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quién le disparó a jenry gonzález


[Neil Swidey] A Jenry González le dispararon en un atiborrado parque mientras jugaba al fútbol.
En la madrugada del 2 de agosto de 2004, el niño de 11 años estaba saliendo de una terrible noche en que fue operado del corazón y los pulmones. Con tubos que salían de su boca y se metían por su garganta, Jenry González no estaba en condiciones de hablar. Así que su madre, parada junto a él en una cama de hospital, le pasó un bloc de papel. "¿Me dispararon?", escribió.
Para entonces, era el único en Boston que no sabía la respuesta.
El día anterior, en una asoleada y bochornosa tarde en el Campo de Juego Carter, Jenry estaba practicando con su nuevo equipo de fútbol Pop Warner. El campo se ubica en el South End, directamente al otro lado de la calle de la comisaría de policía de la Universidad del Nordeste y a unos cuatrocientos metros de la sede de la Policía de Boston. Cuando Jenry hacía ejercicios a la orilla de la cancha, un hombre armado se acercó corriendo desde la cercana cancha de baloncesto y disparó varios balazos contra un tipo que iba en una bicicleta. El ciclista trató de eludir las balas pedaleando hacia la cancha, donde había más de ochenta jugadores de fútbol, de edades entre siete y quince años. Cuando los entrenadores oyeron la balacera, gritaron a los niños que se refugiaran en un cobertizo al otro lado de la cancha. Jenry obedeció, y corrió lo más rápido que pudo hasta que sintió que manaba sangre de su pecho y se desplomó. El tipo que debía ser matado escapó ileso en su bicicleta. Jenry fue llevado a toda prisa al hospital, la presión de su sangre cayendo en picado.
Los equipos de los canales de televisión que habían pasado la semana anterior en Boston cubriendo la Convención Nacional Demócrata, ya se habían alejado de la ciudad. Pero los periodistas locales se abalanzaron en esta historia sobre la última víctima inocente. Las autoridades de la ciudad pueden haber logrado mostrar al mundo el Nuevo Boston: limpio, seguro, elegante. Sin embargo, el tiroteo de Jenry -apenas una semana después de que el director de baloncesto William ‘Biggie’ Gaines fuera matado a balazos frente a sus jugadores en un parque a sólo dos cuadras de distancia- expuso la antigua pintura descascarada asomándose a través de la mano fresca. En los barrios pobres y étnicos de la ciudad, la gente joven está muriendo, los asesinos no son capturados y el ‘Milagro de Boston’ que rebajó la tasa de homicidio de fines de los años noventa, dejó de serlo.
Sin embargo, cuando Jenry le pasó la nota a su madre, había razones para esperar que esta historia no terminara como terminan muchos de los tiroteos en Boston: con un muerto y un asesino que no será capturado nunca. Aunque la bala había atravesado un pulmón y las paredes del corazón de Jenry, por milímetros no fue el tipo de penetración que habría sido casi ciertamente fatal. Los cirujanos del Centro Médico de Boston y los paramédicos en la escena habían una vez más hecho una proeza, y las posibilidades de recuperación de Jenry eran buenas. Más sorprendentemente, la posibilidad de que su agresor fuera capturado y llevado a justicia, eran también buenas.
El Departamento de Policía de Boston tiene una tasa de resolución de homicidios asombrosamente baja. El año pasado, arrestó o identificó a un sospechoso en apenas un 29 por ciento de los casos de homicidio. En tiroteos no fatales, la tasa era mucho peor: un cuatro por ciento. Eso significa que más de dos de cada tres homicidios y más de nueve de cada diez tiroteos, no son resueltos. Sin embargo, el caso de Jenry tenía todos los ingredientes necesarios para ser solucionado. No fue una batalla en un callejón a las 2 de la mañana entre pandillas rivales, fue a plena luz del día en un campo de deportes de barrio, con un enjambre de policías que llegaron en cuestión de minutos a la escena del delito. Y había más de cincuenta testigos potenciales, algunos de los cuales no pudieron hacer otra cosa que observar lo que había ocurrido. ¿Cómo que no se podría resolver este caso?
El día después, el alcalde y el comisario de policía se aventuraron a un centro comunitario cercano para tranquilizar a los vecinos y prometer que se haría justicia. "No vamos a dejar que unos rufianes tomen vuestra ciudad", dijo Tom Menino.
Un año y medio después, todavía no se ha hecho justicia. El fiscal de distrito del condado de Suffolk, Daniel Conley, dice que la investigación sobre el atentado contra Jenry es un ejemplo de lo que ocurre cuando los testigos viven con temor a dar la cara, y lo mencionó en su exitosa campaña para que la legislatura financiara un programa de protección de testigos.
Pero hay poco para sugerir que cualquiera de las iniciativas actuales que generan primeras planas, logre dar cuenta de los problemas fundamentales, como la brecha de desconfianza que existe entre los vecinos de barrios con altas tasas de delincuencia y la policía, o la opinión corriente de que los matones en su entorno, y no la policía, son los que controlan las calles. Es difícil ver cómo se podrá cambiar eso de manera substancial con el programa de protección de testigos, una iniciativa modesta de limitada aplicación. O con las chácharas bien intencionadas desde los púlpitos de las iglesias negras de Boston, llamando a los testigos a salir adelante y hacer lo correcto. O con la guerra santa de Menino contra las camisetas ‘Stop Snitchin’ [No Delates], que pueden haber logrado que las camisetas se convirtieran en un artículo más solicitado.
Si los testigos no cooperan, la investigación sobre el atentado contra Jenry está condenada al desastre, y el fracaso de la ley en este caso aparentemente fácil podría desalentar a testigos de futuros delitos a dar un paso adelante.
"Ahora mismo, los testigos están tomando la muy racional decisión de no cooperar", dice David Kennedy, un criminalista que ayudó a diseñar la estrategia detrás del Milagro de Boston y que ahora acusa a los funcionarios de Boston por haber permitido que muriera en medio de los egos y el abandono. "Hasta que puedan tomar una decisión racional en la otra dirección, esto no funcionará".

Jenry González está sentado en el sillón de la salita, guiando hábilmente el control de su PlayStation 2. El juego que tiene en la pantalla es Madden NFL 06, que es lo más cercano al fútbol que puede estar Jenry en estos días. Su madre no está lista como para dejar que vuelva a la cancha. Tiene 12, pero es delicado.
Le pregunto su altura.
"Eh, 1 metro 68", dice, mirando la pantalla.
Su hermana de 15, Dariana, sentada frente a él, levanta una ceja, y luego su voz: "¿Cinco?"
Se sonroja y sonríe. "Quiero decir, 1 con 38".
Jenry, que en la familia llaman ‘Henry’, tiene una cara atrayente, con el pelo marrón oscuro cortado muy corto y ojos hundidos. Tiene una marca de nacimiento debajo del párpado de su ojo izquierdo, lo que le da el aspecto de un jugador que sale del área. A pesar de su tamaño, es una atleta natural, muy veloz. Pero tiene un aire de innegable inocencia. Describiendo el desempeño de Dariana en un videojuego, dice: "Dentro de poco estará dando patadas en el culo", pero forma en silencio la última palabra. Se refiere al momento en que fue baleado como "lo que pasó".
Dariana lleva mechas rojas en su pelo castaño y pendientes de anillas dobles y un collar dorado que proclama su nombre en letras cursivas. Mientras Jenry encauza al puntero Donovan McNabb en su PlayStation, Dariana hojea un álbum de foto de su quinceañera, la elaborada fiesta del cumpleaños número 15 entre latinos. Su madre es portorriqueña, y su padre, dominicano, y vive en República Dominicana. Viven en un apartamento de cuatro dormitorios en un vecindario de viviendas sociales de Roxbury, con su madre y dos hermanas.
A Dariana le gusta tomarle el pelo a su hermano, pero adora protegerlo, y se enfada de no poder hacerlo mejor. "Esa noche en el hospital cuando vi todos esos tubos entrando por su boca, mi mamá me estaba diciendo que me calmara, pero no pude".
Está agradecida de que se haya curado, tanto de las operaciones iniciales como de una operación posterior cinco meses después para solucionar sus problemas de respiración. Pero se da cuenta de las cosas que todavía no supera. Cómo el sonido de fuegos artificiales o cuando un coche aplasta una bolsa, que lo hacen correr muerto de pánico hacia el apartamento. Cómo los telediarios nocturnos sobre la última víctima de un tiroteo, que tienden a tranquilizarlo.
"Trato de sacar esas cosas de su mente", dice. "A veces cuando tengo dinero, lo llevo a las tiendas".
Pero aparte de ir a la escuela o de matar el tiempo en casa de sus primos en el South End, su madre no se siente segura como para dejar que se aleje demasiado. Así que pasan un montón de tiempo juntos mirando televisión. "Es aburrido", dice Dariana. "Ahora la gente está simplemente tratando de evitar el día".
A veces incluso quedándose en casa no es suficiente. Dariana abre la puerta de entrada del apartamento y entra al patio de la planta baja. Unas semanas antes de sus Dulces 15 en agosto pasado, ella y Jenry y su familia extendida estaban en el patio practicando los bailes para la gran fiesta. De repente apareció un niño corriendo por la calle junto al patio, que era perseguido por otro niño que le disparaba. El sonido de la balacera competía con los ritmos latinos que salían del estereo, y los adultos empezaron a gritar a todo el mundo que se metieran al apartamento. Dentro, Jenry estaba llorando, volviendo a revivir "lo que pasó".
Dariana dice que este tiroteo en la puerta de su casa, casi exactamente un año después del del Campo Carter, realmente la afectó. "Miras a la otra gente y ves gente con el pelo canoso, y piensas: ‘¿Voy a llegar a tener canas? ¿Viviré hasta esa edad?’ No creo que viva hasta esa edad. Conoces a gente que ha muerto, y piensas: ‘Dios mío, ni él ni ella pensaba que iban a morir tan jóvenes’". Dice que no está bien que su hermano haya tenido que sufrir tantas operaciones y tenga ese temor que nunca lo deja, mientras que el tipo cuya bala atravesó el pecho de Jenry todavía está libre disfrutando de su vida.
En la cocina, su madre, Beatriz García, que lleva su pelo estirado hacia atrás de su cara redonda, está guardando las compras. Por encima del zumbido de la secadora detrás de ella y un diálogo en español que viene del televisor que hay encima de la repisa de la cocina, la mujer de 34 recuerda la escalofriante llamada telefónica la tarde del tiroteo de Jenry, después de que ella saliera de la cancha para ir a comprar a su hijo un par de zapatos con toperoles. Habla sobre lo impotente que se sintió tratando de saber qué había pasado; debido a que era un nuevo equipo de Pop Warner, en una cancha fuera de su vecindario, no conocía prácticamente a nadie de los que habían estado allí. Luego señala una silla junto a la mesa de la cocina. Tres meses después del incidente, un fiscal de distrito estuvo sentado allí y le dijo que sin una identificación de los testigos, el hombre que al que la policía había arrestado por el tiroteo de Jenry tendría que ser dejado en libertad.
"Creo que alguien debe haber visto todo lo que pasó", dice mientras termina el ciclo de la secadora y deja oír un sonoro zumbido. "Si dicen algo, quizás podamos empezar a hacer algo".

Además de la víctima, esa tarde asoleada, y los más de 150 testigos potenciales, la investigación del tiroteo de Jenry tenía otro aspecto importante. El incidente fue grabado por una cámara.
Cámaras de vigilancia, operadas por la policía de la comisaría de la Universidad del Nordeste, captaron la escena desde dos ángulos. Aunque es extremadamente difícil identificar las caras en el video de color, la calidad general es muy superior a lo que ves en la pantalla detrás del mostrador de un supermercado.
Mientras los cerca de ochenta jugadores de Pop Warner hacían ejercicios en la cancha, muchos de sus padres miraban desde las gradas o desde sus coches, que estaban aparcados en doble fila en un área al norte de la cancha de fútbol, donde hay una cancha de baloncesto y un patio con una hilera de toboganes de colores brillantes y estructuras para trepar. Un sendero de cemento comienza junto a la entrada del Campo Carter en la calle Camden, pasa entre la cancha de baloncesto y el patio, y luego gira hacia la cancha de fútbol y la recorre entera hasta llegar a la Columbus Avenue.
Justo después de las siete de la tarde, en contraste con la agitación de la cancha de fútbol, el espacio en esta parte del campo era más parecido con la relajada tgarde de un día de verano cuando el termómetro ha llegado a los 27 grados. Casi una docena de niños trepaba, resbalando y balanceándose, adolescentes y adultos dispersos a su alrededor. Un niño hacía el ocho en su bicicleta junto a la pasarela. Dos tipos que parecían veinteañeros estaban apoyados contra la barandilla. Un tipo de más o menos la misma edad, con una camiseta blanca y un pañuelo, lanzaba el balón de vez en vez, entrando y saliendo del campo de visión de la cámara para recoger una pelota. Su bicicleta estaba en el suelo al lado.
A las 7:25 de la tarde un sedán blanco se aparcó a la entrada de la calle Camden. El tipo de camiseta blanca salió abruptamente de la cancha, cogió su bicicleta y se marchó, pedaleando furiosamente por el sendero que llevaba hacia la cancha de fútbol. Al principio, nadie veía el peligro que se aproximaba. En segundos, un hombre alto saltó del lado de pasajeros del coche blanco y empezó a atacar al tipo de la bicicleta, disparando varias veces con pequeño y negro revólver. El hombre armado atacó con la determinación de un asesino profesional, pero sin su experiencia.
Mientras la gente corría para protegerse, y entre ellos un niño que no parecía tener más de cinco años que estaba apenas a metros de la línea de fuego, la víctima pedaleaba por el sendero. El tirador continuó disparando, persiguiéndolo por el sendero y hasta la Columbus Avenue. Entonces abandonó el intento, cruzó la avenida y saltó de vuelta al coche blanco que lo esperaba.
Todo no duró más de un minuto.
Jorge Días, un agente de la Policía de Boston fuera de servicio estaba en uno de los coches aparcados dobles en Columbus. Días, que viene de Cabo Verde, creció en los vecindarios municipales del South End y todavía vive ahí cerca. Cree que es su trabajo mejorar la vida de sus vecinos, incluso si a veces significa aparcar su patrullero frente al apartamento de una anciana para que ella se pueda sentir segura y salir a leer el diario a la acera.
Después pasar la tarde jugando béisbol en el Campo Carter con un grupo de niños de un proyecto local, Días se marchó a por el suyo, de 12, que estaba jugando con los Pop Warner. Estaba hablando por teléfono cuando oyó tres rápidos pistoletazos que sonaron como fuegos artificiales. Salió del coche, y para cuando oyó los siguientes tiros iba corriendo hacia la cancha buscando a su hijo. Una vez que lo localizó, llorando y asustado, Días revisó el lugar, tratando de ubicar al agresor. Fue entonces que vio a un niño en el suelo, y un par de adultos acurrucados junto a él. Días cruzó corriendo, llamando al 911 y gritando: "Soy un policía fuera de servicio. ¡Envíen ayuda!"
Un agente de la comisaría del Nordeste que salía de un internado en Columbus, corrió hacia el montón, también llamando por radio. Tomó declaraciones de dos testigos, las que más tarde entregó a la Policía de Boston. Pronto la cancha estaba llena de agentes. Mientras los paramédicos se llevaban a Jenry, la policía reunió a la gente en grupos para tratar de saber qué había pasado. Esta es la ocasión, en el fragor del momento, que los detectives a menudo tienen sus mejores posibilidades de encontrar testigos dispuestos a cooperar. Y había un montón de testigos.
Pero había problemas. Muchos padres dijeron que estaban mirando la cancha y no vieron bien al tirador. Otros testigos que tuvieron mejores vistas, dijeron no haber visto nada. Un grupo de testigos trató de marcharse y debieron ser detenidos por la policía. Los videos de vigilancia muestran cómo adelgaza el gentío a medida que pasan los minutos.
Los informes del incidente indican que al menos media docena de testigos entregaron descripciones del tirador, pero las descripciones variaban terriblemente. Mientras había consenso en que el tirador era negro, la descripción de la edad variaba de un niño a un hombre de treinta, el color de su camisa era verde o blanca, y era de un solo color o con rayas.
En el vecindario parecían saber quién era el atacado. Se trataba de un pandillero de un proyecto social de la calle Lenox el que, después de todo, escapó del tirador pedaleando derechamente hacia la cancha de fútbol, colocando a los niños en la línea de fuego. Se especulaba que este indicente debía ser el último estallido de una larga guerra de territorios entre dos pandillas vecinas del South End, la de la calle Lenox y la de 1850 -esta última debe su nombre al número de uno de los edificios de apartamentos de Grant Manor, en la calle Washington.
El detective Danny Keller quedó a cargo de la investigación. En más de una década de llevar casos de homicidios para la Policía de Boston, Keeler se ha ganado el apodo de ‘Míster Homicidio’ por su capacidad para resolver casos y consolar a las familias. Pero su reputación también ha sufrido golpes, especialmente después de que él y un colega fueran demandados por un hombre que pasó cinco años en la cárcel por un asesinato que no cometió. Un juez desechó la demanda en abril de 2004, pero calificó las acusaciones contra Keeler y su colega como "profundamente inquietantes". Keeler había sido recientemente retirado de la división de detectives y trasladado al South End. (Dice que no puede hacer comentarios sobre la investigación del tiroteo de Jenry).
La madre de Jenry dice que mientras esperaba llorando noticias sobre el estado de su hijo en el Centro Médico de Boston, Keeler se introdujo a sí mismo, le pasó su tarjeta, y le dijo que lo llamara si acaso necesitaba algo.
Entretanto, el cirujano de niños Steven Moulton, y el cirujano de corazón Oz Shapira, estaban salvando la vida de Jenry. La bala de pequeño calibre había entrado por la espalda, lacerado el ventrículo izquierdo de su corazón, destruido la parte de abajo del pulmón izquierdo causándole una fuerte hemorragia, y había salido por su pecho.
"Dependiendo de cómo lo mires", dijo Moulton, "Jenry fue muy afortunado o muy desafortunado. Desafortunado porque le llegó una bala perdida, pero afortunado porque si la bala se hubiese desviado milímetro de su trayectoria, probablemente estaría muerto".
En cuanto a los otros jugadores de Pop Warner, unos quince decidieron no volver al equipo, temiendo que podían ser las próximas víctimas. Entre ellos está el hijo de Jorge Días. Días, 42, lo explica así: "Aunque sólo una persona fue atacada, las víctimas son doscientas, porque ese día sus vidas cambiaron dramáticamente".

Durante la semana siguiente el caso ocupó el centro de la atención. Miembros de los New England Patriots se aparecieron por el parque Carter a ofrecer cascos y balones firmados a la familia de Jenry, y Menino y la comisario de policía, Kathleen O’Toole cumplieron con su promesa de reforzar las patrullas del área.
Tras bastidores, sin embargo, no había buenas noticias. La madre de Jenry dice que dejó cinco mensajes para Keeler, preguntándole sobre el caso, pero que nunca recibió respuesta. La policía no tuvo grandes problemas para identificar al que debía ser la víctima. Sin embargo, aunque las imágenes del video de vigilancia dejaban en claro que se había dado cuenta del peligro cuando el pistolero salió del coche blanco, el ciclista de camiseta blanca dijo a los detectives que no sabía que le estaban disparando a él. Lamentablemente, para Cory Flashner, 36, la fiscal de distrito encargada del caso, no fue una sorpresa.
"Si tienes un tiroteo donde tu víctima está cien por cien presente, es chocante", dice. Si una víctima es un pandillero, puede elegir no colaborar porque tiene en mente la justicia callejera. Pero otras víctimas no colaboran por temor a más correr más riesgos. Cuando la policía trabajaba en el caso, dice Flashner, podían sentir que la gente tenía miedo de decir todo lo que habían visto.
No había indicios de amenazas directas. Boston no es Baltimore, donde un chico de 17 fue secuestrado y matado a balazos en 2003 después de que apareciera su nombre como testigo en un tribunal. Sin embargo, el miedo es real. En un caso contra el agresor de un taxista en Dorchester, Flashner vio que un testigo clave colaboró durante tres comparecencias ante un gran jurado. Pero después de que el acusado llamara repetidas veces al testigo desde la cárcel, la cooperación terminó. El testigo finalmente prefirió pasar un año en la cárcel antes que testificar, y el más alto tribunal del estado resolvió que se podían usar sus primeras declaraciones.
Sin embargo, es más común el tipo de amenaza implícita que pendía sobre la investigación del tiroteo de Jenry y que parece estar siempre presente en los vecindarios con altas tasas de delincuencia de Boston.
Flashner sabe que este tipo de intimidación hace más difícil poner tras las rejas a los tipos malos. Pero la entiende. "Yo trabajo en un tribunal donde el juez aplica las reglas", dice. "Allá están los agentes del tribunal. La policía. Pero a las 2 de la mañana en una calle oscura, es otra cosa. Es difícil dar la cara. Se necesita coraje".
El 25 de agosto, tres semanas después de que Jenry fuera tiroteado, Keeler hizo una detención. El presunto agresor era Kirk P. Gordon, 23, de Mattapan, que está en libertad bajo fianza de cinco mil dólares, esperando su juicio por apuñalar a cinco hombres dos años antes. En una rueda de prensa, los funcionarios elogiaron la cooperación de los testigos. Lo que no dijeron fue que la detención se había basado en gran parte, si no enteramente, en las declaraciones de una sola persona. Flashner no comentó los detalles del testigo, excepto para decir que tenía una "implicación tangencial" y sabía cuál era el posible motivo. Dos fuentes policiales confirman ahora que el hombre dijo a la policía que él había conducido el coche con el que Gordon llegó y se marchó de la cancha.
Gordon fue detenido y se le impuso una fianza de 750 mil dólares.
"Estábamos aliviados", dice Lazar Franklin, el organizador del equipo de fútbol Pop Warner del South End. Pero, agrega: "Creo que lo detuvieron para tranquilizar a la gente".
En el vecindario se dijo que la policía podía haber detenido a la persona equivocada. No había duda de que Gordon tenía antecedentes pesados. Pero no parecía que tuviera algo que ver con la guerra de las pandillas de Lenox y 1850, que según alguna gente es lo que explica el tiroteo.
Flashner dice que la policía tenía motivos para arrestar a Gordon. Pero también sabía que para procesar a Gordon necesitaría más evidencias. Cuando presentó una acusación contra él ante un gran jurado, la policía volvió al grupo de testigos y logró persuadir a un hombre -cuyo hijo había estado ensayando para el equipo- para que declarara. El 21 de octubre ese testigo se sentó frente a un semi-espejo en un cuarto de careos en la central de policía mientras Gordon y otros hombres eran entrados, uno por uno. El testigo no fue capaz de identificar al sospechoso. Flashner dice que no vio indicios de que el testigo estuviera ocultando la verdad.
El 16 de noviembre, Flashner condujo hacia Roxbury, se sentó a la mesa de cocina en casa de Jenry y dijo a su madre que no había suficientes pruebas como para acusar a Gordon. Pronto sería dejado en libertad.
Dice Flashner: "No tengo ninguna duda de que un montón de gente en la cancha vieron lo que pasó, y saben lo que pasó".

Una bulliciosa mañana hace dos meses, activistas comunitarios y miembros del clero se congregaron en un sótano de la iglesia episcopal metodista africana AME de la calle Charles Street en Roxbury para una reunión de la Coalición de Diez Puntos de Boston, la alianza de grupos negros que fue crucial para el Milagro de Boston. Un fiscal llamado Kevin Hayden estaba instando a los presentes a ejercer presión sobre los legisladores para que aprobaran el programa federal de protección de testigos. No había que confundirlo con el costoso programa federal hecho famoso en Hollywood por trasladar a gente del Bronx a culs-de-sacs de Indiana. La modesta iniciativa de Massachusetts, crearía un fondo de 750 mil dólares que los fiscales de distrito en el estado podrían utilizar para cubrir las horas extras de las escoltas policiales, pagar el alojamiento en hoteles de los testigos durante un juicio, o instalarlos en nuevos apartamentos, probablemente en la misma ciudad.
Después de que Hayden terminara su discurso, Lisa Fliegel, que administra el Programa de Incentivos Artísticos para niñas traumatizadas, levantó su mano. Contó la experiencia de una cliente de 17, que había sido recientemente llamada a prestar declaración en un juicio relacionado con pandillas. En lugar de ofrecérsele un cuarto de testigos, la chica debió esperar en el pasillo de la sala del tribunal, donde amigos del acusado la pudieron ver. "Si tienes un testigo clave en un caso de homicidio y la expones a los pandilleros y sus familias", dijo Fliegel, "no vas a lograr que la gente quiera colaborar".
Otra mano se levantó. "¿Qué es lo que está pasando en realidad con la gente que se pone en la línea de fuego?", preguntó Laurita Crawlle, una madre de tres hijos, de Dorchester. "Yo he estado personalmente en una situación en que me quejé de algo que estaba pasando, y mi queja fue enviada directamente a las casas de los pandilleros". Muchos entre el público asintieron o dijeron: "Así es". En cuanto a presentarse como testigo, Crawlle dijo: "Yo misma no me sentiría cómoda si tuviera que hacerlo, francamente. Así que convénzanme de que estoy siendo protegida".
Poca gente ha trabajado más duramente para que se apruebe el proyecto de ley de protección de los testigos que el jefe de Hayden, Dan Conley. Y no hay dudas de que el programa de testigos será una valiosa adición. Sin embargo, Conley reconoce que, incluso sin esa protección adicional, le está pidiendo a los testigos tomar una "terrible" decisión: "¿Corro yo y mi familia algún riesgo por hacer lo correcto y coopero con la policía? ¿O dejo que la violencia y el crimen imperen mi barrio?" Sin embargo, sin la participación de los testigos, dice, la ley simplemente no puede hacer su trabajo.
Pero aquí viene eterna pregunta sobre el huevo y la gallina. Si los vecinos de barrios con altas tasas de delincuencia tuvieran más confianza en la capacidad de la ley para resolver más casos y enjuiciar a más asesinos, ¿no estarían más inclinados a hablar? De los 75 homicidios en Boston el año pasado -la tasa más alta de los últimos diez años- la policía hizo una detención, emitió una orden de detención e identificó a un sospechoso en 22 casos, o en el 29 por ciento de los casos, lo que es la tasa más baja en más de una década. El promedio nacional para los departamentos de policía es del 62 por ciento, de acuerdo al FBI. En adición, la Policía de Boston proporcionó datos para 266 de los 290 tiroteos sin resultado de muerte del año pasado; de esos, se detuvo a un sospechoso o se identificó a sospechosos en apenas diez casos, es decir, en un cuatro por ciento.
Aunque el despacho de Conley logró condenas en más del 80 por ciento de los casos de homicidio que llevó a juicio el año pasado, perdió más de la mitad de ellos el año anterior. ¿Cómo se sintieron los testigos que cooperaron en esos casos después de que se anunciaran los veredictos de no-culpabilidad? Conley ha sido el fiscal de distrito solamente desde 2002, pero al tratar de influir en los jurados, su despacho debe superar problemas de credibilidad en unas diez sentencias que han sido impugnadas en el condado de Suffolk en los últimos diez años después de que nuevas evidencias sugirieran que se había condenado a inocentes.
En barrios con menores tasas de criminalidad, los testigos están más dispuestos a colaborar, en parte porque tienen un nivel más alto de confianza en que el sistema funcionará. Incluso si no lo hace, estos testigos, que tienden a ser más ricos, tienen usualmente los recursos para protegerse a sí mismos, sea pagando a buenos abogados o a compañías de seguridad o mudándose a otras ciudades. Pero es difícil que los vecinos de barrios de alta criminalidad se muestren más dispuestos a cooperar a menos que la ley produzca resultados más positivos. (Incluso a la gente trabajadora que no le preocupan las posibles venganzas, pueden guardar silencio simplemente para no perder un día de pago para declarar en tribunales -o, más precisamente, varios días de paga, dada la desesperante indiferencia del sistema judicial por el tiempo del resto del mundo).
Para David Kennedy, la solución es dolorosamente obvia. A mediados de los años noventa, cuando era investigador en la Escuela de Administración John F. Kennedy de la Universidad de Harvard, Kennedy era parte de un equipo llamado Operación Cese el Fuego. Era una reunión de muchas capas de agencias policiales locales, del estado y federales, así como del clero, la comunidad y operaciones de servicios a la juventud. Estas agencias trabajaron juntas para identificar a los delincuentes más violentos y mostrarles cómo un delito cometido por un pandillero podía acarrear que cayera todo el aparato combinado de Cese el Fuego sobre la pandilla entera. Había un seguimiento creíble detrás del lenguaje duro. Y había recursos de verdad destinados a ocuparse de las raíces de los problemas, como la escasez de trabajo.
El enfoque, por supuesto, tuvo un impresionante éxito. Después de su implementación en 1996, la tasa de homicidio de Boston se redujo a la mitad -en dos tercios entre la gente de 24 años y menos. Quizás tuvo demasiado éxito, dice Kennedy.
El financiamiento de servicios fue repentinamente más dispensable. Y a medida que el Milagro de Boston llamaba la atención de los medios nacionales, mucha gente que estaba detrás del milagro llamaron a la Casa Blanca, al Congreso y a otras ciudades para compartir sus secretos. Pero el hecho de que unos recibieran más crédito que otros, dice, puso en tensión la extraordinaria colaboración entre las agencias y privó a la iniciativa bostoniana de su ímpetu particular. "No era un milagro", dice Kennedy, que dejó Boston el año pasado para trasladarse al Instituto de Justicia Criminal John Jay, de Nueva York. "Fue un trabajo. Y mientras se hizo el trabajo, las calles se comportaron".

Es fines de enero y Beatriz García está devuelta en su cocina. Las sillas están sobre la mesa, porque quiere pasar la fregona por el suelo. Hace un año y medio, cuando el nombre de su hijo estaba en los telediarios nocturnos todos los días, un montón de gente le dio apoyo. Le prometieron ayuda para que la familia se mudara a otro proyecto habitacional subvencionado. Le prometieron que habría patrullas uniformadas en los partidos de Pop Warner. Le prometieron mantenerla al día sobre el curso de la investigación. Y, por supuesto le prometieron llevar a justicia al autor de los balazos que hirieron a su hijo.
Se apoya sobre la fregona y mira de soslayo. "Todo lo que dijeron que iban a hacer, no pasó nunca".
Pero no ve el sentido en ocuparse del tema. "Olvídalos", dice. "Todo lo que quiero es que mi hijo esté bien. Es todo lo que necesito".
Ella sabe que si más testigos colaboraran, el agresor de su hijo estaría probablemente tras las rejas. Pero no puede culparlos de mantenerse apartados. Ella vive en el mismo mundo que ellos, donde el temor de la venganza es mucho más real que la promesa de protección policial. Si ella presenciara un delito, le gustaría creer que ella daría la cara. Sin embargo, "no sé lo que haría", dice.

swidey@globe.com

26 de febrero de 2006

©boston globe
©traducción mQh
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