príncipe entre los jamones
Pero los pasas por alto por cuenta propia, pues son los príncipes entre los productos porcinos, conocidos en el norte de Italia como las superestrellas de la bandeja de antipasto, y codiciados por generaciones de grandes comilones de Emilia-Romagna, que alberga a más gente de esta especie que cualquiera otra región italiana. Más dulces, más blandos y más delicados en sabor que el prosciutto, con una textura asombrosamente suave y cremosa, estos super jamones, llamados culatelli, han alcanzado algo parecido a la condición de míticos entre los pocos americanos que han tenido la fortuna de haberlos probado en su tierra natal en las neblinosas vegas del río Po, cerca de Parma.
Hasta hace poco, ese era casi el único lugar donde se podía probar el producto auténtico -sea en la mesa de la cocina de una hospitalaria granja o en una salumeria tradicional, como la Giusti, en Modena, que tiene 400 años, o en La Buca, in Zibello, el epicentro del mundo del culatello.
Cortado del grosor de la tela en un cortador circular eléctrico, la carne se ve "tan fina como pergamino de color rosado", exclama Burton Anderson en ‘Treasures of the Italian Table' (William Morrow, 1994). Sabe incluso mejor. Cuando se lo hace de acuerdo a las recetas tradicionales, antes que con los nuevos métodos industriales, dicen los residentes, es un caviar y el resto no es más que huevas de pescado.
Ahora ha llegado al fin propiamente curado a Estados Unidos, gentileza de un jovial artesano llamado Armandino Batali, propietario de Salumi, donde lo hace, vende y sirve, aparte de otras exquisiteces porcinas como el salame aromatizado con hinojo y la ahumada soppressara.
Batali, 68, aprendió el arte de curar el cerdo en Italia después de jubilarse de Boeing, donde trabajó como ingeniero químico. Entre sus mejores clientes se encuentra su hijo Mario, el exuberante propietario de Babbo, Lupa, Esca y otros caravansarie de Manhattan.
Toma cerca de un año hacer un culatello y eso lo hace caro. En Salumi, que consiste de un largo mesón de servicio y unas pocas sillas y mesas, con viejas fotos familiares en blanco y negro en las paredes y una planta procesadora ultramoderna en la parte de atrás, la mayoría de los salames cuestan 15 dólares la libra; el culatello cuesta 35 dólares la libra, y los vale hasta el último centavo.
Con su largo pelo plateado metido dentro de una gorra negra de béisbol, los ojos danzando de buen humor detrás de gafas de marcos oscuros, Batali nos dio la bienvenida en su pequeño dominio un día hace poco con el alegre comentario: "La grasa es bella. La grasa es nuestra amiga".
Nos dirigió a sus escondites privados, un pequeño comedor amoblado con sillas anodinas y una larga mesa cubierta con hule, se sentó a un extremo y nos sirvió vasos colmados de lambrusco enfriado -no el popular y empalagoso vino peleón con la cruz de San Mateo en los años setenta sino un biodinámico y seco La Luna, de 2004, de la Cantine Ceci, en una bonita botella cuyo corcho era mantenido en su lugar por un ‘bozal' de cordel.
De color granate casi negro, espumó cuando se lo vertió en los vasos, para luego bajar dejando un anillo de espuma rosada. Juran por el lambrusco seco en las trattorias de Emilia, donde se lo hace, bebiéndolo con casi todo. Pero va especialmente bien con las carnes curadas y los quesos, y su afrutada acidez corta la grasa, en palabras de David Lynch, el director de vinos de Babbo, "como una sierra la madera".
Ciertamente irrigó nuestra tardío almuerzo a la perfección. Nancy Leson, la culta crítico de restaurante del Seattle Times; Dan Barber, el chef de Blue Hill en Greenwich Village, y Blue Hill en Stone Barns, en Pocantico Hills, en el condado de Westchester, al norte de Nueva York; mi esposa, Betsey; y yo, nos hicimos camino alegremente entre los plazos de picante salchichón de jabalí, coppa (un grueso salchichón hecho del cogote del cerdo), prosciutto de cordero (que no es mi favorito), salchichón cotechino con las excepcionales lentejas del estado de Washington y una casera sopa de frijoles blancos y escarola digna de los dioses.
Pero el propósito de la excursión era, por supuesto, probar el culatello, que esperaba preciosamente en una bandeja blanca, junto a otra fuente cargada de hinchados daditos de crujiente masa de pan fritos conocidos como gnocchi fritti.
Batali es el hombre menos fanfarrón que pisa la tierra, pero me dijo: "Creo que mi culatello es tan bueno como cualquier cosa del Po". Comparados con los originales italianos, sus jamones son un poco más pequeños, más redondos y menos aperados, y la cinta de fría grasa blanca que los bordea es mucho más amplia.
Hace unos treinta culatelli al mes, dijo, de un total de 2.500 libras de carne curada. Después de empezar con carne en Oregon, ahora utiliza carne de cerdos Berkshire, de pezuñas blancas, criados por Doug Metzger, un granjero de tercera generación, en un terreno de 600 hectáreas cerca de Seneca, Kansas. Se crían y mueven en libertad y se alimentan de alfalfa y carne de habas de soya sin hormonas ni aditivos. Naturalmente, la carne está libre de las sucias inyecciones de agua que usan las organizaciones industriales.
Igualmente importante para Batali es que los puercos de Metzger tienen una cantidad inusual de grasa intramuscular, lo que aumenta su humedad en el producto terminado, y las patas traseras de sus puercos son las más grandes disponibles, con 35 a 40 libras de peso, produciendo jamones frescos de 10 a 12 libras y culatelli terminados de hasta nueve libras.
"Para apreciarlo, tienes que tocarlo", dijo Batali, manoseando una pata trasera de puerco que acababa de llegar después de cuatro días de viaje en camión desde el Oeste Medio.
Uno de los secretos de un culatello envejecido artesanalmente es la enorme humedad a lo largo del Po, una pantanosa área conocida como Bassa Parmense. Especialmente durante los meses de invierno los apacibles pueblos y villorrios de allá, como Zibello y Busseto, el pueblo natal de Giuseppe Verdi, son envueltos por una neblina tan densa que a veces las autopistas de la región deben ser cerradas al tráfico. El clima de Seattle es también famosamente húmedo, lo que le ha ayudado a crear "una nueva tradición no muy apartada de la antigua", dijo Batali.
Tradicionalmente los culatelli italianos son envejecidos en mohosas bodegas y mugrientos áticos. Pero como observó Edward Behr en un ensayo sobre Emilia en su revista trimestral Arte of Eating hace unos años, la pasión nacional por la ‘modernización' -la producción en factorías en lugar de granjas, la uniformidad, la limpieza- ha barrido la región, afectando no sólo a los jamones sino también a otros tesoros gastronómicos locales, como el queso parmesano y el vinagra balsámico.
"El gobierno italiano y la Unión Europea", como informó Behr con desilusión, "amenazan con normas todavía más exigentes, usualmente bajo la excusa de una mejor sanitación, y aunque los costes de los cambios no son prohibitivos, los nuevos métodos tienden a eliminar las cualidades mismas que hacen que los productos tradicionales sean superiores".
Batali también ha debido pelear con las autoridades. Para obtener la certificación del ministerio de Agricultura de Estados Unidos, su planta procesadora debía cumplir con normas estrictas y estas no tienen nada de rústico ni pintoresco. Como corresponde a algo diseñado por un ingeniero convertido en carnicero de cerdos, combina el arte con la tecnología en varios cuartos de temperatura controlada repletas de relucientes equipos de acero inoxidable. Escrupulosamente limpia, la planta luce letreros que dice "cálcese fundas al entrar".
El primer paso para hacer culatello es deshuesando y removiendo la mayor parte de los muslos de la pierna de jamón fresco, dejando las redondas nalgas (‘culo' se dice en las calles italianas). Curadas durante varias semanas en una mezcla de sal, azúcar y pequeñas cantidades de nitrato de sodio (también llamado salitre), un conservante y con varios masajes, la carne es pimentada con pimienta negra, metida apretadamente en una vejiga de cerdo para conservar su suculencia ("la cremosidad es divina", dice Batali), amarrada en su forma característica y colgada para un largo y lento envejecimiento.
Este proceso dura de ocho a catorce meses, y el sabor se hace más complejo durante el período. Batali mide el progreso de los jamones a la manera antigua, metiendo una gugia, una larga sonda hecha de un largo hueso de caballo en cada uno de ellos, retirándolo y oliéndolo. Mientras más maduro el jamón, más pronunciado es el delicioso aroma que se pega a la sonda.
En Babbo, Mario Batali sirve a veces el culatello con peras y virutas de parmesano, salpicados con aceite de oliva y jugo de limón, una deliciosa combinación. Pero para mí, el culatello es un fruto que no requiere que se dore. Así que cuando Armandino Batali me lo envió por correo a casa, lo servimos en su forma prístina.
Mi amigo Todd Gray, el chef y propietario de Equinox, uno de los mejores restaurantes de la capital, lo cortó en lonjas para mí. Como el prosciutto debe ser cortado en una máquina de cortar giratoria para conseguir las delgadísimas, casi transparentes lonjas tradicionales; un cuchillo no serviría. Con el rosado y pálido jamón, sólo servimos grissini, las delgadas barras de pan italiano, y la dulce mantequilla orgánica más suave que conozco, de la Straus Family Creamery, en el condado de Marin, en California.
Los invitados reunidos en torno a la mesa de mi hijastra y yerno, Catherine y Grant Collins, comentaron al unísono la fabulosa fragancia que emanaba del jamón, y parecían estar tan aturdidos por el sabor como yo hace muchos años cuando probé mi primer ñasco en Cantarelli, la famosa tienda de ultramarinos con bar anexo cerca de Busseto.
"Este tiene un sabor mucho más refinado que todos los prosciutto y otros jamones que he probado en mi vida", proclamó Bill Plante, corresponsal en la Casa Blanca para la CBS News.
"Lo que tiene", dijo esposa Robin Smith, la productora de documentales, "es que lo dulce y lo ácido se combinan en tu lengua. Y el resabio con gusto a pimienta".
El mayor elogio, supongo, provino de Bob Long, el productor de vinos del Valle del Napa, un fan de la comida italiana que estaba en la ciudad por un viaje de negocios. "No se te ocurriría nunca envolver con este jamón un higo o un trozo de melón cantalupo", dijo.
17 de mayo de 2006
©new york times
©traducción mQh
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