uñas mutuamente. María confió a Jessica sus enamoramientos. Las hacía reír la idea de que algún día, como adultas, llegaran a compartir un apartamento.
En Dedham, María vio por primera vez a adolescentes que llevaban normalmente ropa de marca o que conducían el coche de los padres a la escuela. Era una vida mejor que la suya, pero eso no la molestaba.
Muchas compañeras se acercaban a ella, la invitaban a fiestas, la saludaban cuando la veían en su trabajo en la librería Buck-a-Book.
Uno de los acontecimientos más destacados fue haber sido galardonada por su ensayo de sexto, ‘Mi heroína’, sobre su madre adoptiva. María recuerda que sus profesores fueron infaliblemente amables con ella, persuadiéndola de que mejorara sus notas más allá del promedio C. Para María, las notas eran importantes, pero con aprobar se sentía aliviada, porque había perdido demasiado cuando vivía con su madre.
Sin embargo, María odiaba los signos de fracaso. Cuando reprobó su examen de matemáticas en el séptimo, dijo, tomó un autobús a la escuela de verano todos los días. Estaba determinada a aprobar -y lo hizo, más tarde ese verano.
 
Hora de Seguir
Cuando la vida de María alcanzaba algún orden, volvía a introducirse en su vida la caótica historia de su familia. A los 15 empezó a enterarse de los problemas de sus hermanas. Todas tenían la misma asistente social, Vickie Fielding, y María se enteró de que algunos de sus hermanos se escapaban de sus hogares adoptivos o habían tenido problemas con la policía. María quería ayudarlos.
A su madre adoptiva no le gustaba que María llamara por teléfono a sus hermanos y en particular no le gustaba la influencia de Aída, de acuerdo a María y sus asistentes sociales. Aída, un año mayor que María, había heredado de su madre la atracción del peligro, y, a los 17, estaba embarazada con su primer hijo.
Esperando mantener a María en el sendero correcto, Rodríguez empezó a aplicar más estrictamente los toques de queda de las noches y a limitar el tiempo en el teléfono. Estaba preocupada de su hija adoptiva estuviera faltando a clases y se quejó de que María "quiere hacer siempre lo que quiere, según muestran informes del DSS.
Sin embargo, María se veía a sí misma como una buena chica que merecía más libertad. Pronto empezó a guardarse algunos secretos, no contando a su madre adoptiva, por ejemplo, que estaba viendo a Aída. Y no se atrevió a contarle que ella -desesperada por evitar un embarazo- se había conseguido una receta de control de la natalidad con la ayuda de su asistente social.
Ahora el peso gravitacional de su familia se había convertido en algo inescapable. María no podía dar la espalda a su familia. Cuando el 1 de enero de 2004 su hermana dio a luz a una hija, María marchó de inmediato a verla al hospital. María la ayudó a cuidar a la bebita, mientras se ocupaba de sus deberes en casa. También empezó a darse cuenta de que Jessica se veía preocupada. Más tarde ese invierno, Jessica, entonces de 19, dio positivo en un test de embarazo.
Ahora parecía que todo el mundo necesitaba a María.
El Día de la Madre en 2004, María le dio un abrazo a su madre adoptiva. Luego llamó a Julie Muse, una mujer de Chelsea que había sido previamente madre adoptiva de Aída y a una de las hermanas menores de María.
Muse, 53, es según ella misma una antigua hippie que, después de criar a su hija única, tenía todavía "energía maternal" para adolescentes que la necesitaran.
Después de contarle a Muse sus problemas, María le hizo una pregunta de sopetón.
"¿Puedo venirme a vivir contigo?", preguntó María.
Después de una emotiva despedida en Dedham en julio pasado, María entró a la gris casa de Muse y se instaló en un amplio dormitorio con una cama con dosel.
Durante horas ordenó sus libreros con sus muñecos del Ratón Micky y de Mini y fotografías de sus hermanas y de Jessica. María se sentía feliz de tener todo ese espacio para ella sola.
 
Un Nuevo Comienzo
Diez meses más tarde, Hiram Ramos, 21, esperaba frente a la Escuela Secundaria de Chelsea, a la sombra del oxidado puente de la Ruta 1. Estaba ahí para recoger a María, su novieta fija en los últimos seis meses.
"Hola, cariño", le dijo ella esa tarde de mayo.
Se acurrucó junto a Hiram en el asiento de pasajeros y lo besó, aunque fugazmente. Le había dicho a Hiram que no quería verse como una de esas chicas que sólo ansían agradar a sus hombres.
María conoció a Hiram a los pocos meses de llegar a Chelsea. Él volvía a casa de su trabajo de 300 dólares a la semana en una agencia de alquiler de coches frente al Aeropuerto Logan, cuando vio pasar a María y una amiga. Conversaron y dentro de unas semanas ya la pasaba a recoger a la escuela. Hiram, que aspira a ser agente de policía, vive en casa de sus padres. Le contó a María que nunca había estado tan enamorado. La empezó a llamar su "esposita", y propuso que María podía vivir con él si quería dejar la casa adoptiva.
Recelosa de atarse demasiado a un hombre, María no quería enamorarse de él del modo que él estaba enamorado de ella. Lo respetaba como un hombre "tranquilo y calmado y que va al trabajo". Con sus modales cariñosos, ella no dudó ni un instante que el sexo sería parte de su relación. Ella creció creyendo que una relación íntima entre adolescentes maduros "no es algo malo mientras te protejas a ti misma".
María tenía miedo de quedar embarazada. Junto a su cama tiene un calendario de pared en el que ha trazado un círculo en torno a las fechas en que debe renovar su parche de control de la natalidad.
En Chelsea disfrutaba de la libertad de decidir cómo pasar su tiempo libre, siempre que hubiera terminado sus deberes. Admiraba a su nueva madre adoptiva. Por su parte, Muse pensaba que María era reflexiva y cariñosa, una niña adoptiva que fregaba voluntariamente los platos y doblaba el lavado. Muse le dijo a María que si se sacaba buenas notas, la llevaría a Disneyland.
En la Escuela Secundaria de Chelsea, María se encontró por primera vez en una escuela suburbana grande donde estudiantes hispanos como ella dominaban los pasillos. María se sentía más relajada a la hora de hablar sobre su pasado.
En las clases de inglés leyó en voz alta un poema que había escrito sobre su madre, una madre que había tratado en vano de reparar la relación con María a través de llamadas telefónicas.
Su profesor, Daniel Allen, se sorprendió del coraje de María para presentarlo.

Pienso en ti todos los días.
Te extraño tanto.
Te quiero.
No, también te odio
Por el todo el dolor que me causaste.
Eras mi alma,
Mi mundo.
Ahora no eres nada para mí
Sino una madre que dejó a su hija
Toda sola.

Cuando maría volvió a su pupitre, sus compañeros guardaron un respetuoso silencio, recordó su profesor.Crecientes Tensiones
María se veía tan contenta la mayor parte del tiempo que Muse se sorprendió cuando, en la primavera, descubrió que María había reprobado dos asignaturas. María también tenía numerosas ausencias sin justificativos. Muse estaba preocupada de cómo le iría a María en el test de MCAS, un examen del estado que tenía que aprobar para poder graduarse.
Las tensiones aumentaron entre María y su madre adoptiva. Muse estaba segura de que sus generosos privilegios del teléfono estaban siendo mal usados. María pasaba a menudo las últimas horas de la noche hablando por teléfono con su padre, que había salido hace poco de la cárcel y que había sufrido una conversión religiosa. Ella hablaba a menudo de Aída, que había tenido su segundo hijo en abril.
María también se enteró a través de sus parientes de que su madre había tenido una bebita con vestigios de cocaína en la sangre. El estado se hizo de inmediato cargo de la custodia del noveno hijo de su madre, según muestran documentos.
Entretanto, las presiones de su cumpleaños número 18 se le estaban echando encima a María. Quería dejar la casa adoptiva, pero ¿dónde iría? No quería vivir en casa de Hiram, por temor a que su relación cambiara. Su padre apenas sobrevivía en casa de su hermana. La única persona con la que María pensaba que podría vivir feliz era Jessica.
A fines de la primavera, María se levantaba a menudo con aspecto de cansada.
"Ya no hablo con nadie", dijo María una tarde. "No me doy la molestia. Simplemente me quedo en cama".
Muse empezó a buscar un terapeuta.

Vamos A Bailar
A fines de junio, el padre de María, Rubin Medina, fue por primera vez novio, y se comprometió con una mujer venezolana en una iglesia de Mattapan. Antes de la ceremonia el padre de María, 43, se acercó a Muse.
"Agradezco todo lo que ha hecho por mi hija", le dijo.
El último año María había empezado a perdonar a su padre por su antigua vida como delincuente.
Después de la ceremonia en la Iglesia Bautista Monte Sinaí, varios invitados se dirigieron al apartamento de la tía de María en Dorchester. Allá María corrió a la cocina como una ayudante para todo propósito. Preparaba la leche para la bebita de Aída al mismo tiempo que llevaba una cerveza a un invitado. Le preguntó a Jessica, que llegó con su novio, su acaso necesitaba comida.
Vio unas migas en la mesa de la cocina y María limpió la superficie. Segundos más tarde estaba en la salita controlando a Hiram, que hacía las veces de disc jockey.
Ese tarde, María alejó de sí las ansiedades sobre su futuro, incluyendo su informe escolar. Había sacado un F en geometría e historia y un D en español y biología. Sabía que con esas notas no llegaría a Disneyland.
Tenía casi 18. Las asistentes sociales fijaron una fecha para examinar la extensión de su período de adopción, siempre que ellas aceptaran las condiciones.
Cuando cortaron la tarta nupcial, María se dispuso a una noche de baile. Se centró en los alegres números de salsa. Cuando las parejas ocuparon el piso de parqué, María cogió de la mano a Aída.
"Vamos a bailar!", le gritó María, y las dos giraron y se contorsionaron como su madre les había enseñado tan bien.

Se puede escribir a la autora a: wen@globe.com.

25 de septiembre de 2005

©boston globe
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traducción mQh

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