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juzgados en el banquillo 12


[William Glaberson] Cómo un vilipendiado sistema de juzgados locales ha sobrevivido a sus críticos.
"Hoy en día es una farsa", dijo el gobernador Alfred E. Smith sobre los juzgados locales del estado de Nueva York en 1926.
"Un sistema perimido", dijo su sucesor, Franklin D. Roosevelt, poco después de que una comisión del estado lo calificara como "una función débil que nadie respeta". Pocos años después de eso, otra comisión determinó que el sistema de juzgados locales había "perdido todo contacto con la realidad".
En resumen, al menos nueve comisiones, congresos y otros órganos del estado -incluyendo a representantes de los dos principales partidos políticos y las tres ramas del gobierno- denunciaron a los juzgados locales durante el siglo pasado, respaldados por al menos dos gobernadores y varios jueces.
Sus conclusiones han sido a menudo devastadoras, y su argumento ha sido el mismo: Estos juzgados, con su parafernalia a menudo primitiva y jueces amateurs, son un anacronismo que necesitan ser revisados o eliminados con la mayor urgencia.
Aunque son las instituciones clave de justicia en más de mil pequeños pueblos y suburbios en todo Nueva York, ocupándose de casos de delitos menores y pleitos, la gran mayoría de los jueces que los presiden no son abogados, y reciben apenas unos días de formación jurídica. Los jueces son a menudo elegidos en elecciones de escasa participación, apenas si llevan actas y operan en gran parte sin ninguna supervisión, dejando una larga huella de injusticias y veredictos chapuceros.
Sin embargo, estos juzgados siguen siendo esencialmente lo que eran cuando los neoyorquinos empezaron hace casi un siglo a quejarse de ellos. En las últimas semanas, funcionarios del estado han decidido dar algunos pasos para mejorar el adiestramiento, la supervisión y la redacción de actas. Pero en las últimas décadas los llamados a cambios radicales se han desvanecido, pese a la persistencia de los abusos.
Un modo de entender por qué una institución tan criticada parece estar tan enraizada es revisar tres grandes guerras sobre los juzgados. En todas ellas la gente que buscaba cambiar el sistema lo intentó en un terreno diferente: la legislatura, las cabinas de votación y los tribunales superiores. Y su derrota les escoció siempre tanto que toda discusión efectiva terminó también ahí:

En 1962, líderes del estado lograron algo que habían estado tratando de hacer durante más de un siglo: modernizar el sistema judicial del estado, que estaba gravemente anticuado. Pero gracias a una serie de maniobras en los cuartos traseros, los juzgados locales no fueron tocados y pasaron la tarea de modificar el sistema a los gobiernos locales, y agregaron todo un laberinto de barreras burocráticas para impedir todo cambio significativo.

En 1967, activistas locales respaldaron la causa del condado de Rockland, uno de los pocos condados donde el intento de remplazar a los juzgados locales hizo algunos avances; se realizó un referéndum sobre el asunto. Pero una campaña ferozmente emocional derrotó a la propuesta, y ayudó a crear la creencia en otros condados, de que luchar contra el sistema era inútil.

Y en 1983, un moción sobre la constitucionalidad del sistema llegó al tribunal más alto del estado: la Corte de Apelaciones. Los abogados de un adolescente del norte del estado, en sus alegatos por una sentencia de cárcel, dijeron que el derecho a un abogado, garantizado por la Constitución, era inútil si los jueces carecían de la formación adecuada para entender sus alegatos.

Esa apelación fracasó por un solo voto. Los neoyorquinos, decretó la mayoría del tribunal de siete miembros, no quieren ser juzgados por jueces educados en derecho, y esa resolución es la que se respeta hasta el día de hoy.
En entrevistas, las personas que estuvieron profundamente involucradas en estos episodios -incluyendo los acuerdos políticos que se hicieron a puertas cerradas y que nunca fueron confesados- apuntaron hacia una batería de fuerzas que han rechazado los cambios: La potente idea de que las comunidades deben decidir su propio destino, incluyendo a sus propios jueces. Los elevados costes de poner al día a los juzgados y de contratar a abogados para que los presidan. El siempre popular llamado a mantener a los abogados fuera de la vida de la gente. Y, no en el último lugar, el poder de los jueces, que son a menudo importantes actores en la vida política local, conectados con los mismos mecanismos de partido que producen a los legisladores, jueces y gobernadores del estado.
Dale C. Robbins, ex inspector republicano de Busti, un pequeño pueblo al occidente de Nueva York, dijo que él y otros que trataron de reemplazar a los juzgados en los años noventa chocaron contra un muro de resistencia de parte de jueces locales que luchaban por mantener sus empleos, y algo así como una insurrección populista que se nutría de la desconfianza hacia los abogados, que serían los jueces en el nuevo sistema.
Dijo que la derrota era típica del atasco que sufren muchos temas importantes en Nueva York. "No se hace nada", dijo. "¿Quién quiere hacer esta guerra cuando hay tantas otras por librar?"

27 de septiembre de 2006
©new york times
©traducción mQh
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