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la democracia no se puede imponer


[Robert D. Kaplan] Crear un sentido de normalidad es el verdadero reto de Oriente Medio.
El tufo de incipiente anarquía que se huele en Iraq en los últimos días se ha insinuado como una perspectiva tan horrorosa que ha puesto a pensar a republicanos y demócratas, a los partidos políticos religiosos de Iraq, e incluso a los medios de comunicación. Mirando sobre el abismo, sólo unos pocos irresponsables se dejan seducir por las ventajas partidistas. Solamente en ese sentido el atentado con bomba contra la cúpula dorada de Samarra puede tener un fin útil. Pues la peor pesadilla del nuevo siglo es la ruptura del orden, algo sobre lo que la experiencia americana tiene poco que enseñar.
El presidente Bush ha propuesto que la experiencia estadounidense con la democracia es urgentemente útil para el mundo más ancho. Es verdad, pero la moneda tiene otro lado: que Estados Unidos, en lo esencial, heredó sus instituciones de tradiciones anglo-sajonas y por tanto su experiencia de 230 años ha girado sobre cómo limitar los poderes despóticos antes que crear poderes desde la nada. Debido a que el orden es algo que damos por sentado, la anarquía no es algo que temamos. Pero en muchas partes del mundo, la experiencia ha sido la opuesta, y con ella, el reto: cómo crear instituciones legítimas eficaces en paisajes completamente inhóspitos.
"Antes de que lo Justo y lo Injusto puedan tener lugar, debe de haber algún orden coercitivo", escribió Thomas Hobbes en ‘Leviatán’. Sin algo o alguien que monopolice el uso de la fuerza y dirima entre el bien y el mal, ningún hombre está a salvo de otro y no puede haber libertad para nadie. La seguridad física sigue siendo la libertad humana fundamental. Y así, el hecho de que un estado sea despótico no lo hace necesariamente inmoral. Ese es el hecho esencial en Oriente Medio, cuyo intento de implementar la democracia es olvidada en el extranjero.
Para la persona promedio que solo quiere caminar por las calles sin ser amenazado o hecho volar por los aires por bandas criminales, un estado despótico que pueda protegerlo es más moral y más útil que un estado democrático que no puede.
Durante siglos, la monarquía fue el ideal político preferido, escribió el académico Marshall Hodgson, de la Universidad de Chicago, debido precisamente a que la legitimidad de la monarquía -viniendo como venía, de Dios- era vista como tan más allá de todo reproche que podía mostrarse benevolente, al mismo tiempo que monopolizaba el uso de la fuerza. Por ejemplo, los estados más moderados e ilustrados de Oriente Medio en las últimas décadas han tendido a ser aquellos gobernados por familias reales cuya longevidad les ha conferido legitimidad: Marruecos, Jordania, los emiratos del Golfo e incluso Egipto, si uno acepta que Hosni Mubarak no es más que el último de una larga línea de faraones nasseritas.
Estos gobernantes son claramente imperfectos, pero pensar que quienes les pueden suceder serán necesariamente tan estables o tan ilustrados como ellos, es entregarse al tipo de especulaciones que conducen a políticas de relaciones exteriores irresponsables. Recordad que aquellos que saludaron el derrocamiento del shah de Irán en 1979 recibieron a cambio algo mucho peor. La familia real de Arabia Saudí, puede ser el grupo más reaccionario que gobierna el país, pero menos que los que podrían gobernarla. No está claro qué, si algo, aparte la monarquía, puede mantener unido a un país tan mal definido geográficamente.
En el caso de Iraq, el estado bajo el régimen de Saddam Hussein era tan cruel y tan opresor que se parecía muy poco a todas estas otras dictaduras. Debido a que durante Hussein cualquiera podía desaparecer, y de hecho desaparecía en medio de la noche para ser torturado de los modos más espantosos, el estado baazista constituía una forma de anarquía disfrazada de tiranía. La decisión de derrocarlo era defendible, pero no providencial. El retrato que ha emergido de Iraq desde su caída lo muestra como una némesis hobbesiana, que podía mantener a raya a una anarquía todavía más grande que la que había con su gobierno.
Lo que debemos aprender es que cuando se trate de otros regímenes despóticos en la región -ninguno de los cuales es tan despótico como lo era el de Hussein-, lo último que debemos hacer es precipitar su defunción. Mientras más estructuralmente evolucionen y se disuelvan, menos probable es que se derrame sangre. Eso es válido especialmente para Siria y Pakistán, que podrían las dos ser Yugoslavias musulmanas en proceso de formación, con grupos étnicos basados regionalmente con una historia de animadversión mutua. El anhelo neo-conservador de derrocar a Bashar al-Assad, y el liberal de debilitar a Pervez Musharraf, son igualmente aventureros.
Afganistán no cae en ninguna de esas categorías. Derrocamos en Afganistán a un movimiento, no un estado, porque nunca existió allí uno de verdad. Incluso en los mejores momentos del control central en Afganistán a mediados del siglo 20, el estado apenas funcionaba fuera de las grandes ciudades y de la carretera de circunvalación que las conectaba. Los pueblos afganos políticamente autónomos fueron un factor que contribuyó a que el presidente Hamid Karzia instaurara un orden legítimo, no coercitivo.
La globalización y otras fuerzas dinámicas continuarán liberando el mundo de dictaduras. El cambio político no es algo que necesitemos imponer a la gente; es algo que va a ocurrir de todos modos. Lo que tenemos que hacer -y por lo que pueblos con experiencias históricas diferentes a las nuestras nos lo agradecerán- es acercarnos no a la democracia sino a la normalidad. Estabilizando a los nuevos regímenes democráticos, y facilitando el desarrollo de los menos democráticos, debería ser el objetivo de nuestras clases militar y diplomática. Mientras más cautos nos mostremos en un mundo en las garras de tumultuosos trastornos, más alcanzaremos.

El autor es corresponsal nacional de Atlantic Monthly y autor de ‘The Coming Anarchy: Shattering the Dreams of the Post Cold War’.

2 de marzo de 2006

©washington post
©traducción mQh

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