saliendo de entre los escombros
[Anthony Shadid] Los combatientes de Hezbolá y los vecinos de Khiam consideran la última guerra contra Israel como una victoria.
Khiam, Líbano. El lunes poco después del amanecer, los proyectiles estallaban cada pocos segundos. El último cayó a las 7:56 de la mañana. Luego cesaron, tan repentinamente como habían empezado hace 33 días. Y en las calles de esta ciudad chií, donde los cables de la electricidad se arrastraban entre los escombros y la rama de un árbol se extendía por sobre el capó de un BMW verde, los combatientes, envueltos en la fría brisa de la montaña empezaron a salir de sus escondites.
No había tiroteos, ni gritos, ni muestras jubilosas de celebración. Había, más bien, satisfechas expresiones de supervivencia. Los hombres se abrazaban, besándose en las mejillas. Algunos salían a la luz del sol por primera vez en semanas. Los celulares, en las manos de casi todo el mundo, sonaban con preguntas sobre el paradero de otros, el destino de las casas y la realidad de una tregua que todavía parece frágil. Sonrieron. "Agradezca a Dios por su seguridad", decían.
Y Hussein Kalash, robusto, duro y confiado, dijo tres palabras que, para los defensores de Khiam, los milicianos de Hezbolá, definen la guerra.
"Todavía estamos aquí", dijo.
En Khiam, una ciudad en la cima de un cerro con vista sobre la frontera israelí, la guerra terminó el lunes -al menos, de momento. Pero los combatientes empezaron a contar historias incluso antes de que una excavadora comenzara a arrojar polvo cuando retiraba los escombros de las estropeadas calles de la ciudad, donde no se salvó casi ningún edificio. Eran mitos de la resistencia -de tanques repelidos al otro lado de la fértil llanura que cerca la ciudad; de supervivencia con chocolate y agua durante dos semanas a lo largo de la primera línea de la ciudad; de la fe como su arma más importante.
En una guerra no resuelta, las percepciones se transforman en lo más importante, y el lunes las pandillas de combatientes, algunos con caras ojerosas, otros con expresión de alegría, recorrieron las calles victoriosas por una ciudad agujereada, sembrada de cráteres y picada de impactos de bombas, que, dijeron, era todavía suya.
"No pudieron entrar", dijo Abu Abboud, llevando un jersey con el texto ‘Narkotic' y pantalones caqui estilo militar.
Estaba sentado en una pequeña escalinata de un edificio rodeado de escombros, su fachada destruida por los bombardeos. Sus puertas de acero rojas y amarillas yacían sobre la calle como pedazos de papel arrugados. Un gato se arrastraba indeciso entre las ruinas, mientras se oían arriba los aviones israelíes. Saludó a otro miliciano, que iba con pantalones de estilo militar y botas de montaña negras, y las negras cuentas para orar colgando de su cuello.
"Si no vivimos con dignidad y entereza, es mejor morir", dijo.
Transportando a los Heridos
Dos ambulancias llegaron a las afueras de Khiam a las 10:10 de la mañana, cruzando por entre campos de cultivo carbonizados. Fueron recibidos por un hombre llamado Abu Heidar, vestido de color caqui. Estaba fumando. En su otra mano tenía un celular, y suplicó que lo ayudaran.
"Está cerrado", gritó, mirando el camino. "¿Se puede pasar por la casa vecina?"
Pedazos de concreto impedían el paso de las ambulancias, algunos del tamaño de fragmentos de cristal, otros como pedruscos.
Abu Heidar se volvió hacia el chofer de la ambulancia, indicando a los milicianos heridos en la ciudad.
"Tienes que subir allá arriba", le dijo, retirando el celular de su oído.
La cara del chofer estaba tensa y cansada. "Conozco el camino, pero está bloqueado", respondió. "¿Qué podemos hacer?"
Las ambulancias se arrastraron un poco, y se volvieron. Dieron unos bandazos y retrocedieron. Ayudado por Abu Heidar, un voluntario de la Cruz Roja empujó las rocas hacia fuera del camino, y los dos avanzaron indecisos hacia una calle cerca del Salón de Belleza May, donde un velo morado todavía envolvía la cabeza de un maniquí. Había un cartel en la pared: "Israel es el mal absoluto". El agua de colonia que se había echado uno de los milicianos despedía un débil aroma. En los pisos de arriba, los marcos de las ventanas habían sido arrancados de los balcones, y las cortinas ondeaban en la brisa.
Tres combatientes acarrearon al primer herido, una anciana con una mirada tan fija que parecía que estaba muerta. Las moscas revoloteaban inadvertidas sobre su cuerpo inerte. Los milicianos pasaron por encima de los escombros y junto a unos proyectiles no usados, trozos de metralla del tamaño de puños, un colchón carbonizado y el retorcido parachoques de un vehículo. Les cerraba el paso un coche carbonizado que parecía una lata rajada.
Luego vino un combatiente herido. Llevaba la cabeza vendada, y tenía una botella de suero conectada a su brazo.
"Espera un minuto", dijo uno de los combatientes al voluntario de la Cruz Roja. El miliciano mostró dónde le dolía, y ellos lo subieron cuidadosamente a otra camilla. Se aferró a su cartera sobre el pecho. "Poco a poco", dijo uno de los combatientes.
Otro miliciano vino después, de sandalias negras, caminando cuidadosamente. Llevaba la cabeza vendada, lo mismo que su brazo derecho y su mano izquierda, donde había conectada una botella de suero. Su cara estaba salpicada de costras. Cuando se acercaba a la ambulancia, le dio a Kalash un número que teléfono para que llamara.
"Estoy bien", dijo en el teléfono. "Díselo a todos allá. Ahora no tengo tiempo, me están llevando, pero te llamaré más tarde".
Al mediodía, habían salido a la acera unos veinte hombres. Algunos tenían walkies-talkies, la herramienta de comunicación por excelencia de los guerrilleros de Hezbolá. Muchos llevaban camisas de paisano sobre pantalones de estilo militar. Algunos iban de zapatillas, otros con botas de montaña. Después de algunas semanas sin tocar los celulares, por temor a que los israelíes pudieran localizarlos si llamaban con ellos, hablaron interminablemente sin rumbo fijo: si acaso los iban a enviar a otro lugar en el sur de Líbano, quiénes estaban allá, quién estaba herido.
"Todo está en orden. Está bien. Lo acabo de ver", gritó uno.
En Khiam, una ciudad conocida en el pasado por una cárcel israelí que Hezbolá convirtió en un museo después de dieciocho años de la ocupación israelí del sur que terminó en 2000, los combatientes ascendían a cientos según las estimaciones. Tras el comienzo de esta guerra, la aviación israelí lo destruyó.
Guerra de Percepción
Algunos milicianos estaban exuberantes, bravucones después de una guerra que, claramente, pensaban que habían ganado.
"No queremos que termine", dijo Kalash. Apuntó hacia la frontera israelí. "Queremos que siga, en todo el país".
Pero más común entre los combatientes era la conducta apagada de Abu Khafif, el corpulento y barbudo comandante, que cruzó la plaza mayor en un Mercedes negro, con una llanta desinflada debajo, chirriando en la calle. Su parabrisas estaba tan agrietado como una telaraña, y había un rifle en el asiento delantero.
De pantalones negros, una camisa Izod negra y zapatillas de tenis Fila blancas, era amistoso, y pidió a otro combatiente, sonriendo, que le cambiara la llanta. Junto a la llanta de repuesto había una bolsa de plástico negra con cinco rifles de asalto AK-47, y cargó el maletero, de paso, con latas de carne y garrafas de agua de diez litros. Estaba confiado, sonreía ante las preguntas. Pero era muy profesional, y se cuidaba de no decir nada que fuera muy revelador.
"¿Me va a molestar con sus chácharas?", preguntó. "No soy un portavoz. Soy un combatiente".
Había una palabra que se repitió una y otra vez en Khiam el lunes, tanto por combatientes como por vecinos que decidieron quedarse durante la guerra. Era karama, dignidad. En los discursos de los líderes árabes, repletos de clichés que a veces son los contrafuertes retóricos de los regímenes autoritarios, había perdido gran parte de su significado. Pero en Khiam se la dijo tan a menudo, tan fervientemente, que empezó a recuperar su significado.
"Esta es nuestra tierra", dijo Bilal Ali Saleh, un apicultor de 42 años. "¿Podemos dejar nuestro país? ¿Puede usted renunciar a su país?"
Miró por la calle, donde dos hombres acarreaban botellas de agua. Se pasó la mano por su barba negra, salpicada de gris, que le había crecido, dijo, porque desde el principio de la guerra no había encontrado abierto a ningún barbero. Y hablaba suavemente, casi flemático.
"Recuerdo que en 1967 los ejércitos árabes fueron derrotados en unos días. Los israelíes avanzaron cientos de kilómetros en nuestro país. Por lo que ves aquí en el sur, por lo que oyes en la radio, ahora avanzaron siete kilómetros en 33 días, y no pudieron seguir penetrando", dijo Saleh. "¿No es eso una victoria? ¿No lo considera usted algo histórico?"
"Mi opinión, la impresión que tengo es que nadie que sea del país y lo quiera, puede ser derrotado", agregó. "Esta es la tierra de sus padres, es la tierra de sus abuelos".
Saleh estuvo todo el tiempo en Khiam. No se había ocupado de sus avispas,
a las que mantenía a unos kilómetros en las afueras de la ciudad. "¿Crees que debería ir allá?", preguntó. La tienda en la que vendía enseres para el hogar fue destruida. Había enviado a su mujer, sus dos hijos y tres hijas a Beirut. Y él capeó el bombardeo israelí, durante el cual los proyectiles caían tan tupido que dijo que daba la impresión de que eran burbujas explotando en el agua hirviendo.
"Mi impresión es que aquí cayeron al menos unos 20 mil proyectiles", dijo.
Esperando el Ataque
Después de empezara el bombardeo, los combatientes de Hezbolá y otro movimiento chií, Amal, esperaron lo que temían que sería un ataque de comandos israelíes. Dijeron que los tenderos habían dejado sus llaves para que pudieran aprovisionarse -atún, carne enlatada y arroz. Sacrificaron unas cabras, pero dormían muy poco. Fue en gran parte una prueba de resistencia; durante las primeras tres semanas, ningún soldado israelí se acercó a la ciudad.
Pero el miércoles, después de anochecer, dijeron los combatientes, se acercaron dos columnas de tanques israelíes, una en dirección a la ciudad cristiana de Marjayoun, la otra hacia la llanura debajo de Khiam, salpicada de cedros y olivos. Los vecinos dijeron que los combatientes se ocultaron en una escuela y en varias casas abajo en la colina que ya habían sido destruidas. Los milicianos de Amal tenían armas más ligeras, dijo uno de los combatientes; los milicianos de Hezbolá, mucho más numerosos, tenían armamentos más pesados para hacer frente a los tanques. Para el jueves en la mañana ya habían estallado los enfrentamientos.
Un combatiente de 25 años dijo que habían destruido dos tanques en la mañana, y volvieron a atacar cuando los israelíes trataron de retirar los equipos al día siguiente. Dijo que habían destruido otros tanques y vehículos blindados antes de que entrara en vigor el cese el fuego el lunes -una docena, quizás más. Los combatientes creían que las tropas israelíes estaban tratando de entrar a la ciudad, aunque no hubo indicios de eso. Otros combatientes dijeron que los milicianos que controlaban las laderas de Khiam habían sobrevivido con agua y caramelos, demasiado recelosos como para salir a buscar alimentos.
Pero incluso el lunes, después de que se silenciaran las armas, prevaleció el secreto.
En una casa donde se reunían unos hombres, se saludaba a los que se acercaban con gritos de "¡Vete! ¡Vete!" Todas las preguntas sobre estrategia eran esquivadas por el combatiente de 35 años. En cuanto a su nombre, sacudió su cabeza. Sobre las bajas de Hezbolá, se negó a responder.
El combatiente -que se describió a sí mismo como un veterano de veinte años, reclutado cuando hacía la secundaria- se encontraba en una casa sin terminar que ya estaba destruida. Junto a él había un lanzagranadas incinerado, y el chasis apenas reconocible de un coche.
"Los israelíes dijeron que esta era una guerra de vida o muerte, pero a pesar de todo lo que tenían, no pudieron derrotarnos", dijo.
En la tarde, los combatientes se mezclaron con los vecinos en festivas escenas que discordaban con la destrucción que los rodeaba. Hicieron referencias a la fe chií, cuya historia se cruza con el Hezbolá libanés y el nacionalismo árabe. Cerca de ahí, un cartel con dos milicianos decía: "El Líbano es victorioso con sus mártires". El pasajero de un coche que pasaba hizo el signo V de la victoria.
Una excavadora pasaba a gran velocidad por las calles, echando hacia los lados pedazos de cemento, terrones de asfalto y botellas de Coca Cola. Trabajaba rápida y precipitadamente; en un momento, echó abajo lo que quedaba de las murallas de una casa derrumbada. Los coches empezaron a correr nuevamente por la ciudad, y la gente volvió a las calles, y algunos se sentaban en las aceras cerca del mercado de Abu Abbas, cuyos ventanales estaban hecho añicos.
"El dinero, igual que viene se va. Es dinero", dijo Hassan Sweid, un vecino de 37, sus ojos escudriñando las esquinas. "Todavía estamos aquí, todavía vivimos, esta todavía es nuestra tierra. Si este es el sacrificio por la dignidad, entonces no es nada".
No había tiroteos, ni gritos, ni muestras jubilosas de celebración. Había, más bien, satisfechas expresiones de supervivencia. Los hombres se abrazaban, besándose en las mejillas. Algunos salían a la luz del sol por primera vez en semanas. Los celulares, en las manos de casi todo el mundo, sonaban con preguntas sobre el paradero de otros, el destino de las casas y la realidad de una tregua que todavía parece frágil. Sonrieron. "Agradezca a Dios por su seguridad", decían.
Y Hussein Kalash, robusto, duro y confiado, dijo tres palabras que, para los defensores de Khiam, los milicianos de Hezbolá, definen la guerra.
"Todavía estamos aquí", dijo.
En Khiam, una ciudad en la cima de un cerro con vista sobre la frontera israelí, la guerra terminó el lunes -al menos, de momento. Pero los combatientes empezaron a contar historias incluso antes de que una excavadora comenzara a arrojar polvo cuando retiraba los escombros de las estropeadas calles de la ciudad, donde no se salvó casi ningún edificio. Eran mitos de la resistencia -de tanques repelidos al otro lado de la fértil llanura que cerca la ciudad; de supervivencia con chocolate y agua durante dos semanas a lo largo de la primera línea de la ciudad; de la fe como su arma más importante.
En una guerra no resuelta, las percepciones se transforman en lo más importante, y el lunes las pandillas de combatientes, algunos con caras ojerosas, otros con expresión de alegría, recorrieron las calles victoriosas por una ciudad agujereada, sembrada de cráteres y picada de impactos de bombas, que, dijeron, era todavía suya.
"No pudieron entrar", dijo Abu Abboud, llevando un jersey con el texto ‘Narkotic' y pantalones caqui estilo militar.
Estaba sentado en una pequeña escalinata de un edificio rodeado de escombros, su fachada destruida por los bombardeos. Sus puertas de acero rojas y amarillas yacían sobre la calle como pedazos de papel arrugados. Un gato se arrastraba indeciso entre las ruinas, mientras se oían arriba los aviones israelíes. Saludó a otro miliciano, que iba con pantalones de estilo militar y botas de montaña negras, y las negras cuentas para orar colgando de su cuello.
"Si no vivimos con dignidad y entereza, es mejor morir", dijo.
Transportando a los Heridos
Dos ambulancias llegaron a las afueras de Khiam a las 10:10 de la mañana, cruzando por entre campos de cultivo carbonizados. Fueron recibidos por un hombre llamado Abu Heidar, vestido de color caqui. Estaba fumando. En su otra mano tenía un celular, y suplicó que lo ayudaran.
"Está cerrado", gritó, mirando el camino. "¿Se puede pasar por la casa vecina?"
Pedazos de concreto impedían el paso de las ambulancias, algunos del tamaño de fragmentos de cristal, otros como pedruscos.
Abu Heidar se volvió hacia el chofer de la ambulancia, indicando a los milicianos heridos en la ciudad.
"Tienes que subir allá arriba", le dijo, retirando el celular de su oído.
La cara del chofer estaba tensa y cansada. "Conozco el camino, pero está bloqueado", respondió. "¿Qué podemos hacer?"
Las ambulancias se arrastraron un poco, y se volvieron. Dieron unos bandazos y retrocedieron. Ayudado por Abu Heidar, un voluntario de la Cruz Roja empujó las rocas hacia fuera del camino, y los dos avanzaron indecisos hacia una calle cerca del Salón de Belleza May, donde un velo morado todavía envolvía la cabeza de un maniquí. Había un cartel en la pared: "Israel es el mal absoluto". El agua de colonia que se había echado uno de los milicianos despedía un débil aroma. En los pisos de arriba, los marcos de las ventanas habían sido arrancados de los balcones, y las cortinas ondeaban en la brisa.
Tres combatientes acarrearon al primer herido, una anciana con una mirada tan fija que parecía que estaba muerta. Las moscas revoloteaban inadvertidas sobre su cuerpo inerte. Los milicianos pasaron por encima de los escombros y junto a unos proyectiles no usados, trozos de metralla del tamaño de puños, un colchón carbonizado y el retorcido parachoques de un vehículo. Les cerraba el paso un coche carbonizado que parecía una lata rajada.
Luego vino un combatiente herido. Llevaba la cabeza vendada, y tenía una botella de suero conectada a su brazo.
"Espera un minuto", dijo uno de los combatientes al voluntario de la Cruz Roja. El miliciano mostró dónde le dolía, y ellos lo subieron cuidadosamente a otra camilla. Se aferró a su cartera sobre el pecho. "Poco a poco", dijo uno de los combatientes.
Otro miliciano vino después, de sandalias negras, caminando cuidadosamente. Llevaba la cabeza vendada, lo mismo que su brazo derecho y su mano izquierda, donde había conectada una botella de suero. Su cara estaba salpicada de costras. Cuando se acercaba a la ambulancia, le dio a Kalash un número que teléfono para que llamara.
"Estoy bien", dijo en el teléfono. "Díselo a todos allá. Ahora no tengo tiempo, me están llevando, pero te llamaré más tarde".
Al mediodía, habían salido a la acera unos veinte hombres. Algunos tenían walkies-talkies, la herramienta de comunicación por excelencia de los guerrilleros de Hezbolá. Muchos llevaban camisas de paisano sobre pantalones de estilo militar. Algunos iban de zapatillas, otros con botas de montaña. Después de algunas semanas sin tocar los celulares, por temor a que los israelíes pudieran localizarlos si llamaban con ellos, hablaron interminablemente sin rumbo fijo: si acaso los iban a enviar a otro lugar en el sur de Líbano, quiénes estaban allá, quién estaba herido.
"Todo está en orden. Está bien. Lo acabo de ver", gritó uno.
En Khiam, una ciudad conocida en el pasado por una cárcel israelí que Hezbolá convirtió en un museo después de dieciocho años de la ocupación israelí del sur que terminó en 2000, los combatientes ascendían a cientos según las estimaciones. Tras el comienzo de esta guerra, la aviación israelí lo destruyó.
Guerra de Percepción
Algunos milicianos estaban exuberantes, bravucones después de una guerra que, claramente, pensaban que habían ganado.
"No queremos que termine", dijo Kalash. Apuntó hacia la frontera israelí. "Queremos que siga, en todo el país".
Pero más común entre los combatientes era la conducta apagada de Abu Khafif, el corpulento y barbudo comandante, que cruzó la plaza mayor en un Mercedes negro, con una llanta desinflada debajo, chirriando en la calle. Su parabrisas estaba tan agrietado como una telaraña, y había un rifle en el asiento delantero.
De pantalones negros, una camisa Izod negra y zapatillas de tenis Fila blancas, era amistoso, y pidió a otro combatiente, sonriendo, que le cambiara la llanta. Junto a la llanta de repuesto había una bolsa de plástico negra con cinco rifles de asalto AK-47, y cargó el maletero, de paso, con latas de carne y garrafas de agua de diez litros. Estaba confiado, sonreía ante las preguntas. Pero era muy profesional, y se cuidaba de no decir nada que fuera muy revelador.
"¿Me va a molestar con sus chácharas?", preguntó. "No soy un portavoz. Soy un combatiente".
Había una palabra que se repitió una y otra vez en Khiam el lunes, tanto por combatientes como por vecinos que decidieron quedarse durante la guerra. Era karama, dignidad. En los discursos de los líderes árabes, repletos de clichés que a veces son los contrafuertes retóricos de los regímenes autoritarios, había perdido gran parte de su significado. Pero en Khiam se la dijo tan a menudo, tan fervientemente, que empezó a recuperar su significado.
"Esta es nuestra tierra", dijo Bilal Ali Saleh, un apicultor de 42 años. "¿Podemos dejar nuestro país? ¿Puede usted renunciar a su país?"
Miró por la calle, donde dos hombres acarreaban botellas de agua. Se pasó la mano por su barba negra, salpicada de gris, que le había crecido, dijo, porque desde el principio de la guerra no había encontrado abierto a ningún barbero. Y hablaba suavemente, casi flemático.
"Recuerdo que en 1967 los ejércitos árabes fueron derrotados en unos días. Los israelíes avanzaron cientos de kilómetros en nuestro país. Por lo que ves aquí en el sur, por lo que oyes en la radio, ahora avanzaron siete kilómetros en 33 días, y no pudieron seguir penetrando", dijo Saleh. "¿No es eso una victoria? ¿No lo considera usted algo histórico?"
"Mi opinión, la impresión que tengo es que nadie que sea del país y lo quiera, puede ser derrotado", agregó. "Esta es la tierra de sus padres, es la tierra de sus abuelos".
Saleh estuvo todo el tiempo en Khiam. No se había ocupado de sus avispas,
a las que mantenía a unos kilómetros en las afueras de la ciudad. "¿Crees que debería ir allá?", preguntó. La tienda en la que vendía enseres para el hogar fue destruida. Había enviado a su mujer, sus dos hijos y tres hijas a Beirut. Y él capeó el bombardeo israelí, durante el cual los proyectiles caían tan tupido que dijo que daba la impresión de que eran burbujas explotando en el agua hirviendo.
"Mi impresión es que aquí cayeron al menos unos 20 mil proyectiles", dijo.
Esperando el Ataque
Después de empezara el bombardeo, los combatientes de Hezbolá y otro movimiento chií, Amal, esperaron lo que temían que sería un ataque de comandos israelíes. Dijeron que los tenderos habían dejado sus llaves para que pudieran aprovisionarse -atún, carne enlatada y arroz. Sacrificaron unas cabras, pero dormían muy poco. Fue en gran parte una prueba de resistencia; durante las primeras tres semanas, ningún soldado israelí se acercó a la ciudad.
Pero el miércoles, después de anochecer, dijeron los combatientes, se acercaron dos columnas de tanques israelíes, una en dirección a la ciudad cristiana de Marjayoun, la otra hacia la llanura debajo de Khiam, salpicada de cedros y olivos. Los vecinos dijeron que los combatientes se ocultaron en una escuela y en varias casas abajo en la colina que ya habían sido destruidas. Los milicianos de Amal tenían armas más ligeras, dijo uno de los combatientes; los milicianos de Hezbolá, mucho más numerosos, tenían armamentos más pesados para hacer frente a los tanques. Para el jueves en la mañana ya habían estallado los enfrentamientos.
Un combatiente de 25 años dijo que habían destruido dos tanques en la mañana, y volvieron a atacar cuando los israelíes trataron de retirar los equipos al día siguiente. Dijo que habían destruido otros tanques y vehículos blindados antes de que entrara en vigor el cese el fuego el lunes -una docena, quizás más. Los combatientes creían que las tropas israelíes estaban tratando de entrar a la ciudad, aunque no hubo indicios de eso. Otros combatientes dijeron que los milicianos que controlaban las laderas de Khiam habían sobrevivido con agua y caramelos, demasiado recelosos como para salir a buscar alimentos.
Pero incluso el lunes, después de que se silenciaran las armas, prevaleció el secreto.
En una casa donde se reunían unos hombres, se saludaba a los que se acercaban con gritos de "¡Vete! ¡Vete!" Todas las preguntas sobre estrategia eran esquivadas por el combatiente de 35 años. En cuanto a su nombre, sacudió su cabeza. Sobre las bajas de Hezbolá, se negó a responder.
El combatiente -que se describió a sí mismo como un veterano de veinte años, reclutado cuando hacía la secundaria- se encontraba en una casa sin terminar que ya estaba destruida. Junto a él había un lanzagranadas incinerado, y el chasis apenas reconocible de un coche.
"Los israelíes dijeron que esta era una guerra de vida o muerte, pero a pesar de todo lo que tenían, no pudieron derrotarnos", dijo.
En la tarde, los combatientes se mezclaron con los vecinos en festivas escenas que discordaban con la destrucción que los rodeaba. Hicieron referencias a la fe chií, cuya historia se cruza con el Hezbolá libanés y el nacionalismo árabe. Cerca de ahí, un cartel con dos milicianos decía: "El Líbano es victorioso con sus mártires". El pasajero de un coche que pasaba hizo el signo V de la victoria.
Una excavadora pasaba a gran velocidad por las calles, echando hacia los lados pedazos de cemento, terrones de asfalto y botellas de Coca Cola. Trabajaba rápida y precipitadamente; en un momento, echó abajo lo que quedaba de las murallas de una casa derrumbada. Los coches empezaron a correr nuevamente por la ciudad, y la gente volvió a las calles, y algunos se sentaban en las aceras cerca del mercado de Abu Abbas, cuyos ventanales estaban hecho añicos.
"El dinero, igual que viene se va. Es dinero", dijo Hassan Sweid, un vecino de 37, sus ojos escudriñando las esquinas. "Todavía estamos aquí, todavía vivimos, esta todavía es nuestra tierra. Si este es el sacrificio por la dignidad, entonces no es nada".
15 de agosto de 2006
©washington post
©traducción mQh
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