reportero del crimen en moscú
25 de junio de 2009
Kanev todavía ríe de buena gana cuando recuerda la historia, como si se le hubieran recomendando que se dedicara al zapateo americano. Es el tipo de periodista que duerme con un escáner de la policía al lado de la cama. Si no trabajara, dijo, "me moriría de aburrimiento".
Y sin embargo, su vida se ha torcido bajo el peso del peligro. Especialista en corrupción policial y crimen organizado, ha contrariado a gente poderosa y teme que eso le cueste la vida. Ha instalado dos cámaras en la mochila que lleva con él, de modo que si algo le pasa, quedará grabado. Su última novia lo abandonó, así que ahora sólo sus padres le pueden suplicar que deje su trabajo, diciéndole que los temores por su seguridad están destrozando sus últimos días.
"Los entiendo", dijo Kanev, 46. "No sé qué decirles".
Este ha sido un año brutal en Rusia, no solamente para los periodistas sabuesos, sino también para activistas de derechos humanos y toda la red de abogados que investigan a funcionarios públicos y grupos extremistas.
Sólo el año pasado, el Comité para la Protección de Periodistas ha documentado tres asesinatos de periodistas y diecinueve ataques relacionados. Amnistía Internacional ha documentado el asesinato de un activista de derechos humanos y dieciséis ataques durante el mismo período.
Poco a poco, en la era de Vladimir V. Putin las personas dispuestas a exigir responsabilidades a la gente poderosa son cada vez menos. Su trabajo está siendo marginado, de modo que la mayoría de los rusos no se enteran nunca ni de los casos de corrupción ni de las violaciones de derechos humanos que han descubierto. Y aunque sólo una minoría responsabiliza al gobierno de los ataques, dicen que la incapacidad de investigar y castigar esos crímenes ha creado un ambiente permisivo, y peligroso.
"Atravesamos por un período en que la gente toma decisiones que la afectarán por el resto de la vida", dice Tanya Lokshina, subdirectora de la oficina de Human Rights Watch en Moscú. "No puedes decirle a la gente que tienes un cuarto de invitados en tu departamento y que pueden alojar ahí durante unos meses. Esa no es una solución".
Kanev no es el portaestandarte más obvio de la libertad de prensa. Corpulento y rubicundo, y fumador en cadena, se lo podría confundir fácilmente con un agente de barrio, o con un bandido de 1992, con "un abrigo deportivo de color frambuesa y un celular gigantesco", dijo Dmitri A. Muratov, editor de Novaya Gazeta, para el que Kanev trabaja como autónomo.
También es periodista de ‘Line of Defense’, un programa sobre delincuencia en el Canal 3 de Moscú.
Si la Unión Soviética hubiera perdurado, Kanev podría haber seguido siendo lo que era, un pinchadiscos que expresaba su descontento tocando a Donna Summer, que había sido prohibida por el Partido Comunista por "hacer propaganda del sexo".
Pero el diluvio de los años noventa también arrasó con su discoteca -durante su período allá sobrevivió dos atentados- y se ofreció voluntariamente para el turno de noche de un programa de noticias en la televisión.
Para 2005 su cobertura había sido consistentemente crítica de la policía, y perdió su trabajo en NTV, una de las tres redes nacionales rusas.
Así es como terminó escribiendo para Novaya Gazeta, un diario conocido por dos cosas: sus beligerantes ataques contra el gobierno ruso, y la cantidad de sus periodistas que han sido asesinados.
"Ahora mismo lo más peligroso no es criticar a las autoridades", dice Yulia Latynina, columnista del diario. "Lo peligroso es criticar a gente que te puede matar, como la gente sobre la que escribe Kanev. Ese es el problema".
El afable caos en la oficina de redacción se paralizó en enero cuando un pistolero enmascarado disparó y mató a Stanislav Merkelov, el abogado del diario, y a una joven periodista de veinticinco años, Anastasia Baburova.
Con ellos, los empleados que murieron en circunstancias violentas o sospechosas desde 2000 se elevaron a cinco, y los primeros asesinatos desde que la periodista investigativa Anna Politkovskaya fuera asesinada en el ascensor de su edificio en octubre de 2006.
Muratov, el editor, puso a dos de sus periodistas bajo protección armada e inició una política según la cual todo periodista con información sensible debe publicarla inmediatamente, lo que reduce las ventajas de su asesinato.
Kanev, por su parte, se ríe de la idea de que la protección sea incluso posible.
"Mira, si quieres un trabajo seguro, inténtalo en una biblioteca", dice. Entretanto, hace su trabajo de todos los días con algo que sólo se puede llamar alegría.
Un martes hace poco, Kanev subió las escaleras detrás de un salón de ventas de colchones y fue llevado a una oficina donde un hombre de negocios de aspecto fatigado le contó los detalles del secuestro de su hijo. Kanev se secó la frente con una servilleta y no tomó notas.
Unas horas después recibió en la oficina del diario a un demacrado visitante vestido de negro que venía del ministerio del Interior. Cuando lo acompañaba a la salida, Kanev estaba tan feliz con lo que había escuchado que empezó a dar brincos en el vestíbulo, haciendo chirriar el linóleo.
"Es como un hilo", dijo. "Jalas, y jalas, y jalas".
Kanev se enteró de los riesgos que tenía que correr temprano en su carrera, cuando seis matones de Zelenograd lo amarraron a una silla con un cable y le aplicaron una plancha caliente contra el pecho, exigiéndole que entregara una cinta de video.
Desde entonces ha aumentado sus ambiciones. Sus tempranas columnas sobre sobornos policiales y pequeñas corrupciones han dado paso a investigaciones policiales sobre el asesinato de Politkovskaya y una organización dedicada al secuestro en Uruguay -un caso sobre el que sugiere que participan actuales o ex agentes de seguridad del gobierno. Las apuestas han crecido, así como su sentido de misión.
"Tratamos de llegar a los ciudadanos para que digan: ‘Eh, miren, ya es suficiente’", dice Kanev. "Recuperemos nuestro país. ¿Nacimos aquí, no es así?"
En agosto pasado, cuando Kanev volvía a su departamento, dos hombres se deslizaron detrás de él. Uno agarró su bolso, lleno de documentos policiales, y el otro le apretó un cable en su garganta, dejándolo luego en el hueco de la escalera.
Su madre, Nina, se enteró en un informe por televisión, lo que hizo más profunda su desesperación por su único hijo. Ha pasado años tratando de convencerlo de que lo que hace no merece su sacrificio.
"Es inútil. Es como golpear una pared con tu cabeza", dice Kaneva, 71, maestra parvularia jubilada. "La puedes golpear todas las veces que quieras, y quedar, si tienes suerte, lleno de moretones y chichones, o quedar lisiado, o perder tu vida. ¿Así vas a solucionar las injusticias?"
"Me dice: ‘Mamá, si no lo hago yo, ¿quién lo hará?’ Y yo le digo: ‘Un solo hombre en el campo de batalla no es un guerrero’".
La enfadada respuesta de Kanev se explica por su historia familiar: Cuando Nina Kaneva tenía cuatro años, su padre fue detenido como enemigo del pueblo y nunca volvió a saber de él. La señora Kaneva ocultó la historia, por miedo a que le hicieran el vacío.
"Le dije: ‘Has estado toda la vida con miedo a hablar’", dice Kanev. "Y yo no quiero vivir de esa manera".
Y así llegaron a este compromiso: Firma con su nombre todos sus artículos. Si cruzando el oscuro vestíbulo de la escalera siente que hay alguien detrás de él, enciende las cámaras que lleva en su mochila.
Pero cuando se acercan a él jóvenes a preguntarle sobre el periodismo investigativo, ya no puede estimularlos.
"Primero les cuento todo lo que sé", dijo Kanev. "Luego les digo: ‘Quizás deberían dedicarse a otra cosa".
6 de junio de 2009
©new york times
cc traducción mQh
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