equivocarse en iraq
[Michael Ignatieff] Es un obstáculo para la lucidez creer que la política exterior de Estados Unidos sirve al plan de Dios de difundir la libertad humana.
La catástrofe en curso en Iraq ha lapidado el juicio político del presidente. Pero también ha lapidado el juicio de muchos otros, entre ellos yo, que, como comentaristas, apoyamos la invasión. Muchos creíamos, como me dijo un amigo exiliado iraquí la noche que empezó la guerra, que era la única posibilidad de que los miembros de su generación vivieran en libertad en su propio país. Qué distante parece ahora ese anhelo.
En 2005, después de dejar una posición académica en Harvard y volver a casa a Canadá para entrar en la vida política, seguí meditando sobre la debacle iraquí, tratando de entender cómo exactamente las opiniones que tengo que formular en la arena política, deben superar a las que presenté desde los márgenes. He aprendido que la adquisición del sentido común empieza en la política cuando admites tus errores.
El filósofo Isaiah Berlin dijo una vez que el problema con los académicos e intelectuales es que ellos se preocupan más de si las ideas son interesantes de si son correctas. Los políticos viven de acuerdo a principios, del mismo modo que los pensadores profesionales, pero no se pueden permitir el lujo de sostener ideas que sólo son interesantes. Tienen que trabajar con el pequeño número de ideas que son verídicas y el número todavía más reducido que son aplicables a la vida real. En la vida académica, las ideas falsas son simplemente falsas e inútiles con las que uno se puede divertir jugando. En la vida política, las ideas falsas pueden arruinar la vida de millones de personas, y las inútiles pueden malgastar preciosos recursos. La responsabilidad de un intelectual con sus ideas, es aceptar las consecuencias, cualesquiera sean. La responsabilidad de un político es manejar esas consecuencias e impedir que causen daño.
He aprendido que el sentido común en política se ve diferente al buen juicio en la vida intelectual. Entre intelectuales, las ideas giran sobre generalizaciones y en interpretar los hechos particulares como ejemplos de una idea mayor. En política, todo es lo que es y no otra cosa. Lo específico importa más que las generalidades. La teoría se convierte en un escollo.
El atributo en que se sostiene el sentido común entre políticos, es un cierto sentido de la realidad. "Lo que se llama la sabiduría entre estadistas", escribió Berlin, refiriéndose a figuras como Roosevelt y Churchill, "es antes la comprensión que el conocimiento -alguna noción con hechos relevantes que permite a los que los manejan, hacer encajar las cosas; qué se puede hacer en ciertas circunstancias y qué no se puede hacer, qué soluciones resultarán en qué situaciones y hasta qué punto, sin ser necesariamente capaces de explicar cómo saben todo esto ni siquiera qué saben". Los políticos no pueden ensimismarse en el mundo interior de su propia imaginación. No deben confundir el mundo tal como es, con el mundo que ellos quisiera que fuera. Tienen que ver a Iraq -o cualquier otra cosa- tal como es.
Como antiguo residente de Harvard, he aprendido que el sentido de realidad no siempre florece en instituciones de elite. En realidad, es una virtud callejera por excelencia. Los conductores de autobuses pueden exhibir una comprensión mucho más perspicaz que ganadores del Premio Nobel. El único modo en que podemos mejorar nuestro conocimiento de la realidad, es confrontar al mundo día a día y aprender, principalmente de nuestros errores, qué funciona y qué no. Sin embargo, las experiencias prolongadas pueden fallar tanto en la vida como en la política. Las experiencias pueden en aprisionar a los políticos en soluciones inútiles, encegueciéndoles ante el remedio que sí funciona.
Habiendo enseñado yo mismo ciencias políticas, tengo que decir que la disciplina promete más de lo que entrega. En la política práctica, la ciencia de la toma de decisiones no existe. Las evaluaciones vitales que hacen los políticos todos los días giran sobre personas: en quién confiar, a quién creer y a quién evitar. La cuestión de la lealtad emerge todos los días: ¿Quién nos traicionará y quién dirá la verdad? Tener buen juicio en estos asuntos, tener un conocimiento sólido de la realidad, exige confiar en algunas intuiciones muy poco científicas sobre la gente.
El sentido de realidad no es simplemente un conocimiento del mundo tal como es, sino también cómo puede ser. Como los grandes artistas, los grandes políticos ven posibilidades que otros no ven y luego tratan de convertirlas en realidad. Para dar nacimiento a algo, un político debe poseer un sentido de la oportunidad, de cuándo saltar y cuándo permanecer inmóvil. Bismarck señaló que el juicio político era la capacidad de oír, antes que cualquiera, el distante eco de los cascos del caballo de la historia.
Pocos de nosotros oímos esos caballos. A un primer ministro británico se le preguntó una vez qué hacía su trabajo tan difícil. "Los sucesos, chaval,", replicó con pesar. Frente a eventos inesperados, un virtuoso en política debe ser capaz de improvisar y mostrarse lo más imperturbable que pueda. La gente quiere liderazgo, e incluso cuando el líder es superado por los sucesos, todavía debe recordar que debe dar al pueblo las garantías que merece. Parte del buen juicio consiste en saber cuándo mantener las apariencias.
La improvisación no puede posponer el fracaso. Usualmente, el juego termina en lágrimas. Las carreras políticas terminan a menudo mal porque los políticos viven situaciones humanas: tomando opciones entre bienes concurrentes sólo armado de instintos ordinarios e información falible. Por supuesto, mejor información y criterios verificables para tomar decisiones, pueden reducir el margen de incertidumbre. Las criterios para medir el progreso en Iraq pueden ayudar a decidir por cuánto tiempo más debe Estados Unidos seguir allá. Pero al final, nadie sabe -porque nadie puede saberlo- qué puede hacer todavía Estados Unidos para estabilizar a Iraq.
La decisión que debe tomar Estados Unidos sobre Iraq es paradigmática del pensamiento político en sus circunstancias más difíciles. Quedarse y marcharse acarrean ambos enormes costes. Una cosa está clara: Los costes de quedarse los pagarán los estadounidenses, mientras que costes de marcharse irán mayormente a cuenta de los iraquíes. Eso sugiere en sí mismo cómo zanjarán este asuntos los políticos norteamericanos.
Pero deben decidir, y pronto. La dilación es todavía más onerosa en política que en la vida privada. La leyenda en el escritorio de Truman -‘La responsabilidad es mía' [The buck stops here!]- nos recuerda que aquellos que exhiben buen juicio en política, tienden a ser los que no encogen a la hora de hacerlos. En el caso de Iraq, decidir qué curso de acción tomar exige primero la admisión de que todos los otros cursos de acción han, de momento, fracasado. La frase ‘Fracasa de nuevo, fracasa mejor', de Samuel Beckett, capta la obstinación íntima que es necesaria en el arte de la política. Churchill y De Gaulle conservaron la fe en su propio juicio cuando los avispados creían que estaban equivocados. Su disposición a esperar por su reivindicación histórica, aunque remota, ahora parece grandeza. En el presidente actual, la misma fe de que la historia lo juzgará bondadosamente, parece una bruta testarudez.
Maquiavelo argumentaba que el juicio político, para ser efectivo, debía acatar principios más despiadados que los que serían aceptables en la vida corriente. Escribió que "es necesario que el príncipe que desee mantenerse en el poder, sepa cómo ser injusto, para utilizar esta injusticia de acuerdo a sus necesidades". Roosevelt y Churchill sabían cómo ser injustos, pero no exigieron ser juzgados según normas éticas diferentes que sus conciudadanos. Aceptaron que los líderes democráticos no pueden determinar sus propias normas morales, una restricción que se aplica en casa y en el extranjero: en Guantánamo, en Abu Ghraib y en todas partes. Deben vivir y ser juzgados por los mismos criterios que todo el mundo.
Sin embargo, en algunas áreas los juicios políticos y personales son muy diferentes. En la vida privada, uno se toma los ataques personalmente y tendrías que ser muy ganso si no lo hicieras. En política, si te tomas los ataques personalmente, te muestras vulnerable. Los políticos tienen que aprender a parecer invulnerables sin parecer inhumanos. Siendo humanos, seguro que serán insultados. Pero también tienen que aprender que la venganza, como se ha dicho, es un plato que mejor se sirve frío.
En política nada es personal, porque la política es teatro. Es parte del trabajo pretender que se tienen emociones que en realidad no sentimos. Es un espectáculo habitual en las legislaturas que los representantes se insulten unos a otros en la cámara y luego se retiren a beber en el bar. Esta económica hipocresía en la vida pública no existe en la vida privada. Allá jugamos en serio.
Pero entre amigos y familiares, también nos damos respiro. Nos completamos las frases. Lo que queremos decir importa más que lo que decimos. Esas mercedes no se dan en la política. En la vida pública, el lenguaje es a menudo un arma de guerra y se despliega en condiciones de enorme desconfianza. Todo lo que importa es lo que dijiste, no lo que quisiste decir. El reino político es un mundo de lunática literalidad. La más pequeña grieta en tu armadura -entre lo que quieres decir y lo que dices- puede ser escudriñada abiertamente, para introducirte luego un cuchillo.
En la vida privada, pagamos el precio de nuestros propios errores. En la vida pública, los errores de un político los pagan primero los otros. Tener buen juicio significa entender cómo ser responsable ante aquellos que pagan el precio de tus decisiones. Edmund Burke, cuando fue elegido por primera vez a la Cámara de Comunes, dijo a los votantes de Bristol que él nunca sacrificaría sus decisiones a la presión de sus opiniones. No creo que mis electores se sientan complacidos con este juicio. A veces, renunciar a mi opinión y adoptar la de ellos es la esencia de mi trabajo. Provisto, claro está, que no sacrifique mis principios.
Los principios fijos importan. Hay algunos bienes que no pueden ser transados, algunas líneas que no se pueden cruzar, alguna gente que no debe ser traicionada nunca. Pero las ideas fijas dogmáticas son usualmente enemigas del buen juicio. Es un obstáculo para la lucidez creer que la política exterior de Estados Unidos sirve al plan de Dios de difundir la libertad humana. El pensamiento ideológico de este tipo tuerce lo que Kant llamaba "la torcida madera de la humanidad" para ajustarse a una ilusión abstracta. Los políticos con buen juicio tuercen los criterios para ajustarse a la madera humana. Después de todo, no se pueden tener todas las cosas buenas al mismo tiempo, ni en la vida ni en la política.
En mis clases de ciencias políticas, acostumbraba a enseñar que el ejercicio del buen juicio quería decir tomar buenas decisiones en políticas públicas. En el mundo real, las malas políticas públicas pueden a menudo convertirse en políticas en realidad muy populares. Resistir al pueblo no es fácil, porque resistirlo no es siempre lo más inteligente. En política, el buen juicio es turbio. El buen juicio quiere decir equilibrar administración y política en imperfectos compromisos que dejan siempre a alguien nada de contento -a menudo, tú mismo.
Conocer la diferencia entre un buen y un mal compromiso es más importante en política que apegarse a los principios puros a cualquier precio. Un buen compromiso restituye la paz y permite que los dos partidos sigan sus asuntos con la sensación de que sus intereses vitales han sido respetados. Un mal compromiso renuncia al interés público ante la coerción o la fuerza.
Medir un buen juicio en política no es fácil. Las campañas y las primarias ponen a prueba el carisma, aguante, capacidad de recaudar fondos y capacidad retórica del candidato, pero no necesariamente la pertinencia de sus criterios cuando asuma el cargo y se encuentre bajo fuego.
Podemos poner a prueba el sentido común preguntando, en el caso de Iraq, quién anticipó mejor las cosas como finalmente ocurrieron. Pero muchos de aquellos que anticiparon correctamente la catástrofe, la anticiparon no tanto por ejercer su buen juicio, sino por consentir en la ideología. Se opusieron a la invasión porque creían que el presidente sólo quería el petróleo o porque creían que Estados Unidos está siempre y en cualquier parte, equivocado.
Las personas que mostraron verdaderamente buen juicio en el caso de Iraq predijeron las consecuencias que tomaron lugar, pero también evaluaron correctamente los motivos que condujeron a la acción. No poseían necesariamente más conocimientos que el resto de nosotros. Trabajaron duramente, como todo el mundo, con los mismos datos de inteligencia erróneos y la falta de conocimiento sobre la resquebrajada historia religiosa de Iraq. Lo que no hicieron fue tomar los sueños por realidad. No supusieron, como supuso el presidente Bush, que debido a que creían en la integridad de sus motivos, todos en la región tendrían que creer en ellos. No supusieron que un estado libre podía surgir sobre la base de treinta y cinco años de terror policial. No supusieron que Estados Unidos tenía el poder para modelar los resultados políticos en un país remoto sobre el que los estadounidenses apenas sabían algo. No creyeron que porque Estados Unidos defendiera los derechos humanos y la libertad en Bosnia y Kosovo, tendría que hacer lo mismo en Iraq. Evitaron todos esos errores.
Yo cometí algunos de estos errores y, también, algunos más de mi propia cosecha. La lección que saco para el futuro es no dejarme influir demasiado por las pasiones de personas que admiro -los exiliados iraquíes, por ejemplo- y no dejarme llevar por mis emociones. Yo viajé al norte de Iraq en 1992. Vi lo que hizo Saddam Hussein a los kurdos. De ese momento en adelante, pensé que tenía que marcharse. Mis convicciones tenían toda la autoridad de la experiencia personal, pero por esa misma razón dejé que mis emociones me hicieran ignorar preguntas difíciles como: ¿Pueden kurdos, sunníes y chiíes mantener unidos en paz lo que Saddam Hussein mantuvo unido por el terror? Debería haber sabido que las emociones en la política, como en la vida, tienden a auto-justificarse, y en asuntos de juicio político último, nada, ni siquiera tus propios sentimientos, debe estar exento de la carga de la justificación mediante debates y alegatos.
En política, el buen juicio depende de ser un juez crítico de ti mismo. No se trató solamente de que el presidente no se preocupó de entender a Iraq. Tampoco se preocupó de entenderse a sí mismo. El sentido de realidad que pudo haberlo salvado de la catástrofe habría tomado la forma de una alarma sonando dentro, diciéndole que no sabía lo que estaba haciendo. Pero entonces, es dudoso que alguna alarma haya sonado alguna vez en él. Ha llevado una vida protegida, y en las vidas protegidas no suenan las alarmas.
La gente con buen juicio oye las alarmas interiores. Los líderes prudentes se obliga a escuchar igualmente a partidarios y opositores del curso de acción que están pensando decidir. No suponen que sus propias buenas intenciones garanticen buenos resultados. No suponen que saben todo lo que deben saber. Si el poder corrompe, corrompe este sexto sentido de las limitaciones personales sobre las que descansa la prudencia.
Un líder prudente salvará a las democracias de lo peor, pero líderes prudentes no inspirarán a que una democracia dé lo mejor de sí. Los pueblos demócratas están siempre buscando algo más que prudencia en un líder: arrojo, visión y disposición a correr el riesgo de fracasar. Se puede confiar en líderes osados provisto que muestren algún asomo de saber qué significa perder. Deben ser hombres que conocen el dolor, como dijo el profeta Isaías, hombres y mujeres que no han llevado vidas protegidas, que entienden cómo somos realmente, que nunca abandonamos la esperanza y sabemos que están en la política porque quieren hacer algo mejor de su país. Son líderes en cuyo juicio, aunque a veces se equivoquen, todavía confiamos.
En 2005, después de dejar una posición académica en Harvard y volver a casa a Canadá para entrar en la vida política, seguí meditando sobre la debacle iraquí, tratando de entender cómo exactamente las opiniones que tengo que formular en la arena política, deben superar a las que presenté desde los márgenes. He aprendido que la adquisición del sentido común empieza en la política cuando admites tus errores.
El filósofo Isaiah Berlin dijo una vez que el problema con los académicos e intelectuales es que ellos se preocupan más de si las ideas son interesantes de si son correctas. Los políticos viven de acuerdo a principios, del mismo modo que los pensadores profesionales, pero no se pueden permitir el lujo de sostener ideas que sólo son interesantes. Tienen que trabajar con el pequeño número de ideas que son verídicas y el número todavía más reducido que son aplicables a la vida real. En la vida académica, las ideas falsas son simplemente falsas e inútiles con las que uno se puede divertir jugando. En la vida política, las ideas falsas pueden arruinar la vida de millones de personas, y las inútiles pueden malgastar preciosos recursos. La responsabilidad de un intelectual con sus ideas, es aceptar las consecuencias, cualesquiera sean. La responsabilidad de un político es manejar esas consecuencias e impedir que causen daño.
He aprendido que el sentido común en política se ve diferente al buen juicio en la vida intelectual. Entre intelectuales, las ideas giran sobre generalizaciones y en interpretar los hechos particulares como ejemplos de una idea mayor. En política, todo es lo que es y no otra cosa. Lo específico importa más que las generalidades. La teoría se convierte en un escollo.
El atributo en que se sostiene el sentido común entre políticos, es un cierto sentido de la realidad. "Lo que se llama la sabiduría entre estadistas", escribió Berlin, refiriéndose a figuras como Roosevelt y Churchill, "es antes la comprensión que el conocimiento -alguna noción con hechos relevantes que permite a los que los manejan, hacer encajar las cosas; qué se puede hacer en ciertas circunstancias y qué no se puede hacer, qué soluciones resultarán en qué situaciones y hasta qué punto, sin ser necesariamente capaces de explicar cómo saben todo esto ni siquiera qué saben". Los políticos no pueden ensimismarse en el mundo interior de su propia imaginación. No deben confundir el mundo tal como es, con el mundo que ellos quisiera que fuera. Tienen que ver a Iraq -o cualquier otra cosa- tal como es.
Como antiguo residente de Harvard, he aprendido que el sentido de realidad no siempre florece en instituciones de elite. En realidad, es una virtud callejera por excelencia. Los conductores de autobuses pueden exhibir una comprensión mucho más perspicaz que ganadores del Premio Nobel. El único modo en que podemos mejorar nuestro conocimiento de la realidad, es confrontar al mundo día a día y aprender, principalmente de nuestros errores, qué funciona y qué no. Sin embargo, las experiencias prolongadas pueden fallar tanto en la vida como en la política. Las experiencias pueden en aprisionar a los políticos en soluciones inútiles, encegueciéndoles ante el remedio que sí funciona.
Habiendo enseñado yo mismo ciencias políticas, tengo que decir que la disciplina promete más de lo que entrega. En la política práctica, la ciencia de la toma de decisiones no existe. Las evaluaciones vitales que hacen los políticos todos los días giran sobre personas: en quién confiar, a quién creer y a quién evitar. La cuestión de la lealtad emerge todos los días: ¿Quién nos traicionará y quién dirá la verdad? Tener buen juicio en estos asuntos, tener un conocimiento sólido de la realidad, exige confiar en algunas intuiciones muy poco científicas sobre la gente.
El sentido de realidad no es simplemente un conocimiento del mundo tal como es, sino también cómo puede ser. Como los grandes artistas, los grandes políticos ven posibilidades que otros no ven y luego tratan de convertirlas en realidad. Para dar nacimiento a algo, un político debe poseer un sentido de la oportunidad, de cuándo saltar y cuándo permanecer inmóvil. Bismarck señaló que el juicio político era la capacidad de oír, antes que cualquiera, el distante eco de los cascos del caballo de la historia.
Pocos de nosotros oímos esos caballos. A un primer ministro británico se le preguntó una vez qué hacía su trabajo tan difícil. "Los sucesos, chaval,", replicó con pesar. Frente a eventos inesperados, un virtuoso en política debe ser capaz de improvisar y mostrarse lo más imperturbable que pueda. La gente quiere liderazgo, e incluso cuando el líder es superado por los sucesos, todavía debe recordar que debe dar al pueblo las garantías que merece. Parte del buen juicio consiste en saber cuándo mantener las apariencias.
La improvisación no puede posponer el fracaso. Usualmente, el juego termina en lágrimas. Las carreras políticas terminan a menudo mal porque los políticos viven situaciones humanas: tomando opciones entre bienes concurrentes sólo armado de instintos ordinarios e información falible. Por supuesto, mejor información y criterios verificables para tomar decisiones, pueden reducir el margen de incertidumbre. Las criterios para medir el progreso en Iraq pueden ayudar a decidir por cuánto tiempo más debe Estados Unidos seguir allá. Pero al final, nadie sabe -porque nadie puede saberlo- qué puede hacer todavía Estados Unidos para estabilizar a Iraq.
La decisión que debe tomar Estados Unidos sobre Iraq es paradigmática del pensamiento político en sus circunstancias más difíciles. Quedarse y marcharse acarrean ambos enormes costes. Una cosa está clara: Los costes de quedarse los pagarán los estadounidenses, mientras que costes de marcharse irán mayormente a cuenta de los iraquíes. Eso sugiere en sí mismo cómo zanjarán este asuntos los políticos norteamericanos.
Pero deben decidir, y pronto. La dilación es todavía más onerosa en política que en la vida privada. La leyenda en el escritorio de Truman -‘La responsabilidad es mía' [The buck stops here!]- nos recuerda que aquellos que exhiben buen juicio en política, tienden a ser los que no encogen a la hora de hacerlos. En el caso de Iraq, decidir qué curso de acción tomar exige primero la admisión de que todos los otros cursos de acción han, de momento, fracasado. La frase ‘Fracasa de nuevo, fracasa mejor', de Samuel Beckett, capta la obstinación íntima que es necesaria en el arte de la política. Churchill y De Gaulle conservaron la fe en su propio juicio cuando los avispados creían que estaban equivocados. Su disposición a esperar por su reivindicación histórica, aunque remota, ahora parece grandeza. En el presidente actual, la misma fe de que la historia lo juzgará bondadosamente, parece una bruta testarudez.
Maquiavelo argumentaba que el juicio político, para ser efectivo, debía acatar principios más despiadados que los que serían aceptables en la vida corriente. Escribió que "es necesario que el príncipe que desee mantenerse en el poder, sepa cómo ser injusto, para utilizar esta injusticia de acuerdo a sus necesidades". Roosevelt y Churchill sabían cómo ser injustos, pero no exigieron ser juzgados según normas éticas diferentes que sus conciudadanos. Aceptaron que los líderes democráticos no pueden determinar sus propias normas morales, una restricción que se aplica en casa y en el extranjero: en Guantánamo, en Abu Ghraib y en todas partes. Deben vivir y ser juzgados por los mismos criterios que todo el mundo.
Sin embargo, en algunas áreas los juicios políticos y personales son muy diferentes. En la vida privada, uno se toma los ataques personalmente y tendrías que ser muy ganso si no lo hicieras. En política, si te tomas los ataques personalmente, te muestras vulnerable. Los políticos tienen que aprender a parecer invulnerables sin parecer inhumanos. Siendo humanos, seguro que serán insultados. Pero también tienen que aprender que la venganza, como se ha dicho, es un plato que mejor se sirve frío.
En política nada es personal, porque la política es teatro. Es parte del trabajo pretender que se tienen emociones que en realidad no sentimos. Es un espectáculo habitual en las legislaturas que los representantes se insulten unos a otros en la cámara y luego se retiren a beber en el bar. Esta económica hipocresía en la vida pública no existe en la vida privada. Allá jugamos en serio.
Pero entre amigos y familiares, también nos damos respiro. Nos completamos las frases. Lo que queremos decir importa más que lo que decimos. Esas mercedes no se dan en la política. En la vida pública, el lenguaje es a menudo un arma de guerra y se despliega en condiciones de enorme desconfianza. Todo lo que importa es lo que dijiste, no lo que quisiste decir. El reino político es un mundo de lunática literalidad. La más pequeña grieta en tu armadura -entre lo que quieres decir y lo que dices- puede ser escudriñada abiertamente, para introducirte luego un cuchillo.
En la vida privada, pagamos el precio de nuestros propios errores. En la vida pública, los errores de un político los pagan primero los otros. Tener buen juicio significa entender cómo ser responsable ante aquellos que pagan el precio de tus decisiones. Edmund Burke, cuando fue elegido por primera vez a la Cámara de Comunes, dijo a los votantes de Bristol que él nunca sacrificaría sus decisiones a la presión de sus opiniones. No creo que mis electores se sientan complacidos con este juicio. A veces, renunciar a mi opinión y adoptar la de ellos es la esencia de mi trabajo. Provisto, claro está, que no sacrifique mis principios.
Los principios fijos importan. Hay algunos bienes que no pueden ser transados, algunas líneas que no se pueden cruzar, alguna gente que no debe ser traicionada nunca. Pero las ideas fijas dogmáticas son usualmente enemigas del buen juicio. Es un obstáculo para la lucidez creer que la política exterior de Estados Unidos sirve al plan de Dios de difundir la libertad humana. El pensamiento ideológico de este tipo tuerce lo que Kant llamaba "la torcida madera de la humanidad" para ajustarse a una ilusión abstracta. Los políticos con buen juicio tuercen los criterios para ajustarse a la madera humana. Después de todo, no se pueden tener todas las cosas buenas al mismo tiempo, ni en la vida ni en la política.
En mis clases de ciencias políticas, acostumbraba a enseñar que el ejercicio del buen juicio quería decir tomar buenas decisiones en políticas públicas. En el mundo real, las malas políticas públicas pueden a menudo convertirse en políticas en realidad muy populares. Resistir al pueblo no es fácil, porque resistirlo no es siempre lo más inteligente. En política, el buen juicio es turbio. El buen juicio quiere decir equilibrar administración y política en imperfectos compromisos que dejan siempre a alguien nada de contento -a menudo, tú mismo.
Conocer la diferencia entre un buen y un mal compromiso es más importante en política que apegarse a los principios puros a cualquier precio. Un buen compromiso restituye la paz y permite que los dos partidos sigan sus asuntos con la sensación de que sus intereses vitales han sido respetados. Un mal compromiso renuncia al interés público ante la coerción o la fuerza.
Medir un buen juicio en política no es fácil. Las campañas y las primarias ponen a prueba el carisma, aguante, capacidad de recaudar fondos y capacidad retórica del candidato, pero no necesariamente la pertinencia de sus criterios cuando asuma el cargo y se encuentre bajo fuego.
Podemos poner a prueba el sentido común preguntando, en el caso de Iraq, quién anticipó mejor las cosas como finalmente ocurrieron. Pero muchos de aquellos que anticiparon correctamente la catástrofe, la anticiparon no tanto por ejercer su buen juicio, sino por consentir en la ideología. Se opusieron a la invasión porque creían que el presidente sólo quería el petróleo o porque creían que Estados Unidos está siempre y en cualquier parte, equivocado.
Las personas que mostraron verdaderamente buen juicio en el caso de Iraq predijeron las consecuencias que tomaron lugar, pero también evaluaron correctamente los motivos que condujeron a la acción. No poseían necesariamente más conocimientos que el resto de nosotros. Trabajaron duramente, como todo el mundo, con los mismos datos de inteligencia erróneos y la falta de conocimiento sobre la resquebrajada historia religiosa de Iraq. Lo que no hicieron fue tomar los sueños por realidad. No supusieron, como supuso el presidente Bush, que debido a que creían en la integridad de sus motivos, todos en la región tendrían que creer en ellos. No supusieron que un estado libre podía surgir sobre la base de treinta y cinco años de terror policial. No supusieron que Estados Unidos tenía el poder para modelar los resultados políticos en un país remoto sobre el que los estadounidenses apenas sabían algo. No creyeron que porque Estados Unidos defendiera los derechos humanos y la libertad en Bosnia y Kosovo, tendría que hacer lo mismo en Iraq. Evitaron todos esos errores.
Yo cometí algunos de estos errores y, también, algunos más de mi propia cosecha. La lección que saco para el futuro es no dejarme influir demasiado por las pasiones de personas que admiro -los exiliados iraquíes, por ejemplo- y no dejarme llevar por mis emociones. Yo viajé al norte de Iraq en 1992. Vi lo que hizo Saddam Hussein a los kurdos. De ese momento en adelante, pensé que tenía que marcharse. Mis convicciones tenían toda la autoridad de la experiencia personal, pero por esa misma razón dejé que mis emociones me hicieran ignorar preguntas difíciles como: ¿Pueden kurdos, sunníes y chiíes mantener unidos en paz lo que Saddam Hussein mantuvo unido por el terror? Debería haber sabido que las emociones en la política, como en la vida, tienden a auto-justificarse, y en asuntos de juicio político último, nada, ni siquiera tus propios sentimientos, debe estar exento de la carga de la justificación mediante debates y alegatos.
En política, el buen juicio depende de ser un juez crítico de ti mismo. No se trató solamente de que el presidente no se preocupó de entender a Iraq. Tampoco se preocupó de entenderse a sí mismo. El sentido de realidad que pudo haberlo salvado de la catástrofe habría tomado la forma de una alarma sonando dentro, diciéndole que no sabía lo que estaba haciendo. Pero entonces, es dudoso que alguna alarma haya sonado alguna vez en él. Ha llevado una vida protegida, y en las vidas protegidas no suenan las alarmas.
La gente con buen juicio oye las alarmas interiores. Los líderes prudentes se obliga a escuchar igualmente a partidarios y opositores del curso de acción que están pensando decidir. No suponen que sus propias buenas intenciones garanticen buenos resultados. No suponen que saben todo lo que deben saber. Si el poder corrompe, corrompe este sexto sentido de las limitaciones personales sobre las que descansa la prudencia.
Un líder prudente salvará a las democracias de lo peor, pero líderes prudentes no inspirarán a que una democracia dé lo mejor de sí. Los pueblos demócratas están siempre buscando algo más que prudencia en un líder: arrojo, visión y disposición a correr el riesgo de fracasar. Se puede confiar en líderes osados provisto que muestren algún asomo de saber qué significa perder. Deben ser hombres que conocen el dolor, como dijo el profeta Isaías, hombres y mujeres que no han llevado vidas protegidas, que entienden cómo somos realmente, que nunca abandonamos la esperanza y sabemos que están en la política porque quieren hacer algo mejor de su país. Son líderes en cuyo juicio, aunque a veces se equivoquen, todavía confiamos.
Michael Ignatieff fue profesor en Harvard y escritor para este diario, y es miembro del parlamento canadiense y vicepresidente del Partido Liberal.
10 de agosto de 2007
©new york times
©traducción mQh
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