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prisión sin murallas


[Paula Priamos] A los asesinos los condenamos a la muerte. Al resto, a la vida.
Yo tenía doce años cuando Kevin Cooper escapó de la California Institution for Men, a menos de un kilómetro y medio de nuestra casa. Que fuera tarde y noche de escuela, no importaba. En esa época, mi madre llevaba seis meses de embarazo y yo la ayudé a acarrear las enormes sillas del comedor frente a las correderas, bloqueando los cristales. Mi padre, un griego gordo, estaba fuera en camiseta de manga corta y calzoncillos, descalzo, pero armado con un rifle de caza. Comprobó las puertas del frente y de atrás, e inspeccionó el garaje para cerciorarse de que no había nada más que su Mercedes diesel y nuestras bicicletas Schwinn.
Fugitivo desde hacía 72 horas, se sospechaba que Cooper había matado a una familia en los cerros. La carnicería, los cuerpos, la sangre... todo era demasiado macabro como para ser transmitido por los canales de televisión locales. Sólo nos enteramos de los detalles, lo que, de algún modo, lo hacía todavía peor. Cooper había usado un cuchillo y un hacha. Estos eran asesinatos prácticos, personales, aunque Cooper era un desconocido para esta familia.
Nosotros vivíamos en una casa parecida a un rancho, rodeada de matas de adelfa, perfectos para ocultarse.
Mi madre abrió las cortinas.
"Nos podría estar mirando en estos mismos momentos", dijo. A los cuarenta, su embarazo era muy arriesgado. Había sido un accidente, decían ella y mi padre, pero incluso entonces yo sabía que tener ese bebé era un esfuerzo de última hora por mantener la familia unida. Fue idea de mi padre la de mudarnos de Los Angeles a Chino, cerca de la cárcel. También mudó su bufete de abogado. Se suponía que el cambio sería bueno para nosotros.
"Debería haber sonado la alarma", dijo mi padre, volviendo a entrar. "Se supone que suena cada quince minutos cuando alguien ha escapado".
Mi madre se rió, de él, y colocó una mano protectora sobre el duro montículo de su vientre.
"¿Quién se supone que debe oírla? ¿Los otros prisioneros?"
Esa noche dormí entre mis padres. Mi padre roncaba, e incluso los Kleenex metidos en mis orejas no pudieron amortiguar sus ronquidos. Apoyado contra la cama estaba su Savage 300, totalmente cargado. Si me hubiese estirado, podría haber tocado el frío cañón.
Mi padre era abogado y aceptaba de todo, desde divorcios hasta delitos de drogas. Yo dudaba de que fuera un buen tirador, pues sólo cazaba en sus esporádicos viajes con sus clientes a Wyoming o Montana, sus clientes que eran hombres de negocios, a los que cortejaba, no los delincuentes que representaba. (A esos los veía al otro lado de cristales a prueba de balas).
Mientra yacía en cama, pensé en el niño, algunos años más joven que yo, que la noche anterior no había podido dormir en el dormitorio de sus padres. Sólo que sus padres no estaban dormidos, sino muertos. Su hermana, y un vecino amigo que se había quedado a alojar también habían sido asesinados. Fueron emboscados por un hombre con un hacha en una mano, y un cuchillo en la otra.
El niño fue apuñalado en el pecho. Recibió puñaladas en la cabeza. Luego le cercenó la garganta. Sobrevivió esa noche, las once horas que pasaron antes de que lo encontraran, metiéndose cuatro dedos en el tajo para parar la hemorragia. Las heridas físicas sanarían, algún día, pero el niño no volvería nunca a ser el mismo.
Dormí en el cuarto de mis padres hasta que Cooper fue capturado dos meses después en una lancha en las afueras de Santa Bárbara, a más de 160 kilómetros de donde ocurrieron los asesinatos. Había estado trabajando como marinero de cubierta. Fue acusado de haber violado a una mujer en una lancha cercana. Pero no fue nunca formalizado por esa violación. En lugar de eso, fue acusado y condenado, dos años más tarde, por esos cuatro asesinatos y un intento de homicidio. Fue llevado a San Quintín, al corredor de la muerte.
El tiempo promedio que toma ejecutar a un condenado es, en California, de dieciocho meses. Para Cooper pasaron más de veinte. Como recluso en el corredor de la muerte, goza con los otros presos de cuatro horas de aire fresco al día. El resto del tiempo la pasa mirando televisión o escuchando la radio. Ha tenido acceso a la biblioteca de la cárcel. Pero, también ha tenido acceso a la prensa. En entrevistas dice que la policía le tendió una trampa, que es inocente. Debido a que es conocido como el hombre que cometió los crímenes más infames en la historia del condado de San Bernardino, se le ha dado más tiempo de emisión que a cualquier familia de las víctimas.
Cooper tiene incluso su propia página web.
Durante el tiempo que siguió a su captura, mi familia cambió. Nació mi hermano. Durante un rato el nuevo hijo volvió a unir a mis padre y entonces, finalmente, también los separó. Después, mi padre murió. Mi hermano se casó hace poco y posee una casa. Yo enseño inglés en la universidad del estado en San Bernardino. Estoy casada y tengo un hijastro de 11 años, casi como la del niño que sobrevivió esa noche.
La noche del 9 de febrero de 2004 sintonicé el telediario. Cooper debía ser ejecutado en menos de cuatro horas, a las 12:01 de la mañana. Pensaba quedarme despierta para oírlo. Mi marido estaba en viaje de negocios y mi hijastro se había ido a cama temprano. La casa estaba silenciosa, la puerta cerrada con cerrojo.
Había mirando toda la semana en la televisión las etapas finales del caso de Cooper. Vi al reverendo Jesse Jackson dirigirse a la capital del estado para reunirse con el personal del gobernador Schwarzenegger, pidiendo que le perdonara la vida a Cooper. Los actores de cine Sean Penn y Denzel Washington también pidieron clemencia para el asesino condenado. Temía que Schwarzenegger pudiera sucumbir ante las presiones de políticos y de Hollywood. Era su primer caso de pena capital desde que asumió el cargo. Pero rechazó la petición de Cooper.
Finalmente Kevin Cooper sería ejecutado.
En la televisión vio a los opositores de la pena de muerte reunidos a las puertas de San Quintín. El periodista en el lugar dijo que Cooper estaba en una celda esperando la muerte a menos de cuatro metros de la cámara de ejecución. Rechazó su última cena y estuvo reunido con su asesor espiritual. Se rumoreaba que un funcionario de la prisión ya había estado en su celda para controlar las venas en el brazo de Cooper para determinar dónde mejor inyectarle los químicos letales.
Pero antes de que la gente reunida frente a la prisión pudiera encender sus velas y realizar una vigilia, se supo que la Corte de Apelaciones del Noveno Circuito había bloqueado la ejecución de Cooper. En 2001, Cooper fue el primer reo condenado en tener un análisis de ADN después de la sentencia. Los hallazgos confirmaron su culpabilidad. Ahora se resolvía que debían hacerse nuevos análisis, lo que posponía indefinidamente su ejecución.
Eso fue el último golpe a las familias de las víctimas, que había viajado desde California del Norte a la búsqueda de algún respiro emocional y psicológico. No pude quedarme escuchando los gritos de alegría. Se me ocurrió que era perverso y cruel. Apagué la televisión.
Los resultados de los nuevos análisis de ADN confirmaron lo que la aterrada comunidad de Chino siempre supo, la misma historia que se contó en la sala del tribunal de San Diego donde fue sentenciado: Cooper era el asesino.
En clases, cuando doy clases sobre proposiciones, escribo un ejemplo en la pizarra: "La pena de muerte no impide los crímenes". Se puede probar con estadísticas. La mayoría de los asesinos no piensa en su propia muerte sino después de haber sido condenados.
Pasada la noche después de la fecha de ejecución, empecé a preguntarme: ¿Quién será el nuevo Kevin Kooper? Realicé el ritual que había hecho con mi madre cuando nos enteramos de que Cooper se había fugado. Cogí esas enormes sillas de comedor que había heredado tras la muerte de mi padre y las apoyé contra el cristal de las correderas.

17 de septiembre de 2006
©los angeles times
©traducción mQh
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