juzgados en el banquillo 13
[William Glaberson] Cómo un vilipendiado sistema de juzgados locales ha sobrevivido a sus críticos. Un momento en Albany.
Era enero de 1959. El nuevo gobernador y estrella política, Nelson A. Rockefeller, leía su primer discurso ante la Legislatura en Albany. "La más alta prioridad" de su gobierno, prometió, sería la modernización del sistema de juzgados.
Sabía que la reforma de los juzgados era un tema popular que podría utilizar, según muestran envejecidos diarios en el archivo Rockefeller. La gente estaba cansada del lento y engorroso sistema y del patronazgo de los funcionarios nombrados -muchos de ellos sin calificación, indiferentes o corruptos- que lo llenaban de arriba a abajo. Las quejas que habían estado lloviendo durante décadas habían alcanzado un volumen crítico en los últimos años, cuando la más reciente comisión del estado encargada de la reforma de los juzgados, conocida como la Comisión Tweed, redactó detalladas propuestas de cambio.
Poco después de su discurso ante los legisladores, el gobernador Rockefeller nombró a su joven asesor, Robert MacCrate, para que redactara los cambios a la Constitución del estado que serían necesarios para reorganizar los juzgados, y luego organizar el apoyo en la Legislatura.
Pero MacCrate aprendió pronto que la parte más baja del sistema de los juzgados representaba uno de los obstáculos políticos más serios.
El gobernador Rockefeller, con su formación de elite y raíces en el sur del estado, tenía que cuidarse de no ofender a los poderes rurales del norte del estado de su propio partido, a los que estaba tratando de convencer de que él era un republicano. Y, dijo MacCrate en una entrevista para este artículo, todo intento de cambio de los juzgados, una importante fuente del patronazgo del partido, equivaldría a "realmente, sacudir el árbol".
Los republicanos del norte del estado hablan a menudo como si las críticas contra el sistema fueran un ataque contra su modo de vida. "Ustedes los de Nueva York no han visto nunca un juzgado", dijo durante un debate ese año el senador por el estado Austin W. Erwin, un participante central en la guerra de los juzgados. "‘Esos jueces son la espina dorsal de una justicia honesta en nuestro estado".
El gobernador Rockefeller, pese a su discurso sobre el cambio, se encontraba rodeado de acérrimos defensores de los juzgados. Muchos eran ex jueces, incluyendo al senador Erwin y a L. Judson Morhouse, entonces el presidente republicano del estado y uno de los más tempranos partidarios del gobernador.
Los jueces de paz "estaban dentro del sistema", dijo en una entrevista Elizabeth T. Schack, que dirigía la Liga de las Mujeres Votantes y cabildeaba por la reforma de los juzgados. También en los distritos de los legisladores los jueces eran poderes a los que había que tomar en cuenta. "Eran a menudo individuos importantes y con poder", que conocían personalmente a los legisladores, dijo Schack. "Y seguro que no te gusta pelearte con tus amigos".
Todavía más importante, dijo MacCrate, los republicanos del norte del estado tenían tal poder en la Legislatura que el gobierno sabía que la reforma de los juzgados no se podía llevar a cabo sin ellos. "Encontraremos un modo de convencerles", dijo.
No fue necesario; se convencieron por sí mismos. MacCrate dijo que Fred Young, un influyente juez de la Corte de Reclamos al que el gobernador Rockefeller nombró más tarde presidente del estado, se acercó con una propuesta.
"Bob, si eliminas la disposición sobre la abolición de los jueces de paz", recuerda MacCrate que dijo, "conseguiré los votos que necesitas" para aprobar una reforma de los juzgados locales en el estado, ese día o el siguiente.
Sellaron un acuerdo.
Ese gran paso adelante permitiría que toda la estructura judicial de Nueva York fuera puesta al día y estuviera por primera vez bajo control centralizado. Sin embargo, aunque incluía la exigencia de que los jueces locales recibieran algún adiestramiento básico, se encargaba de asegurar que no habría otros cambios importantes en el sistema: los cientos de juzgados locales en pueblos y ciudades.
"Ese fue un momento decisivo en términos de que nos dimos cuenta de lo fuerte que era la oposición a las reformas", recordó Fern Schair, la ex presidente del grupo pro-reforma en el estado, el Comité por Juzgados Modernos.
Pero los jueces y sus partidarios no se quedaron en eso. Para impedir que futuras legislaturas entrasen a su coto, persuadieron al gobierno de que adoptara una ley que exigía un referéndum local para toda iniciativa con el objetivo de remplazar a los juzgados locales por tribunales de distrito más profesionales. Y para que ese referéndum fuese aprobado, la simple mayoría de votos no sería suficiente: fuese en un condado o en parte de uno, la propuesta debía obtener mayorías separadas tanto en zonas rurales como urbanas, de modo que los residentes de ciudades no impusieran sus tribunales modernos a sus vecinos del campo.
Incluso eso, según resultó, no fue suficiente. Un año más tarde, mientras MacCrate se movilizaba para asegurarse la aprobación de los legisladores, los partidarios de los juzgados locales exigieron una disposición que exigía la mayoría de los votos en todas las ciudades, escribió MacCrate en un memorándum. Las ciudades donde el referéndum rechazara las reformas, quedarían fuera el sistema, una complicación destinada a desalentar toda reforma real.
Y consiguieron esa disposición.
Los neoyorquinos aprobaron una enmienda de la reforma de los juzgados en las urnas, y hasta el día de hoy esas protecciones de los juzgados locales están consagradas en la Constitución del Estado. Ningún lugar en Nueva York ha reemplazado sus juzgados locales desde que el condado de Suffolk al occidenta empezara con un sistema de tribunales de distrito en 1962 -el año en que el gobernador Rockefeller firmara la ley de reforma.
Sabía que la reforma de los juzgados era un tema popular que podría utilizar, según muestran envejecidos diarios en el archivo Rockefeller. La gente estaba cansada del lento y engorroso sistema y del patronazgo de los funcionarios nombrados -muchos de ellos sin calificación, indiferentes o corruptos- que lo llenaban de arriba a abajo. Las quejas que habían estado lloviendo durante décadas habían alcanzado un volumen crítico en los últimos años, cuando la más reciente comisión del estado encargada de la reforma de los juzgados, conocida como la Comisión Tweed, redactó detalladas propuestas de cambio.
Poco después de su discurso ante los legisladores, el gobernador Rockefeller nombró a su joven asesor, Robert MacCrate, para que redactara los cambios a la Constitución del estado que serían necesarios para reorganizar los juzgados, y luego organizar el apoyo en la Legislatura.
Pero MacCrate aprendió pronto que la parte más baja del sistema de los juzgados representaba uno de los obstáculos políticos más serios.
El gobernador Rockefeller, con su formación de elite y raíces en el sur del estado, tenía que cuidarse de no ofender a los poderes rurales del norte del estado de su propio partido, a los que estaba tratando de convencer de que él era un republicano. Y, dijo MacCrate en una entrevista para este artículo, todo intento de cambio de los juzgados, una importante fuente del patronazgo del partido, equivaldría a "realmente, sacudir el árbol".
Los republicanos del norte del estado hablan a menudo como si las críticas contra el sistema fueran un ataque contra su modo de vida. "Ustedes los de Nueva York no han visto nunca un juzgado", dijo durante un debate ese año el senador por el estado Austin W. Erwin, un participante central en la guerra de los juzgados. "‘Esos jueces son la espina dorsal de una justicia honesta en nuestro estado".
El gobernador Rockefeller, pese a su discurso sobre el cambio, se encontraba rodeado de acérrimos defensores de los juzgados. Muchos eran ex jueces, incluyendo al senador Erwin y a L. Judson Morhouse, entonces el presidente republicano del estado y uno de los más tempranos partidarios del gobernador.
Los jueces de paz "estaban dentro del sistema", dijo en una entrevista Elizabeth T. Schack, que dirigía la Liga de las Mujeres Votantes y cabildeaba por la reforma de los juzgados. También en los distritos de los legisladores los jueces eran poderes a los que había que tomar en cuenta. "Eran a menudo individuos importantes y con poder", que conocían personalmente a los legisladores, dijo Schack. "Y seguro que no te gusta pelearte con tus amigos".
Todavía más importante, dijo MacCrate, los republicanos del norte del estado tenían tal poder en la Legislatura que el gobierno sabía que la reforma de los juzgados no se podía llevar a cabo sin ellos. "Encontraremos un modo de convencerles", dijo.
No fue necesario; se convencieron por sí mismos. MacCrate dijo que Fred Young, un influyente juez de la Corte de Reclamos al que el gobernador Rockefeller nombró más tarde presidente del estado, se acercó con una propuesta.
"Bob, si eliminas la disposición sobre la abolición de los jueces de paz", recuerda MacCrate que dijo, "conseguiré los votos que necesitas" para aprobar una reforma de los juzgados locales en el estado, ese día o el siguiente.
Sellaron un acuerdo.
Ese gran paso adelante permitiría que toda la estructura judicial de Nueva York fuera puesta al día y estuviera por primera vez bajo control centralizado. Sin embargo, aunque incluía la exigencia de que los jueces locales recibieran algún adiestramiento básico, se encargaba de asegurar que no habría otros cambios importantes en el sistema: los cientos de juzgados locales en pueblos y ciudades.
"Ese fue un momento decisivo en términos de que nos dimos cuenta de lo fuerte que era la oposición a las reformas", recordó Fern Schair, la ex presidente del grupo pro-reforma en el estado, el Comité por Juzgados Modernos.
Pero los jueces y sus partidarios no se quedaron en eso. Para impedir que futuras legislaturas entrasen a su coto, persuadieron al gobierno de que adoptara una ley que exigía un referéndum local para toda iniciativa con el objetivo de remplazar a los juzgados locales por tribunales de distrito más profesionales. Y para que ese referéndum fuese aprobado, la simple mayoría de votos no sería suficiente: fuese en un condado o en parte de uno, la propuesta debía obtener mayorías separadas tanto en zonas rurales como urbanas, de modo que los residentes de ciudades no impusieran sus tribunales modernos a sus vecinos del campo.
Incluso eso, según resultó, no fue suficiente. Un año más tarde, mientras MacCrate se movilizaba para asegurarse la aprobación de los legisladores, los partidarios de los juzgados locales exigieron una disposición que exigía la mayoría de los votos en todas las ciudades, escribió MacCrate en un memorándum. Las ciudades donde el referéndum rechazara las reformas, quedarían fuera el sistema, una complicación destinada a desalentar toda reforma real.
Y consiguieron esa disposición.
Los neoyorquinos aprobaron una enmienda de la reforma de los juzgados en las urnas, y hasta el día de hoy esas protecciones de los juzgados locales están consagradas en la Constitución del Estado. Ningún lugar en Nueva York ha reemplazado sus juzgados locales desde que el condado de Suffolk al occidenta empezara con un sistema de tribunales de distrito en 1962 -el año en que el gobernador Rockefeller firmara la ley de reforma.
27 de septiembre de 2006
©new york times
©traducción mQh
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