el gran enemistador
Bush ha utilizado siempre la política del temor, del odio y de la división.
Mientras el presidente Bush se lanza a los últimos días de una campaña electoral particularmente sucia, ha convertido en hábito un conjunto de conductas desagradables. Como no puede defender el mundo real creado por sus políticas y decisiones, Bush se ha inventado un mundo de fantasía en el que hacer campaña sobre temas falsos contra enemigos inventados.
En el mundo de Bush, Estados Unidos está haciendo progresos reales en Iraq. En el mundo real, como informó ayer Michael Gordon en el Times, el índice que usan los generales para estudiar los desarrollos muestra un inexorable deslizamiento hacia el caos. En el mundo de Bush, su gobierno marcha hombro con hombro con los funcionarios iraquíes dedicados a la democracia y a evitar la guerra civil. En el mundo real, el primer ministro de Iraq ordenó el retiro de los puestos de control estadounidenses en Bagdad y ampara a las milicias religiosas que están cercenando y repartiéndose el país.
En el mundo de Bush hay sólo dos tipos de norteamericanos: los que están contra el terrorismo, y los que de algún modo lo aprueban. Algunos estadounidenses quieren ganar en Iraq, y otros no. Hay estadounidenses que apoyan a las tropas y estadounidenses que no apoyan a las tropas. Y en el origen de esta visión del mundo se encuentra una fantasía espantosamente perniciosa de que hay un abismo entre los americanos que aman a su país y los otros que cuestionan a su presidente.
Bush ha estado machacando sobre estos temas divisivos en todo el país, defendiendo el otro día la ridícula idea de que si los demócratas se hacen con el control de incluso una cámara en el parlamento, Estados Unidos perderá y los terroristas ganarán. Pero tocó tierra repugnantemente cuando decidió distorsionar una sosa broma que hizo el senador John Kerry de Massachusetts. Kerry advirtió a los estudiantes universitarios que el castigo por no aprender las lecciones sería "quedarse estancados en Iraq". En el contexto, obviamente era un intento de ridiculizar la inteligencia de Bush. Es poco político y poco elegante, pero no es tan feo como la respuesta de Bush. Sabiendo perfectamente qué quería decir Kerry, el presidente y su equipo pusieron el grito en el cielo afirmando que el senador estaba despreciando a las tropas. Fue una deprimente repetición del modo en que la campaña de Bush de 2004 llevó a creer a los americanos que Kerry, que sí fue a la guerra, era un cobarde y que Bush, que se quedó en casa, era un héroe.
No sorprende en absoluto que Bush se ponga de este modo agresivo en camino, tratando de conservar el control del congreso por su partido y, por extensión, sus dos últimos años en el cargo. Y no somos suficientemente ingenuos como para creer que los dos partidos han estado haciendo campañas positivas concentrados en los problemas.
Pero cuando los candidatos para funciones menos importantes acusan a sus rivales de ser amigos de Osama bin Laden, o tratan de convertir una metida de patas sin importancia en un delito grave, es simplemente deprimente. Cuando el presidente de Estados Unidos se baña alegremente en el estiércol para dividir a los estadounidenses entre los que aman a su país y los que no, es destructivo para la cohesión del país que se supone que debe dirigir.
No es la primera vez que Bush ha utilizado la política del temor, del odio y de la división; si ha perdido una oportunidad de ondear la ensangrentada bandera del 11 de septiembre de 2001, no lo recordamos. Pero las últimas pataletas del presidente Bush van más allá de eso. Nos dejan preguntándonos si acaso el presidente está dispuesto o si es capaz de hacer espacio para el bipartidismo, el compromiso y el arte de gobernar en los dos años que le quedan.
En el mundo de Bush, Estados Unidos está haciendo progresos reales en Iraq. En el mundo real, como informó ayer Michael Gordon en el Times, el índice que usan los generales para estudiar los desarrollos muestra un inexorable deslizamiento hacia el caos. En el mundo de Bush, su gobierno marcha hombro con hombro con los funcionarios iraquíes dedicados a la democracia y a evitar la guerra civil. En el mundo real, el primer ministro de Iraq ordenó el retiro de los puestos de control estadounidenses en Bagdad y ampara a las milicias religiosas que están cercenando y repartiéndose el país.
En el mundo de Bush hay sólo dos tipos de norteamericanos: los que están contra el terrorismo, y los que de algún modo lo aprueban. Algunos estadounidenses quieren ganar en Iraq, y otros no. Hay estadounidenses que apoyan a las tropas y estadounidenses que no apoyan a las tropas. Y en el origen de esta visión del mundo se encuentra una fantasía espantosamente perniciosa de que hay un abismo entre los americanos que aman a su país y los otros que cuestionan a su presidente.
Bush ha estado machacando sobre estos temas divisivos en todo el país, defendiendo el otro día la ridícula idea de que si los demócratas se hacen con el control de incluso una cámara en el parlamento, Estados Unidos perderá y los terroristas ganarán. Pero tocó tierra repugnantemente cuando decidió distorsionar una sosa broma que hizo el senador John Kerry de Massachusetts. Kerry advirtió a los estudiantes universitarios que el castigo por no aprender las lecciones sería "quedarse estancados en Iraq". En el contexto, obviamente era un intento de ridiculizar la inteligencia de Bush. Es poco político y poco elegante, pero no es tan feo como la respuesta de Bush. Sabiendo perfectamente qué quería decir Kerry, el presidente y su equipo pusieron el grito en el cielo afirmando que el senador estaba despreciando a las tropas. Fue una deprimente repetición del modo en que la campaña de Bush de 2004 llevó a creer a los americanos que Kerry, que sí fue a la guerra, era un cobarde y que Bush, que se quedó en casa, era un héroe.
No sorprende en absoluto que Bush se ponga de este modo agresivo en camino, tratando de conservar el control del congreso por su partido y, por extensión, sus dos últimos años en el cargo. Y no somos suficientemente ingenuos como para creer que los dos partidos han estado haciendo campañas positivas concentrados en los problemas.
Pero cuando los candidatos para funciones menos importantes acusan a sus rivales de ser amigos de Osama bin Laden, o tratan de convertir una metida de patas sin importancia en un delito grave, es simplemente deprimente. Cuando el presidente de Estados Unidos se baña alegremente en el estiércol para dividir a los estadounidenses entre los que aman a su país y los que no, es destructivo para la cohesión del país que se supone que debe dirigir.
No es la primera vez que Bush ha utilizado la política del temor, del odio y de la división; si ha perdido una oportunidad de ondear la ensangrentada bandera del 11 de septiembre de 2001, no lo recordamos. Pero las últimas pataletas del presidente Bush van más allá de eso. Nos dejan preguntándonos si acaso el presidente está dispuesto o si es capaz de hacer espacio para el bipartidismo, el compromiso y el arte de gobernar en los dos años que le quedan.
2 de noviembre de 2006
©new york times
©traducción mQh
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