niños sin infancia en bagdad
31 de octubre de 2008
Un montón de niños no pueden decirte cuánto es seis por tres. No saben leer. No tienen tiempo para jugar. Trabajan desde el alba hasta después que ha salido la luna. Son niños sólo en tamaño.
El nuevo año escolar empezó hace poco, pero no para Karrar Raad, 12, y su hermano de diez, Allawi. Trabajan en mecánica de coches en garajes adyacentes que son más chicos que el armario de una señora rica. Su padre está enfermo y no tiene trabajo, y los niños tienen que mantener a una familia de ocho niños y dos adultos. Ganan dos dólares setenta al día, más las propinas.
"Estoy manteniendo a mi familia", dijo Karrar, un niño esbelto con ojos nerviosos y los pantalones manchados de aceite. "Me gustaría ir a la escuela. Nunca he estado en una. Ni un solo día. Mis amigos me dicen que la escuela es muy bonita".
Ali Rashed es dueño de una tienda de silenciadores. Un hombre grande con las manos cortadas y siete hijos propios crecidos, vio hace unos meses a Karrar y Allawi recogiendo latas en la calle y les ofreció trabajo. Dijo que los niños no podían vivir de la recolección de latas y que, además, las calles eran demasiado peligrosas para recoger cosas. Las latas pueden haber sido convertidas en minas terrestres, cargadas con pólvora y plomo.
"En Ciudad Sáder hay demasiadas familias pobres y demasiado niños trabajando", dijo Rashed. "Es mejor que los niños estén aquí que en la calle, donde corren el riesgo de ser víctimas de bombas y explosivos. No creo que vayan a tener un buen futuro. No han ido a la escuela y su familia no puede ayudarles. A veces no tienen nada que comer. ¿Cómo vas a tener un futuro si no tienes nada para comer?"
¿Qué piensa un niño cuando oye esto? Oír que no hay nada mejor que lo que estás viendo: paredes ennegrecidas, silenciadores colgando arriba, una sierra de arco colgando de un gancho, un cartel del imam Alí como único color en la oscuridad.
Los hermanos Raad, y decenas de miles de niños como ellos en esta comuna chií pobre y amurallada, han sido moldeados por la guerra, afilados por la pobreza. Son testigos de la violencia sectaria, de las milicias chiíes, de los furiosos sermones que hacen eco en las mezquitas, de los todoterrenos resonando en las calles y fotografías de líderes religiosos y hombres buscados mirando desde las vallas publicitarias. Estos niños pueden no saber nada de gramática ni puntuación, pero saben qué hacer cuando estallan los balazos, cómo buscar refugio, esconderse de los secuestradores, los militantes y los soldados.
El baño de sangre y años de caos son malos maestros, especialmente en Ciudad Sáder, donde el treinta por ciento de los niños han dejado la escuela, según una oficina de recursos humanos de Bagdad. Esta estimación es probablemente baja. Un informe de Naciones Unidas constató que el 94 por ciento de los niños en Iraq asisten a la escuela primara, pero al entrar a la secundaria el porcentaje se reduce al 44 por ciento. Sólo el 81 por ciento de las niñas asiste a la primaria; el 31 por ciento va a la secundaria.
En otro mundo, niños como los hermanos Raad pueden soñar con llegar a ser ingenieros, médicos o músicos de hip-hop. Pero aquí el uniforme y las armas imponen respeto, el soldado con gafas de sol y una ametralladora calibre 50 apretada en las manos. El soldado y el agente de policía ofrecen protección; ningún aula ni el programa Encarta pueden garantizar eso, no en este barrio, un caos de ruido y casas polvorientas con tejados de hojalata, que se extiende como un mar gris desde la sastrería hasta las esquinas donde lloran las ovejas que van a ser sacrificadas.
En el largo día de Alí Kadhim Baidani. Su padre está viejo y enfermo, y Alí, 15, recoge basura con su tractor para ayudar a sobrevivir a su familia de nueve. En 2001, su clan se mudó a Ciudad Sáder desde los pantanos al sudeste de Amarah. El tractor era para trabajar los campos en los alrededores de Bagdad, pero todas las mañanas a las cinco, Alí lo saca de los surcos para recoger basura en calles y callejones, para llevarla al vertedero a eso de las dos de la tarde.
Cuando vuelve a casa, sus hermanos menores lo rodean para oír historias de la ciudad. Lo ayudan a lavarse las manos; su infancia es como su tractor: desviado hacia otras responsabilidades. Asiste a funerales y bodas en reemplazo de su padre; para los vecinos y el mundo, es el representante de la familia.
"Para mí el momento más feliz", dijo, "es cuando recibo el dinero del contratista [de la basura] y se lo doy a mi padre para que lo use en cosas de la familia... Voy a trabajar aquí hasta que termine, y después buscaré trabajo en otro lugar".
La ruta del tractor de Alí pasa por las mismas calles que el carro tirado por el burro de Sajjad Hassan Saadi, un niño de doce. Dejó la escuela cuando iba en cuarto para vender harina racionada por el gobierno en el mercado de Jamilia. Es ilegal, pero como muchas cosas aquí, es una falta menor aceptada y discreta necesaria para sobrevivir. Puede ganar entre ocho y doce dólares al día, pero una tarde hace poco no tenía nada en los bolsillos.
"Cuando veo a niños, especialmente a los que conozco, me siento triste", dijo. "Pueden trabajar luego como maestros y agentes de policía, pero ¿qué clase de trabajo van a conseguir después de esto?"
A unas cuadras de distancia, más allá de los edificios dañados por impactos de morteros y balas, más allá de los embotellamientos del tráfico y los ajetreados mercados, más allá de las armas ocultas de las milicias chiíes anti-norteamericanas, los hermanos Raad estaban ocupados entre baterías y silenciadores, una estropeada caja de herramientas, un soplete, una llanta pelada tan suave como el mármol.
La esquina estalla con la estática de las radios. Los agentes de policía sudan en sus camisas blancas, y los soldados con sus grises uniformes de camuflaje urbano lucen sus armas negras y brillantes, haciendo guardia. Pueden pasar muchas cosas entre el garaje y la esquina, pero la seguridad está allá, vigilante contra las barreras anti-explosivas y alambre de púa. Es la razón por la que ahora las calles de los vecindarios son mucho más seguras.
"Una vez estaba trabajando", dijo Karrar, "cuando en helicóptero norteamericano disparó desde el aire contra unos hombres armados. Yo corrí, cerré la tienda y me marché a casa. A veces hay tiroteos. Oyes las balas. Antes las balaceras me dan miedo, pero ahora te puedo decir si es cerca del mercado o en algún otro lugar".
Karrar saca un sueño de entre la grasa.
"Me gustaría entrar a la Guardia Nacional", dijo. "Cuando los veo, los adoro. Son valientes y me gusta como se paran con sus armas".
Pasó un grupo de niños frente al garaje; algunos llevan bolsones, otros llevan ropa nueva, o al menos ropa bien planchada.
El padre de Karrar, Abdul Bidan, que ha pasado a saludar a sus hijos, susurra: "Se pone celoso cuando ve a niños con bolsones".
18 de octubre de 2008
©los angeles times
cc traducción mQh
0 comentarios