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juzgados en el banquillo 1


[William Glaberson] En pequeños tribunales orales de Nueva York abundan los abusos de la ley y de poder.
Algunos de los juzgados ni siquiera cuentan con una sala de sesiones: son diminutas oficinas o cuartos subterráneos sin banco para el juez ni para el jurado. A veces no se admite al público, no se toma juramento a los testigos de que dirán la verdad y no se llevan actas de las diligencias.
Casi tres cuartos de los jueces no son abogados, y muchos -camioneros, trabajadores del alcantarillado y jornaleros- tienen una escasa comprensión de los principios jurídicos más básicos. Algunos no hicieron la secundaria, y al menos uno no pasó más allá de la primaria.
Pero en estas pequeñas habitaciones en el estado de Nueva York pasan cosas serias. Hay gente que ha sido enviada a la cárcel sin declaración de culpabilidad ni juicio, o desalojada de sus casas sin los procedimientos correctos. En violación de la ley, a los acusados se les ha negado el derecho a contar con un abogado, o han sido sentenciados a pasar semanas en la cárcel por no poder pagar una multa. A mujeres atemorizadas se les ha negado protección frente a maltratos.
Estos son los tribunales o juzgados orales, como se conoce ampliamente a estas 1.250 instituciones. En la imaginación pública, son pintorescos residuos de épocas perimidas, que tratan cosas tan serias como las faltas de tráfico y pequeñas faltas. Los abogados se destornillan de risa contándose cuentos sobre la incompetencia de los jueces de pueblo chico.
Una mujer de Malone, Nueva York, no lo encontró nada de divertido. Madre de cuatro niños, acudió al juzgado oral de ese pueblo de North Country a solicitar una protección contra su marido, sobre el que la policía había declarado que había tratado de estrangularla, la había pateado en el estómago y amenazado con matarla. Según funcionarios del estado, el juez, Donald R. Roberts, ex guardabosques con estudios secundarios completos, no sólo le negó la protección del tribunal sino además dijo al actuario: "Las mujeres necesitan que alguien les de una buena paliza de vez en cuando".
Un soldado negro acusado en una pelea en un bar cerca de Fort Drum se alarmó cuando su denunciante lo describió en el tribunal como "ese hombre de color". Pero el juez del pueblo, Charles A. Pennington, botero con estudios secundarios, rechazó sus objeciones y más tarde lo condenó. "Sabes", dijo el juez, habría entendido si te hubiese llamado negro, o incluso nigger".
Y varias otras personas en el pequeño pueblo de Dannemora se sentían intimidadas por su juez de toda la vida, Thomas R. Buckley, un técnico de una compañía de teléfonos que insultaba a los acusados y los encarcelaba sin posibilidad de fianza ni juicio, según constataron inspectores del estado. En una riña que tuvo con una vecina porque su perro andaba suelto, amenazó con encarcelarla y mandó a matar al perro.
"Simplemente obedezco a mi sentido común", dijo Buckley en una entrevista, en una definición de sus trece años como juez. "Y la ley me interesa un pepino".
El New York Times pasó un año estudiando la vida e historia de este mundo en gran parte escondido, una constelación de 1.971 jueces de medio tiempo, desde los suburbios de Ciudad de Nueva York hasta los pueblos agrícolas de las Cataratas del Niágara.
Es imposible decir cuántos de estos jueces están mal preparados o actúan a sabiendas. Los tribunales orales, oficialmente parte de la estructura judicial del estado, pero financiados por ciudades y pueblos, en lo esencial no son supervisados ni por unas ni otros. Los funcionarios judiciales del estado saben muy poco sobre los jueces, y no pueden decir con algún grado de confianza cuántos casos llevan ni cuántos son recurridos. Incluso la dependencia encargada de controlarlos, la Comisión Encargada de la Conducta Judicial del estado no cuenta con recursos apropiados para controlar sus numerosos funcionarios.
Pero el Times revisó documentos públicos que se remontan a varias décadas y, discretamente, visitó tribunales en todas las regiones del estado. Estudió los archivos de audiencias disciplinarias cerradas. Localizó a acusados y entrevistó a fiscales y abogados defensores, demandantes y testigos.
El estudio halló abrumadoras evidencias de que década tras década y hasta hoy mismo, la gente se ha visto despojada de sus derechos legales más fundamentales. Los acusados han sido encarcelados ilegalmente. Otros han sido sometidos a expresiones de intolerancia racial y sexual tan explícitas que parecieran de otro lugar y época. A la gente se le ha negado el derecho a juicio, a un juez imparcial y a la presunción de inocencia.
Solamente en 2003, los jueces reprendidos por el estado incluyeron a uno del condado de Montgomery que había cerrado su juzgado al público y dejó que los fiscales dirigieran los procedimientos durante sus veinte años que ocupó el cargo. Otro, en el condado de Westchester, advirtió a la policía que no arrestara a sus amigos políticos por conducir en estado de ebriedad, y le preguntó a una libanesa-estadounidense con una multa de tráfico si acaso era terrorista. Un tercer juez, en el condado de Delaware, fue condenado por tener relaciones sexuales con una mujer retardada que estaba baja su custodia.
Nueva York es uno de los cerca de treinta estados que todavía utilizan a estos jueces locales, descendientes de los jueces que mantenían la paz en tiempos coloniales, cuando no había demasiados abogados. Muchos estados, alarmados por los errores y abusos, han tomado medidas para refrenar su autoridad o exigirles una mayor preparación. Algunos, de Delaware a California, han reformado completamente los juzgados, o los han eliminado enteramente o determinado que los jueces locales deben ser abogados.
Pero en Nueva York no existe esa exigencia. Se exige más formación a los manicuros y peluqueros que a esos jueces.
Y ha dejado a sus jueces con los mismos poderes -más que en muchos otros estados-, a pesar de las quejas de gobernadores, comisiones fiscalizadoras y otros que han denunciado a los juzgados orales como anticuados e injustos desde 1908, cuando un juez del condado de Westchester instaló un puesto de control de velocidad, imponiendo multas a los conductores según el dinero que llevaran en los bolsillos.
Casi un siglo después, un hombre de 76 años, de Elmira, que protestó por una multa por exceso de velocidad en Newfield, en las afueras de Ithaca, fue encarcelado sin previo aviso durante tres días en 2003 porque llamó mentiroso al alguacil.
"Yo pensé que esto no era Estados Unidos", dijo el hombre, Michael J. Pronti, que gastó dos años y ocho mil dólares antes de que una corte de apelaciones del estado dictaminara que había sido encarcelado injustamente.

Jo Craven McGinty contribuyó a este reportaje.

25 de septiembre de 2006
©new york times
©traducción mQh
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