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una historia de abusos


En la guerra contra el terrorismo.
[Jennifer Schuessler] ‘The Dark Side’, el nuevo y absorbente relato de Jane Mayer sobre la guerra contra el terrorismo es realmente la historia de dos guerras: la amplia guerra contra el radicalismo islámico y la encarnizada lucha doméstica a puertas cerradas sobre si el presidente debería tener poderes ilimitados para librarla. Las a menudo espeluznantes prácticas de la lucha contra al Qaeda -llamadas eufemísticamente las ‘entregas extraordinarias’ de agentes encapuchados en vuelos no registrados, las prisiones secretas en todo el planeta, las técnicas ‘mejoradas’ de interrogación, la liberación de los detenidos suficientemente afortunados que son declarados inocentes y abandonados con la vista vendada en fronteras remotas- son aquí relatadas angustiosamente, incluyendo revelaciones recientes. Pero en manos de Mayer, la historia de las maniobras burocráticas en oficinas bien tapizadas y en las letras chicas de documentos legales es una historia igualmente absorbente e inquietante. Es un combate en jaula entre la Constitución y una cábala de extremistas ideológicos, y la Constitución pierde.
La guerra contra el terrorismo, según Mayer, escritora del New Yorker, fue una "guerra política envuelta en una estrategia legal, una guerra de trincheras ideológica" librada por un pequeño grupo de fieles cuyas visiones expansivas del poder ejecutivo se remontan al gobierno de Nixon, al escándalo Irán-Contra y a los terribles días de después del 11 de septiembre de 2001. Según Mayer, los principales actores y canallas son el vicepresidente Dick Cheney y su abogado (ahora jefe de gabinete) David Addington, los que después de los atentados terroristas impusieron una "política de deliberada crueldad que el 10 de septiembre de 2001 habría sido impensable".
Como líder del autoproclamado ‘consejo de guerra’, un grupo de abogados que tomó la delantera en la definición de las reglas de la guerra contra el terrorismo, Addington asombró a muchos de sus colegas con la profundidad de su fervor y el alcance de su poder. "¿Cómo terminó este lunático dirigiendo el país?", se repetía en las reuniones un abogado del gobierno, un "alto funcionario y muy conservador" no identificado, citado por Mayer. "Incluso sus admiradores", escribe Mayer, "tendían a invocar metáforas con cuchillos". Se sabía que "el Cheney de Cheney" llevaba un raído ejemplar de la Constitución en el bolsillo -un detalle que en otra historia podría sugerir una firme devoción, pero que en la interpretación de Mayer es simplemente un modo de desmenuzarla antes de tragársela entera.
El ejemplar original de las Convenciones de Ginebra descansa en las cámaras acorazadas del Departamento de Estado, pero Mayer describe cómo Cheney, Addington y sus aliados se aseguraron de que las cámaras adquiriesen más aspecto de calabozo que de lugar de honor. El consejo de guerra decidió aplicar un "modelo criminal preventivo", en el que los sospechosos son utilizados -más o menos indefinidamente- para reunir información sobre delitos futuros antes que detenidos por delitos previos. Habría un mínimo de control de parte del Congreso. La CIA dirigiría las operaciones, desarrollando para ello nuevas y agresivas técnicas de interrogación que serían descritas como "mejoradas", "intensas", "especiales". Pero no eran "tortura", según intentaron certificar una serie de memoranda emitidos por John Yoo y otros en la Oficina de Asesoría Jurídica [Office of Legal Council].
Mayer reúne detalladas historias de los casos de varios prisioneros, empezando con el "prisionero 001", el llamado talibán estadounidense, John Walker Lindh, cuyo estropeado proceso llevó al gobierno a decidir, en palabras de Mayer, que "los juicios criminales abiertos y con las estrictas reglas del sistema jurídico estadounidense no valían la pena [de ser aplicados]". Pero incluso cuando esos juicios fueron abandonados, el recabamiento de evidencias fue intensificado, usando métodos cada vez más exóticos.
SERE (Supervivencia, Evasión, Resistencia, Escape) fue un programa desarrollado por las fuerzas armadas para preparar a soldados para resistir la tortura y otros métodos rudos en caso de ser capturados. Después del 11 de septiembre de 2001, según informó por primera vez Mayer en el New Yorker, fue adaptado y convertido en un arma ofensiva. Bajo la influencia de James Mitchell, ex psicólogo militar contratado para supervisar el proyecto pese a su falta de experiencia tanto en interrogatorios como con el extremismo islámico, los centros de detención clandestinos, Guantánamo y finalmente Abu Ghraib se convirtieron en un bizarro mundo donde los detenidos eran mantenidos amarrados con correas de perro, sometidos a la "invasión del espacio por mujeres" y bombardeados con sonidos intolerables, "incluyendo maullidos de comerciales de alimentos para gatos, canciones de Yoko Ono y de Eminem sobre Estados Unidos". A veces los prisioneros eran metidos en pequeñas cajas parecidas a ataúdes u obligados a estar parados hasta que sucumbían por los "dolores que infligían a sí mismos".
Los interrogatorios elaboradamente argumentados -Khalid Shaikh Mohammed, acusado de ser el cerebro de la conspiración del 11 de septiembre de 2001, fue sometido a "cientos de técnicas diferentes en un período de apenas dos semanas inmediatamente después de su captura" en 2003- fueron autorizados y decididos en los niveles más altos, por funcionarios de Washington, incluyendo a George Tenet, en la época director de la CIA, que aprobaban cualquier desviación de los esquemas de "tratamiento" en lo que una fuente llama "control de calidad desde arriba" y Mayer, una versión torcida de ‘Mother, May I? Un informe secreto de la Cruz Roja entregado a la CIA el año pasado y descrito a Mayer dice que algunas de estas técnicas eran definitivamente tortura. (Una revisión interna de la CIA, escribe la autora, llegaba a las mismas conclusiones en 2004, antes de que Cheney lo desbaratara).  Mientras que simulación de asfixia por inmersión ha concitado la mayor parte de las críticas, un ex funcionario de gobierno familiarizado con el programa contó a Mayer que la verdadera brutalidad yacía en la cantidad y duración de los diferentes "procedimientos". "El total es simplemente asombroso", dijo el funcionario.
Los primeros meses del programa de entrega, contó a Mayer un agente de la CIA, fueron un "Camelot del contraterrrismo", en el que tuvieron que alejar a los voluntarios que se presentaban. Pero a medida que los duros interrogatorios se convirtieron en norma, las dudas -y el temor a ser expuestos legalmente- empezaron a aumentar. Como lo dijo el agente de la CIA: "¿Realmente quieres cultivar estas habilidades?"
Entretanto algunos en Washington también estaban teniendo dudas. En el último tercio del libro, Mayer desvía su atención hacia los héroes de su historia, los abogados del gobierno -a menudo conservadores del ala dura- que trataron de luchar contra un programa cuya existencia y alcance sólo entendieron tardíamente. Hay un capítulo particularmente bueno sobre Alberto Mora, entonces abogado general de la Armada que a principios de 2003 montó un fútil ataque contra las políticas de interrogación, que temía que pudieran conducir a acusaciones de crímenes de guerra. Se dice que Mora advirtió al abogado jefe de Donald Rumsfeld, William J. Haynes, para que "protegiera a su cliente". Y eso fue lo que Haynes hizo -consiguiendo otra opinión secreta de Yoo, y substituyendo a Mora. (Mayer sugiere que la opinión puede haber sido obtenida durante un amistoso partido de pelota).
Mayer también presenta una absorbente versión del ahora bien conocido impasse entre Addington y Jack Goldsmith, que después de ser nombrado director de la Oficina de Asesoría Jurídica en 2003 procedió a revocar los memoranda de Yoo. (Uno de los sucesores de Goldsmith, Steven G. Bradbury, emitió otro memorándum secreto, reincorporando gran parte del contenido). Y la autora cuenta cómo otro grupo de abogados del gobierno se reunieron en secreto en junio de 2005 para formular el ‘Big Bang’, un plan para clausurar los centros de detención clandestinos y adaptar los interrogatorios al derecho internacional eludiendo a Cheney y comunicándose directamente con el presidente Bush, del que pensaban que entendería su plan.
En realidad, escribe Mayer, "no hay ninguna evidencia de que Bush objetara alguna vez los métodos empleados por la CIA en sus centros clandestinos o que haya insistido en alguna revisión externa de las aseveraciones de la CIA de que sus métodos daban resultados". Argumenta vigorosamente que esos métodos no resultaron y que de hecho causaron un enorme daño a la seguridad nacional desencadenando una avalancha de datos de inteligencia falsos y desorientadores, incluyendo algunos utilizados para justificar la invasión de Iraq.
"¿Qué significa eso? ¿‘Ultrajes a la dignidad humana’?", dijo el presidente Bush en una conferencia de prensa en 2006, después de que la Corte Suprema determinara que las Convenciones de Ginebra se aplicaban incluso a "combatientes enemigos". En ‘The Dark Side’, Mayer propone una escalofriante respuesta, junto con una de las versiones más vívidas y comprehensivas que hayamos tenido hasta ahora sobre cómo un gobierno fundado en el equilibrio de poderes y el respeto por los derechos individuales pudo convertirse en enemigo de esos ideales.

Libro reseñado
The Dark Side. The Inside Story of How the War on Terror Turned Into a War on American Ideals
Jane Mayer
Ilustrado
392 páginas
Doubleday
$27.50

29 de septiembre de 2008
22 de julio de 2008
©new york times
cc traducción mQh
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