separados por la muerte
anna.gorman@latimes.com 18 de abril de 2008
Ninguno de ellos tenía coche ni licencia de conducir. Así que se vistieron y empezaron a caminar hacia el Doctors Hospital de Los Angeles del Este, a una cuadra de distancia.
Trujillo tuvo que parar al otro lado de la calle frente a la unidad de urgencias mientras García corría a buscar ayuda. Volvió con una silla de ruedas y un asistente, y la pareja se dirigió a toda prisa hacia el hospital.
Sabían que se trataba de una bebita, y ya habían elegido su nombre: Nicole.
Pero ahora los latidos del corazón del bebé latían lentamente, así que Trujillo empezó a pujar tan pronto como llegó el doctor.
"Estaba preocupado", dijo García. "No sabía qué pasaría".
Nicole nació el 25 de enero a las 4:22 de la mañana. Pero no respiraba y su corazón había dejado de latir. Los doctores no pudieron salvarla.
Minutos después García cogió las manos de Trujillo, tratando de consolarla, cuando ella empezó a vomitar sangre.
"Por favor, que no me pase lo que le pasó al bebé", suplicó Trujillo, llorando.
El doctor llevó a Trujillo a cirugía para tratar de detener la hemorragia. Pero a la una de la tarde, Trujillo estaba muerta.
"Me quería morir", dijo García.
Sus penurias no habían terminado. Cuando lloraba la muerte de su novia y su hijita, García se dio cuenta de que su decisión de cuatro años antes de cruzar furtivamente la frontera estaba a punto de convertirse en un fracaso.
En momentos en que la mayoría de las familias se reúnen para dar expresión a su dolor, familias como las de Trujiilo se encuentran separadas por su decisión inicial de cruzar la frontera ilegalmente, su deseo de sepultar a sus parientes en el país natal y su temor de no poder volver si viajan a México.
El consulado mexicano en Los Angeles paga el viaje final de los inmigrantes a casa en casos en que la familia no puede hacerlo. En los últimos cuatro años, el consulado ha enviado a México a más de mil personas para su entierro allá. El cónsul general Juan Marcos Gutiérrez-González dijo que la situación de los familiares sin documentos que no pueden acompañar a los difuntos "es la peor de todas".
"Es la experiencia más directa del sufrimiento humano", dijo.
Pero Dan Stein, presidente de la Federación por la Reforma de la Inmigración en Estados Unidos dijo que ese es el precio que pagan los inmigrantes ilegales por quebrantar la ley.
"Tenemos fronteras y tenemos leyes de inmigración", dijo. "La gente que decide saltarse las leyes tiene que aceptar las consecuencias".
García quería sepultar a Trujillo y su bebé en Los Angeles. La familia de Trujillo -tanto en Estados Unidos como en México- quería enterrarla en su ciudad natal y donde sus padres todavía vivían. Tres de sus hijos de un matrimonio anterior también vivían en México.
"Mi hermana siempre luchó por tener aquí una vida mejor", dijo Elizabeth Trujillo, que vive en Los Angeles. "Pero somos mexicanos y queremos volver al lugar donde nacimos".
Alberta Trujillo salió de su pueblo de Pericotepe cuando tenía once, abandonando la escuela para acompañar a su hermana mayor a Ciudad de México. Se casó cuando era adolescente y tuvo cuatro hijos. El suyo fue un matrimonio difícil y terminó mal, dijo su familia.
En 1999 Trujillo decidió marcharse al norte, dejando a sus hijos en casa y cruzando ilegalmente la frontera norteamericana. Vivía en Los Angeles del Este, donde se ganaba la vida cocinando en una cantina y vendiendo productos cosméticos y Tupperware. Trujillo envió dinero a su familia para que compraran un terreno y construyó una casa justo en las afueras de Ciudad de México. Trujillo volvió en 2001 para ver a sus hijos y su casa y divorciarse. Su hijo mayor, Miguel Ramos, se fue a vivir con ella. Quería construir una segunda planta en su casa y abrir una pequeña tienda en el barrio.
Pero después de cuatro años, Trujillo decidió volver a Estados Unidos y ganar más dinero. Quería llevar a sus hijos, pero sólo sus dos hijas hicieron el viaje con ella. Una de ellas volvió a México poco después.
Ramos, ahora de 22 y todavía en México, apoyó la decisión de su madre de marcharse, pese a que se perdería su graduación y el nacimiento de su primer hijo.
"Pero lo que yo quería era que fuera feliz, más que estuviera conmigo", dijo.
En la Nochebuena de 2006 en Los Angeles, Trujillo conoció a García, que estaba trabajando en la construcción y viviendo con amigos. Ella tenía 37, y él 26, y empezaron a salir pese a la diferencia de edad. El Día de los Enamorados, le dijo que estaba enamorado de ella. No tenía mucho que ofrecerle, pero le prometió cuidarla.
"Yo quería que viviera como una reina", dijo García.
Según dijeron sus hermanos, Trujillo se veía feliz por primera vez en muchos años. García, que había perdido a sus dos padres, también esperaba empezar de nuevo. Empezaron a vivir juntos y en la primavera Trujillo se dio cuenta de que estaba embarazada.
"Estábamos esperando al bebé con mucha alegría", dijo García.
El forense determinó que Trujillo murió cuando el fluido amniótico llegó a su sangre. Su bebé murió después de que la rotura de la placenta le hiciera perder oxígeno y sangre. Emergency Medi-Cal pagó la cuenta del hospital.
Familiares y amigos se reunieron todas las noches para rezar el rosario en una tienda blanca en el camino de entrada a su casa en Los Angeles del Este, donde vivían Trujillo y García. Colocaban velas y ramos de flores en torno a un foto enmarcada de Trujillo y un impreso de la ecografía del bebé. Un banderín en una de las coronas decía en letras brillantes: ‘Descansa en paz’.
Rezaron. Cantaron. Y mientras comían tamales y bebían chocolate caliente, se contaban historias de Trujillo. En la casa, la cuna de Nicole estaba vacía, hecha con ropa de cama del Oso Pooh y llena de pañales, polvos talcos, botines tejidos y ropa de bebé todavía con las etiquetas.
García y cuatro de los hermanos de Trujillo en Estados Unidos son ilegales. Volver a México con el cuerpo significaría hacer un viaje caro y peligroso para sus trabajos y sus hijos nacidos en Estados Unidos. Decidieron que los cuerpos de Trujillo y su bebita serían enviados a México. Ellos, pese a todo, se quedarían en Estados Unidos.
"Murió donde vivía", dijo su hermano Fernando Trujillo. "Pero allá también hay gente esperándola".
García pidió ayuda en el consulado mexicano, que accedió a pagar las expensas y le recomendaron a una funeraria local.
Una noche, García fue a la funeraria a entregar ropa para Trujillo y el bebé. Metió la mano en una bolsa de plástico y sacó la ropa de Trujillo prenda por prenda: una blusa amarilla, un par de calcetas y un pijama.
"Esto es... no sé, ¿un sombrerito?", dijo García, apretándolo.
El velatorio y la misa tomó lugar el jueves noche. En la capilla, Nicole yacía acunada en los brazos de su madre en un sencillo ataúd negro. Trujillo llevaba una blusa amarilla abotonada debajo de un traje negro. Tenía los labios pintados de rosado y su pelo estirado hacia atrás.
Parado frente a un mural de Jesús entre las nubes, un sacerdote asperjó agua sobre la cabeza de Nicole y la bautizó en la fe católica. Luego le dijo a García que se acercara al ataúd.
Desde que murieran, era la primera vez que veía a su novia y bebé. García se persignó y volvió rápidamente a su asiento, tratando de contener sus lágrimas. A la mañana siguiente en el tanatorio, García tomó en brazos al bebé y miró su cara pálida. "No quería que te pasara esto, preciosa", susurró mientras la besaba en la frente. "Duerme, mi bebita. Te quiero mucho, cariño".
Luego se dirigió hacia el ataúd. Tocó levemente la cara de Trujillo y le acomodó su collar de cuentas.
"Algún día estaremos juntos", dijo, con la voz temblorosa. "Ahora estamos casados. Eres el amor de mi vida".
En Cholula, México, la hermana de Trujillo, Felicitas, y su hermano Artemio fueron a una funeraria a escoger un ataúd. La familia estaba usando donaciones para comprar un nuevo ataúd para remplazar el de madera contrachapada donado por el consulado mexicano.
"¿Cuál es el más barato, de pino?", preguntó Artemio a uno de los empleados de la funeraria.
"Ese, a 4.800 pesos [unos 450 dólares]", respondió el empleado.
"Es muy sencillo. Este es más bonito. ¿Cuánto es?"
"Seis mil pesos", dijo.
Felicitas colocó su mano encima del ataúd, que tenía un relieve de una afligida Virgen María. Artemio sacó una foto del ataúd con su celular y la envió a sus hermanos en Los Angeles, que ayudarían a pagarlo.
Los cuerpos viajaron en un vuelo de carga de Los Angeles a Ciudad de México. Empleados de la funeraria de Cholula retiraron el ataúd, lo subieron al coche fúnebre y lo trasladaron a la funeraria.
Cuando los hombres trasladaban el cuerpo al nuevo ataúd de madera, pasaron el bebé muerto a su tía. Felicitas Trujillo cogió al bebé brevemente, diciendo solamente: "Chiquita". Luego cogió la mano de su hermana antes de alejarse.
Felicitas dijo que sabía que García quería que su hermana fuera enterrada en Estados Unidos, pero que ella pertenecía aquí.
"Le agradezco porque hizo feliz a mi hermana", dijo. "Pero aquí está la familia... Aquí están las tradiciones que allá no existen".
En Pericotepec, un pueblo de setecientos habitantes, los padres de Trujillo llevaban esperando más de dos semanas por el retorno de su hija. Cuando el coche fúnebre de Cholula llegó poco antes de las seis de la mañana, estaban entre las dos hileras de familiares con velas y flores en sus manos.
"¡Aplausos!", gritó una mujer, haciendo que los otros aplaudieran y gritaran "¡Alberta!" Entre balones y cintas blancos y negros, un enorme letrero decía: "Bienvenida Difunta Alberta Trujillo Hernández".
La triste llegada a casa subrayaba la diferencia en cómo son vistos los inmigrantes ilegales en México y en Estados Unidos. En México son vistos a menudo como héroes que se esforzaron en el trabajo e hicieron inmensos sacrificios para mantener a sus familias.
Los tres hijos mayores de Trujillo ayudaron a colocar el ataúd en una mesa. Anabel Ramos, 21, arregló las flores en los bordes de la mesa. Josué, 17, apoyó su cabeza en la parte inferior del ataúd. Miguel Ramos miró la cara de su madre y suspiró profundamente.
Colocaron rosas blancas y gardenias en el interior del ataúd, junto con una rosa espinuda para que Trujillo pudiera protegerse de enemigos en su camino al cielo. También colocaron botellas de agua y leche para Nicole.
Los padres dijeron que no entendían por qué se había marchado al norte. ¿Hay algo más importante que estar junto a la familia? Incluso después de conocer a García, podría haber vuelto a casa con él, dijeron.
"Habría sido pobre, pero habría estado cerca de nosotros", dijo su madre, Delfina Hernández, 66. "Y yo habría podido verla en vida una vez más".
Su padre, Eduardo Trujillo, 70, dijo que había hecho lo posible para que sus hijos fueran felices en México y no tuvieran que viajar a Estados Unidos. Ahora, con su primer hijo muerto, de sus doce, Trujillo dijo que quería que volvieran a casa.
"Nos gustaría que volvieran todos, a su tierra, a su país, México", dijo. "Pero son ellos los que deciden, no yo".
Vecinos y amigos se acercaron a la casa al caer la noche. De vez en vez, alguien del grupo dirigía las oraciones frente al ataúd. Las mujeres cocinaban y fregaban los platos debajo de un enorme mezquite. Los hombres se acurrucaron en torno a una fogata, bebiendo arroz con leche. Cerdos y gallos deambulaban por el lugar.
En un momento, algunos de los familiares de Trujillo se reunieron en un cuarto de la casa para mirar un DVD con fotos de Estados Unidos. Había fotografías de Trujillo y sus hermanos durante un asado y jugando con niños.
El hermano de Trujillo detectó a un hombre que no conocía y preguntó si acaso era García.
"¿Margarito?", dijo Miguel, el hijo de Trujillo. "No lo sé. No lo vi nunca".
El día de la sepultura, dos niñas arrojaron pétalos de flores cuando encabezaban la procesión hacia el cementerio por el camino principal del pueblo. Decenas de deudos, con incienso, velas y flores en sus manos caminaban junto a los hombres que portaban el ataúd. Cuando pasaron frente a la escuela primaria y las casas, las campanas de la iglesia se echaron a repicar y una cálida brisa envolvió en polvo a la procesión. Un grupo de mariachis -vestido en apretados trajes y con corbatines rojos- cantaron canciones de amor y pérdidas.
Cruces de metal, flores secas y lápidas manuscritas salpicaban el pequeño cementerio.
Sin palabras casi, amigos y familiares besaron el ataúd de Trujillo y rezaron en voz alta. La madre de Trujillo se sentó en el suelo y cubrió su cara con pañuelos. Los familiares corrieron a ofrecerle agua y a abanicarla con sus sombreros.
"Dios mío, te pido que veles por su alma", lloró.
Los palafreneros usaron gruesas cuerdas para bajar el ataúd en la fosa. "Poco a poco", dijo el padre de Trujillo, guiándolos. "Lentamente, muchachos".
Las mujeres se apresuraron a acomodar ramos de azucenas, rosas y gardenias. Se cogieron todos de las manos y rezaron por última vez. Los tres hijos de Trujillo fueron los últimos en marcharse.
Miguel Ramos se apoyó contra un árbol con sus puños apretados. Hubiese deseado que en este tiempo de duelo estuviesen todos juntos, pero se había acostumbrado al hecho de que su familia estaba separada por la frontera.
"Nos unimos en momentos de necesidad", dijo. "No importa si estamos aquí o allá".
2 de abril de 2008
©los angeles times
cc traducción mQh
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