vida de un comelibros 3
[John Pomfret] La transformación de Zhou Lianchun, de brutal Guardia Rojo en empresario exitoso, resume la historia de la nueva China. Última entrega
Zhou mantuvo su trabajo como docente, que le brindaba una red de seguridad de algún tipo: un apartamento y seguro médico. Durante algunos días a la semana, enseñaba marxismo, leninismo y maoísmo y despotricaba contra la explotación de la clase capitalista. El resto del tiempo lo pasaba como un incipiente hombre de negocios, empleando a decenas de trabajadores con salarios bajísimos, aprovechándose del sistema para enriquecerse a sí mismo, sus socios y su familia. En 1991, Zhou fue aceptado en un programa de la Universidad de Pekín diseñado para poner al día a los profesores de historia y ciencias políticas sobre las últimas tendencias en la enseñanza del marxismo. Pero Zhou se pasaba la mayor parte del tiempo montando las plantas de extracción de orina. Consiguió dos contratos con el ayuntamiento de Pekín para recoger orina en mil urinarios públicos. Aprendió a conocer al detalle todos los urinarios mientras pedaleaba por los barrios de Pekín mostrando a los trabajadores la ubicación de los sitios de recolección.
Ninguno de sus trabajadores había estado antes en Pekín. Zhou no pudo encontrar a pequineses dispuestos a hacer el trabajo sucio. La mayoría de sus trabajadores eran de provincias, campesinos de cuerpos fuertes y dispuestos a cualquier cosa para dejar el campo. La planta procesadora de Zhou -una fábrica estatal en bancarrota que alquiló de un jefe de partido local- estaba al sur del centro de Pekín, a seis kilómetros del urinario más cercano. Los trabajadores hacían al menos nueve viajes al día, los siete días de la semana, y ganaban el equivalente de cincuenta dólares al mes.
Un día en enero de 1992, Zhou descubrió que el sistema de alcantarillado de la planta se había bloqueado, y lo había dejado sin saber dónde depositar varias cubas del líquido. A Zhou le habían contado que los residuos, en gran parte amoníaco, no dañarían ni a gente ni a animales, así que los descargó en estanques de una piscifactoría local. Zhou pasó las vacaciones del Festival de Primavera dragando miles de peces muertos de los estanques, impregnando el hedor durante varios meses sus manos y ropa. Tuvo que reembolsar a los dueños el equivalente de dos mil dólares -una pequeña fortuna.
El negocio de Zhou se estaba hundiendo. Aunque el mercado de las enzimas era bueno, tenía tan poco dinero que tuvo que reducir su brigada de dieciocho recolectores a un grupo de cinco.
Zhou pedía periódicamente a su socio en Dongtai por su parte de los beneficios de la firma. Pero su socio se los negaba siempre, diciéndole que el negocio atravesaba tiempos difíciles. Entonces, en un viaje que hizo a Guangzhou, Zhou preguntó a un representante de la compañía farmacéutica de Guangzhou qué pensaba de la marcha de los negocios. "No está mal", dijo el representante. "Habremos ganado varios cientos de miles". Excepto migajas ocasionales para cubrir los costes, hacía seis años que Zhou no había recibido nada de su socio en Dongtai.
Su experiencia es típica para muchos empresarios chinos. Los hombres de negocios se roban unos a otros con una alucinante regularidad. La ausencia de un compás moral en el país sólo hace que las cosas empeoren. Una vez Zhou almacenó 55 kilos de enzimas en la bodega refrigerada de un amigo. El amigo la vendió y se negó a entregarle el dinero. Zhou no la había pedido que firmaran un contrato, porque hacerlo equivalía a un insulto. Los negocios se sellan con un apretón de manos. Pero en China, los apretones de mano no valen nada.
Finalmente Zhou viajó a Dongtai y acusó a su socio, exigiéndole que le entregara su parte del negocio de Pekín. El socio accedió. A fines de 1994, Zhou era el único propietario del negocio de la extracción de orina en la capital.
Entretanto, Zhou estaba hastiado de su trabajo enseñando marxismo en el Instituto Anhui, y se mostraba cada vez más reticente a defender la línea ideológica del partido. Cada año, un puñado de estudiantes, usualmente los que solicitaban su ingreso al partido, expresaban dudas sobre la lealtad de Zhou al partido y a China. Un estudiante incluso preparó un informe con cifras sobre la cantidad de veces que Zhou había criticado al estado.
En 2002, el secretario del partido en el instituto llamó a Zhou a su despacho. "O cambia usted su modo de dar clases, o dejará de enseñar maoísmo", le advirtió el secretario.
Zhou le dijo que él no pensaba que fuera particularmente anti-partido o anti-Mao. No lo convenció. Le informó a Zhou que dejaría de enseñar maoísmo: en adelante debería enseñar gestión comercial.
En abril pasado, Zhou el Comelibros volvió a su aldea ancestral con los aires de un héroe conquistador. Llevaba una corbata y conducía su recién lavado y brillante Volkswagen Bora blanco. Era el Festival de Qingming -durante el cual los chinos tradicionalmente rinden homenaje a sus ancestros- y Zhou planeaba ocuparse de las tumbas de sus padres y abuelos.
Con las reformas económicas, la Cocina Comunal de Shen había sido disuelta, y la vieja brigada de producción de Zhou había sido rebautizada como la Cocina del Pueblo de Li; no estaba demasiado mal tratándose de un pueblo atrasado de campo. En todos los patios había una motocicleta. Muchos de los hombres y mujeres del pueblo trabajaban en fábricas, antes que en el campo. Zhou señaló a gente, se fijó en una mujer marchita que parecía estar en sus sesenta, pero que en realidad tenía la edad de Zhou -cincuenta. "Esa era una niña que me gustaba cuando era niño", dijo. "Era la hija de un tipo del partido... Terminó casándose con un campesino de aquí. Es un borracho, y la golpea".
Zhou saludó a los ancianos padres del primer hombre que murió en la aldea durante la Revolución Cultural. Una banda de Guardias Rojos lo asesinaron porque pintaba retratos de santos budistas. Zhou saludó a la madre del secretario del partido que había tratado de engatusarlo para que se casara con su amante hacía tres décadas. El secretario del partido había muerto joven. "Hola, profesor Zhou", le dijo la vieja mujer, que, a los 89, estaba tan doblada que apenas sobrepasaba el metro veinte. "Dile a mi nieto que vuelva a casa, por favor".
"Yo contraté a su nieto", explicó Zhou. "Contraté al hijo del hombre que trató de atarme al campo".
Zhou caminó por los senderos de tierra de la Cocina de Li, sonriendo a los campesinos de caras curtidas por el sol que lo saludaban con una mezcla de curiosidad, envidia y respeto. Se merecía todas esas reacciones. Tras coquetear con la bancarrota a mediados de los años noventa, había logrado sacar a flote su negocio y, el año pasado, estaba ganando más de 60 mil dólares al año. Se había comprado un enorme condominio en Nanjing, se había divorciado de su primera esposa y se había casado con una mujer que era 22 años menor que él.
Pero su éxito no ha suavizado su visión del Partido Comunista. "Miremos a China desde una perspectiva marxista", dice Zhou. "Demos al gobierno chino el beneficio de la duda. ¿Por qué derrocó la sociedad esclavista la sociedad primitiva? Porque su economía era más avanzada y más rica. Lo mismo es verdad cuando nos preguntamos por qué la sociedad feudal derrocó a la sociedad esclavista y por qué la sociedad capitalista reemplazó a la feudal. Pero entonces llegamos a Mao. ¿Quién era Mao? ¿A quién representaba?
"¿Representaba Mao a fuerzas económicas más fuertes que el capitalismo? No. ¿Representaba algo progresista? No. Él representaba a las fuerzas más atrasadas de China. Ni siquiera representaba a la clase obrera. Representaba al lumpen. La suya no fue una revolución comunista. Fue la revolución de los matones. Esa es nuestra verdadera historia".
Ninguno de sus trabajadores había estado antes en Pekín. Zhou no pudo encontrar a pequineses dispuestos a hacer el trabajo sucio. La mayoría de sus trabajadores eran de provincias, campesinos de cuerpos fuertes y dispuestos a cualquier cosa para dejar el campo. La planta procesadora de Zhou -una fábrica estatal en bancarrota que alquiló de un jefe de partido local- estaba al sur del centro de Pekín, a seis kilómetros del urinario más cercano. Los trabajadores hacían al menos nueve viajes al día, los siete días de la semana, y ganaban el equivalente de cincuenta dólares al mes.
Un día en enero de 1992, Zhou descubrió que el sistema de alcantarillado de la planta se había bloqueado, y lo había dejado sin saber dónde depositar varias cubas del líquido. A Zhou le habían contado que los residuos, en gran parte amoníaco, no dañarían ni a gente ni a animales, así que los descargó en estanques de una piscifactoría local. Zhou pasó las vacaciones del Festival de Primavera dragando miles de peces muertos de los estanques, impregnando el hedor durante varios meses sus manos y ropa. Tuvo que reembolsar a los dueños el equivalente de dos mil dólares -una pequeña fortuna.
El negocio de Zhou se estaba hundiendo. Aunque el mercado de las enzimas era bueno, tenía tan poco dinero que tuvo que reducir su brigada de dieciocho recolectores a un grupo de cinco.
Zhou pedía periódicamente a su socio en Dongtai por su parte de los beneficios de la firma. Pero su socio se los negaba siempre, diciéndole que el negocio atravesaba tiempos difíciles. Entonces, en un viaje que hizo a Guangzhou, Zhou preguntó a un representante de la compañía farmacéutica de Guangzhou qué pensaba de la marcha de los negocios. "No está mal", dijo el representante. "Habremos ganado varios cientos de miles". Excepto migajas ocasionales para cubrir los costes, hacía seis años que Zhou no había recibido nada de su socio en Dongtai.
Su experiencia es típica para muchos empresarios chinos. Los hombres de negocios se roban unos a otros con una alucinante regularidad. La ausencia de un compás moral en el país sólo hace que las cosas empeoren. Una vez Zhou almacenó 55 kilos de enzimas en la bodega refrigerada de un amigo. El amigo la vendió y se negó a entregarle el dinero. Zhou no la había pedido que firmaran un contrato, porque hacerlo equivalía a un insulto. Los negocios se sellan con un apretón de manos. Pero en China, los apretones de mano no valen nada.
Finalmente Zhou viajó a Dongtai y acusó a su socio, exigiéndole que le entregara su parte del negocio de Pekín. El socio accedió. A fines de 1994, Zhou era el único propietario del negocio de la extracción de orina en la capital.
Entretanto, Zhou estaba hastiado de su trabajo enseñando marxismo en el Instituto Anhui, y se mostraba cada vez más reticente a defender la línea ideológica del partido. Cada año, un puñado de estudiantes, usualmente los que solicitaban su ingreso al partido, expresaban dudas sobre la lealtad de Zhou al partido y a China. Un estudiante incluso preparó un informe con cifras sobre la cantidad de veces que Zhou había criticado al estado.
En 2002, el secretario del partido en el instituto llamó a Zhou a su despacho. "O cambia usted su modo de dar clases, o dejará de enseñar maoísmo", le advirtió el secretario.
Zhou le dijo que él no pensaba que fuera particularmente anti-partido o anti-Mao. No lo convenció. Le informó a Zhou que dejaría de enseñar maoísmo: en adelante debería enseñar gestión comercial.
En abril pasado, Zhou el Comelibros volvió a su aldea ancestral con los aires de un héroe conquistador. Llevaba una corbata y conducía su recién lavado y brillante Volkswagen Bora blanco. Era el Festival de Qingming -durante el cual los chinos tradicionalmente rinden homenaje a sus ancestros- y Zhou planeaba ocuparse de las tumbas de sus padres y abuelos.
Con las reformas económicas, la Cocina Comunal de Shen había sido disuelta, y la vieja brigada de producción de Zhou había sido rebautizada como la Cocina del Pueblo de Li; no estaba demasiado mal tratándose de un pueblo atrasado de campo. En todos los patios había una motocicleta. Muchos de los hombres y mujeres del pueblo trabajaban en fábricas, antes que en el campo. Zhou señaló a gente, se fijó en una mujer marchita que parecía estar en sus sesenta, pero que en realidad tenía la edad de Zhou -cincuenta. "Esa era una niña que me gustaba cuando era niño", dijo. "Era la hija de un tipo del partido... Terminó casándose con un campesino de aquí. Es un borracho, y la golpea".
Zhou saludó a los ancianos padres del primer hombre que murió en la aldea durante la Revolución Cultural. Una banda de Guardias Rojos lo asesinaron porque pintaba retratos de santos budistas. Zhou saludó a la madre del secretario del partido que había tratado de engatusarlo para que se casara con su amante hacía tres décadas. El secretario del partido había muerto joven. "Hola, profesor Zhou", le dijo la vieja mujer, que, a los 89, estaba tan doblada que apenas sobrepasaba el metro veinte. "Dile a mi nieto que vuelva a casa, por favor".
"Yo contraté a su nieto", explicó Zhou. "Contraté al hijo del hombre que trató de atarme al campo".
Zhou caminó por los senderos de tierra de la Cocina de Li, sonriendo a los campesinos de caras curtidas por el sol que lo saludaban con una mezcla de curiosidad, envidia y respeto. Se merecía todas esas reacciones. Tras coquetear con la bancarrota a mediados de los años noventa, había logrado sacar a flote su negocio y, el año pasado, estaba ganando más de 60 mil dólares al año. Se había comprado un enorme condominio en Nanjing, se había divorciado de su primera esposa y se había casado con una mujer que era 22 años menor que él.
Pero su éxito no ha suavizado su visión del Partido Comunista. "Miremos a China desde una perspectiva marxista", dice Zhou. "Demos al gobierno chino el beneficio de la duda. ¿Por qué derrocó la sociedad esclavista la sociedad primitiva? Porque su economía era más avanzada y más rica. Lo mismo es verdad cuando nos preguntamos por qué la sociedad feudal derrocó a la sociedad esclavista y por qué la sociedad capitalista reemplazó a la feudal. Pero entonces llegamos a Mao. ¿Quién era Mao? ¿A quién representaba?
"¿Representaba Mao a fuerzas económicas más fuertes que el capitalismo? No. ¿Representaba algo progresista? No. Él representaba a las fuerzas más atrasadas de China. Ni siquiera representaba a la clase obrera. Representaba al lumpen. La suya no fue una revolución comunista. Fue la revolución de los matones. Esa es nuestra verdadera historia".
Este artículo de John Pomfret es una adaptación de su libro ‘Chinese Lessons: Five Classmates and the Story of the New China', que será publicado el mes que viene por Henry Holt and Co.
6 de julio de 2006
©washington post
©traducción mQh
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