nihilismo en campos jordanos
[Anthony Shadid] Vida de los palestinos marcadas por el desencanto.
Amán, Jordania. Ahmed Abu Amira miró hacia una calle del Campo de Refugiados Hussein, cubierta de basura mojada desparramada y bordeada de bloques de cemento -una imagen genérica de pobreza. Se dirigía hacia el oeste, como había hecho durante seis décadas, hacia la casa de sus padres.
"Palestina está muy lejos", dijo, parado entre los clientes que estaban hurgando entre su popurrí de artículos baratos: peines, pasta dental, billeteras de cuero y pintauñas en verde y amarillo. "Esta guerra no tiene fin. Terminará cuando se acabe el mundo". Bahdala, la llamó: un caos. "Juro por Dios", dijo, la cara torcida por una amarga resignación, "que morir sería preferible".
Los más de 1.8 millones de refugiados palestinos y sus descendientes en Jordania, registrados por Naciones Unidas, junto a otros cientos de miles en el Líbano y Siria, siguen siendo temas secundarios en medio de las crisis y guerras más turbulentas de la región, una diáspora de sesenta años cuya permanencia niega la idea de que la condición de refugiado es temporal. Pero en conversaciones en las calles de diez campos en Jordania, los palestinos cuentan una historia, algo anecdótica, de un paisaje donde la política secular se ha atrofiado, el activismo islámico está en ascenso y, quizás más importante, una sensación de abatimiento, incluso de nihilismo, se está apoderando de todos con inciertas consecuencias.
"Mírame a la cara y dime lo que ves", dijo Abu Amira, 55, con el pelo al rape y una recortada barba cana. "Aquí no ríe nadie". El tráfico pasaba gruñendo frente a su tienda. "En estos días ya no hay esperanza".
Se estima que los palestinos representan una mayoría de la población del pequeño reino del desierto de casi seis millones de habitantes, pero sólo una parte están registrados como refugiados ante Naciones Unidas, entre ellos los biznietos de los palestinos que huyeron cuando la creación de Israel. A diferencia de otros países árabes, Jordania otorgó la nacionalidad a casi todos los refugiados, incluso aunque su presencia en campos como Hussein, prácticamente un barrio de Amán hoy en día, era considerada temporal. Oficialmente, todavía lo es.
Durante años los funcionarios jordanos, recelosos de la disensión palestina, han mirado con inquietud mientras los campos, en el pasado bastiones del nacionalismo secular de la Organización por la Liberación de Palestina, se han acoplado a tendencias musulmanas tradicionales. Los funcionarios dicen que los palestinos representan la mayoría de la base del Frente de Acción Islámica, la rama jordana de la Hermandad Musulmana. En los campos, quizás sólo la mitad de las colegiales de hace diez años llevaban la hijab, el velo que cubre el pelo, pero no la cara. Hoy, lo llevan casi todas.
Pero en los últimos cinco años, incluso quizás más llamativo, ha sido el crecimiento de una aguda, a menudo rabiosa desilusión con la política, laica o tradicional y religiosa, con el inicio de guerras entre grupos en los territorios palestinos y caos en Iraq.
"Escapas del peligro y caes en uno todavía más grande", dijo Taher al-Masri, palestino y ex primer ministro.
Los campos en Jordania siguen siendo mucho más inactivos que los del Líbano, donde los grupos más radicales se han perfilado más. En Ein al-Hilweh, muchas discusiones se convierten en enfrentamientos entre jóvenes armados hasta los dientes. En otro campo, Nahr al-Bared, el ejército libanés ha sitiado el campo en un intento de detener a los seguidores de un grupo disidente, Fatah al-Islam, que une a los palestinos con otros árabes, y que ha sido acusado del atentado contra dos buses a mediados de febrero en una ciudad cerca de Beirut.
Pero incluso en los campos jordanos, temas que eran antes prohibidos están siendo abordados mientras los residentes hablan francamente de un conflicto que en su opinión ya no puede ser resuelto y que, de algún modo, ya no reconocen. Desesperados, algunos aceptarían una compensación de Naciones Unidas o en otro lugar antes que insistir en el derecho a retornar a sus hogares de antes de 1948, un principio que antes parecía inviolable. Otros definen el conflicto, que fue durante largo tiempo una lucha por reivindicaciones nacionales contradictorias a la tierra, en términos más épicos.
"Si no logramos la paz, tendremos guerra", dice Fawzi Ahmed, un tendero mezclando mentas rosadas y blancas en una balanza.
Los cánticos del Corán inundaron su calle, cubierta de sobras de pan, cáscaras de huevo y lechugas pasadas. Los vendedores gritaban sus ofertas detrás de endebles mesones con frutas y verduras: "¡Frijoles por medio dinar!" Más abajo estaba Ibrahim Moussa, un empleado de gobierno jubilado, que insistió en compartir un café antes de hablar. Su abundante y canoso bigote lucía las manchas amarillas que causa la nicotina.
"¿Cuál es nuestro problema aquí? Es cómo comer, cómo beber, cómo olvidar nuestros problemas. Es lo único que podemos hacer", dijo, el café en una mano, un cigarrillo en la otra. "Esto cría odio. Es el odio de no poder hacer nada".
Los padres de Moussa nacieron en la aldea de Faluya, ahora en Israel, donde Gamal Abdel Nasser, entonces un fornido mayor egipcio (y más tarde presidente de Egipto) resistió durante cuatro meses contra las tropas israelíes durante la guerra árabe-israelí de 1948. En los años siguientes, Faluya se convertiría para Nasser en lo que fue la Sierra Maestra para Fidel Castro en Cuba.
Moussa nació en Karameh, un pueblo jordano que fue atacado por tropas israelíes el 21 de marzo de 1968. El ataque era una venganza -las guerrillas habían montado ataques desde el pueblo, justo al otro lado del río Jordán. Pero en una rara instancia de éxito, los guerrilleros palestinos lograron una embarazosa retirada israelí con ayuda de artillería y blindados jordanos. Con el tiempo, Karameh asumió dimensiones míticas en el mundo árabe, acostumbrado a humillantes derrotas, y ayudó a sentar las bases para el surgimiento de la OLP. En el Líbano se publicaron historietas sobre la batalla.
"Esos recuerdos han muerto", dijo Ibrahim Salem, 32, barbero en Karameh, donde una solitaria pintada proclama: "El islam es la solución", en una calle de tiendas con nombres como Haifa y Jerusalén. "Los árabes ya no tienen a Palestina en el corazón".
En campos como Baqaa, a unos 16 kilómetros de Amán, con sus calles sin color, los vecinos miran crecer, con amargura y asombro, el conflicto entre el movimiento islámico de Hamas y los leales a la Autoridad Palestina del presidente Mahmoud Abbas. A menudo, la rabia contra Estados Unidos e Israel se funde con resentimiento hacia los políticos palestinos, que según los vecinos sólo trabajan en su propio beneficio.
"Todos quieren proteger su pedazo de poder", dijo Khitam Ramada, 30, farmacéutica, en su destartalada tienda.
Más abajo en la calle, Suheil Ajouri, 30 años y padre, comparte su condena. Sus palabras manaron como cuando se rompe un dique: "No confío en ninguno de ellos. No tienen principios", dijo. Son políticos por el dinero, declaró. "Nada más y nada menos".
Como muchos otros, habló de justicia, una palabra que en los campos se oye más a menudo que la palabra libertad. Hizo un inventario de sus gastos -ropa, comida y el alquiler, la escuela de sus hijos-, y lo contrastó con sus ingresos como tendero, de 360 dólares al mes, que no es suficiente. Declaró que la guerra terminará a su favor, por designio divino. Pero mientras aumentaba su indignación, logró soltar otra alternativa.
"No van a resolver nunca nada, no en mi vida", dijo. "No hay solución, no hay nada".
"Palestina está muy lejos", dijo, parado entre los clientes que estaban hurgando entre su popurrí de artículos baratos: peines, pasta dental, billeteras de cuero y pintauñas en verde y amarillo. "Esta guerra no tiene fin. Terminará cuando se acabe el mundo". Bahdala, la llamó: un caos. "Juro por Dios", dijo, la cara torcida por una amarga resignación, "que morir sería preferible".
Los más de 1.8 millones de refugiados palestinos y sus descendientes en Jordania, registrados por Naciones Unidas, junto a otros cientos de miles en el Líbano y Siria, siguen siendo temas secundarios en medio de las crisis y guerras más turbulentas de la región, una diáspora de sesenta años cuya permanencia niega la idea de que la condición de refugiado es temporal. Pero en conversaciones en las calles de diez campos en Jordania, los palestinos cuentan una historia, algo anecdótica, de un paisaje donde la política secular se ha atrofiado, el activismo islámico está en ascenso y, quizás más importante, una sensación de abatimiento, incluso de nihilismo, se está apoderando de todos con inciertas consecuencias.
"Mírame a la cara y dime lo que ves", dijo Abu Amira, 55, con el pelo al rape y una recortada barba cana. "Aquí no ríe nadie". El tráfico pasaba gruñendo frente a su tienda. "En estos días ya no hay esperanza".
Se estima que los palestinos representan una mayoría de la población del pequeño reino del desierto de casi seis millones de habitantes, pero sólo una parte están registrados como refugiados ante Naciones Unidas, entre ellos los biznietos de los palestinos que huyeron cuando la creación de Israel. A diferencia de otros países árabes, Jordania otorgó la nacionalidad a casi todos los refugiados, incluso aunque su presencia en campos como Hussein, prácticamente un barrio de Amán hoy en día, era considerada temporal. Oficialmente, todavía lo es.
Durante años los funcionarios jordanos, recelosos de la disensión palestina, han mirado con inquietud mientras los campos, en el pasado bastiones del nacionalismo secular de la Organización por la Liberación de Palestina, se han acoplado a tendencias musulmanas tradicionales. Los funcionarios dicen que los palestinos representan la mayoría de la base del Frente de Acción Islámica, la rama jordana de la Hermandad Musulmana. En los campos, quizás sólo la mitad de las colegiales de hace diez años llevaban la hijab, el velo que cubre el pelo, pero no la cara. Hoy, lo llevan casi todas.
Pero en los últimos cinco años, incluso quizás más llamativo, ha sido el crecimiento de una aguda, a menudo rabiosa desilusión con la política, laica o tradicional y religiosa, con el inicio de guerras entre grupos en los territorios palestinos y caos en Iraq.
"Escapas del peligro y caes en uno todavía más grande", dijo Taher al-Masri, palestino y ex primer ministro.
Los campos en Jordania siguen siendo mucho más inactivos que los del Líbano, donde los grupos más radicales se han perfilado más. En Ein al-Hilweh, muchas discusiones se convierten en enfrentamientos entre jóvenes armados hasta los dientes. En otro campo, Nahr al-Bared, el ejército libanés ha sitiado el campo en un intento de detener a los seguidores de un grupo disidente, Fatah al-Islam, que une a los palestinos con otros árabes, y que ha sido acusado del atentado contra dos buses a mediados de febrero en una ciudad cerca de Beirut.
Pero incluso en los campos jordanos, temas que eran antes prohibidos están siendo abordados mientras los residentes hablan francamente de un conflicto que en su opinión ya no puede ser resuelto y que, de algún modo, ya no reconocen. Desesperados, algunos aceptarían una compensación de Naciones Unidas o en otro lugar antes que insistir en el derecho a retornar a sus hogares de antes de 1948, un principio que antes parecía inviolable. Otros definen el conflicto, que fue durante largo tiempo una lucha por reivindicaciones nacionales contradictorias a la tierra, en términos más épicos.
"Si no logramos la paz, tendremos guerra", dice Fawzi Ahmed, un tendero mezclando mentas rosadas y blancas en una balanza.
Los cánticos del Corán inundaron su calle, cubierta de sobras de pan, cáscaras de huevo y lechugas pasadas. Los vendedores gritaban sus ofertas detrás de endebles mesones con frutas y verduras: "¡Frijoles por medio dinar!" Más abajo estaba Ibrahim Moussa, un empleado de gobierno jubilado, que insistió en compartir un café antes de hablar. Su abundante y canoso bigote lucía las manchas amarillas que causa la nicotina.
"¿Cuál es nuestro problema aquí? Es cómo comer, cómo beber, cómo olvidar nuestros problemas. Es lo único que podemos hacer", dijo, el café en una mano, un cigarrillo en la otra. "Esto cría odio. Es el odio de no poder hacer nada".
Los padres de Moussa nacieron en la aldea de Faluya, ahora en Israel, donde Gamal Abdel Nasser, entonces un fornido mayor egipcio (y más tarde presidente de Egipto) resistió durante cuatro meses contra las tropas israelíes durante la guerra árabe-israelí de 1948. En los años siguientes, Faluya se convertiría para Nasser en lo que fue la Sierra Maestra para Fidel Castro en Cuba.
Moussa nació en Karameh, un pueblo jordano que fue atacado por tropas israelíes el 21 de marzo de 1968. El ataque era una venganza -las guerrillas habían montado ataques desde el pueblo, justo al otro lado del río Jordán. Pero en una rara instancia de éxito, los guerrilleros palestinos lograron una embarazosa retirada israelí con ayuda de artillería y blindados jordanos. Con el tiempo, Karameh asumió dimensiones míticas en el mundo árabe, acostumbrado a humillantes derrotas, y ayudó a sentar las bases para el surgimiento de la OLP. En el Líbano se publicaron historietas sobre la batalla.
"Esos recuerdos han muerto", dijo Ibrahim Salem, 32, barbero en Karameh, donde una solitaria pintada proclama: "El islam es la solución", en una calle de tiendas con nombres como Haifa y Jerusalén. "Los árabes ya no tienen a Palestina en el corazón".
En campos como Baqaa, a unos 16 kilómetros de Amán, con sus calles sin color, los vecinos miran crecer, con amargura y asombro, el conflicto entre el movimiento islámico de Hamas y los leales a la Autoridad Palestina del presidente Mahmoud Abbas. A menudo, la rabia contra Estados Unidos e Israel se funde con resentimiento hacia los políticos palestinos, que según los vecinos sólo trabajan en su propio beneficio.
"Todos quieren proteger su pedazo de poder", dijo Khitam Ramada, 30, farmacéutica, en su destartalada tienda.
Más abajo en la calle, Suheil Ajouri, 30 años y padre, comparte su condena. Sus palabras manaron como cuando se rompe un dique: "No confío en ninguno de ellos. No tienen principios", dijo. Son políticos por el dinero, declaró. "Nada más y nada menos".
Como muchos otros, habló de justicia, una palabra que en los campos se oye más a menudo que la palabra libertad. Hizo un inventario de sus gastos -ropa, comida y el alquiler, la escuela de sus hijos-, y lo contrastó con sus ingresos como tendero, de 360 dólares al mes, que no es suficiente. Declaró que la guerra terminará a su favor, por designio divino. Pero mientras aumentaba su indignación, logró soltar otra alternativa.
"No van a resolver nunca nada, no en mi vida", dijo. "No hay solución, no hay nada".
12 de abril de 2007
7 de abril de 2007
©washington post
©traducción mQh
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