la muerte de un trotamundos
hector.tobar@latimes.com Alex Renderos en San Salvador contribuyó a este reportaje. 15 de septiembre de 2008
Salió a mediados de los años sesenta, cruzó el Pacífico en un buque de carga, escaló el Monte Kilimanjaro en Tanzania, y siguió viajando, durante dos décadas en total, recorriendo más de sesenta países. Donde quiera que iba, llevaba un diario de vida y escribía a mamá y papá a Urbana, Illinois.
Poco después de llegar a este país centroamericano en 1979, Sanderson inició su proeza más audaz: Se incorporó a un ejército guerrillero.
"Las rocas no te protegen demasiado, y las balas, como dicen, son muchas y rápidas", escribió Sanderson en su diario, describiendo un ataque de helicóptero contra su columna de combatientes rebeldes. "Sonaban como niños tratando de silbar después de comer galletas. Pfffittt, pfffittt".
Poco después de escribir estas palabras en 1982, las andanzas de Sanderson habían terminado, a diecisiete días de su cumpleaños número cuarenta, en un hospital de campaña improvisado con su diario de vida todavía en su mochila.
Joe Sanderson es uno de los dos estadounidenses que se sabe que lucharon y murieron con las guerrillas del Frente de Liberación Nacional Farabundo Martí (FLNFM), los rebeldes de izquierda cuya guerra contra la junta militar salvadoreña apoyada por Estados Unidos fue uno de los últimos conflictos de la Guerra Fría.
Rescatado del campo de batalla por un historiador rebelde, el diario de Sanderson, de 330 páginas, y otros escritos, yacieron abandonados y olvidados durante décadas. El veterano guerrillero que rescató el diario me permitió hace poco que lo hojeara. Fue la primera vez que lo consultó un desconocido.
El diario y los cientos de cartas que Sanderson escribió a casa cuentan la inverosímil historia de las aventuras de un estadounidense. Llevan la crónica de un peripatético y alegre chico del Medio Oeste que se hizo camino a través de cinco continentes y finalmente tomó las armas contra un ejército respaldado por su propio gobierno.
Sanderson creció en un próspero barrio de Urbana, sede de la Universidad de Illinois, donde su padre era profesor de entomología, especializado en escarabajos.
Roger Ebert, el que sería crítico de cine, vivió en la misma cuadra, y egresó con Sanderson de la Escuela Secundaria de Urbana en 1960. Ebert recuerda a Joe como un amigo que coleccionaba escarabajos y reptiles y que se marchó de casa con billetes de cien dólares que su madre había cosido entre sus ropas. "Desde una pequeña y bonita casa rodeada de árboles de hojas perennes al otro lado de la calle de Washington, se marchó para encontrar algo que necesitaba encontrar", escribió Ebert en una reseña de la película ‘Hacia rutas salvajes’ [Into the Wild], en 2007. La película, dijo a sus lectores, le recordaba a un amigo de infancia con una historia similar.
‘Hacia rutas salvajes’ cuenta la historia de un solitario y finalmente mortal viaje en las planicies de Alaska. Sanderson pasó los últimos meses de su vida en los bosques de pino que rodean la ciudad de Perquín, al nordeste de El Salvador.
Se había unido a un ejército compuesto en su gran mayoría por campesinos, estudiantes universitarios y sindicalistas -junto con un puñado de extranjeros reclutados por el movimiento de solidaridad internacional que apoyaban la causa de los rebeldes contra el gobierno militar relacionado con escuadrones de la muerte de extrema derecha.
"Parece extraño llamar al M-1 que estoy usando, La Virgencita", escribió Sanderson en su diario después de una frenética balacera en la que él y los soldados enemigos se gritaron insultos en español. "La culata pulida, definitivamente bonita... al menos para un rifle".
El nombre de guerra de Sanderson entre sus compañeros era ‘Lucas’. "A menudo trabajaba con Carlos Consalvi, alias ‘Santiago’, un activista nacido en Venezuela que dirigía la radio clandestina de los rebeldes, Radio Venceremos. Consalvi rescató el diario y lo tiene ahora en la colección del museo de San Salvador que fundó para preservar la historia de los rebeldes.
"Lucas era un buen amigo, una persona que nos alegraba con su optimismo", dijo Consalvi hace poco. "El gobierno norteamericano gastó millones de dólares peleando contra nosotros. Pero nosotros teníamos a un norteamericano a nuestro lado".
Escribiendo en el curso de varias semanas en los baratos cuadernos con espiral usados por los escolares salvadoreños, Sanderson recuenta sus aventuras en un inglés condimentado con generosos aderezos del habla salvadoreña y del argot de la guerrilla, pasando rápidamente de lo mundano a lo terrorífico, a medida que describe los detalles diarios de la vida en los campos rebeldes: la alegría de poder beber café después de días de privación, y los diecisiete cuerpos de los soldados que yacieron durante horas en el campo de batalla después de una victoria de los rebeldes.
"Y ahora empieza una nueva fase", escribió Sanderson el 22 de marzo de 1982, cuando marchaba con su columna hacia las montañas de la provincia de Morazán. "Y con un poco de suerte y una buena planificación estratégica de nuestra parte, y de mala suerte de los cuilios [soldados], será incluso la última".
Apuntó las ironías y cosas absurdas que presenció en un país pobre en guerra: los rebeldes deteniéndose una vez durante una retirada para comer mangos en un huerto; los campesinos aventurándose hacia sus asuntos en el mercado y haciendo lo que podían para ignorar a las fuerzas rivales que se movían entre ellos.
En su última entrada, el 27 de abril de 1982, describió la muerte y entierro a la luz de las linternas de un compañero revolucionario la noche anterior.
Allá no hubo "ni lágrimas ni tristeza", escribió Sanderson, solamente combatientes examinando la herida del cadáver como si fuera el "capullo tropical" de una flor y revisando los bolsillos de sus ensangrentados pantalones para encontrar "botones... y un arrugado paquete de Kool-Aid".
En su casa en Estados Unidos, Steve Sanderson guarda una caja de recuerdos de su hermano muerto; el certificado de Star Scout que ganó Joe cuando tenía quince años; su insignia de ‘Instructor de Seguridad Acuática’; la bitácora de los vuelos de Joe en Illinois después de que obtuviera su licencia de piloto; tres cajas y diez carpetas con cientos de cartas de Joe.
Hay varias fotos de Joe adolescente con sus gafas de carey de la época. Una de ellas lo muestra haciendo el payaso en una moto en una carretera, con una botella de vino en una mano y un par de bongós en la otra: Era la idea que se hacía Joe de un trotamundos bohemio.
"Era el intelectual y el idealista de la familia, y se parecía a mi padre", dijo Steve, ahora de 68 años. "Yo era más práctico y conservador, y más parecido a mi madre".
Steve egresó de la secundaria y se convirtió en contador, como su madre, Virginia Coleman. Joe estudió teología en el Hanover College de Indiana, pero abandonó los estudios en el último año. Luego se echó a la calle.
En los años posteriores, Joe rellenó los buzones de Urbana con tarjetas postales y sobres adornados con coloridos sellos: un loro gris de Nigeria, un avión a reacción de la República de África del Sur, una mezquita de Jordania.
Steve dice que la llegada de una carta de Joe era un evento que la familia celebraba con una cena familiar. "Mi madre nos llamaba para decirnos: ‘Vénganse por acá, tenemos carta de Joe’".
Después de la cena, Coleman se encargaba de leer para la familia las cartas de Joe. Sus palabras llenaban la salita de exóticos parajes: el Pso Khyber en Afganistán, los terrosos llanos de Iraq, las aguas del Lago Victoria en Uganda.
En 1969, Joe llegó a Nigeria, entonces en medio de una guerra civil. Se consiguió un trabajo para colocar inyecciones a bebés en los campos de refugiados. El trabajo era terrible, pero en sus cartas a casa Sanderson describía sus tareas y la guerra con su habitual sarcasmo. "La Cruz Roja", escribió en una de ellas, "busca desesperadamente gente que entre a la selva y beba gin, contraiga la malaria y le disparen al desayuno".
También viajó al Paralelo 38 que separa a las dos Coreas, fundó un "hospital hippie" en un pueblo en las montañas de Bolivia -Sorata- y se hizo pasar como periodista que cubría la guerra de Vietnam.
En sus periódicos viajes a casa en Estados Unidos, pintaba astas de banderas y campanarios de iglesias -un trabajo peligroso que le permitía reunir el dinero para sus viajes.
Su madre trató de que sentara cabeza y estudiara una carrera.
"Cuando tu hijo tiene diecinueve y es un hippie trotamundos, no hay ningún problema", dijo Steve. "Pero cuando tu hijo tiene treinta o cuarenta años y sigue siendo un hippie trotamundos, entonces te das cuenta de que eso es lo que va a ser".
Sanderson viajó a El Salvador como turista en 1979. Al principio pareció una aventura más.
"Hola a todos", escribió desde La Libertad, El Salvador, en enero de 1980. "Estoy aquí en la playa a una hora de la capital... y en medio de una revolución suspendida me encuentro con una maldita colonia de surfistas. ¡Vaya revolución!"
"[...] Mi primera noche en la ciudad me emborraché en la casa del Guardia de Marina de la embajada estadounidense, así que quiero que sepan que vuestras contribuciones están siendo bien utilizadas".
Poco después Sanderson se aventuró en una barriada pobre de San Salvador, controlada parcialmente por los revolucionarios. Un vehículo blindado había disparado contra una barricada de los rebeldes y un grupo de revolucionarios buscaba ayuda para un compañero herido.
Sanderson dijo que él podía ayudar -había sido médico reservista en el ejército norteamericano. Trató al herido, y luego dijo a los rebeldes que quería "participar en la lucha".
"Nunca pensé que pudiera ser un espía", dijo el ex guerrillero Adolfo Sánchez, entonces conocido como el ‘Comandante Fito’. "La amabilidad con que trató a un compañero herido me dijo que él no podía ser un espía".
Los rebeldes se prendaron del serio Sanderson, pero tomaron precauciones. Lo hicieron quedarse en un escondite en El Salvador durante semanas, y le dieron un ‘adiestramiento’ que consistía en dar vueltas en una cancha de fútbol.
Finalmente lo integraron en una columna rebelde que se dirigía hacia la provincia de Morazán al este del país.
Con un metro 55, ojos azules y cabellos rojizos, llamaba la atención. En un ejército compuesto en gran parte por adolescentes y veinteañeros, él era un viejo.
Los veteranos de su columna todavía cuentan historias de sus proezas en tiempos de guerra. Lo recuerdan como un filósofo "metafísico" y un narrador que adoraba los libros de Ernest Hemingway.
"Usaba vaqueros y una camisa beige, y un pañuelo rojo... pero nunca el uniforme, porque no le gustaba el estilo militar", dijo ‘Eduardo’, un cirujano en Ciudad de México que dirigía un hospital de los rebeldes que pidió que no mencionáramos su nombre. Los dos hablaban durante horas sobre religión y aviones.
Varias de las habilidades que llegó a dominar Sanderson en su juventud le resultaron muy útiles en la guerrilla.
"Me gustaba tener a Lucas a mi lado, porque era un excelente tirador", dice José Ismael Romero, entonces un líder rebelde de veinticinco años conocido como ‘Comandante Bracamontes’.
Una vez Sanderson retó al comandante a una competencia de tiro, y le ganó.
Sus compañeros no sabían que Sanderson había aprobado una prueba de puntería en la Asociación Nacional del Rifle, en Illinois. Jorge Meléndez, alias ‘Comandante Jonas’, un comandante rebelde al que Joe llama ‘la Ballena’ en su diario, recuerda una larga discusión que tuvo con Sanderson sobre la pésima puntería de los rebeldes.
"Mira, hombre", recuerda que le dijo Sanderson. "El M-16 es un buen rifle, un arma muy versátil. El problema es que los compañeros no saben cómo usarlo. Tienes que enseñarles a usarlo como se debe".
"La luna está menguando, y se están acabando las pilas de mi linterna, pero quería mandarte unas líneas a Arizona", escribió Sanderson el 14 de febrero de 1982, en la que sería su última carta a su padre, que estaba viviendo en Arizona después de divorciarse de su madre.
"Así que aquí estoy, todavía gordo y sano (gracias a las tortillas y frijoles)", escribió. "Todavía me río, y estoy siempre dispuesto a cambiar mi red de cazar mariposas salvadoreña por una caña de pescar de Arizona".
Dos meses más tarde, cuando corría a recuperar una ametralladora enemiga en la engañadora tranquilidad después de una batalla, lo hirió una granada o un mortero que estalló cerca.
Eduardo, el cirujano mexicano, trató de detener la hemorragia de la herida de metralla, pese a que las tropas del ejército avanzaban sobre el quirófano improvisado.
Pero el hospital rebelde carecía de plasma, dice el doctor, que de otro modo habría salvado la vida de Sanderson.
"Tenía una mirada profunda y me cogió de la mano", recordó el doctor antes este año. "Nos miramos a los ojos, y me dijo: ‘No te preocupes, Eduardo. Todo va a salir bien’".
Los combatientes se retiraron y enterraron rápidamente a Sanderson junto a un río que cruzaba el territorio rebelde. Consalvi rescató sus diarios y los envió clandestinamente a un archivo del FLNFM en Nicaragua por un correo que arriesgó la vida para escabullirse entre las líneas enemigas.
Cuando llegó a Urbana la noticia de la muerte de Sanderson, fue de manera incompleta, vaga, y nunca demasiado convincente.
Un artículo inicial de una agencia de noticias mencionó a "Joe S. Anderson" como un estadounidense muerto en combate.
El FLNFM nunca tomó contacto con la familia Sanderson. La embajada norteamericana no dio casi información, aparte de confirmar que Sanderson había muerto.
La guerra en El Salvador terminó con un tratado de paz en 1992. Pero durante más de dos décadas, los Sanderson -su padre, ahora nonagenario; su madre murió hace algunos años- nunca supieron las circunstancias exactas de la muerte de Joe, ni dónde había sido enterrado, hasta que yo se los dije este año.
Incluso aunque la compañía de seguros de vida pagó a los Sanderson la póliza que Joe había contratado, la posibilidad de que todavía estuviera viajando por el mundo en algún lugar nunca abandonó a su hermano.
"Me convencí definitivamente de que no había ninguna posibilidad de que Joe llegara a golpear a la puerta", me dijo Steve, "cuando hablé contigo".
23 de agosto de 2008
©los angeles times
cc traducción mQh
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