Blogia
mQh

la carga de la prueba 4


[Glenn Frankel] Jim McCloskey quería desesperadamente salvar a Roger Coleman de la silla eléctrica. Quizás un poco demasiado desesperadamente.
La pared de atrás de la oficina de Jim McCloskey es su currículum. De ahí cuelga una impresionante colección de fotografías de tres docenas de hombres inocentes a los que ayudó a salir de la cárcel, la mayoría de ellas tomadas cuando estaban saliendo.
Algunas de las caras son lúgubres e inexpresivas, como si toda la rabia de los años de encierro se hubiesen apoderado de sus rasgos y no los dejasen expresarse. Otros aparecen inmortalizados con anchas y lunáticas sonrisas, los ojos vidriosos delatando su sorpresa. Y en casi todas las fotos, con los ojos brillantes, se encuentra McCloskey.
Creció en las afueras de Filadelfia, se graduó en la Universidad de Bucknell, se enlistó en la marina, y luego se convirtió en un consultor de administración. Soltero de toda la vida, en 1979 se despertó un día a los 37, se miró detenidamente y no le gustó lo que vio. "Mi vida era como un arco iris -podría haberse visto bonita, pero era vapor", dice McCLoskey. "Yo quería llevar una vida que sintiera que era auténtica. Quería meterme en algo real en el mundo".
Dejó su trabajo, ingresó al seminario teológico de Nueva Jersey y tenía planes de convertirse en ministro. Entonces, al segundo año, empezó a hacer trabajo de campo como capellán estudiante en la Penitenciaría de Trenton. Allá conoció a un recluso llamado Jorge ‘Chiefie' de los Santos, que estaba cumpliendo cadena perpetua por un asesinato que decía que no había cometido. De los Santos se mostró tan obstinado que McCloskey accedió a leer la transcripción del juicio. Descubrió que la condena de De los Santos dependía fundamentalmente de la supuesta confesión que había hecho a un compañero de celda. McCloskey ubicó a ese recluso y logró que admitiera que había mentido. En el verano de 1983, De los Santos recuperó su libertad, y McCloskey encontró su vocación. "Sentí como si Dios me hubiese ordenado para hacer esto", dice. "Chiefie diría que le salvé la vida. Pero él salvó la mía".
Centurion Ministries empezó como la organización de un solo hombre que McCloskey operaba desde la salita de su casa. Ahora se jacta de contar con nueve empleados, cinco de ellos a tiempo completo, y un presupuesto de un millón de dólares al año, contribuido por fundaciones y donantes privados. Desde el principio, la contraseña fue la inocencia. McCloskey no estaba interesado en si alguien tuvo o no un juicio justo -dice que montones de acusados culpables no gozan de juicios perfectos. "La inocencia me buscó. Yo no salí a buscarla a ella. Y siendo lego, y no un abogado, eso era todo lo que me interesaba".
Le consternó descubrir que algunos agentes de policía y fiscales mentían rutinariamente o tomaban atajos para demostrar sus casos. "He llegado a ver el sistema de justicia criminal como repleto de defectos y fragilidades".
Sin embargo, a veces hace su propio juego de prestidigitación, colocándose un cuello de cura cuando sale a terreno, sabiendo que eso ayuda a hablar a la gente. "Me he graduado en el Seminario Teológico de Princeton, pero no he sido ordenado. Me presento a mí mismo como Jim McCloskey, no como Reverendo ni Padre", dice.
McCloskey y su equipo no han estado nunca con las manos ociosas. Su lista de éxitos incluye a Clarence Brandley, liberado después de pasar diez años en el corredor de la muerte en Tejas por homicidio después de que Centurion encontrara a un testigo ocular que identificó a los verdaderos asesinos; David Milgaard, que pasó 23 años en una cárcel canadiense por homicidio y violación hasta que un análisis de ADN confirmó su inocencia; y Clarence Chance y Benny Powell, encarcelados durante más de diecisiete años por el asesinato de un alguacil en Los Angeles, hasta que Centurion demostró que los detectives habían obligado a los testigos a declarar falsamente. No todos los casos han terminado en triunfos. McCloskey calcula que cuatro reclusos de su grupo resultaron ser culpables. En dos de esos casos, el análisis de ADN demostró la culpabilidad de los reclusos. En los otros dos, las versiones de los presos se estropearon cuando McCLoskey volvió a entrevistar a los testigos. Dejó caer esos casos de inmediato, aunque en algunos había trabajado durante años.
Cuando Coleman contactó a Centurion en 1987, McCloskey leyó la transcripción del juicio y luego pasó tres horas hablando con Coleman. "Revisamos todo: qué hizo esa noche y por qué, a quién vio". Le contó a McCloskey sobre ‘The Choice Is Yours', un programa que Coleman había organizado con la ayuda de la diócesis católica de Richmond, en el que daba charlas a potenciales delincuentes juveniles sobre el precio del crimen y las penurias de la cárcel.
"Estaba muy tranquilo, sereno, racional, no me pareció falso en absoluto. No era un vendedor. No trató de convencerme. Respondió a todas mis preguntas". McCloskey se quedó impresionado, y confiaba en sus instintos. "Me fui creyendo que él no era el tipo de persona que pudiera cometer un crimen tan violento".
McCloskey condujo directamente de la cárcel, a Grundy, donde pasó casi un mes investigando el caso. Convenció al juez Persin de que lo dejara examinar el archivo con las evidencias. Entrevistó a los que habían visto a Coleman esa noche, y reconstruyó el incidente.
Descubrió que el jurado no había oído hablar nunca sobre la ficha de control de Phillip VanDyke, que él había marcado a las 10:41 la noche del asesinato -justo después, dijo VanDyke, de haber terminado de charlar con Coleman. Observó que los Stiltners habían contado a los detectives originalmente que Coleman los había visitado esa noche entre las diez y las diez treinta. Sólo cuando Sandra Stiltner declaró ante el tribunal dijo que la hora exacta había sido las diez veinte. McCloskey creía más en VanDyke y su ficha de control que en la declaración de Stiltner. Y había otros detalles inquietantes. ¿Por qué tenía Wanda McCoy tierra en las manos y brazos? ¿A qué se debía la conclusión del médico forense de que había sido violada y sodomizada, un hecho sobre el que no informó al jurado? ¿Cómo podía un atacante haber cometido los dos actos en un lapso de tiempo de apenas unos minutos?
En opinión de McCloskey, la policía había cogido al primer sospechoso que le pareció plausible, ignorando otras posibilidades. "Un crimen de esta naturaleza es muy raro, e inflama las pasiones y prejuicios de todo el mundo en una comunidad. Y eso fue lo que, en mi opinión, ocurrió con Roger: Le calzaron la condena".
De vuelta a Princeton, McCloskey paró en Washington a ver a los abogados de Coleman en el bufete de Arnold & Porter. El modo más fácil de probar la inocencia de Coleman, les dijo, era recoger muestras de sangre y esperma de la víctima y volverlas a analizar con las técnicas más modernas de análisis de ADN desarrolladas recientemente. Pero los abogados no mostraron interés. Dijeron que era improbable que el juez ordenara ese análisis y, de cualquier modo, las muestras habían estado guardadas durante ocho años en una caja de evidencias no protegida y era poco probable que entregaran resultados concluyentes. Pero la verdadera sorpresa fue que Coleman mismo no estaba interesado en un análisis de ADN. Le dijo a McCloskey que después de su detención había tenido sexo con una gendarme en la cárcel y tenía miedo que las autoridades hubieran plantado su semen de ese encuentro como evidencia. McCloskey desechó los temores de Coleman como la clásica paranoia de los carcelarios, "pero también me sentí algo incómodo sobre por qué no quería ese análisis de ADN".
Se sintió tan incómodo, dice McCloskey, que dejó de lado el caso de Coleman durante casi un año y se concentró en otros casos más prometedores. Luego, en 1990, encontró una razón para volver al caso.

14 de mayo de 2006
©washington post
©traducción mQh
rss

1 comentario

creditos -

Losantos otra vez en el banquillo de los acusados

Cosas de la vida. El locutor de las mañanas de la COPE tiene que declarar en el siguiente juicio que tiene pendiente por sus excesos verbales ante los micrófonos -abiertos-. Lo hace imputado por presuntas injurias contra la Policía Nacional, a quien puso de vuelta y media por su gestión tras los atentados del 11-M.

Eso motivó que Sindicato Profesional de Policía (SPP) lo denunciara por las palabras vertidas contra el comisario Rodolfo Ruiz, mientras que hace unos meses, en marzo, Losantos prestó declaración también como imputado por calumnias. Esa querella fue presentada por el SUP.

Y teniendo que declarar este viernes por estas presuntas injurias, Losantos nos ‘sorprendía’ poniendo por las nubes a los policías nacionales, por eso de que están en protesta por cobrar mucho menos que los cuerpos autonómicos. “Estos son los que dan la cara de verdad y arriesgan la vida por nosotros”, decía. Pero después de las otras acusaciones, por las que está sentado en un juzgado como imputado, quedan en nada.