una cartonera en pasadena
29 de junio de 2009
Se protege del frío con una sudadera y una chaqueta, junto con un sombrero rosado y guantes que compró en la tienda de 99 centavos. Sólo el ladrido de un perro rompe el silencio.
Rivas llega a la primera casa, levanta la tapa del contenedor de basura y alumbra el interior con su linterna. Nada.
"No hay. No hay," dice en español.
Echa un vistazo en otro contenedor. Nada. Camina zigzagueando por la calle, parándose en cada casa buscando latas, botellas, recipientes de plástico, cualquier cosa que pueda cambiar por dinero en el centro de reciclaje local. Mete las manos dentro y revuelve el contenido, esperando oír el revelador tintineo de una botella de cerveza o el hueco soplo de una caja de leche. Nada.
Empieza a inquietarse. Su marido y cuatro hijos dependen de ella. Tiene todavía una semana para pagar el alquiler de 2.300 dólares de su casa en Pasadena. Pidió que le aplazaran la cuenta del gas. Y ya le cortaron la televisión por cable y el teléfono.
Se mete prisa. Las bolsas de plástico amarradas al carrito zumban unas contra otras. Las ruedas traquetean cuando pasan sobre los guijarros en la calzada.
Unos minutos después encuentra una lata vacía de Sierra Mist, unas botellas de agua de plástico y varias botellas de cerveza Foster. Las mete en su carrito vacío.
"Hay días buenos y días malos", dice Rivas, 48.
Cuando se acerca a la casa siguiente, dice: "Este va a ser un mal día".
Rivas sabe lo que piensa la gente, de que ella escarba en la basura de sus vecinos para ganar algo de dinero y poder comprar drogas o alcohol. Sabe cómo la llaman: carroñera, cartonera, ladrona.
"Hay gente que me mira como diciéndome: ‘No vales nada. No eres nadie’", dice.
Los últimos trece años, dice, se ha dedicado a recoger latas y cervezas "para pagar el alquiler y las cuentas. Lo hago por necesidad".
Ha buscado trabajos más estables, incluyendo la aseo de oficinas en la noche. Pero hoy en día las compañías piden documentos de inmigración, que son papeles que no tiene.
Además, dice que la basura paga. Mientras más horas se dedica a ello, más gana. La prueba está en sus recibos del centro de reciclaje: el 22 de octubre ganó 70.12 dólares; el 12 de diciembre, 143.08; el 4 de enero, 134.91. En general, en un año puede ganar entre veinte mil y veinticinco mil dólares. Junto con lo que gana su marido y lo que contribuyen sus hijos, pueden pagar el alquiler y parar la olla.
Rivas forma parte de una economía subterránea en expansión: los cientos de miles de inmigrantes en California del Sur que asean casas, cortan el césped de los jardines y lavan platos, y que hacen dinero en los márgenes de la economía y pagan pocos impuestos, si acaso. Su historia refleja las contradicciones que hacen de la inmigración ilegal un tema tan controvertido. Violó la ley para llegar aquí y, quedándose aquí, ocupa recursos municipales. Sin embargo, trabaja duramente para que sus hijos no tengan que hacer lo mismo.
Despierta todos los días a las 2:30 de la mañana, sabiendo que incluso una hora más de sueño significa menos dinero. Camina kilómetros y kilómetros, incluso cuando llueve, incluso cuando la consume la gripe.
"Si me pierdo un día, quedo debiendo", dice.
Su única compañía es el pinchadiscos El Piolín, Eddie Sotelo, en la radio KSCA-FM, en español, que la entretiene en su radio de mano que le regaló uno de sus hijos hace dos años.
De empujar su carrito subiendo y bajando colinas, le duele la espalda y las piernas. Tiene artritis en las manos. Esta mañana se ha vendado dos dedos con una cinta de pegar blanca. Hace dos años tuvo que ir a urgencias para que le pusieran puntos: una botella rota le había rajado el antebrazo. Salió con varios puntos y una inyección contra el tétano. Emergency Medi-Cal pagó su tratamiento.
"No sé cuánto tiempo más podré seguir haciendo esto", dice. Sin embargo, no sabe qué otra cosa podría hacer. Así que sigue haciendo lo que sabe hacer.
A menudo los propietarios de casas le gritan: "¡Márchate de aquí! ¡No revises mi basura!"
Rivas no responde nunca, nada. Agacha la cabeza y dice en su inglés entrecortado: ‘I sorry. I sorry". Y sigue su camino. Sabe lo que podría pasar si no lo hiciera. Los propietarios llamarían a la policía, y terminaría con una multa.
Hace unos tres meses, un agente de policía la paró cuando se acercaba a su casa con su carrito. Le dijo que las latas pertenecían al ayuntamiento y que estaba violando una ordenanza municipal. Pero en lugar de multarla, simplemente le aconsejó marcharse en otra dirección.
La policía de Pasadena y los funcionarios de obras públicas dicen que perseguir a los cartoneros no son una prioridad, en parte porque el reciclaje de materiales es necesario. Pero Gerald Weber, supervisor de mantenimiento de calles, dijo que el ayuntamiento pierde dinero cada vez que un cartonero recoge una botella de un contenedor de basura ajeno. Weber calcula que los cartoneros desvían un cinco por ciento de las ganancias anuales del ayuntamiento por concepto de reciclaje, de un total calculado en 400 mil dólares.
"Técnicamente, están robando", dijo. "Una vez que el contenedor llega a la acera, se convierte en propiedad del ayuntamiento".
Rivas dice que la policía debería ocuparse de los vendedores de drogas y de las prostitutas, en lugar de acosarla a ella.
"Nosotros trabajamos honradamente", dijo. "No estamos robando a nadie. La policía debería dejarnos trabajar".
Rivas creció en Durango, México, y cruzó ilegalmente la frontera con Estados Unidos en 1982, con sus dos hijos mayores. Conoció a su marido, Luis Ángel, y la pareja tuvo otros dos hijos.
Después de años de asear casas, Rivas empezó a recoger latas en 1995. Se había separado temporalmente de su marido y necesitaba ganar más dinero. Al principio le daba vergüenza hurgar en la basura. Pero ahora dice que le gusta ser su propia patrona.
Muchos de los vecinos de su ruta, la conocen. La saludan cuando se marchan a sus trabajos. Una vez, en Navidad, una mujer le dio veinte dólares. A veces le regalan bolsas de sus propios reciclajes.
Cuando termina su jornada, a eso de las once de la mañana, asea su casa y lava la ropa. Para relajarse mira películas en español en un pequeño televisor en la cocina. Pero rara vez duerme durante el día, excepto los fines de semana. Es cuando se recupera y prepara para la semana siguiente.
Un sábado hace poco cocinaba carne con pico de gallo para sus hijos, que se preparaban para salir con sus amigos. La música resonaba en el dormitorio de su hijo menor. Pasó el camión del heladero. Sus perros entraban y salían de la casa.
Mientras cortaba las verduras, Rivas mostró las cosas que había encontrado en la calle y había llevado a su casa en el carrito de supermercado: macetas, candelabros, cestas de mimbre, una puerta para perros.
Rijas dice que quiere que sus hijos, de dieciséis y veinticinco años, estudien alguna carrera. Los hijos de Rivas dijeron que apreciaban los sacrificios que hacía su madre por ellos. Sus hijos mayores -un jardinero y un originador de préstamos- contribuyen con lo que pueden para el alquiler de su casa de cuatro dormitorios. Y Ángel, que tiene la tarjeta verde [tarjeta de residencia permanente] gana cerca de trescientos dólares a la semana en una bodega de Food 4 Less. Pero la familia no podría sobrevivir sin los ingresos de Rivas.
Vivir en otra parte del condado podría ser más barato, pero Rivas dijo que ella y sus hijos prefieren Pasadena porque es seguro y tranquilo.
Sin embargo, Ángel todavía se preocupa de que su esposa recorra las calles en la noche.
"Es peligroso", dijo. "Preferiría que tuviera un trabajo estable".
Aura Ángel, 18, también teme por su madre. Cuando Rivas se marcha en la mañana, Aura le dice: "Que Dios te bendiga, mamá. Cuídate".
Aura dijo que a veces tiene que defender a su madre contra sus amigos, cuando le preguntan por qué hurguetea en la basura de otra gente.
"Les digo que es simplemente como cualquier otro trabajo", dijo.
José Rivas, 20, dijo que respeta lo que hace su madre, pero que no pensó siempre lo mismo. Hace unos cinco años, un amigo lo llevaba a la escuela cuando vieron a su madre, empujando su carrito. José agachó la cabeza y no la reconoció. Todavía se siente mal.
Años más tarde, trató de hacer el mismo trabajo, pero sólo duró un día.
"Era realmente difícil", dijo, mientras planchaba una camisa en la mesa de la cocina. "Parecía imposible llenar el carrito".
José Rivas dijo que le gustaría ganar más dinero y ayudar más con el alquiler, para que su madre no tuviera que trabajar tanto.
"Imagínate si pudiera comprarle una casa a mi madre", dijo. "Podría salir a hacer las compras, mirar telenovelas. Ese es uno de mis sueños".
Rivas sigue sus rutas fijas todas las semanas: las calles cerca de Rose Bowl un día, hacia el norte, hacia Altadena el siguiente, y así hasta cubrir toda la ciudad. Sin licencia de conducir ni coche, llega a todas partes caminando. No sabe cuántos kilómetros camina al día, pero algunos días pasa siete horas sin sentarse.
Esta mañana, recorre las calles cerca de su casa. No ha encontrado muchas latas ni botellas todavía, y se preocupa de que haya otro haciendo el recorrido en su propio barrio.
Los otros son sus competidores, pero también sus compañeros. La llaman supermujer.
"Dicen que yo camino rápido, que vuelo", cuenta.
Poco después de salir de casa, la suerte de Rivas empieza a cambiar, cuando encuentra botellas de Bud Lite, latas de Fanta Strawberry, ketchup y botellas de aceite Canola, jarros de mantequilla de maní. A veces sujeta la linterna con sus dientes, para poder usar sus dos manos cuando hurga en los contenedores. Otras veces, se dobla sobre el contenedor, dejando de tocar el suelo con sus pies.
Encuentra un certificado de ‘estudiante del mes’ y un diario en el suelo, los recoge y los vuelve a meter al contenedor, cerrando cuidadosamente la tapa.
"Si revuelves mucho la basura, si la dejas en el suelo, la gente se enfada", dice.
En una casa un papel pegado en la tapa de un contenedor de reciclaje azul dice, con letra manuscrita, ‘Basura’. Rivas mira dentro de todos modos.
Hacia las 6:30 Rivas ha completado su ruta. Su carrito está lleno y varias bolsas de plástico cuelgan de uno de los lados, pero no encontró tanto como esperaba.
Camina a casa, ahora más lentamente, y deja su carrito a un costado de su casa. El carrito lleno -grande y sólido, de un supermercado de abarrotes que Rivas dice que encontró en la calle- huele a cerveza rancia, leche agria y comida podrida. Rivas no se inmuta. Entra, se saca la sudadera y la chaqueta y bebe una taza de café instantáneo.
Al otro lado de la calle, Ana González dice que respeta lo que hace su vecina para ganarse la vida, especialmente ahora que los alquileres han subido tanto en el barrio.
Algunas mañanas cuando González no puede dormir, se asoma a la ventana y ve a Rivas salir de su casa con el carrito a las tres de la mañana.
"No sé adónde va", dice. "Pero algunos días vuelve recién al mediodía".
Un día la encontró en el supermercado y Rivas llevaba bolsas de pan, jugo, leche y frijoles. González dijo que le sorprendió ver todas las cosas que podía comprar Rivas con lo que ganaba al día.
Algunas horas después, Rivas vuelve a salir, esta vez hacia el centro de reciclaje. Abre a las diez de la mañana, pero no quiere ser la última de la cola.
Cuando llega, Rivas saluda a varias personas, incluyendo a un hombre que hace reciclaje para complementar el subsidio de la seguridad social y una mujer que empezó a reciclar después de que empezara a ver mal y perdiera su trabajo en una fábrica.
"¿Dónde está tu carrito?", pregunta un hombre en español.
"Allá", responde Rivas, señalando atrás de ella.
"¿Por qué tan poco?", dice el hombre.
"No dejaste nada para mí", dice riendo.
En el centro, un cartel hace el listado del precio de los reciclables. Las latas de aluminio son las mejor pagadas (un dólar 56 por medio kilo), botellas de cristal las peor (11 centavos por medio kilo). Calcula lo que ganará por la cantidad de bolsas y la altura de su pila.
Si ha tenido un buen día, cruza el aparcadero para comprar pilas para la linterna, guantes nuevos, leche, frijoles o tortillas. En días realmente buenos, compra carne o incluso algún pequeño regalo para uno de sus hijos. Hace poco llevó a casa una balón de fútbol para su hijo menor.
Hoy, sin embargo, no es uno de esos días. Vacía las latas y botellas en gigantescos contenedores azules, deteniéndose para separar el ketchup y los refrescos. Clink. Clink. Clink. Clink.
Cuando le toca su turno, el empleado pesa los contenedores y cuenta el total. Le entrega un recibo y cincuenta dólares con treinta centavos.
"Poquito", dice, sacudiendo la cabeza.
Rivas se consuela porque en casa tiene otro carrito lleno. Había salido la noche anterior, y trabajado de seis a once de la mañana, en otro barrio.
Hará otro viaje al centro de reciclaje más tarde en el día, con la esperanza de ganar algo más.
De momento, coge su dinero y se lo mete al bolsillo. Luego recoge sus cosas, dice adiós a los otros y empuja su carrito en dirección a su casa.
12 de marzo de 2008
©los angeles times
cc traducción mQh
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