despachos de la guerra
[William Grimes] Una descripción despiadada de la guerra durante la ocupación nazi de la Unión Soviética.
Desde agosto de 1941 hasta mayo de 1945, el novelista Vasily Grossman trabajó como corresponsal especial para Krasnaya Zvezda (Estrella Roja), el diario del Ejército Rojo. Desde los sombríos primeros días de la guerra, cuando el avance alemán a través de Ucrania parecía imparable, hasta la campaña final en Berlín, pasó más de mil días en la vanguardia. Entrevistando a generales y reclutas por igual, enviaba candentes informes que eran leídos ávidamente por millones de lectores soviéticos ansiosos no solamente de noticias sobre Stalingrado o Kursk, sino para formarse una idea de la vida de sus hijos y maridos a miles de kilómetros de distancia.
Gran parte del material que rellenaban los cuadernos de notas de Grossman no fueron publicados nunca, debido a que eran políticamente sensibles o, en opinión de los censores, demasiado perturbadores para que fuesen leídos por los lectores soviéticos. En ‘A Writer at War’, el historiador inglés Antony Beevor, y su asistente de investigación, Luba Vingradova, han explotado esta rica veta de oro, traduciendo y redactando generosos fragmentos de los cuadernos (puestos a disposición por los descendientes de Grossman) y produciendo una historia coherente a base a los artículos completos de Grossman, sus cartas y los recuerdos de sus contemporáneos, especialmente de su editor en Krasnaya Zvezda. El resultado es un libro de reportajes de primera categoría escritos en el frente de guerra, que pertenecen a la misma categoría que las mejores piezas escritas por gente como Ernie A.J. Liebling y John Hersey.
Grossman pasó toda la guerra en la zona más álgida de la guerra. En varias ocasiones estuvo a milímetros de ser cercado por el avance alemán. ‘Writer at War’ tiene de por sí valor como mero registro de los acontecimientos. Los diarios de Grossman, por ejemplo, contradicen los relatos habituales sobre la caída de Orel en la primera semana de octubre de 1941, que retratan una ciudad tomada completamente por sorpresa, con los tranvías todavía funcionando. Grossman, en contraste, describe escenas de creciente pánico, en las que los habitantes empacaban y huían, demasiado conscientes de que el enemigo estaba a la puerta.
Sin embargo, Grossman era más que un mero cronista. Sus despachos, que transmitían el sabor, el olor y los sonidos de los frentes de guerra, lo convertían en uno de los escritores más leídos y admirados de la guerra. Observaba con ojo de novelista los detalles decidores y poseía una rica apreciación de los personajes que impulsaban los acontecimientos. Escuchaba con un oído agudo y comprensivo. Incluso lograba conservar su absurdo y salvaje sentido del humor en medio de las bombas. "Persiguen a los vehículos, camiones civiles, coches", se quejaba ante Grossman un indignado comisario. "¡Es vandalismo, es una ofensa!"
‘’A Writer at War’ no contiene relatos extensos sobre la guerra. Grossman se especializaba en la viñeta, en la rápida instantánea que captaba a extrema velocidad apenas unos momentos de la historia en desarrollo. No tiene usualmente más que unas saladas líneas de diálogo o extraños, horrendos detalles capturados en el momento en que escribía su diario y sus artículos para el periódico rebosaban de vida.
"Hay un rumano aplastado", escribió, observando el campo de batalla en las afueras de Stalingrado. "Un tanque pasó sobre él. Su cara es ahora un bajorrelieve". En Berlín, observó, "señoras de sombreros elegantes y bolsos brillantes están cortando pedazos de carne de los caballos muertos que yacen sobre el pavimento".
Breves apuntes sugieren la magnitud de los sufrimientos rusos y la ferocidad del combate contra un enemigo tecnológicamente superior. En los primeros días de una rápida retirada, los heridos graves recibían un trozo de arenque y 50 gramos de vodka para mantenerlos con vida. Durante los peores combates por Stalingrado, un soldado de un tanque, sin municiones, salta fuera de su carro y empieza a lanzar ladrillos contra los alemanes, maldiciéndolos. "Esta guerra en las aldeas es una guerra de bandidos", le dice un teniente a Grossman, agregando que sus hombres a veces estrangulan con sus propias manos a los alemanes. Todavía más espeluznante es la confesión de un soldado campesino que le dice a Grossman: "En cuanto a la dureza de la guerra, la vida es todavía más dura en las aldeas".
Grossman no enviaba su propio punto de vista a los diarios. Como buen periodista, dejaba hablar a los soldados (y tenía una extraordinaria capacidad para desatarles la lengua) e, inclusive en sus diarios privados, se quejaba sólo de los editores estúpidos, que magullaban sus artículos o, todavía peor, no los publicaban en el diario. Beevor, sin embargo, zigzaguea aptamente en el drama personal detrás de muchos de los reportajes de Grossman.
Grossman, que era judío, dejó a su madre en su pueblo natal de Berdichev, en Ucrania, donde ella y otros 30 mil judíos fueron ejecutados por los nazis.
Cuando las tropas soviéticas recuperaron el territorio perdido en Ucrania y Rusia occidental, Grossman comprendió rápidamente la enormidad de lo que había ocurrido a los judíos. Envió un fuerte artículo, ‘Ucrania Sin Judíos’, que el Krasnaya Zvezda se negó a publicar. Es un relato sobre Ucrania durante la ocupación, escueto y conmovedor, que menciona nombres y lugares específicos mientras el recuerdo está fresco. Luego escribió ‘El Infierno de Treblinka’, un extraordinario reportaje después de entrar al campo de concentración con el Ejército Rojo en julio de 1944. Estuvo entre los primeros periodistas que entraron al gueto de Varsovia.
Grossman tuvo la fortuna de que la policía secreta no leyera sus cuadernos de notas. Contenían francas críticas a los oficiales borrachos, el mando inepto y la chapucería burocrática, así como consternadas condenas de los soldados rusos que violaban no solamente a las mujeres alemanas, sino también a las polacas y rusas que habían liberado de los nazis. "Horror en los ojos de mujeres y niñas", se lee en una lacónica entrada de su cuaderno de notas.
Grossman insistió siempre a su editor que sus artículos tenían que describir "la despiadada verdad de la guerra". Lo hicieron, y él también.
Gran parte del material que rellenaban los cuadernos de notas de Grossman no fueron publicados nunca, debido a que eran políticamente sensibles o, en opinión de los censores, demasiado perturbadores para que fuesen leídos por los lectores soviéticos. En ‘A Writer at War’, el historiador inglés Antony Beevor, y su asistente de investigación, Luba Vingradova, han explotado esta rica veta de oro, traduciendo y redactando generosos fragmentos de los cuadernos (puestos a disposición por los descendientes de Grossman) y produciendo una historia coherente a base a los artículos completos de Grossman, sus cartas y los recuerdos de sus contemporáneos, especialmente de su editor en Krasnaya Zvezda. El resultado es un libro de reportajes de primera categoría escritos en el frente de guerra, que pertenecen a la misma categoría que las mejores piezas escritas por gente como Ernie A.J. Liebling y John Hersey.
Grossman pasó toda la guerra en la zona más álgida de la guerra. En varias ocasiones estuvo a milímetros de ser cercado por el avance alemán. ‘Writer at War’ tiene de por sí valor como mero registro de los acontecimientos. Los diarios de Grossman, por ejemplo, contradicen los relatos habituales sobre la caída de Orel en la primera semana de octubre de 1941, que retratan una ciudad tomada completamente por sorpresa, con los tranvías todavía funcionando. Grossman, en contraste, describe escenas de creciente pánico, en las que los habitantes empacaban y huían, demasiado conscientes de que el enemigo estaba a la puerta.
Sin embargo, Grossman era más que un mero cronista. Sus despachos, que transmitían el sabor, el olor y los sonidos de los frentes de guerra, lo convertían en uno de los escritores más leídos y admirados de la guerra. Observaba con ojo de novelista los detalles decidores y poseía una rica apreciación de los personajes que impulsaban los acontecimientos. Escuchaba con un oído agudo y comprensivo. Incluso lograba conservar su absurdo y salvaje sentido del humor en medio de las bombas. "Persiguen a los vehículos, camiones civiles, coches", se quejaba ante Grossman un indignado comisario. "¡Es vandalismo, es una ofensa!"
‘’A Writer at War’ no contiene relatos extensos sobre la guerra. Grossman se especializaba en la viñeta, en la rápida instantánea que captaba a extrema velocidad apenas unos momentos de la historia en desarrollo. No tiene usualmente más que unas saladas líneas de diálogo o extraños, horrendos detalles capturados en el momento en que escribía su diario y sus artículos para el periódico rebosaban de vida.
"Hay un rumano aplastado", escribió, observando el campo de batalla en las afueras de Stalingrado. "Un tanque pasó sobre él. Su cara es ahora un bajorrelieve". En Berlín, observó, "señoras de sombreros elegantes y bolsos brillantes están cortando pedazos de carne de los caballos muertos que yacen sobre el pavimento".
Breves apuntes sugieren la magnitud de los sufrimientos rusos y la ferocidad del combate contra un enemigo tecnológicamente superior. En los primeros días de una rápida retirada, los heridos graves recibían un trozo de arenque y 50 gramos de vodka para mantenerlos con vida. Durante los peores combates por Stalingrado, un soldado de un tanque, sin municiones, salta fuera de su carro y empieza a lanzar ladrillos contra los alemanes, maldiciéndolos. "Esta guerra en las aldeas es una guerra de bandidos", le dice un teniente a Grossman, agregando que sus hombres a veces estrangulan con sus propias manos a los alemanes. Todavía más espeluznante es la confesión de un soldado campesino que le dice a Grossman: "En cuanto a la dureza de la guerra, la vida es todavía más dura en las aldeas".
Grossman no enviaba su propio punto de vista a los diarios. Como buen periodista, dejaba hablar a los soldados (y tenía una extraordinaria capacidad para desatarles la lengua) e, inclusive en sus diarios privados, se quejaba sólo de los editores estúpidos, que magullaban sus artículos o, todavía peor, no los publicaban en el diario. Beevor, sin embargo, zigzaguea aptamente en el drama personal detrás de muchos de los reportajes de Grossman.
Grossman, que era judío, dejó a su madre en su pueblo natal de Berdichev, en Ucrania, donde ella y otros 30 mil judíos fueron ejecutados por los nazis.
Cuando las tropas soviéticas recuperaron el territorio perdido en Ucrania y Rusia occidental, Grossman comprendió rápidamente la enormidad de lo que había ocurrido a los judíos. Envió un fuerte artículo, ‘Ucrania Sin Judíos’, que el Krasnaya Zvezda se negó a publicar. Es un relato sobre Ucrania durante la ocupación, escueto y conmovedor, que menciona nombres y lugares específicos mientras el recuerdo está fresco. Luego escribió ‘El Infierno de Treblinka’, un extraordinario reportaje después de entrar al campo de concentración con el Ejército Rojo en julio de 1944. Estuvo entre los primeros periodistas que entraron al gueto de Varsovia.
Grossman tuvo la fortuna de que la policía secreta no leyera sus cuadernos de notas. Contenían francas críticas a los oficiales borrachos, el mando inepto y la chapucería burocrática, así como consternadas condenas de los soldados rusos que violaban no solamente a las mujeres alemanas, sino también a las polacas y rusas que habían liberado de los nazis. "Horror en los ojos de mujeres y niñas", se lee en una lacónica entrada de su cuaderno de notas.
Grossman insistió siempre a su editor que sus artículos tenían que describir "la despiadada verdad de la guerra". Lo hicieron, y él también.
Libro reseñado:
A Writer at War. Vasily Grossman With the Red Army, 1941-1945
Editado y traducido por Antony Beevor y Luba Vinogradova
Ilustrado
378 pp.
Pantheon Books
$27.50
11 de enero de 2006
©new york times
©traducción mQh
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