Blogia
mQh

una nueva bolivia 1


[Alma Guillermoprieto] ¿Hacia dónde va exactamente la revolución boliviana?
Una abrasadora tarde en un remoto rincón del trópico boliviano, me reuní con Sacarías Flores, un ex minero del estaño de las gélidas y áridas tierras altas bolivianas, y le escuché contar como él, dedicado ahora al cultivo de la soya, y algo menos pobre, llegó a ser el actual vice-presidente nacional del partido gobernante de Bolivia, el Movimiento al Socialismo, o MAS.
Flores, un hombre corpachón de baja estatura, está perdiendo el pelo y tiene una cara cuadrada y curtida que a veces se arruga con una contagiosa sonrisa. Tiene mal genio y puede ser incluso grosero, dicen los vecinos que le tienen inquina, pero es testarudo: de los varios miles de indios quechua y aimara del altiplano que en los años setenta fueron estimulados por el gobierno para que abrieran esta región selvática al desarrollo, él pertenece a un pequeño grupo que se destacó. Sin saber nada de árboles, mosquitos, serpientes, calor, vegetación, ni agricultura, despojado por funcionarios corruptos de la maquinaria y asistencia técnicas que se suponía que debía recibir como parte del paquete de ayuda para los colonos, Flores convirtió las 50 hectáreas que le correspondieron en fértiles campos de soya y pastizales para una docena de cabezas de ganado. Apenas alfabeto, dominando al principio nada más que rudimentos del español, pero armado con la larga tradición militante de los mineros, hizo algo todavía más asombroso: con sus vecinos, convirtió una asociación que había sido fundada por los primeros colonos como una sociedad de ayuda mutua, en un radical sindicato y luego en la vanguardia de una federación nacional de colonos. Y, como uno de los miembros más combativos de esa federación, fue uno de los fundadores de algo que los bolivianos pobres llaman, respetuosa y posesivamente, ‘nuestro instrumento político': el partido que se llamaría MAS.
Ocho años más tarde, me dijo Flores, fue elegido como vice-presidente nacional del MAS. En diciembre pasado su viejo compañero de lucha, Evo Morales, un decidido cocalero originario del altiplano aimara, fue elegido presidente de Bolivia como miembro de la lista electoral del MAS. El simple hecho de su victoria ha provocado cambios asombrosos: los ministros mascan ceremoniosamente hojas de coca en las reuniones de gabinete; la ministro de justicia es una mujer que trabajaba hasta hace poco como criada; el presidente del senado es maestro de una escuela rural. Y Sacarías Flores, que atraviesa el país por asuntos del partido todas las semanas y es, teóricamente, un hombre muy poderoso, vuelve a casa a sus terrenos para ver cómo lo hará para sobrevivir en el futuro. Otras revoluciones en Bolivia y en otros lugares en América Latina han ocupado el poder en nombre de los pobres, otros partidos políticos han contado con apoyo masivo, otros indios americanos -quizás el más notable haya sido Benito Juárez de México en los años cincuenta del siglo diecinueve- han llegado a la presidencia, pero en ninguna parte se ha hecho cargo del gobierno un partido de base cuyos miembros no son solamente aplastantemente pobres sino abrumadoramente indios. No pasó de la noche a la mañana.

Bolivia, un país con una superficie aproximada dos veces el tamaño de Francia, tiene apenas nueve millones de habitantes, la mayoría de los cuales se identifican como miembros de alguno de los pueblos originarios: los aimara, quechua y guaraní, que son descendientes de las grandes naciones que habitaron los Andes y la selva antes de la conquista y que fueron subsecuentemente condenados a vidas de odioso aislamiento e inimaginable servidumbre. El vasallaje fue abolido recién en 1945 y durante la revolución de 1952 se distribuyeron entre los campesinos de los Andes las tierras de los latifundios. Pero el ingreso promedio de los miembros de los pueblos originarios sigue estando por debajo de los mil dólares al año. La mayoría de los otros bolivianos son racialmente indistinguibles de los pueblos originarios, y son casi igual de pobres: son los mestizos y los indios urbanizados, llamados ampliamente y, a veces, despectivamente, cholos, que en los Andes bolivianos atestan las ciudades de La Paz, El Alto, Oruro, y Cochabamba, y en los trópicos, Santa Cruz.
Durante toda su existencia después de la conquista, Bolivia sobrevivió gracias a un solo producto de exportación: primero la plata de la montaña de Potosí, que hizo posible la Edad de Oro española; el caucho de la región amazónica; el estaño de las minas de Potosí y Oruro; la pasta de coca para la cocaína; y ahora el gas de las reservas subterráneas que se estima que son las segundas de América Latina. La pobre infraestructura del país sólo ha crecido como rácana respuesta a la codicia dominante del momento. Sólo hay una carretera más o menos en buen estado que conecta el altiplano andino, a cuatro mil metros sobre el nivel del mar, con los valles de Cochabamba y los departamentos subamazónicos de Santa Cruz y Beni. Este hecho explica en gran parte cómo, en el curso de la breve relación de Bolivia con la democracia electoral, gente como Sacarías Flores fueron capaces de derrocar a un presidente tras otro y finalmente tomar el poder ellos mismos.
Flores parece tener una variable opinión sobre si es indio o no, pero su padre, dice, era minero y "completamente quechua". Su madre era una palliri, una de las mujeres que recoge de entre los escombros depositados a la entrada de las minas pequeños trozos que podrían contener residuos de plata. Su padre murió en los brazos de Sacarías Flores cuando el niño tenía catorce. "Y lo peor es que fue debido a una enfermedad del riñón y podríamos haberlo salvado si lo hubiésemos llevado a un hospital", dice, sintiéndose culpable. "Pero no teníamos dinero para el autobús". Fue este acontecimiento, dice, lo que confirmó en él la posición militante de sus ancestros.
Los mineros, después de caer bajo la influencia del trotskismo en el único país de América Latina en el que llegó a ser dominante esta variante del marxismo, cristalizó en un movimiento sindical extraordinariamente resistente y militante, que sobrevivió la larga serie de dictaduras militares que terminó en los años ochenta. En esos días, las agotadas minas de estaño de las tierras altas seguían siendo la única fuente de la magra riqueza de Bolivia, así que a pesar de sus abyectas condiciones de vida los mineros tenían algo de poder político. Pero cuando en 1985 colapsaron los precios internacionales del estaño, también colapsó la economía, y los mineros fueron las primeras víctimas. Como si fuera una macabra broma, conozco gente que empapeló sus armarios y cuartos de baño con los inútiles billetes bolivianos producidos en ese histórico año, cuando la tasa de inflación alcanzó un 24 mil por ciento. Un millonario que se crió en Estados Unidos, Gonzalo Sánchez de Lozada, fue nombrado ministro de planificación en 1986 -siete años más tarde sería presidente- y recuperó el equilibrio económico, entre otras cosas, reduciendo drásticamente el gasto fiscal, cerrando gran parte de las operaciones mineras del gobierno, y despidiendo a 20 mil de sus trabajadores.
Sin embargo, la historia encontraría eventualmente otro uso para los miles de minero militantes y enfurecidos, Flores entre ellos, que quedaron a la deriva y se unieron a las corrientes que emigraron hacia la selva. Los mineros llevaron con ellos no solamente su extraordinaria capacidad de organización, sino además una forma de protesta que demostraría ser, finalmente, mucho más efectiva en su nuevo hogar: los bloqueos de carreteras. Tiempo atrás, los mineros que protestaban habían sido capaces de detener el tráfico entre la autopista entre Oruro y La Paz. Ahora podrían levantar barricadas entre La Paz y Cochabamba, la ciudad que conecta a los Andes con los trópicos, e impedir el suministro de alimento de La Paz. A medida que crecía la ciudad de Santa Cruz, los manifestantes fueron capaces de detener el tráfico entre Santa Cruz y Beni, y de causar impacto a nivel nacional.
Al principio Flores sólo se unió a regañadientes a los bloqueos de las carreteras, me dijo un vecino mayor, también un ex minero. Pero luego se dedicó a ellos con mucho entusiasmo. Cuando comenzaba el siglo 21, las brigadas de pobres, cada vez más furiosas y poderosas, descubrieron que con un mínimo de planificación y costes podían paralizar todo el país, y lo hicieron una y otra vez. En 2000, escandalizados por un proyecto del gobierno de privatizar el suministro de agua de Cochabamba, los bloqueadores destruyeron la autoridad oficial en el curso de una furiosa protesta que ahora es celebrada en la historia militante como la Guerra del Agua. En esa guerra, los combatientes más activos fueron los bloqueadores de la región cocalera del Chapare (en la autopista entre Cochabamba y Santa Cruz), cuyo dirigente era Evo Morales. Gonzalo Sánchez de Lozada, que era una vez más candidato a la presidencia en 2002, se sorprendió al descubrir que su principal rival era Morales, el aimara de 43 años al que el Departamento de Estado describía como "agitador ilegal de la coca". El día de las elecciones Morales sólo obtuvo el 20.9 por ciento de los votos, pero eso difícilmente fue un consuelo para Sánchez de Lozada, que ganó con menos de dos puntos más. En la fragmentada estructura de los partidos políticos de Bolivia, los pequeños porcentajes son la norma.
El día que conocí a Sacarías Flores, le pregunté cómo se les ocurrió a los movimientos formar un partido electoral. Estábamos en un café de La Paz, adonde Flores había llegado con un pesado maletín y una barata chaqueta acolchada para hacer frente al miserable frío del altiplano, y rodeado de ayudantes que, de vez en vez, le pasaban documentos para que los firmara y sellara. "Nuestros hermanos mineros emitieron un documento en 1946, titulado ‘Tesis de Pulacayo'", dijo, viéndose repentinamente mucho menos como un pobre cholo y mucho más como un líder militante. "Hasta entonces habíamos estado protestando para obtener algo concreto, pero estas tesis hablaban de tomar el poder. Llamaban a las organizaciones populares a ocupar todos los espacios de poder posibles. Nos dijimos a nosotros mismos: ‘¿Por qué no adoptamos esas bellas tesis de nuestros compañeros y las transformamos en realidad?' Y así empezamos a organizarnos".
Era el mismo café en el que, hace años, entrevisté al legendario dirigente minero Juan Lechín, y Flores apuntó agradado la coincidencia. Le pregunté por qué, de todos los dirigentes de base que habían producido los años de miseria y turbulencia en Bolivia, no fue un campesino ni un dirigente sindical minero el que había emergido como la opción de consenso para dirigir el partido y postularse a presidente, sino Evo Morales, un campesino cocalero que representaba sólo a un pequeño sector de la población. "Porque los cocaleros tenían una lucha diferente", respondió. "En mi distrito no había nadie bombardeando a las vacas ni erradicando mis frijoles de soya. No estaban amenazando nuestra subsistencia, así que nuestros campesinos podían elegir si unirse o no a la federación o participar en un bloqueo. Eso dificultó enormemente la organización. Pero en el Chapare no había opción; tenían que pelear. Así que los cocaleros llegaban a nuestros congresos como un cuerpo resuelto y muy unido. Lógicamente, elegimos a Evo".

12 de julio de 2006
©new york review of books
©traducción mQh
rss

0 comentarios