las iglesias y los derechos animales
21 de diciembre de 2008
columna de mérici
Pese a la diversidad de credos y dioses, clérigos y filósofos llegaron a la convicción compartida de que en su historia los hombres han abandonado el deber religioso de respetar, proteger y salvaguardar a las otras especies. "Como administradores de la creación divina", dicen en la proclamación, "aceptamos y acogemos como nuestro deber, responsabilidad y obligación moral tanto a proteger la vida animal y a asegurarnos de que esta vida refleje el respeto y dignidad de que deben disfrutar como parte de la creación divina" (misma fuente; véase Pepa García).
En la reunión las iglesias representadas se comprometieron cada una a participar en una campaña para fomentar entre sus fieles el respeto a los derechos animales. Entre los católicos, eso incluyó la lectura de sermones dominicales sobre el tema, llamando a los fieles a adoptar al menos esos cinco puntos. Algunas congregaciones son necesariamente más activas que otras. Entre católicos, ya era conocida la posición del actual Papa Benedicto XVI, entonces el cardenal José Ratzinger, cuando protestó contra la alimentación forzada de gansos para producir paté y contra el maltrato animal implicado en el confinamiento de los animales de granja en espacios o jaulas demasiado pequeñas. Anteriormente, el Papa Juan Pablo II ya había reconocido que los animales poseen alma y llamado a mostrar solidaridad con nuestros hermanos menores. En realidad, según el filósofo católico Bruce Friedrich, mantener a los animales que son criados como mercadería "en jaulas aprtetujadas, sin luz solar, sucios, sin hierba y a menudo sin compañía es una negación de la voluntad de Dios" (en Los Angeles Times; hay una traducción al español en mQh). Qué duda cabe. Según Friedich, pese a que la Biblia contiene episodios de sacrificio animal, "Dios estableció para el hombre, en la historia de la creación en el Libro del Génesis, una dieta vegetariana. Sólo después del pecado, caída y expulsión del Edén empieza la Biblia a hablar del hombre como consumidor de carne animal" (en el artículo de Stephanie Simon en la edición mencionada de Los Angeles Times).
La reunión misma ha sido un logro extraordinario. Particularmente importante ha sido la adopción de estas nuevas perspectivas filosóficas por parte de algunas iglesias protestantes, tradicionalmente conservadoras y reacias a abandonar la creencia en la preeminencia humana en el plan divino. La derecha, especialmente la religiosa, ha sido tradicionalmente enemiga de la causa animalista, a la que consideraba un atentado contra la centralidad del ser humano y una ocupación más bien liberal y laica. Para algunos, según escribe Stephanie Simon, "la mera mención de ‘derechos animales’ subvierte los planes divinos en cuanto al dominio humano sobre el resto de la creación" -una creación interpretada según muchos como un espantoso campo de concentración y exterminio de los que San Francisco de Asís llamó nuestros hermanos menores. Otros sectores del conservadurismo temen que el respeto de los derechos animales se convierta en un obstáculo para el desarrollo económico y una limitación para la libre empresa. Y los hay muchos que creemos que la reducción de animales y hombres a condición de mercadería, y el dinero y la explotación aparejada con la libre empresa misma, son expresiones de la presencia del mal entre los hombres.
Es evidente que hay numerosos paralelos entre la lucha por los derechos humanos y la lucha contra la crueldad animal. En realidad, ahora de lo que se trata es de extender al menos a los otros mamíferos algunos de los privilegios que conocemos como típicamente humanos, como el derecho a no ser sometidos a tratos crueles o violentos. En Chile, en muchas comunas desaparecen perros abandonados, secuestrados y retirados de las calles por las autoridades para ser exterminados y arrojados a vertederos. Lo que hacían antes los militares con los civiles.
En realidad, en este renacimiento de la causa animalista hay también una enorme dosis de romanticismo, entendido como un retorno a las ideologías y concepciones filosóficas preindustriales. No existía la industria biológica en las edades medias europeas, aunque ciertamente prácticas similares eran posibles. Pero al menos el mundo católico vivía en conformidad con un pacto sellado entre dioses y hombres, que incluía a los animales. Todavía podemos aprender mucho de esas épocas. No se consumía carne todos los días. De hecho, dejando a las clases aristocráticas de lado, la gente comía carne rara vez. Además, en días señalados se prescribía el consumo de pescado, prohibiéndose el consumo de otras carnes, o se practicaba derechamente el ayuno, considerado como una práctica de penitencia, redención y respeto por los demás ‘hijos de Dios’.
Meter a un animal de granja a una jaula diminuta en la que no podría ni siquiera moverse habría sido prácticamente inconcebible -aunque había jaulas y solía confinarse en ellas incluso a hombres. Pero lo esencial de la filosofía popular de la época establecía que el privilegio humano de consumir a otras especies se basaba en una teoría general de intercambio recíproco en la que los animales podían ser sacrificados para el consumo sólo después de haber recibido una vida relativamente decorosa, sin malos tratos ni confinamientos innaturales y en el relativo bienestar de las granjas de entonces, que hoy llamaríamos humanitarias, moviéndose a su placer y viviendo en lo posible sus vidas, según sus historias y costumbres. Los hombres debían entonces aprovechar todo el animal sacrificado para no provocar la ira de los dioses por el evidente despilfarro -que es un arrogante insulto a la creación.
Entonces también tenían los animales alma, y eso les daba un derecho legítimo a vivir en esta vida y en la otra. No se podía disponer de ellos a voluntad, y estrictos regímenes jurídicos dirimían los casos de conflicto entre hombres y animales. Y muchos de los dioses de entonces -incluyendo a santos y vírgenes- velaban porque los hombres respetasen el pacto sellado. Con la era industrial, las nuevas clases y sus doctrinas llegaron incluso a negar que los animales, así como humanos de otras razas, tuviesen alma, fuesen capaces de sentir dolor o siquiera poseyeran sentimientos piadosos. Los avances en la etología moderna ha desmentido todas estas insensateces.
Pese a que en Occidente el consumo de carne ha estado siempre acompañado de un terrible sentimiento de culpa, es en las épocas industriales en las que su consumo se exacerba y alcanza niveles de desenfreno todavía incomprensibles. Hoy no se observa ni la reciprocidad que exigían las creencias y prácticas religiosas de esas épocas, ni los tiempos estipulados para su consumo, ni en realidad nada. El dinero se ha convertido en la única y bruta condición del consumo de carnes. Y ese consumo desenfrenado permite todo tipo de excesos, como la alimentación forzada de los gansos y prácticas todavía más horrendas, como la ya desaparecida costumbre inglesa de soltar a los perros contra el ganado que iba a ser sacrificado en la creencia de que el terror y el dolor provocado por los mordiscos y desgarros mejoraban el sabor de la carne. Ya se ve que el infierno no estaba ni está muy lejos.
Ahora la tarea es convertir estas reflexiones y principios generales en prácticas posibles. Algunas organizaciones animalistas, conscientes de que el respeto pleno de los derechos animales implicará una revolución de las costumbres que se ve venir, pero que está todavía lejos, han optado por llamar a sus afiliados a actuar y movilizarse a nivel local, para eludir la práctica imposibilidad de aprobar leyes nacionales. En Estados Unidos, la Sociedad Protectora de Animales ha presentado proyectos en diferentes condados y estados para prohibir mediante ordenanzas las prácticas consideradas más crueles para los animales, como su confinamiento en jaulas demasiado pequeñas, sin luz ni hierba, como señala Friedich.
Los grupos episcopales han comenzado a actuar decididamente contra las fábricas o criaderos de perros y las granjas industriales. La iglesia metodista unida rechaza igualmente estas granjas y se opone decididamente a prácticas como las peleas de gallos. Y otros grupos inician proyectos más limitados, pero igualmente importantes, como eliminar paulatinamente productos de origen animal en sus reuniones y prácticas religiosas (por ejemplo, no consumir ni repartir sopa de vacuno). Los anglicanos han dejado oír la poderosa voz de su obispo Richard Llewellin, quien se opone a la ganadería intensiva, a los experimentos con animales, a la industria peletera, al maltrato de los animales domésticos y a la muerte de animales en espectáculos. "Los problemas con los animales", dice, "son problemas teológicos y deben estar en la agenda de la iglesia" (en el sitio de la Sociedad Anglicana para el Bienestar de los Animales). También los cristianos han empezado a enfatizar otros aspectos de la doctrina cristiana, como el tabú que pesa sobre el derramamiento de sangre y el consumo de carne.
Ciertamente la nueva evangelización no está libre de otro tipo de conflictos. Hace unos días, cuando alimentábamos a unos perros abandonados en una plaza cercana a casa, un hombre me reprochó preferir a los animales a los hombres, entre los que había muchos, me dijo, que sufrían hambre y otras necesidades y vivían igualmente abandonados. Pero no me parece que preocuparse de los perros abandonados implique dejar de lado la misma preocupación por la gente abandonada. De hecho, gente y perros de la calle suelen vivir juntos, se protegen mutuamente y comparten todas sus penurias. Es sabido que entre vagabundos y otras personas destituidas suelen encontrarse grandes ejemplos de piedad y reciprocidad. Los animalistas también deben aprender de las profundas enseñanzas que nos dejan los más abandonados de la Tierra.
Muchas de las conclusiones a que llegaron esos grupos en esa reunión del año pasado pueden servir de ejemplo y guía para los animalistas chilenos. Yo también comparto la creencia de que necesitamos un cambio cultural para fomentar el respeto de los derechos animales, y que avanzaríamos a pasos agigantados si las iglesias hiciesen suyos algunos principios de la protección animal. Ese es un primer paso. También avanzaríamos más rápidamente si logramos que los partidos políticos incluyan el respeto a los derechos animales en sus declaraciones de principios. Y, también, es muy cuerda la opción de algunas sociedades protectoras de movilizarse a nivel local, a nivel de ordenanzas, círculos religiosos y organizaciones sociales para difundir la causa animalista.
Sería, por eso, formidable que las organizaciones religiosas chilenas, sin exclusión alguna, se reuniesen para tratar el de los derechos animales y decidiesen adoptar y fomentar algunos de sus principios más importantes. Entretanto, invito a todos a leer la proclamación, y a firmarla aquí; el objetivo es llegar al millón de firmas. En otras páginas de la Best Friens Animal Society, se encuentran valiosos ensayos y reflexiones sobre la relación entre las religiones y la causa animalista.
[cc mérici]
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Alejandro Díaz -
Alejandro