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rumsfeld no se arrepiente


En sus memorias, sigue convencido de su verdad.
[Bradley Graham] Donald Rumsfeld, el ex ministro de Defensa, ese maestro de los comentarios ácidos, ahora admite que, en algunos casos, fue demasiado lejos. El funcionario, que más que cualquier otro en el gobierno de Bush, era la bravuconería y la arrogancia personificadas, ha llegado a lamentar su expresión "esas cosas pasan" sobre los primeros saqueos en el Iraq de posguerra. Admite que la ocurrencia de decir "la vieja Europa" -refiriéndose a Alemania y Francia- por no apoyar el uso de la fuerza en Iraq, no fue una demostración de una diplomacia hábil.
En cuanto a su declaración, durante los primeros días de la invasión de Iraq: "Ahora sabemos dónde están", refiriéndose a los presuntos arsenales de armas de destrucción masiva -bueno, Rumsfeld quiere que la olvidemos.
Pero Rumsfeld todavía no puede resistir -en sus memorias, que serán publicadas la semana entrante- la tentación de lanzar algunos tortazos contra los ex ministros Colin L. Powell y Condoleezza Rice, así como contra algunos legisladores y periodistas. Llega incluso a describir al ex presidente Bush como presidiendo un proceso de seguridad nacional marcado por decisiones incoherentes y políticas inconsistentes que habrían dañado enormemente la guerra en Iraq.
Gran parte de la retrospectiva de Rumsfeld refuerza las primeras versiones sobre un Consejo de Seguridad Nacional disfuncional y lleno de tensiones entre el Pentágono y el Departamento de Estado, lo que muchos críticos dentro y fuera de la administración le atribuyeron a él mismo. Hablando por primera vez desde que dejara el cargo hace cuatro años, el ex personero del Pentágono ofrece una vigorosa explicación de sus propios pensamientos y acciones y ha puesto a disposición del público en su página web (www.rumsfeld.com) muchos documentos previamente privados o confidenciales.
Mostrándose  rudo y desafiante como siempre en su autobiografía de ochocientas páginas, ‘Known and Unknown’, Rumsfeld sigue en gran parte convencido de haber tomado decisiones correctas en el conflicto de Iraq y concluye que la guerra valió la pena. Si Saddam Hussein hubiera seguido gobernando, dice, Oriente Medio sería ahora "mucho más peligroso de lo que es hoy".
Respondiendo a la acusación de que no proporcionó tropas suficientes para la guerra, admite que, "en retrospectiva, hubo muchos momentos en que una mayor cantidad de tropas nos habría ayudado". Pero insiste en que si los altos oficiales militares tuvieron reservas sobre el contingente de las fuerzas invasoras, nadie se lo dijo nunca. Y a medida que el conflicto avanzaba, dice, los comandantes, incluso presionados repetidas veces para que dieran su opinión, no le pidieron más tropas ni expresaron desacuerdo con su estrategia.
Gran parte de su explicación de porqué algunas cosas salieron mal durante el crucial primer año de la ocupación de Iraq se deriva de la incapacidad, durante la preguerra, para decidir cómo controlar la transición política de posguerra. Antes de la guerra se debatieron dos aproximaciones diferentes: la visión del Pentágono de que el poder debía ser entregado rápidamente a un gobierno iraquí provisional compuesto por varios exiliados iraquíes, y la visión del Departamento de Estado que favorecía una transición más lenta que permitiera que emergieran nuevos líderes desde dentro del país.
"Esas diferencias clave no fueron nunca ni clara ni firmemente resueltas en el Consejo de Seguridad Nacional", escribe Rumsfeld. "Sólo el presidente podía hacer eso".
Rumsfeld responsabiliza a L. Paul Bremer III, que dirigió el primer año de la ocupación, de implementar un plan grandioso más en línea con la visión del Departamento de Estado que con la del Pentágono. Aunque Bremer ha dicho que mantuvo siempre completamente informado a los funcionarios del Pentágono, Rumsfeld, que era nominalmente jefe de Bremer, ahora se describe a sí mismo como lento a la hora de interpretar las intenciones de Bremer.
Rumsfeld afirma que Bush empeoró el asunto permitiendo confusión en la cadena de mando y dejando que Bremer decidiera con qué altos funcionarios de Washington quería tratar. Rumsfeld cita un memorándum que se escribió a sí mismo cuando se anunció el nombramiento de Bremer en mayo de 2003, criticando discretamente a Bush por haber tenido que almorzar con el nuevo enviado. "No debería haberlo hecho", dice el memorándum. El presidente "lo vinculó con la Casa Blanca, no con" el Pentágono o el Departamento de Estado.
"Había demasiados capitanes dirigiendo el buque, lo que, en mi opinión, era una fórmula para empujarlo hacia el abismo", escribe Rumsfeld en su libro.
Criticando agudamente a algunos de sus antiguos colegas, Rumsfeld retrata a Powell como reinando sobre un Departamento de Estado que se mostraba reticente a aceptar la dirección política de Bush y empecinado en agarrar a tortazos anónimos al Pentágono utilizando la prensa. Regaña a Rice en su papel inicial como asesora de seguridad nacional por escribir largos ensayos sobre las diferencias, en lugar de presentar a Bush opciones claras en los casos en que el Pentágono y el Departamento de Estado no estaban de acuerdo.
Más tarde, después de que Rice sucediera a Powell como secretario de Estado, Rumsfeld argumenta que ella empujó al presidente paquistaní Pervez Musharraf con demasiado entusiasmo hacia prácticas más democráticas, colocando erróneamente los derechos humanos por encima de los intereses de seguridad más importantes para Estados Unidos en Uzbekistán, y prosiguió infructuosamente una política de acercamiento diplomático con Siria, Irán y Corea del Norte.
Aunque cuidadoso a la hora de describir a Bush como persona en términos elogiosos, Rumsfeld sugiere que el ex presidente no fue capaz de superar los desacuerdos entre sus asesores más cercanos. Bush "no recibió siempre, y puede no haber insistido en ello, una presentación oportuna de sus opciones antes de tomar una decisión, ni tampoco fueron sus decisiones implementadas de manera efectiva", escribe Rumsfeld.
Esas críticas contrastan con la conocida aversión de Rumsfeld a publicitar sus a veces despectivas opiniones sobre sus colegas o a discutir asuntos internos del gobierno. Sin embargo, sus mordaces observaciones se acercan mucho a ataques ad hominem, y el tomo de memorias, incluso con sus destellos de persistente resentimiento, mantiene un tono mesurado.
En algunos lugares, Rumsfeld, ahora de 78 años, deja ver un lado más vulnerable que el que mostró en el cargo. Habla con ternura sobre los intentos de sus tres hijos -Nick, y su hija Marcy- para superar su adicción a las drogas. Relata un emotivo momento quince días después de los atentados del 11 de septiembre de 2001 cuando Bush le preguntó sobre la reciente decisión de Nick de ingresar en un centro de rehabilitación. Rumsfeld se describe a sí mismo como destrozado.
El libro, un ejemplar del cual fue obtenido por el Washington Post antes de la fecha de lanzamiento del 8 de febrero, cubre toda la vida de Rumsfeld, incluyendo sus periodos en el gobierno y su larga carrera como hombre de negocios. Pero más del sesenta por ciento del libro gira sobre sus polémicos años como ministro de Defensa de Bush.
En un largo capítulo sobre el trato que daba el gobierno a los detenidos en tiempos de guerra, Rumsfeld lamenta no haber renunciado a su puesto en mayo de 2004, después de las revelaciones que provocaron el escándalo de la cárcel Abu Ghraib. En esos momentos, Bush rechazó sus dos cartas de renuncia, con cinco días de diferencia. Pasaron otros dos años y medio antes de que Bush, obligado por la derrota de los republicanos en el Congreso, decidiera dejarlo marchar.
"Retrospectivamente, veo que hay cosas que el gobierno pudo haber hecho de otro modo y mejor con respecto a los detenidos en tiempos de guerra", reconoce Rumsfeld.
Rumsfeld argumenta que el gobierno se equivocó en concentrarse tanto en la mantención de las atribuciones presidenciales que inicialmente evitó negociar con el Congreso sobre cómo tratar a los prisioneros. Un importante proponente de esta estrategia, observa Rumsfeld, fue el ex vicepresidente Dick Cheney, un amigo de toda la vida. Rumsfeld dice que habría sido mejor ganar el apoyo del Congreso pidiéndole intervenir en la redacción de una ley sobre los prisioneros.
Incluso así, Rumsfeld duda que las prácticas resultantes hubieran diferido mucho. Sigue convencido de que en general el Pentágono llevó bien los interrogatorios de los prisioneros, y de que fue una decisión correcta su propia aprobación de técnicas de interrogatorio que eran mucho más severas que las que aparecen en el Manual de Campo del Ejército, el control de la prisión de Bahía Guantánamo y la creación de las comisiones militares. Y observa que incluso el gobierno de Obama no ha tenido más alternativa que mantener la cárcel de Guantánamo y continuar la detención de presos acusados de terrorismo sin reconocer que son prisioneros de guerra.
20 de febrero de 2011
2 de febrero de 2011
©washington post
cc traducción mQh
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