los hechos de la vida
9 de febrero de 2010
Absolutamente todos los grandes escritores de América latina fueron alguna vez periodistas. Aunque los Estados Unidos han reivindicado para sí la invención o el descubrimiento del nuevo periodismo, o de las "novelas de la vida real", es en América latina donde nació el género y donde alcanzó su grandeza.
[Tomás Eloy Martínez] Hace tres décadas, durante el apogeo de la investigación de The Washington Post sobre el caso Watergate, lo que ya entonces se conocía como nuevo periodismo alcanzó su punto de máxima influencia y credibilidad. Se puede disentir con lo que después hicieron Carl Bernstein y Bob Woodward, autores de aquellos memorables relatos impecablemente investigados, pero no con la decencia, la tenacidad, la eficacia en la información y la calidad en la narración que exhibió el Post al anudar los hilos de aquella historia.
Desde entonces, el periodismo narrativo ha tropezado y ha caído más de una vez, en los Estados Unidos y en otras latitudes, acaso por haber olvidado que narración e investigación forman un solo haz, una alianza de acero indestructible. No hay narración, por admirable que sea, que se sostenga sin las vértebras de una investigación cuidadosa y certera, así como tampoco hay investigación válida, por más asombrosa que parezca, si se pierde en los laberintos de un lenguaje insuficiente o si no sabe cómo retener a quienes leen, la oyen o la ven. Solas, una y otra son sustancias de hielo. Parta que haya combustión, necesitan ir aferradas de la mano.
Los problemas que afectan la calidad del periodismo, sea o no narrativo, son más o menos los mismos tanto en este continente como al otro lado del Atlántico. Desentrañar por qué han sucedido y pueden seguir desencadenándose es el tema de mi reflexión de esta tarde. Mal podré exponer de dónde venimos si no reconozco primero el camino hacia donde vamos.
Véase lo que sucedió con la historia de Watergate, en la que dos periodistas jóvenes, en pocos meses, alcanzaron notoriedad universal al desatar algunos nudos de corrupción y abuso de poder. Todo empezó por algo en apariencia insignificante: un robo en las oficinas del partido político de oposición. Y terminó con un hecho notable: la renuncia forzada del presidente de los Estados Unidos. El punto de partida era ínfimo; el resultado, en cambio, fue espectacular.
Una lectura superficial de ese fenómeno hizo que muchos llegaran a conclusiones también superficiales. Si un incidente pequeño podía, por obra y gracia de los medios, transfigurarse en una historia mayor, entonces –pensaron algunos– había que salir en busca del escándalo. El periodismo narrativo parecía perfecto para alcanzar ese fin. Los dramas bien contados podían conmover e hipnotizar a millones. En cuanto a la investigación, se llegó a pensar que era legítimo tejer trampas aquí y allá, corregir sutilmente la dirección de ciertos hechos, agrandar otros, inventar testigos, multiplicar las gargantas profundas. Así fue convirtiéndose en mercancía lo que es, esencialmente, un servicio a la comunidad. Se confundió a los lectores, espectadores y oyentes con una muchedumbre de alfabetos a medias, cuya inteligencia equivalía a la de un niño. En ese juego, el periodismo perdió mucha de su credibilidad y casi toda su respetabilidad.
Me di cuenta por primera vez de que algo grave estaba sucediendo cuando, en el Festival de Cine de Cartagena de Indias de 1997, un periodista novato, empuñando un micrófono como si fuera la pistola Beretta de James Bond, se acercó a Gabriel García Márquez y le preguntó si era verdad que iban a filmar en Hollywood su último libro. "¿Cuál libro?", preguntó García Márquez, con genuina curiosidad. "Pues cuál va a ser, el último", dijo el jovencito. "¿Y cuál es el último?", insistió el autor que meses antes había publicado ‘Noticia de un secuestro’, a sabiendas de que se venía lo peor. "Pues cuál va a ser: ése que llaman ‘Cien años de soledad’", explicó el muchacho, con un aplomo que nunca vi en Norman Mailer ni en Tom Wolfe. No he sabido más del interrogador, que fue enviado aquella noche de regreso a la escuela, pero todos los días veo a muchos que se le parecen en las pantallas de televisión de mi país, Argentina, o en las radios que cazo al vuelo cuando doy vueltas por América latina.
Suele evocarse con melancolía y con la admiración que se siente por lo que no se tiene aquel periodismo revolucionario de los tiempos en que empezó todo, hacia fines de los años cincuenta. Creo decididamente que ese periodismo no era tan bueno como el que se podría hacer ahora, porque hay más talentos que entonces y, los que hay, están intelectualmente mejor preparados. Lo que sucede es que hemos caído, todos a la vez, en las trampas de la fiesta neoliberal, y no sólo van quedando pocos lugares donde publicar lo que se quiere escribir, sino que a la vez (y lo uno va con lo otro) cada vez hay menos empresarios dispuestos a arriesgar la paz de sus bolsillos y la de sus relaciones creando medios donde la calidad de la narración vaya de la mano con la riqueza y la sinceridad de la información.
Informar bien cuesta mucho dinero, porque requiere invertir un tiempo para el que a veces no basta una sola persona, e informar con honestidad roza con frecuencia intereses ante los que se preferiría estar ciego.
A diferencia de lo que sucedía hace un siglo, el periodismo es un árbol con más ramas de las que se ven. Hace ocho décadas nació, incipiente, el periodismo de las radios, hace medio siglo el de la televisión y hace poco más de una década el periodismo de Internet. Casi durante el mismo tiempo se ha pronosticado la decadencia y caída del periodismo gráfico, que ha ido asumiendo formas inesperadas, como para desmentir los vaticinios fúnebres de las encuestas. En la reunión que celebró la Asociación Mundial de Periódicos en Seúl, a fines de mayo pasado –donde la preocupación central fue la proliferación de los webblogs como ejercicios descontrolados de periodismo–, se examinó una predicción sobre la muerte de los medios masivos publicada por The Wilsonian Quaterly, una revista de la Universidad de Princeton. Allí se sostenía que, dado el acelerado avance de la revolución tecnológica, el periodismo tradicional sucumbiría en el año 2040. Con sorna, el presidente de la compañía de The New York Times, Arthur Sulzberger, respondió: "Ya que tratamos de ser precisos, ¿por qué no somos todo lo precisos que el periodismo nos permite? ¿Por qué decir que moriremos en 2040? Digamos, más bien, que moriremos el 16 de abril de 2040, y que eso sucederá a las seis de la tarde. ¿No les parece?"
Lo que está enfermando a la profesión periodística es una peste de narcisismo. Lamento coincidir en ese punto con el australiano Rupert Murdoch, que tanto daño ha causado comprando medios sólo para degradarlos y venderlos después, pero el narcisismo –del cual el propio Murdoch es un buen ejemplo– se advierte ahora casi a cada paso. Una inmensa parte de las noticias que se exhiben por televisión están concebidas sólo como entretenimiento o, en el mejor de los casos, como diálogos donde las preguntas no están sustentadas por información. Y entre las radios y los periódicos se ha creado un atroz círculo vicioso, que empieza –o termina, puesto que se trata de un círculo– con entrevistas que las radios hacen a personajes destacados por los periódicos, para que éstos publiquen, a su vez, las reacciones de esos personajes, y así hasta el infinito.
La fiebre exhibicionista ha creado escándalos como el de Janet Cooke, la periodista que ganó un Pulitzer en 1981 por una serie publicada en el mismo Washington Post del caso Watergate por contar la historia de un niño de ocho años que se inyectaba heroína con el consentimiento de la madre. La historia era falsa y Janet Cooke tuvo que devolver el premio, pero ya había cometido el grave daño de contarla muy bien, con lo que sembró la semilla de una plaga que dio muchos frutos desde entonces. En 1998 el semanario The New Republic despidió a Stephen Glass, su editor principal, porque lo descubrió inventando datos, citas o personas en 27 de sus 40 últimos artículos. El más famoso y letal de todos fue el fruto que nos dio a comer Jayson Blair, reportero estrella de The New York Times, quien entre los años 2002 y 2003 investigó por todos los Estados Unidos una docena de noticias apasionantes sin moverse de su escritorio, plagiando el trabajo de otros o rellenando los huecos informativos con delirios de su propia invención. Al afán de la gloria fácil Blair unió el pecado de la pereza, que es el pecado capital de todo buen periodista, y con el solo arte de su indolencia descabezó de un soplo a la plana mayor de editores de su periódico.
El periodismo narrativo les parece a muchos el atajo más fácil y productivo hacia la fama y quién sabe cuántos Jayson Blairs de este mundo caen en la tentación de hacerlo como fuera mal o peor, para progresar rápido en la profesión, pero también hay que advertir que esos orgullos individuales prosperan porque suelen estar alimentados por la codicia de editores que los estimulan para aumentar las cifras de venta o los ratings de audiencia o los favores del mercado.
A veces los editores no caen por codicia sino –aunque suene extraño– por ingenuidad. Les llega una pequeña historia en apariencia bien contada, pero llena de tics que son imitación de cronistas con un lenguaje propio, y la publican para cumplir con la cuota obligatoria de narración, sin verificar si esa historia refleja una tragedia mayor o se reduce, simplemente, a una anécdota que aspira a ser pintoresca. Eso también aleja a los lectores, porque en el fondo es entretenimiento trivial, medalla para saciar el narcisismo de alguien que ha soltado en ese relato sus gotitas de talento imaginario, sin averiguar en qué contexto social suceden las cosas, o si lo que está narrando sucede a la vez en muchas otras partes. Las cinco o seis W del periodismo convencional no tienen ya que ir en el primer párrafo, pero tienen que aparecer en alguna parte, porque son la columna vertebral de todo buen texto: dónde, cuándo, cómo, para qué, por qué, quién.
Por supuesto, hay periodistas brillantes a los que nadie les ha encontrado mancha alguna, Para mí, un modelo a imitar es el de Seymour Hersh, escritor del semanario The New Yorker, que fue el primero en desenmascarar las atrocidades del ejército norteamericano en Vietnam al contar la matanza de los aldeanos de My Lai y el primero también en sacar a la luz los abusos de la cárcel de Abu Ghraib. Seymour Hersh ha salido airoso de todos los intentos por desprestigiarlo, y ha demostrado, una vez y otra, que el mejor periodismo narrativo se fundamenta en la investigación. Esa señal de eficacia superlativa sólo es posible cuando los textos se trabajan con tiempo y con recursos. Con esa filosofía están creciendo en influencia periódicos como The New York Times, Los Angeles Times, El País de Madrid, The Washington Post y el Guardian, de Londres, que publican por lo menos siete a doce grandes piezas de relato todos los días, y entre ellas no cuento las de las páginas de Deportes, donde casi todo está narrado.
Los diarios de América latina son, en su mayoría, reticentes a ese cambio mayúsculo. Conozco a empresarios que se afanan en competir con la televisión e Internet, lo que me parece suicida, publicando píldoras de información ya digeridas u ordenando infografías para explicar cualquier cosa, como si tuvieran terror de que los lectores lean. Ese esquema ni siquiera tiene éxito en los diarios gratuitos, que son el gran éxito comercial de la última década. Metro internacional, como se sabe, lanza 56 ediciones en 16 lenguas, y se distribuye en 17 países y 78 ciudades, con una distribución total diaria de 15 millones de ejemplares, pero ha fracasado en Buenos Aires porque todo lo que decía ya estaba desde un día antes en la televisión. El experimento funciona bien donde más narración hay, como sucede en los Metro de Londres y de Frankfurt.
La necesidad de cortejar a los poderes de turno para asegurar el pan publicitario ha convertido a muchos periódicos que nos hicieron abrigar esperanzas de cambio en meros reproductores de lo que dicen los edictos de los gobiernos u ordenan las empresas de propaganda. Crear una agenda propia es otra de las obligaciones fundamentales del periodismo como acto de servicio a la comunidad, pero hasta The New York Times se olvidó de esa lección elemental cuando empezaron los abusos de la cruzada contra el terrorismo, y las historias de muertos en Irak o de torturas en Abu Ghraib y en Guantánamo fueron lavadas por muchas aguas antes de saltar desde sueltos menudos en la décima página a crónicas bien informadas en la primera.
Quisiera concentrarme ahora en el periodismo escrito, porque es allí donde nació un oficio que, a pesar de tantos embates, todavía está impregnado de pasión y de nobleza. Un periodista que confía en la inteligencia de su lector jamás se exhibe. Establece con él, desde el principio, lo que yo llamaría un pacto de fidelidades: fidelidad a la propia conciencia y fidelidad a la verdad. Alguna vez dije que a la avidez de conocimiento del lector no se la sacia con el escándalo sino con la investigación honesta; no se la aplaca con golpes de efecto, sino con la narración de cada hecho dentro de su contexto y de sus antecedentes. Al lector no se lo distrae con fuegos de artificio o con denuncias estrepitosas que se desvanecen al día siguiente, sino que se lo respeta con la información precisa. El periodismo no es un circo para exhibirse, ni un tribunal para juzgar, ni una asesoría para gobernantes ineptos o vacilantes, sino un instrumento de información, una herramienta para pensar, para crear, para ayudar al hombre en su eterno combate por una vida más digna y menos injusta.
Hacia comienzos de los años ’90, cuando mi país, la Argentina, navegaba en un océano de corrupción, la prensa escrita alcanzó un altísimo nivel de confianza al denunciar con lujo de pruebas y detalles las redes sigilosas con que se tejían los engaños. Eso convirtió a los periodistas en observadores tan eficaces de la realidad que se confiaba en ellos mucho más –y con mucha mayor razón– que en los dictámenes de los jueces. Pero la carnada del éxito atrajo a cardúmenes voraces, y casi no hubo periodista novato que no se transformara de la noche a la mañana en un fiscal vocacional a la busca de corruptos. Los focos de corrupción aparecieron por todos lados, por supuesto, pero la marea de denuncias fue tan caudalosa que los episodios pequeños acabaron por hacer olvidar a los grandes y el sol quedó literalmente tapado por la sombra de un dedo. Disimulados entre los ladrones de diez dólares, los grandes corruptos se escaparon con facilidad por los agujeros que había abierto el ejército de improvisados fiscales.
En América latina nació, como dije más de una vez, la crónica, que es la semilla del periodismo narrativo, pero salvo la tenacidad de unas pocas revistas valientes, esa herencia amenaza con quedar postrada en la negligencia y el olvido. La historia de la crónica comienza con Daniel Defoe y su ‘Diario del año de la peste’, pero el origen de la crónica contemporánea está en los textos que José Martí enviaba desde Nueva York a La Opinión Nacional de Caracas y a La Nación de Buenos Aires en la década de 1880. Está, casi al mismo tiempo, en los estremecedores relatos de Canudos que Euclides da Cunha compiló en ‘Os Sertoès’, en los cronistas del modernismo, como Rubén Darío, Manuel Gutiérrez Nájera, Julián del Casal, y en los escritores testigos de la Revolución Mexicana. A esa tradición se incorporarían más tarde los reportajes políticos que César Vallejo escribió para la revista Germinal, las reseñas sobre cine y libros de Jorge Luis Borges en el suplemento multicolor del vespertino Crítica, en los aguafuertes de Roberto Arlt –que elevaron la tirada del diario El Mundo a medio millón de ejemplares cuando la población total de la Argentina era de diez millones–, los medallones literarios de Alfonso Reyes en La Pluma, los cables delirantes que Juan Carlos Onetti escribía para la agencia Reuter, las minuciosas columnas sobre música de Alejo Carpentier y las crónicas sociales del mexicano Salvador Novo.
Todos, absolutamente todos los grandes escritores de América latina fueron alguna vez periodistas. Aunque los Estados Unidos han reivindicado para sí la invención o el descubrimiento del nuevo periodismo, de las factions o de las "novelas de la vida real", como suelen denominarse allí los escritos de Truman Capote, Norman Mailer y Joan Didion, es en América latina donde nació el género y donde alcanzó su genuina grandeza. Y es en América latina, sin embargo, donde se insiste en expulsarlo de los periódicos y confinarlo sólo a los libros.
Tal vez hay una confusión sobre lo que significa narrar, porque es obvio que no todas las noticias se prestan a ser narradas. Narrar la votación de una ley en el senado a partir de los calcetines de un senador puede resultar inútil, además de patético. Pero contar algunas de las tribulaciones del presidente pakistaní Pervez Musharraf para entenderse con sus hijos talibanes mientras oye las razones del embajador norteamericano, o describir los disgustos del presidente George W. Bush errando un hoyo de golf en Camp Davis mientras cae una bomba equivocada en un hospital de Jalalabad es algo que se puede hacer con el lenguaje escrito mejor que con el despojamiento de las imágenes.
Por último, no quisiera dejar de lado un principio que los profesionales de estas latitudes suelen olvidar con frecuencia: el valor y la importancia que tiene la defensa del nombre propio. Por lo general, un periodista no dispone de otro patrimonio que su nombre, y si lo malversa, lo malvende o lo pone al servicio de cualquier poder circunstancial, no sólo se cava su fosa sino que también arroja un puñado de lodo sobre el oficio.
Volví a leer no hace mucho, en un periódico de Buenos Aires, una historia de juventud que había olvidado y que, sin embargo, fue la brújula inesperada que rigió, desde entonces, mucho de lo que he hecho en la vida. En marzo de 1961 yo era el responsable principal de las críticas cinematográficas en el diario La Nación y muy pronto, por el rigor que trataba de poner en mi trabajo, me gané el resentimiento de un sinfín de intereses creados. Llevaba ya dos años en esa tarea cuando el diario decidió que, dada la presunta combatividad de mis textos, yo debía firmarlos para demostrar que era responsable de ellos. Primero lo hice con mis iniciales, luego con mi nombre completo. Un año después, los distribuidores de películas norteamericanas decidieron retirar al unísono sus cuotas de publicidad de La Nación, exigiendo, para devolverlas, que el diario pusiera mi pellejo en la calle. La Nación no hacía esas cosas, por lo que al cabo de resistir valientemente la sequía durante una semana, el administrador del periódico me convocó a su despacho. "Usted sabe que es un empleado", me dijo. "Por supuesto", le respondí. "¿Cómo se me ocurriría pensar otra cosa?" "Y, como empleado, tiene que hacer lo que el diario le mande." "Por supuesto –convine–. Por eso recibo un salario quincenal." "Entonces, a partir de ahora, uno de los secretarios de redacción le indicará lo que tiene que escribir sobre cada una de las películas." "Con todo gusto –repliqué–. Espero que retiren entonces mi firma." "Ah, eso no –dijo el administrador–. Si retiramos las firmas, parecería que el diario lo está censurando." Hubiera tenido cien respuestas para esa frase, pero la que preferí fue una, muchísimo más simple. "Entonces, no puedo hacer lo que usted me pide. Mi trabajo está en venta, mi firma no."
Al día siguiente me enviaron a la sección Movimiento Marítimo, en la que debía anotar los barcos que entraban y salían del puerto. Tres días más tarde me di cuenta de que no servía para contable y renuncié. Durante un año entero estuve en las listas negras de los propietarios de periódicos y tuve que sobrevivir dando clases en la universidad. En esa época había los trabajos alternativos que ahora están borrados del mapa.
Volví a La Nación como columnista permanente en 1996. Tres años después, a instancias de la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano di una charla de mediodía a todos los redactores de ese diario en el que había comenzado mi vida profesional. Habría dejado caer en el olvido todo lo que dije si, al día siguiente, el jefe de la redacción, a quien le comenté el incidente de 1961 cuando ambos éramos corresponsales en París, no me hubiera alcanzado un resumen de doce puntos con el que quisiera terminar este monólogo. Ya imaginan ustedes cuál era el primer punto:
1) El único patrimonio del periodista es su buen nombre. Cada vez que se firma un texto insuficiente o infiel a la propia conciencia, se pierde parte de ese patrimonio, o todo.
2) Hay que defender ante los editores el tiempo que cada quien necesita para escribir un buen texto.
3) Hay que defender el espacio que necesita un buen texto contra la dictadura de los diagramadores y contra las fotografías que cumplen sólo una función decorativa.
4) Una foto que sirva sólo como ilustración y no añada nada al texto no pertenece al periodismo. A veces, sin embargo, una foto puede ser más elocuente que miles de palabras.
5) Hay que trabajar en equipo. Una redacción es un laboratorio en el que todos deben compartir sus hallazgos y sus fracasos, y en el que todos deben sentir que, lo que le sucede a uno les sucede a todos.
6) No hay que escribir una sola palabra de la que no se esté seguro, ni dar una sola información de la que no se tenga plena certeza.
7) Hay que trabajar con los archivos siempre a mano, verificando cada dato, y estableciendo con claridad el sentido de cada palabra que se escribe. No siempre, sin embargo, los diccionarios son confiables. Dos de los mejores que conozco, el de María Moliner y el de la Real Academia, sólo corrigieron en 1990 la vieja definición de la palabra día. Hasta entonces, seguían dándola como si aún viviéramos bajo el imperio de la Inquisición. Día, se podía leer, es el espacio de tiempo que tarda el sol en dar una vuelta completa alrededor de la Tierra.
8) Evitar el riesgo de servir como vehículo de los intereses de grupos públicos o privados. Un periodista que publica todos los boletines de prensa que le dan, sin verificarlos, debería cambiar de profesión y dedicarse a ser mensajero.
9) La clase política, la clase empresaria y, en general, los sectores con poder dentro de la sociedad, tratan de impregnar los medios con noticias propias, a veces añadiendo énfasis a la realidad. El periodista no debe dejarse atrapar por las agendas de los demás. Debe colaborar para que el medio cree su propia agenda.
10) Hay que usar siempre un lenguaje claro, conciso y transparente. Por lo general, lo que se dice en diez palabras siempre se puede decir en nueve, o en siete.
11) Encontrar el eje y la cabeza de una noticia no es tarea fácil. Tampoco lo es narrar una noticia. Nunca hay que ponerse a narrar si no se está seguro de que se puede hacer con claridad, eficacia, y pensando en el interés de lector más que en el lucimiento propio.
12) Recordar siempre que el periodismo es, ante todo, un acto de servicio. El periodismo es ponerse en el lugar del otro, comprender lo otro. Y, a veces, ser otro.
Este artículo-conferencia fue publicado en el sitio de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, fundada en 1994 por Gabriel García Márquez en Cartagena de Indias, Colombia, como resultado de su preocupación por estimular las vocaciones, la ética y la buena narración en el periodismo. La constitución formal de la Fundación fue realizada con un grupo asesor dirigido por TEM. El resto del homenaje al maestro se puede visitar en www.fnpi.org
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