ilegales en eua, extraños en casa
22 de julio de 2009
Hasta que decidió volver.
Sánchez todavía recuerda el día que se marchó, despidiéndose de sus familiares, dejando a sus amigos, y esa última mirada triste de su apacible pueblo montañés al occidente de Guatemala cuando el autobús lo transportaba al otro lado de la montaña hacia una vida incierta en "el norte". Tiempos dolorosos, ansiosos.
Pero no tan difíciles como el viaje de regreso. Cuando Sánchez (de 36) volvió hace poco a América Central después de vivir un tercio de su vida como inmigrante ilegal en un suburbio de Washington, desembarcó en el Aeropuerto Internacional de Dulles en una tierra (cultural) de nadie. Había sido un inmigrante ilegal en un país; ahora era un extraño nacido en el país, en el otro.
Durante años, Sánchez hizo todas las horas extras que pudo como supervisor de un contratista de mostradores de granito en Springfield. El año pasado, de horas extras pasó a tiempo parcial, y luego a casi nada. Después de meses de buscar trabajo, empezó a mirar el precio de los billetes de avión.
La nostalgia de un expatriado por su tierra nativa es a menudo abrasadora. Pero Sánchez, como miles de inmigrantes latinos obligados en los últimos meses, por la recesión económica, a volver a cruzar la frontera, se está enterando más pronto de lo que hubiese querido, que volver a casa puede ser incluso más complicado.
No bien llegó, lo tumbó la gripe del turista. Su hijito Marvin, nacido en el condado de Arlington, también se enfermó, y Sánchez entró en pánico por las dificultades de encontrar un doctor. Su esposa Gladys ya no se sentía cómoda en sus atavíos tradicionales, la encontraba pesada y tiesa en comparación con las blusas Old Navy y los vaqueros que compraba en Potomac Mills.
En el aeropuerto, fueron acogidos por sobrinos y nietos que Sánchez no había visto nunca. Incluso la avejentada pareja en primera línea fue difícil de reconocer.
"Cuando vi a mis padres por primera vez, es como si fueran personas diferentes", dijo Sánchez. "Pensé que todo iba a ser lo mismo. Estaba equivocado. Todo es diferente, yo incluido".
Los inmigrantes entran y salen por la frontera todo el tiempo, y el movimiento impulsado por la recesión, alejándose de Estados Unidos hacia el sur, todavía no se ha convertido en un éxodo masivo. Pero es cada vez más fácil encontrar trabajadores que han decidido que están mejor capeando la recesión en sus tierras ancestrales, que aquí.
En Washington, la embajada guatemalteca informa sobre un substantivo aumento en el número de nacionales que solicitan documentos de viaje. En los aeropuertos estadounidenses, los agentes de aerolíneas y funcionarios de gobierno, describen crecientes instancias en que se hace la vista gorda con inmigrantes ilegales que se ‘autodeportan’, sin que las autoridades los fastidien.
"Cuando alguien empieza a dar señales de que tiene la intención de marcharse de Estados Unidos, no nos sirve para nada enviarles una notificación para que comparezcan a un tribunal de inmigración", dijo Lloyd Easterling, portavoz del Servicio de Aduanas y Protección de Fronteras de Estados Unidos. "No es un buen uso del dinero de los contribuyentes".
En Valdemar Travel en Takoma Park, la proporción de billetes de avión sólo de ida ha alcanzado niveles sin precedentes, acercándose al sesenta por ciento de las ventas de la firma antes en el año, dijo el gerente Devin Reyes.
Algunos vuelven con substanciales ahorros, cruzando México en camiones de última generación, con Xboxes y televisores de pantalla plana. Otros vuelven tan pobres como el día que se fueron. Reyes recuerda a un demacrado jornalero que llegó a comprar un billete para El Salvador, pero le faltaban cuatrocientos dólares. Otros clientes arrojan billetes de diez y veinte dólares sobre el mostrador.
Sin embargo, Sánchez ha estado enviando dinero extra a casa -unos cincuenta mil dólares en seis años- para construir una casa de cemento junto a la casa de sus padres. En tres cuartos y un baño junto al patio donde su madre muele maíz y cocina en un fogón, trabaja para superar el persistente vértigo cultural. "A veces no sé dónde estoy", dice.
A Sánchez le agradaba su vida en Washington. Cuando llegó, no había subido nunca a un avión y ni siquiera a un ascensor. No había caminado nunca por una alfombra. Pero dominó el metro y le gustaba hacer las compras en el mercado chino el North Glebe Road en Arlington y ver películas en el Tysons Corner. La mayor parte de las veces trabajaba seis días a la semana, pero hacía horas extras en ocasionales viajes los fines de semana a Virginia Beach o Atlantic City. Sus familiares visitaban a menudo el centro comercial, y habían estado en Six Flags una vez.
Tenían televisión por cable. Sánchez extraña el History Channel. Marvin extraña Elmo.
Aprendió inglés, mayormente en clases de dos horas en la biblioteca pública en Clarendon. Y aprendió a conducir. Le gustaba el tráfico ordenado -en agudo contraste con la caótica cultura carretera de Guatemala, donde los viejos buses escolares hechos en Estados Unidos, tatuados con brillantes colores y equipados con cornetas de aire, son buses asilvestrados. Aquí no valen los letreros de que dicen que no debes cruzar la línea del ferrocarril.
"Todavía trato de ser cuidadoso", dijo Sánchez. "Yo paro cuando veo a niños cruzando la calle. Y me pitaban por eso".
Conoció a su esposa en Arlington, donde se sorprendió un día de ver pasar a una mujer con un huipile, una blusa maya tradicional, bordada, sorprendentemente, con los colores y diseños propios de su pueblo natal. Allá, en Pershing Drive y North Globe, Sánchez platicó con una chica de Concepción en su idioma indio natal, mam.
En Washington, Sánchez vivía en una burbuja guatemalteca. Los inmigrantes tienden a seguirse unos a otros en ciudades estadounidenses y una enorme proporción de los guatemaltecos en Washington provienen de aldeas específicas de las tierras altas del occidente del país. Los de Excumucha, por ejemplo, viven en gran parte en Langley Park. Los de la vecina Concepción tienen su base en Arlington,
El mayor vínculo de Carlos con su hermano mayor, Adrián, que se marchó al norte el primero. Carlos lo siguió al año después, prestándole cinco mil quinientos dólares para pagar a los coyotes, los despiadados guías que lo ocultaron en el tanque vacío de un camión durante horas, compartiendo un diminuto hoyo de aire con decenas de aterrados emigrantes.
Tampoco estaba su hermano ansioso por emprender un viaje peligroso hacia un futuro desconocido. Pero su padre, un sastre que comprendía la educación, tenía que pagar las matrículas de las escuelas de los niños, que eran siete, y el atractivo de los salarios del norte grande era muy tentador. Adrián y Carlos, trabajando juntos como pintores, empezaron a enviar dinero a casa en remesas de quinientos dólares al mes.
Para normas del pueblo, que seis niños y tres niñas hayan terminado la secundaria es extraordinario. Que dos de los niños estudiaron medicina es comentado como un milagro local. Uno estaba terminando su residencia en la capital, Ciudad de Guatemala. El otro empezó una consulta rural, y conduce una camioneta Nissan 1987 que Carlos consiguió por 650 dólares.
Llegados a miles de kilómetros de distancia, los hermanos empezaron un capítulo de la Cruz Roja en Concepción. Yendo puerta a puerta en Arlington, y organizando un baile en Langley Park, reunieron catorce mil dólares, compraron una furgoneta Chevy usada, la completaron con luces de emergencia y enviaron a la aldea, donde años después todavía prestan servicio.
Cuando Carlos, en una pega de pintura en el Hospital Suburbano en Bethesda fue invitado a solicitar una posición permanente en el personal de mantenimiento, sabía que se hundiría tan pronto como le pidieran su número de la seguridad social. Pero Adrián se había casado con una ciudadana estadounidense y se había convertido él mismo en uno de ellas. Así, Carlos rellenó el formulario de solicitud a nombre de su hermano. Adrián fue llamado y pronto consiguió un buen trabajo.
Entonces el mundo de Carlos se derrumbó.
Su familia en Guatemala todavía necesita el dinero que Carlos acostumbraba enviar a casa, y hubiera querido que su hijo asistiera a escuelas en Arlington. Pero Sánchez se sintió obligado a abandonar su departamento en el Buckingham Village, en Arlington, y marcharse al sur. "Siempre tuve como objetivo volver alguna vez, pero pensé que faltaban todavía varios años más", dijo. "Allá me siento cómodo, me siento seguro. Pero no podía quedarme sentado sin hacer nada".
Poco a poco Sánchez está recuperando el aliento en su viejo nuevo mundo. Ahora cruza a grandes zancadas las empinadas calles que antes lo dejaban jadeando cada vez que salía de casa. Su estómago ha mejorado, y disfruta de las verduras frescas que llegan todos los días desde las terrazas de cultivo. Marvin ha adquirido el hábito de los frijoles y tortillas, y de perseguir a los pollos por el patio.
Sánchez enseña taquigrafía en su casa todos los sábados, con veintisiete máquinas de escribir manuales que su hermana ha ido acumulando para él en el curso de los años. Y consiguió trabajo en una escuela secundaria local como profesor de inglés.
Sánchez se siente feliz de estar con su familia; sus padres idolatran a su hijo americanizado y su nieto nacido en Estados Unidos. Pero echa de menos a su hermano. Adrián, con su dorado pasaporte estadounidense, lo visitó una vez, y hablan frecuentemente por teléfono. Eso mantiene a Carlos, al menos emocionalmente, con un pie en Washington.
"Mientras esté allá", dijo, "siento como si una mitad mía estuviera allá también".
12 de julio de 2009
©washington post
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