vigilantes 5
[Michael Leahy] Los Vigilantes de Herndon están decididos a parar la inmigración ilegal. Pero ¿es lo que quiere Estados Unidos?
A mediados de diciembre de la misma mañana que entró en vigor la ordenanza en Herndon que prohíbe efectivamente la solicitación de trabajo en el 7-Eleven, se inaugura el nuevo sitio oficial del ayuntamiento en el amplio estacionamiento del edificio que albergaba antes al departamento de policía. Funcionarios del ayuntamiento -así como Project Hope y Harmony, el grupo sin fines de lucro que recibió un subsidio del condado de Fairfax para gestionar el sitio de los jornaleros- han prohibido a Taplin y sus camaradas la entrada al sitio.
Ya irritado, Taplin echa humo, porque le dijeron que no podía entrar a la recién construida acera utilizada por los jornaleros para caminar en el terreno. Funcionarios del ayuntamiento juraron, recuerda a sus amigos, que en el sitio no se gastaría ni un solo centavo de Herndon. Herndon ya ha gastado unos 12 mil dólares en una valla para impedir que los trabajadores tomen atajos a través de las subdivisiones, dice. Ahora, ¿qué estaba haciendo ahí esa acera?
Taplin oscila entre la cortesía y el desprecio hacia los trabajadores que pasean por ahí. A veces les pide a sus compañeros vigilantes que se hagan a un lado para que los jornaleros, que pasan solos o en parejas, puedan pasar. Se vuelve hacia los trabajadores, para saludar amablemente: "Buenos días, buenos días, buenos días".
"Good morning", respuesta en inglés el trabajador, mirando seriamente a Taplin con expresión de reproche.
Su nombre es Mario Rodríguez, y viene de El Salvador. "Él [Taplin] pretende ser amistoso, pero lo que quiere es estropear nuestras posibilidades aquí", dice Rodríguez en español, alejándose de Taplin. "Pero nosotros somos más que él y sus vigilantes".
Taplin ya se ha desplazado, parándose en una larga cola para el café detrás de los jornaleros. Cuando vuelve, viene con otra idea para sus colegas: "¿Sabéis que cuando contratan a alguno de estos tipos también deben contratar a un capataz que hable español?", dice. "Porque la mayoría de estos tipos no hablan ni una palabra de inglés. Estaba parado en la cola y si les hablas, todo lo que te dicen es: ‘¿Qué? ¿Qué? ¿Qué'"
Ahora es parte de una demanda para tratar de cerrar el centro de jornaleros. En las elecciones municipales de mayo apoyará a candidatos que piensen como él. Ya ha considerado qué hará si los vigilantes pierden la batalla en Herndon. "Si ocurre eso, me iré de Dodge", dice. "Mi mujer y yo dejaremos Herndon tan pronto como nuestra hija termine el octavo".
Entretanto, le enfurece que políticos locales se nieguen a admitir que la presencia de jornaleros sin papeles ha creado barriadas pobres en Herndon, con la consecuente miseria, criminalidad e inseguridad. Recorred Alabama Drive, cerca del antiguo terreno de los jornaleros, dice. "Nadie en Herndon se acercará de noche a esos apartamentos; tienen miedo... Esta es la cuestión: La gente no se atreve a cruzar el parque que hay detrás de los apartamentos, porque allá hay tráfico de drogas. ¿Dejarían que sus hijas pasen de noche por ahí?"
Las autoridades del ayuntamiento niegan que el parque esté infestado de delincuentes o que haya sido ocupado por narcotraficantes, dice. Pero está convencido de que están mintiendo por razones políticas.
¿Estás diciendo que los jornaleros latinos ilegales están implicados en el mundo de las drogas en el parque?, le preguntan.
"Oh, no he dicho que lo estén", dice. "Sólo dije: ‘¿Dejarían que...?'" No termina la frase.
¿También habría anglosajones en el parque, no?, le preguntan.
"Oh, no", responde. "Puedes estar seguro. Porque los anglos no irían a ese parque".
Entonces, ¿quién está vendiendo droga?
"Es gente de la comunidad hispana. Probablemente relacionada con las pandillas. Con la MS-13".
¿Los jornaleros están vendiendo drogas en el parque?
"No he dicho eso".
Muchos días de diciembre, contratistas y gente de la ciudad se enfrentan en el centro de trabajadores ante una decepcionante evasión. La primera pregunta que plantean muchos empleadores potenciales, mirando al contingente de unos cien o más jornaleros latinos, es si los trabajadores son ‘legales'.
"Eso no lo preguntamos, señor", responde una mañana Esther Johnson, un voluntario de Hope and Harmony.
"Así que si decido contratar a alguien, ¿algunos de ellos son ilegales?", dice otro empleador potencial. "¿Me puedo meter en problemas?"
"No sabemos si hay ilegales aquí, señor", responde Johnson.
"¿No preguntáis?"
Silencio. "Así es, señor".
A menudo hay un elaborado rodeo antes de que un empleador potencial siquiera empiece a rellenar un formulario. La posición oficial de Hope and Harmony es que nunca tiene que mentir sobre el estatus de un trabajador individual, porque la organización no pregunta nunca sobre el estatus. Ese es el único modo de conservar legalmente el sitio de los jornaleros en 2006, un reflejo de todas las lagunas y grietas del sistema de inmigración.
Un hombre llamado Brett Nun, cuyo empresa debe pintar y limpiar esta mañana un propiedad, para en el sitio e, indicando a los trabajadores, pregunta: "¿Están inoculados?"
Johnson le entrega un formulario.
"¿Qué es esto?", pregunta Nunn.
"Bueno, es un formulario que todos deben rellenar, si no le importa".
Entre otras cosas, el formulario libera a Hope and Harmony de responsabilidad en caso de que un empleador contrate a algún ilegal, colocando la responsabilidad en el empleador.
"¿Tengo que firmar esto?", pregunta Nunn. Es al llegar a este punto que algunos contratistas se echan atrás. Pero Nunn necesita a alguien. "¿Tengo que firmar esto?", pregunta de nuevo. Firma con un suspiro.
Bill Threlkeld, ex voluntario del Cuerpo de Paz que gestiona el centro de jornaleros para Project Hope and Harmony, no puede ocultar su preocupación de que su misión fracase si las tasas de contratación no mejoran substancialmente en los próximos meses. Desde que abriera el sitio, las tasas de contratación han tenido un promedio de un quince por ciento, lo que significa que todos los días más de ochenta hombres vuelven a casa sin haber conseguido un trabajo. Sabe que algunos trabajadores han empezado a trabajar por su cuenta, lo que es una violación de la nueva ordenanza. Si otros trabajadores abandonan el sitio, se considerará que el proyecto de Hope and Harmony ha fracasado. Los trabajadores volverán a deambular por la ciudad buscando trabajo; y Taplin y sus cohortes se harán con nuevas municiones.
Threlkeld no habla demasiado con Taplin, aparte de recordarle suavemente que los vigilantes deben mantener la distancia. Pero, como con vecinos difíciles cuyas caras se hacen parte del paisaje, vigilan sus movimientos. "¿Dónde está?", pregunta Threlkeld un día. Un voluntario del Project Hope and Harmony lo señala. Taplin está parado en una berma cubierta de hierba a unos 65 metros de distancia, parcialmente protegido por un enorme matorral, escudriñando los alrededores y levantando su cámara.
Aunque Threlkeld rechaza la idea de que la presencia de los vigilantes ha reducido las contrataciones en el centro, algunos trabajadores creen que las consecuencias se hacen sentir. En las últimas tres semanas, Mario Martínez sólo ha trabajado un par de días. "Pero algunos empleadores no quieren venir porque no quieren que los vigilantes les tomen fotografías... Y ahora hay que rellenar todos esos formularios. Algunos empleadores no quieren hacer eso; piensan que en el 7-Eleven era más fácil".
Ya irritado, Taplin echa humo, porque le dijeron que no podía entrar a la recién construida acera utilizada por los jornaleros para caminar en el terreno. Funcionarios del ayuntamiento juraron, recuerda a sus amigos, que en el sitio no se gastaría ni un solo centavo de Herndon. Herndon ya ha gastado unos 12 mil dólares en una valla para impedir que los trabajadores tomen atajos a través de las subdivisiones, dice. Ahora, ¿qué estaba haciendo ahí esa acera?
Taplin oscila entre la cortesía y el desprecio hacia los trabajadores que pasean por ahí. A veces les pide a sus compañeros vigilantes que se hagan a un lado para que los jornaleros, que pasan solos o en parejas, puedan pasar. Se vuelve hacia los trabajadores, para saludar amablemente: "Buenos días, buenos días, buenos días".
"Good morning", respuesta en inglés el trabajador, mirando seriamente a Taplin con expresión de reproche.
Su nombre es Mario Rodríguez, y viene de El Salvador. "Él [Taplin] pretende ser amistoso, pero lo que quiere es estropear nuestras posibilidades aquí", dice Rodríguez en español, alejándose de Taplin. "Pero nosotros somos más que él y sus vigilantes".
Taplin ya se ha desplazado, parándose en una larga cola para el café detrás de los jornaleros. Cuando vuelve, viene con otra idea para sus colegas: "¿Sabéis que cuando contratan a alguno de estos tipos también deben contratar a un capataz que hable español?", dice. "Porque la mayoría de estos tipos no hablan ni una palabra de inglés. Estaba parado en la cola y si les hablas, todo lo que te dicen es: ‘¿Qué? ¿Qué? ¿Qué'"
Ahora es parte de una demanda para tratar de cerrar el centro de jornaleros. En las elecciones municipales de mayo apoyará a candidatos que piensen como él. Ya ha considerado qué hará si los vigilantes pierden la batalla en Herndon. "Si ocurre eso, me iré de Dodge", dice. "Mi mujer y yo dejaremos Herndon tan pronto como nuestra hija termine el octavo".
Entretanto, le enfurece que políticos locales se nieguen a admitir que la presencia de jornaleros sin papeles ha creado barriadas pobres en Herndon, con la consecuente miseria, criminalidad e inseguridad. Recorred Alabama Drive, cerca del antiguo terreno de los jornaleros, dice. "Nadie en Herndon se acercará de noche a esos apartamentos; tienen miedo... Esta es la cuestión: La gente no se atreve a cruzar el parque que hay detrás de los apartamentos, porque allá hay tráfico de drogas. ¿Dejarían que sus hijas pasen de noche por ahí?"
Las autoridades del ayuntamiento niegan que el parque esté infestado de delincuentes o que haya sido ocupado por narcotraficantes, dice. Pero está convencido de que están mintiendo por razones políticas.
¿Estás diciendo que los jornaleros latinos ilegales están implicados en el mundo de las drogas en el parque?, le preguntan.
"Oh, no he dicho que lo estén", dice. "Sólo dije: ‘¿Dejarían que...?'" No termina la frase.
¿También habría anglosajones en el parque, no?, le preguntan.
"Oh, no", responde. "Puedes estar seguro. Porque los anglos no irían a ese parque".
Entonces, ¿quién está vendiendo droga?
"Es gente de la comunidad hispana. Probablemente relacionada con las pandillas. Con la MS-13".
¿Los jornaleros están vendiendo drogas en el parque?
"No he dicho eso".
Muchos días de diciembre, contratistas y gente de la ciudad se enfrentan en el centro de trabajadores ante una decepcionante evasión. La primera pregunta que plantean muchos empleadores potenciales, mirando al contingente de unos cien o más jornaleros latinos, es si los trabajadores son ‘legales'.
"Eso no lo preguntamos, señor", responde una mañana Esther Johnson, un voluntario de Hope and Harmony.
"Así que si decido contratar a alguien, ¿algunos de ellos son ilegales?", dice otro empleador potencial. "¿Me puedo meter en problemas?"
"No sabemos si hay ilegales aquí, señor", responde Johnson.
"¿No preguntáis?"
Silencio. "Así es, señor".
A menudo hay un elaborado rodeo antes de que un empleador potencial siquiera empiece a rellenar un formulario. La posición oficial de Hope and Harmony es que nunca tiene que mentir sobre el estatus de un trabajador individual, porque la organización no pregunta nunca sobre el estatus. Ese es el único modo de conservar legalmente el sitio de los jornaleros en 2006, un reflejo de todas las lagunas y grietas del sistema de inmigración.
Un hombre llamado Brett Nun, cuyo empresa debe pintar y limpiar esta mañana un propiedad, para en el sitio e, indicando a los trabajadores, pregunta: "¿Están inoculados?"
Johnson le entrega un formulario.
"¿Qué es esto?", pregunta Nunn.
"Bueno, es un formulario que todos deben rellenar, si no le importa".
Entre otras cosas, el formulario libera a Hope and Harmony de responsabilidad en caso de que un empleador contrate a algún ilegal, colocando la responsabilidad en el empleador.
"¿Tengo que firmar esto?", pregunta Nunn. Es al llegar a este punto que algunos contratistas se echan atrás. Pero Nunn necesita a alguien. "¿Tengo que firmar esto?", pregunta de nuevo. Firma con un suspiro.
Bill Threlkeld, ex voluntario del Cuerpo de Paz que gestiona el centro de jornaleros para Project Hope and Harmony, no puede ocultar su preocupación de que su misión fracase si las tasas de contratación no mejoran substancialmente en los próximos meses. Desde que abriera el sitio, las tasas de contratación han tenido un promedio de un quince por ciento, lo que significa que todos los días más de ochenta hombres vuelven a casa sin haber conseguido un trabajo. Sabe que algunos trabajadores han empezado a trabajar por su cuenta, lo que es una violación de la nueva ordenanza. Si otros trabajadores abandonan el sitio, se considerará que el proyecto de Hope and Harmony ha fracasado. Los trabajadores volverán a deambular por la ciudad buscando trabajo; y Taplin y sus cohortes se harán con nuevas municiones.
Threlkeld no habla demasiado con Taplin, aparte de recordarle suavemente que los vigilantes deben mantener la distancia. Pero, como con vecinos difíciles cuyas caras se hacen parte del paisaje, vigilan sus movimientos. "¿Dónde está?", pregunta Threlkeld un día. Un voluntario del Project Hope and Harmony lo señala. Taplin está parado en una berma cubierta de hierba a unos 65 metros de distancia, parcialmente protegido por un enorme matorral, escudriñando los alrededores y levantando su cámara.
Aunque Threlkeld rechaza la idea de que la presencia de los vigilantes ha reducido las contrataciones en el centro, algunos trabajadores creen que las consecuencias se hacen sentir. En las últimas tres semanas, Mario Martínez sólo ha trabajado un par de días. "Pero algunos empleadores no quieren venir porque no quieren que los vigilantes les tomen fotografías... Y ahora hay que rellenar todos esos formularios. Algunos empleadores no quieren hacer eso; piensan que en el 7-Eleven era más fácil".
19 de marzo de 2006
©washington post
©traducción mQh
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