un mecánico de bicicletas en kabul
6 de abril de 2010
El mecánico de bicicletas, Abdul Hibib, ha estado desempeñando su oficio durante treinta años, desde que perdiera un pie cuando pisó una mina que explotó. Trabaja para enviar a sus hijos a la universidad, con la esperanza de que puedan ayudar a reconstruir el país.
[Jeffrey Fleishman] Kabul, Afganistán. El mecánico de bicicletas prefiere trabajar al sol, sentado en un cojín clavado a un pedazo de madera, con su pierna derecha estirada, la que no tiene pie, el que perdió hace años en ese instante en que la vida de un hombre cambia de dirección.
Abdul Hibib ha estado reparando bicicletas desde hace casi treinta años. Sus manos son rápidas y manipulan engranajes y se mueven entre los rayos como si estuviera tocando el harpa. Por su lado ha pasado mucho caucho desgastado y una historia llena de conflictos. Mientras arreglaba bicicletas, su país caía de guerra en guerra. Sobrevivió a soviéticos y talibanes.
Todavía hay montones de problemas, pero hoy nada es más urgente que arreglar llantas pinchadas y aros torcidos. Es paciente. Exigente. Un hombre con un negocio junto al camino aprende cosas.
"Con la bicicleta no tienes embotellamientos".
Cadenas oxidadas, pedales rotos, pernos y focos estropeados -sabe dónde están, rebuscando en su cobertizo- se amontonan en una caja de aluminio, una llave inglesa, una sierra para metales en la mesa, y cámaras arrugadas, pilas de ellas, colgando de ruedas, y manchas de aceite.
Hibib empieza a hablar sobre su pie de plástico antes de que te des cuenta. No que no fueras a darte cuenta. No lo delata; se desliza en sus mocasines igual de bien que su pie bueno, dejando sólo un ligero tic en su modo de andar. Se trata más de que quiere que sepas el coste de las cosas, qué es robo y qué pierdes en el camino.
Empezó como maestro de matemáticas en una provincia remota, pero terminó en un instituto militar y se convirtió en agente de policía. Era 1981. El ejército soviético se estaba preparando para un largo combate; señores tribales y muyahedines conspiraban para controlar el país. Hibib pisó una mina y pasó 43 días en el hospital.
Fue dado de alta, se afirmó el pie ortopédico y se dirigió hacia Kabul, cruzando las montañas. "Empecé a reparar bicicletas para alimentar a mi familia", dice. "No tenía dinero para nada más. Entonces había muchas bicicletas, no como hoy que hay tantos coches".
Los soviéticos derrotados se marcharon y los talibanes ocuparon su lugar, convirtiendo el país en un peligroso laberinto de ejecuciones públicas y mujeres apresurándose en los callejones envueltas en burkas blancas que parecen cortadas del cielo. Las escuelas fueron cerradas; la música, prohibida; un hombre podía ser ejecutado por el largo de su barba.
Pero las bicicletas seguían en la calle.
"Los talibanes no me molestaban, pero mis hijos no podían tener educación. Traté de educarlos en casa, pero los niños necesitan una escuela", dice este padre de cincuenta años, con siete hijos. "Ahora mis hijos pequeños van a la escuela. Estoy trabajando para pagarles la universidad. Quiero que estudien en el extranjero y vuelvan con lo que han aprendido para arreglar Afganistán".
Coge un aro torcido, respirando suavemente, el sol en su barba canosa, sus manos una bitácora de rasguños y cortes, deteniéndose muy rara vez. Hace girar el aro, que baila y se para, doblándose algo más para luego volver a ladearse, casi hipnóticamente, óxido y acero.
"Soy un profesional".
Levanta el aro, estudiando el círculo perfecto que acaba de recuperar.
"He enseñado a sesenta jóvenes y niños a reparar bicicletas. Se han marchado y han empezado sus propios negocios", dice. "Son mis estudiantes. Supongo que son también mis competidores, pero si puedo instruir a alguien alimentando a mi familia, eso me enorgullece".
Se sienta al lado de la calle frente a su cobertizo justo al norte del centro de Kabul. El polvo está manchado de aceite y grasa que ni siquiera las lluvias torrenciales pueden lavar. Al otro lado de la calle, limones y pimientos suenan en las balanzas y los vendedores de fruta se refugian en la sombra de los puestos ordenados como pantallas de televisión para que mire Hibib. Pero Hibib no lo hace; sigue trabajando, incluso cuando Mohammad Hidar, un hombre delicado y pequeño con botas, frena su carretón, vacío de leña, y se sienta a esperar algo de conversación.
Y espera.
Un helicóptero pasa por encima. Camionetas de la policía avanzan salpicando barro. Hay guerra, aunque no siempre lo parece, no aquí en el lado seguro de las montañas nevadas, pero a veces llega; retumba como si miles de cámaras hubieran explotado al mismo tiempo, recordándonos que los talibanes llegaron y se marcharon con la misma rudeza.
"No queremos seguir peleando. Perdí mi pie", dice Hibib, dejando ver la blanquecina marca de una cicatriz de metralla en su muñeca. "Veo la sangre de afganos en las calles. No quiero que eso siga. No es así como vamos a reconstruir el país".
El alambre de cuchillas se encrespa como una delgada serpiente plateada a lo largo de los muros de contención. Soldados estadounidenses y de la OTAN avanzan lentamente en sus todoterrenos Humvee pintados como la arena y el polvo, y los niños con latas calientes esquivan los coches y venden volutas de humo que atraen la buena suerte y alejan a los malos espíritus.
No es demasiado, este sucio polvo, este cobertizo astillado, que Hibib llama su negocio. Parece una avanzada en una ciudad llena de gente, metida entre leñadores y mecánicos, no muy lejos de un cementerio. Hibib lleva aquí más que la mayoría, introduciendo la llave en el candado todos los días, mirando a los viejos y niños que arrastran bicicletas rengueando hacia su taller.
"Alguna gente dice que les da vergüenza pararse junto a un mecánico de bicis. Quizás es porque no ven el valor de las cosas y te miran al lado del camino y creen que ellos están mejor", dice. "Pero también hay otro tipo de gente. Algunos de mis compañeros de escuela son médicos y generales, y cuando me ven aquí arreglando bicicletas se bajan de sus coches y se acercan a tomar té conmigo.
"Lo recordaremos".
Otro aro, el chirrido de un rayo.
"Tenía veintiuno cuando empecé", dice.
Guarda la llave inglesa en la caja de aluminio, busca otra, nerviosamente. El viento entra por los agujeros de la lona, levanta las cámaras que cuelgan de clavos junto a su abrigo, que no necesita cuando el sol está arriba y lleva un suéter grueso.
12 de marzo de 2010
©los angeles times
cc traducción mQh
1 comentario
Miguel888 -