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balneario invadido por la violencia


[Manuel Roig-Franzia] Próspero puerto mexicano es invadido por la violencia relacionada con las drogas.
Monterrey, México. Biti Rodríguez podría haber ido a cualquier lugar para celebrar su décima fiesta de cumpleaños. Pero Incredible Pizza le ofrecía algo que, repentinamente, se había convertido en una consumidora obsesión: seguridad.
Arreó a su hija, Alejandra, y una docena de otras niñas tímidas a través de dos detectores de metal una tarde hace poco a este local de pizzas que promete "increíble seguridad para sus hijos", y luego colocó los presentes en una mesa para que fueran revisados por un guardia. En realidad, le tomó un tiempo poder entrar, pero a Rodríguez no le había importado. Piensa que toda seguridad adicional está "super bien".
No hace mucho, los detectores de metal de la pizzería habrían sido inimaginables en Monterrey, el tercer área metropolitana de México, con más de 3.6 millones de habitantes. La ciudad de la que se pensaba que no podía irle nunca mal, fue hace dos años llamada la ciudad más segura de América Latina por un grupo consultor internacional, y se fanfarroneaba de ser el distrito residencial más rico de la región.
Pero el año pasado, la violencia que recorre México ha llegado imponentemente a Monterrey, incordiando a los vecinos que se sentían antes inmunes a los tiroteos tan corrientes en otras grandes ciudades mexicanas.
En los primeros seis meses de 2007, Monterrey registró 162 asesinatos, casi tanto como los registrados el año pasado y unos cincuenta más en 2004. Pero no fueron solamente los asesinatos los que conmocionaron a las mujeres como Biti Rodríguez de esta ciudad: era también el descaro de los asesinos.
Un asesino a sueldo entró tranquilamente al histórico restaurante Gran San Carlos, pasó frente a los característicos cabritos asados que cuelgan tradicionalmente y mató a balazos al hombre sentado a una mesa debajo de una cúpula de vitrales. Un grupo de hombres armados lanzaron ráfagas de balas contra una popular marisquería a la hora pique del almuerzo y agentes de policía fueron acribillados a plena luz del día.
Los asesinatos provocaron escalofríos de terror. Los diarios publican ahora conteos diarios de los asesinatos. Un hotel de carretera anuncia cuartos a prueba de balas. Los coches fuertemente blindados se han convertido en un nuevo símbolo de estatus, con jefes de la industria luciéndose en sedanes Mercedes-Benz de cuatrocientos mil dólares que resisten no solamente balas sino también granadas. En el suburbio de San Pedro Garza García, donde los palacios en las colinas rivalizan con las mansiones de Beverly Hills, ha nacido un nuevo dicho: "No hay martes sin asesinatos".
"Ya no sé puede decir que Monterrey sea la ciudad más segura de México; eso sería una mentira", dijo Jesús Marcos Giacomán, presidente de la Cámara de Comercio y Turismo de Monterrey fundada hace 122 años, en una entrevista. "Puedo decir que la volveremos a convertir en la más segura".

Un Motor Económico
Monterrey se extiende entre los abrumadores y rocosos picos de Sierra Madre, a 209 kilómetros al sudoeste de McAllen, Texas. Destellantes torres forman su horizonte, y centros comerciales como los malls de Estados Unidos y restaurantes elegantes se extienden a lo largo de sus amplios bulevares.
Conocida como el ‘Sultanato del Norte' debido a su popularidad con los hombres de negocios de Oriente Medio, Monterrey se convirtió en una fuerza motriz después de que entrara en efecto el Tratado de Libre Comercio de Norteamérica en 1994. El fabricante de cemento más grande del mundo, es también el mayor productor de cerveza de México y uno de los más importantes fabricantes de cristal del mundo. Importantes corporaciones estadounidenses tienen aquí enormes instalaciones.
En los últimos cinco años, Monterrey ha permanecido relativamente pacífica, mientras que los carteles de droga rivales de Sinaloa y el Golfo luchaban por el territorio en otras ciudades cerca de la frontera, como Nuevo Laredo. Pero algo más complicado ha pasado aquí en el último año, dijo Aldo Fasci Zuazua, subprocurador del estado de Nuevo Laredo en una entrevista en su despacho de Monterrey.
Por razones desconocidas, los barones locales de la droga que almacenan cocaína, metanfetaminas y marihuana para los grandes carteles, empezaron a pelear unos con otros, dijo Fasci. Sus cruentas batallas inquietaron a los carteles nacionales e internacionales que dependían de los pequeños operadores de Monterrey para canalizar toneladas de drogas en Estados Unidos.
Un negocio que se había estado desarrollando fluidamente durante años se convirtió rápidamente en un caos, y los carteles nacionales se sintieron obligados a entrar en Monterrey para "restablecer el orden", dijo Fasci. En el idioma del crimen organizado, eso quería decir asesinatos.

Se Instala el Miedo
Para abril, los asesinatos eran tan desenfrenados que la embajada estadounidense emitió un aviso de viaje para Monterrey, observando que "transeúntes mexicanos y extranjeros" habían sido asesinados en México. Al mes siguiente, la revista de negocios América Economía borró a Monterrey de la parte de arriba de la lista de las mejores ciudades donde invertir en América Latina, un golpe para una ciudad que cosechó una bonanza de publicidad en 1999, cuando la revista Fortune la apodó la mejor ciudad latinoamericana para hacer negocios.
A los pocos días del artículos de América Economía, el presidente mexicano Felipe Calderón envió tropas federales a las calles de Monterrey, en el marco de una serie de asaltos militares contra los bastiones de los carteles en todo el país.
Los ricos de Monterrey -se dice que la ciudad es el hogar de más de una docena de las familias más poderosas de México- estaban bien preparados para resistir a la violencia en sus calles. Importantes multinacionales empezaron a contratar a fuerzas de seguridad armadas. Los ejecutivos y sus familias viajan ahora en burbujas de protección rodeados de guardaespaldas y viven detrás de altas murallas equipadas con sensores de movimiento y cámaras.
Pero la clase media de Monterrey, el orgullo de un estado que se jacta de que su ingreso per cápita anual es de catorce mil dólares o el doble del ingreso promedio nacional, se desesperó. Biti Rodríguez se encoge cada vez que mira el telediario en la noche. En su barrio, los padres ya no dejan que sus niños se vayan caminando a la escuela. Los directores de escuelas endurecieron las reglas sobre quién puede recoger a los niños.
Las autoridades saben que las escuelas privadas aceptan el dinero de los narcotraficantes para educar a sus hijos, pero "no hay nada que pueda hacer el gobierno para evitarlo", dijo Fasci.
Rodríguez se sintió obligada a hacer algo que nunca había hecho antes: Empezó a cerrar sus puertas con cerrojo, en su casa en los suburbios de Monterrey.

Infiltración del Bajo Mundo
Con cientos de millones de dólares fluyendo a los bolsillos de los narcotraficantes, las autoridades de aquí sospechan que el crimen organizado se ha diversificado, invirtiendo en empresas criminales como secuestros y contrabando de inmigrantes ilegales así como negocios legítimos como la propiedad inmobiliaria.
El hampa ha infiltrado los gobiernos de los estados y municipales y las fuerzas policiales, dañando la confianza en las instituciones públicas, aunque se ha sacado de las calles a unos cuatrocientos agentes de policía corruptos. Un concejal aquí calculaba en doscientas mil las personas en el estado de Nuevo León -cinco por ciento de la población- que pueden estar involucradas directa o indirectamente en el comercio de drogas.
Los políticos locales, especialmente en las numerosas municipalidades de Monterrey, dicen que creen que ellos son los blancos. Una tarde reciente un concejal del municipio, que habló a condición de guardar el anonimato, dijo que se sentía "amenazado constantemente" y que incluso las decisiones menos importantes se convierten en complicados laberintos que pueden paralizar a los ayuntamientos, temerosos de ganarse la mala voluntad de los barones de la droga.
Para protegerse a sí mismo, realiza extensas investigaciones, examinando todos los escenarios posibles sobre el posible efecto dominó de sus votos. Pero esas pesquisas también conllevan riesgos. "Si empiezas a hacer este tipo de preguntas", dijo, "a veces los narcos se enteran y se ponen nerviosos".
Aunque podría comprarse un coche, no lo hace. Dijo que conducir el mismo coche lo hacía más fácil de localizar, así que a veces se sube a un taxi, a veces a un autobús. Su ruta hacia la oficina la cambia todos los días -le toma más tiempo, pero se siente más seguro.
Su municipalidad y otros en Monterrey sufren de escasez de policías, pues los agentes renuncian antes que arriesgar sus vidas en una época en que han muerto asesinados decenas de agentes. Las autoridades dicen que las víctimas van de polis buenos que se enfrentan a los carteles, hasta policías corruptos muertos en enfrentamientos entre carteles.
José Antonio Samaniego Hernández puede haber sido uno de esos policías buenos, dijo su familia en una entrevista. Sobrevivió un intento de asesinato, pero fue atacado tres meses después cuando salía de la destartalada casa donde vivía en un pequeño dormitorio con su mujer, su hija y su madre. Samaniego ese día se convirtió en una cifra: la víctima por ejecución número 33 de 2007, de acuerdo al diario Milenio.
Pero para Ana Calderón García, 15, él era el agente de policía de más abajo, el tipo en uniforme que se paraba a hablar con los niños. Era también uno de la media docena de agentes de policía que había conocido -sea porque eran vecinos o porque se hablaban en la escuela- que habían sido asesinados a balazos.
Sin haber oído nunca un balazo en su vida, dijo Calderón, se ha asustado dos veces por armas de fuego. Una noche cuando salía de un Wal-Mart, ella y sus amigas vieron los cuerpos de los dos policías asesinados en el suelo del aparcadero.
"Eso cambió mi vida para siempre", dijo. "Ahora siempre miro a mi alrededor, preguntándome si me dispararán".
Aunque la mayoría de las víctimas de tiroteos en Monterrey han sido presuntamente narcotraficantes, también han caído víctimas inocentes, entre ellas una madre de 42 años, de cinco hijos, en el fuego cruzado durante una balacera en diciembre.
Los niños del curso de Calderón, como los niños de muchos otros lugares, antes soñaban con llegar a ser agentes de policía, y se ponían uniformes para jugar el elegante juego de policías y ladrones. Pero ya no lo hacen.
Vive a tres cuadras de una funeraria y se cubre las orejas cuando oye ulular a las sirenas. Cada vez que lo hace, dice, se susurra a sí misma: "Otro muerto".

6 de agosto de 2007
3 de agosto de 2007
©washington post
©traducción mQh
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