la inversión privada no sirve
La inversión privada no contribuye al desarrollo. Lo que es más, produce todo lo contrario de lo que afirman sus defensores.
[James Livington] Como un historiador de la economía que ha estudiado el capitalismo estadounidense durante los últimos treinta y cinco años, voy a contarles el secreto mejor guardado del último siglo: la inversión privada -es decir, el uso de los beneficios empresariales para aumentar la productividad y el rendimiento- en realidad no produce crecimiento económico. Los que sí lo hacen son el gasto público y el gasto del consumidor. La inversión privada ni siquiera es necesaria para fomentar el desarrollo.
Esto es, dicho suavemente, una afirmación polémica. Los economistas te dirán que la inversión privada impulsa el crecimiento porque financia alguna nueva planta o tecnologías que crean empleo, mejoran la productividad laboral y aumenta los ingresos de los trabajadores. Como resultado, oirás a los políticos insistiendo en que si se entregan más incentivos a los inversionistas privados -menos impuestos sobre los beneficios de las empresas- tendremos un crecimiento más rápido y mejor balanceado.
El público general parece estar de acuerdo. De acuerdo a una encuesta de New York Times/CBS News en mayo pasado, la mayoría de los estadounidenses creen que si se aumentan los impuestos a las empresas, "las compañías estadounidenses no se verán estimuladas para crear más empleos".
Pero la historia nos enseña que eso es un error.
Entre 1900 y 2000, el producto interior bruto real per cápita (la producción de bienes y servicios por persona) creció en más de seiscientos por ciento. Entretanto, la inversión privada neta bajó en setenta por ciento como componente del producto interno bruto. Lo que es más, en 1900 casi todas las inversiones fueron del sector privado -de compañías, no del gobierno- mientras que en 2000 la mayor parte de la inversión provino sea del gasto público (de los ingresos fiscales) o "inversión residencial", que implica el gasto del consumidor en vivienda, antes que gastos de las empresas en plantas, equipos y trabajo.
En otras palabras, en el curso de los últimos cien años, la inversión neta de las empresas se atrofió, mientras que el producto interno bruto per cápita aumentó de manera espectacular. ¿Y cuál fue la fuente del crecimiento? El aumento del gasto del consumidor, aparejado con y amplificado por el gasto público.
Los arquitectos de la revolución de Reagan trataron de revertir estas tendencias como una cura para el estancamiento de los años setenta, pero no lo lograron. De hecho, la inversión privada o empresarial siguió bajando en los ochenta y en los años siguientes. Peter G. Peterson, ex ministro de comercio, se quejó de que el crecimiento real después de 1982 -después de que el presidente Reagan redujera la tasa de impuestos a las empresas- coincidió con "de lejos, la inversión neta más débil de los años de posguerra".
Entre 2001 y 2007, la reducción de impuestos del presidente George W. Bush tuvo efectos similares: crecimiento real en ausencia de nuevas inversiones. De acuerdo a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, los beneficios corporativos retenidos que no se invierten, se acercan al ocho por ciento del producto interno bruto, un asombroso porcentaje en vistas de la crisis de desempleo que estamos viviendo.
Así que los beneficios de las empresas no impulsan el crecimiento económico -son simplemente inquietas cifras de capital excedente listo para inundar los mercados especulativos en casa y en el extranjero. En los años veinte, inflaron la crisis del mercado de valores, y luego causaron la Gran Depresión. Desde la revolución de Reagan, estos beneficios superfluos han alimentado las fusiones corporativas y las absorciones, impulsado el frenesí del punto com, financiado el "sistema bancario paralelo" de los fondos de alto riesgo y titularizado los instrumentos de inversión, fomentado las crisis monetarias en los dos hemisferios y exacerbado el problema de la vivienda.
¿Por qué, entonces, tantos estadounidenses apoyan la reducción de impuestos sobre los beneficios de las empresas, mientras insisten al mismo tiempo que el ahorro es la cura de todo lo que nos aqueja al resto, individualmente y como país? ¿Por qué se preocupa el 99 por ciento de la gente por la elite del uno por ciento cuando se trata de nuestro futuro económico?
Una parte importante del problema es que dudamos del valor moral de la cultura consumista. Como la hormiga abstemia que insulta al irresponsable saltamontes cuando se acerca el invierno, creemos que lo que hay que hacer es ahorrar. Incluso cuando hacemos las compras despreocupadamente, sentimos que si pudiéramos controlar nuestros turbulentos deseos, podríamos asegurarnos un futuro mejor. Pero estamos equivocados.
El gasto del consumidor es no sólo la clave de la recuperación económica en el corto plazo; también es necesario para un crecimiento balanceado en el largo. Si nuestro objetivo es reparar nuestra economía dañada, lo que deberíamos hacer es confiar en la cultura del consumidor -y eso implica una redistribución del ingreso desde los beneficios a los salarios, facilitados por una política fiscal y reforzados por el gasto público. (El aumento del déficit fiscal que podría resultar no debería disuadirnos, ya que una gran parte de las importaciones manufacturadas provienen de corporaciones multinacionales de propiedad estadounidense que operan en el extranjero.)
No necesitamos que comerciantes, directores ejecutivos y analistas -ese uno por ciento- recojan y administren nuestros ahorros. Lo que debemos hacer los consumidores es ahorrar menos y gastar más en nombre de un mejor futuro. No tenemos porqué silenciar a la hormiga, pero haríamos bien en escuchar al saltamontes.
[El autor es profesor de historia en Rutgers y autor de ‘Against Thrift: Why Consumer Culture Is Good for the Economy, the Environment and Your Soul.]
3 de noviembre de 2011
26 de octubre de 2011
©new york times
cc traducción c. lísperguer
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