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ostras con historia


[R.W. Apple Jr.] Dedicado promotor reconstruye habitat de las ostras en la Costa Oeste.

A mediados de los años sesenta, un joven patiperro americano llamado Jon Rowley estaba en un barato cuarto en París leyendo ‘París era una fiesta’, de Ernest Hemingway, sus recuerdos de la vida en esa ciudad publicada póstumamente en los años veinte.
Un pasaje llamaba su atención. Hemingway había escrito: "Comiendo las ostras con su fuerte sabor a mar y su deje metálico que el vino blanco fresco limpiaba, dejando sólo el sabor a mar y la pulpa sabrosa, y bebiendo el frío líquido de cada concha y perdiéndolo en el neto sabor del vino, dejé atrás la sensación de vacío y empecé a ser feliz y a hacer planes".
En ese momento, Rowley vivió una especie de epifanía que dio forma no solamente a su vida, sino eventualmente a la cultura de la ostra en el Pacífico Noroccidental. Decidió, me contó no ha mucho, "comer montones de ostras, tantas como pudiera costearme, y hacer de mi misión saber todo sobre las ostras y cómo se cultivan, distribuyen y consumen". Recorrió los mercados mayoristas de Rungis, cerca del Aeropuerto de Orly, visitó los criaderos de mariscos en Bretaña y La Rochela, escudriñó cocinas de restaurantes, tomó apuntes y fotografías y leyó todo lo que cayó en sus manos.
De pelo plateado, cara redonda y robusto, de voz suave pero de feroz concentración, a sus 62 todavía está en ello. Ha abierto ostras en Le Bernardin, en Manhattan; organizó festines de ostras en Chicago, Washington, D.C., y otros lugares; y comido miles de ostras americanas [Blue Points] y japonesas kumamotos en el Bar de Ostras de Grand Central, en Felix, de Nueva Orleans, en el Swan Oyster Depot, de San Francisco, y en otros lugares en el reino de las ostras.
Rowley se pone poético sobre la caparazón blindada que protege a la ostra, de su parecido con la cota de mallas del guerrero medieval, y sobre el encantador interior nacarado de la concha, y sobre los glicógenos, o carbohidratos acumulados que hacen que la ostra sea gorda y carnosa. Lo podrías llamar el Johnny Appleseed de la ostricultura.
"Las ostras tienen algo", dice, tranquilo, en caso de que su devoción se te haya pasado por alto. "Siempre me fascinan".
Es un fanático de las ostras. Odia las ostras chicas, por ejemplo, condenándolas por ser "apenas unas cucharadas membranosas de agua de mar" a las que no se las ha permitido alcanzar su plena dulzura y complejidad. Pertenecen a la misma categoría gastronómica, insiste, que las zanahorias baby. Le gusta chupar, no tragar. Se pregunta con un aire de incomprensión: "¿Cómo te vas a comer una ostra si no te sacas sus sabores chupando, y chupando bien?"
No sorprende que Rowley sea un promotor de la estatura de Barnum [Phineas T. Barnum, 1810-1891, popularizó el cacahuete, los clownes y los jinetes a pelo]. Fue él quien observó las virtudes extraordinarias del salmón del Río Copper en Alaska y lo trajo fresco al Lower 48 en 1983; antes llegaba enlatado o congelado. Ahora, por supuesto, su llegada anual es esperada ansiosamente por aficionados en todo el país. Ayudó a popularizar los copiosamente jugosos melocotones Frog Hollow de California con su programa Peach-O-Rama, en Seattle.
Su pasión del momento son las ostras virgínicas [Totten Inlet Virginicas],nativas de la Costa Este (Crassostrea virginica), cuyos ancestros fueron traídos aquí desde la Bahía de Chesapeake hace un siglo. Introducida en 2004 son criadas por Taylor Shellfish Farms en una ensenada que desemboca en Puget Sound. Rowley, que se encarga de su comercialización, las considera las "mejores ostras del planeta".
Sería fácil desdeñar ese comentario como publicidad ordinaria, pero sería un error. Las ostras virgínicas son extraordinariamente gordas y suaves, con un pronunciado y memorable bouquet mineral, como podrá descubrir usted mismo en el Oyster Bar, que las tiene a menudo. No muchas ostras dejan esa sensación nítida, blanda -quizás las legendarias ostras belon, de Bretaña, que han bendecido las mejores mesas parisinas durante siglos, y las enormes ostras de Colchester, de la coste este de Inglaterra, renombradas desde tiempos romanos, y pocas más.
La magia, dice Rowley, reside en una mezcla particular de algas y micro-algas en la Cala de Totten [Totten Inlet]. (Las famosas ostras francesas verdes conocidas como marennes son teñidas por microalgas; si alguna vez tiene la oportunidad, pruebe las bellezas que cultiva David Hervé y sirve Gérard Allemandou, en La Cagouille, en París). Como los vinos, las ostras son hijas de su ambiente. ¿Las pruebas? Taylor cultiva las mismas ostras en las cercanas Bahía Samish y Bahía Willapa, informa Rowley, "pero no son ni la mitad de sabrosas que las virgínicas de la Cala de Totten".

Hubo una época en que sólo se encontraba un tipo de ostra en casi todos los menús de las grandes ciudades del Este y Medio Oeste -americanas (Blue Points, que provienen sobre todo de la Bahía de Great South, Long Island). Ah, ciertamente habrá visto las llamadas wellfleets en Boston y las chincoteagues de Baltimore, pero por lo general eran virgínicas.
Ahora se encuentran ostras de todo el país y en todo el país, y el Noroeste Pacífico juega un gran papel en el mercado de mariscos. Shelton, Washington, un pequeño pueblo en Puget Sound, se halla en el centro de los acontecimientos en esta región; skookums, quilcenes, hood canals, hama hamas, snow creeks, sisters points, baywater sweets y muchas otras variedades son todas producidas en los alrededores y embarcadas a restaurantes marítimos de costa a costa.
La mayoría son japonesas (Pacifics, Crassostrea gigas), importadas primero desde Japón a principios del siglo 20 y cultivadas aquí desde entonces. Sus conchas -que van de blancas a marrón oscuro- son cóncavas, con pronunciados surcos. Son suaves cuando están maduras, saladas si son más jóvenes.
El Noroeste también produce otras especies ‘importadas’:

Las ostras europeas planas (Ostrea edulis), parecidas a las belon, tienen una textura rugosa y las conchas como minerales. Las planas de Westcott Bay, que provienen de las Islas de San Juan, al norte de aquí, entran en esta categoría. Son saladas y untuosas, con un fuerte deje a cobre.
Las japonesas (kumamotos, Crassostrea sikamea), cultivadas originalmente en la isla de Kyushu, en Japón, y ahora extintas allá, son del tamaño de un ñasco, rugosas, ricas, onduladas, cóncavas y un fresco y ligero sabor a nueces.
Las vírginicas (Crassostrea virginica), como las de la Cala de Totten.
Y las olympias (Ostrea conchaphila, u Ostrea lurida), las únicas nativas del Noroeste.
Rowley ofreció ejemplos de cada una de ellas en marzo, en Seattle, durante el congreso anual de la Asociación Internacional de Profesionales Culinarios, que incluyó banda de blues, montones de vino blanco seco, abridores campeones y chicas guapas vestidas como ostras.
En un par de horas se consumieron no menos de 250 docenas de bien enfriadas ostras, crudas en una de las mitades de la concha en el caso de este purista de las ostras, por supuesto sin salsa, por supuesto sorbidas al estilo de Seattle en la concha misma, quizás con un chorrito de limón, y no pinchada en el pequeño tenedor de ostras. Hubo 300 docenas de alegres narcisos, los primeros de la temporada, del Valle de Skagit. Duraron más que los moluscos.
Cuando la música no sonaba demasiado alto, casi se podía oír soplar al noroeste, los botes chocando contra los lados de los muelles y el graznido de las gaviotas -las ostras tienen la infinita capacidad de convocar sueños y recuerdos marítimos.

"Estamos en una época comparable a los años de 1880 y 1890", dijo Mark Kurlansky, el autor del reciente ‘The Big Oyster’ (Ballantine Books, $23.95), que participó en el congreso de Seattle. "Es como una segunda Edad Dorada de la ostra".
Durante la primera Edad Dorada, hace un siglo, los restaurantes de Seattle ofrecían una amplia selección de ostras producidas localmente. Un menú del Hotel New Washington, por ejemplo, ofrecía "Olympias, Drayton Harbors, Toke Points y Virginicas".
Pero la abundancia de hoy era inimaginable en el Noroeste hace un cuarto de siglo, dijo Rowley. A fines de los años setenta, en Seattle casi no se servían ostras en sus propias conchas, excepto en el Canlis, entonces, y ahora, uno de los principales restaurantes de la ciudad. En lugar de eso, las ostras se comían en ‘cócteles’, abiertas y cubiertas por una salsa roja con tanto rábano picante que todo sabor a mar era en gran parte conjetura, o sacadas de un frasco, metidas en conchas lavables.
Jon Rowley, que empezó su odisea marisquera en Alaska después de abandonar el Reed College de Portland, no es el único personaje pintoresco producido por el negocio de las ostras en la Costa Oeste.
También está Bill Whitbeck, conocido universalmente como ‘Oyster Bill’, que se ve como un "percebe riéndose", de acuerdo a la mujer de Rowley, Kate. Billy Marinelli es un biólogo marino convertido en pescadero, que conoce Asia tan bien como la salita de su casa. Y Bill Webb, un cascarrabias ex profesor de biología de California del Sur, que empezó las Westcott Bay Sea Farms en 1977, cuando el cultivo de ostras en esta región todavía se centraba completamente en las ostras destinadas al frasco.
Sin embargo, fue Rowley -y no uno de los tres Bill- el que probablemente jugó un papel tan importante como cualquiera en el reciente renacimiento de la olympia. El minúsculo orgullo y goce del Noroeste recibe su nombre de la rocosa, densamente forestada Península Olympic, que yace entre Puget Sound y el Océano Pacífico. Con una concha normalmente no más grande que un dolar de plata y la carne no más grande que medio dólar, tienen sin embargo un sabor salado, fresco, reparador.
Para mí, tienen el reconocible sabor del pepino. Otros hablan de un sabor a cáscara de melón.
El naturalista William Cooper, viajando por el Territorio de Washington en los años de 1850, escribió que tenían "el mismo y peculiar sabor cuprífero que se detecta en el molusco europeo cuando se lo come la primera vez".
Durante siglos fueron cosechadas por cientos de miles a lo largo de la costa del Pacífico, desde la frontera de British Columbia hasta la Bahía de San Francisco. Pero en tiempos modernos casi desaparecieron por la implacable explotación y la polución de las bahías donde florecían en el pasado.
Para 1980, hacia el fin de lo que Rowley llama la Época Oscura de la Ostra Americana, se cogieron en las aguas del estado de Washington apenas unos irrisorios 600 galones de olympias.
Rowley recuerda haber golpeado puertas en Shelton, buscando a cultivadores de ostras. Pero en 1983 había identificado suficientes fuentes como para montar "una recepción en honor de la ostra olympia y los que la cultivan" en la Ray’s Boathouse, un almacén de mariscos en la Bahía de Shishole en Seattle. La fecha era el 12 de febrero, y marcó el comienzo del retorno de una "exquisitez de clase internacional", como llamó Rowley a la ostra olympia en la invitación.
"La salud de la ostra olympia es un indicador de la calidad general de la vida en Puget Sound", dijo Rowley en esa época. "Esperamos crear un clima que conduzca en el futuro a un mejoramiento de ambas".
Una cosa llevó a la otra, y hoy las encantadoras y pequeñas olys, si no exactamente abundantes, están de vuelta en los menús de Seattle y Los Angeles y más allá. La Olympia Oyster Company, una organización de 125 años de antigüedad ubicada en un brazo de la Cala de Totten, las cultiva detrás de diques en llanuras mareales, como hace el cliente de Rowley, Taylor Shellfish, dirigido por Justin Taylor, 84, un ostrero de tercera generación, a unos kilómetros de distancia.
Desde 1999, el Puget Sound Restoration Fund, dirigido por una evangelista y marisquera llamada Betsy Peabody, ha encabezado los proyectos para recrear la población de olympias en todos sus antiguos territorios. Respaldada por los gobiernos estatal y local, la industria del marisco, las tribus de indios americanos y otros, la organización ha plantado hasta el momento más de cinco millones de ostras en más de 80 viveros experimentales en torno a Puget Sound, mayormente donde hay evidencias de lechos naturales antiguos.
La esperanza es que la reconstitución del habitat de la oly no aumentará la población de ostras sino también ayudará a purificar el estrecho, su bahía y calas -cada olympia puede filtrar entre 8 a 10 galones de agua al día- y alentar el crecimiento de las algas que nutren a la fauna marina pequeña, que a su vez sirve de alimento de especies más grandes.
Pero para gente como Rowley (y yo), es difícil concentrarse en otra cosa que en el distintivo aspecto y elegante sabor de las favoritas del pueblo natal.
"Comen plancton y fitoplancton", dijo hace poco Tim McMillin, presidente de Olympia Oyster, en una entrevista con Jeff Cox, de The Press Democrat, de Santa Rosa, California, en un impetuoso intento de explicar lo inexplicable: por qué las olys y otras ostras saben como saben. "La mezcla de esos diminutos animales y plantas afecta su sabor. El contenido mineral del sustrato donde crecen también afecta el sabor".
"El agua mineral Artesian que sale en estas ensenadas tienen un alto contenido en manganeso. Ese mineral es incorporado en las conchas donde crecen las nuevas ostras y eso fortalece su sabor. Las mareas y su efecto en algunos lugares puede cambiar sutilmente el sabor de una ostra, lo mismo que la temperatura del agua".
¡Y usted pensaba que los microclimas de los viñedos eran complicados!

24 de abril de 2006
©new york times
©traducción mQh
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