BANDAS JUVENILES LLEVAN CRIMEN A CASA
San Pedro Sula, Honduras, y Managua, Nicaragua. El incendio en un presidio revela la escala en que la cultura de las bandas callejeras es llevada a casa desde Estados Unidos.
Muchos de los cuerpos calcinados de las 103 víctimas de un incendio este 17 de mayo que se extendió a lo largo de patio de la superpoblada prisión de San Pedro Sula, en el norte de Honduras, tenían un rasgo en común. Las víctimas eran todos miembros de bandas juveniles, la mayoría de ellos encarcelados justamente por el hecho de pertenecer a ellas.
Las bandas juveniles y los delitos y violencia que engendran se han transformado en uno de los problemas más serios que enfrentan los cinco pequeños y pobres países de América Central.
La prisión de San Pedro de Sula, la segunda ciudad de Honduras, fue diseñada para 800 internos, pero estaba atiborrada con 2.200 presos. Eso se debe en parte a que el gobierno del presidente Ricardo Maduro, como varios de sus vecinos, está tratando de terminar con las bandas. En agosto pasado, se enmendó el código penal para hacer que el mero hecho de ser miembro de estas bandas sea un delito. El Salvador ha hecho lo mismo; Nicaragua está en la lista.
En Honduras se ordenó a la policía sacar a los jóvenes de las calles y meterlos en prisión sólo por tener los tatuajes de bandas característicos. Desde agosto, más de mil jóvenes han sido encarcelados.
Muchos hondureños aplauden esta postura dura. Pero el incendio demuestra la fatal debilidad de la medida. Aunque su causa puede haber sido un fallo eléctrico, los sobrevivientes afirman que los guardias de la prisión aumentaron las muertes porque se negaron a abrir las puertas hasta dos horas después de iniciado el incendio. El año pasado, 68 presos, la mayoría de ellos miembros de bandas, murieron durante un motín en otra cárcel hondureña; muchos de ellos, por balazos de los guardias.
Los críticos dicen que los gobiernos deberían buscar las causas del surgimiento de las bandas antes que criminalizarlas. Las bandas se remontan a las guerras que sumió a América Central entre los años 1970 y 1980. Para escapar de ellas, muchos centro-americanos emigraron a Estados Unidos y en especial a Los Angeles. Sus hijos imitaron la cultura de bandas de la ciudad. En 1992, con la disminución de las guerras callejeras, Estados Unidos comenzó a deportar a los miembros encarcelados de las bandas al término de sus condenas.
El Notorio Salvatrucha
De vuelta en países que eran casi extraños para ellos, sin trabajo, los deportados montaron sus propias bandas. De acuerdo a cálculos de gobierno, 36 mil personas pertenecen a alguna banda en Honduras, 14 mil en Guatemala, 10 mil 500 en El Salvador, 1.100 en Nicaragua y 2.600 en Costa Rica. La cifra verdadera es casi con seguridad mucho más alta.
La más temida de los cientos de bandas, o maras, es la Mara Salvatrucha, llamada así por sus fundadores salvadoreños que reclamaban ser tan listos como las truchas. Sus iniciales aparecen en graffiti en toda la región. Muchos de los muertos en la cárcel eran miembros de esta mara.
Para saber por qué jóvenes -y muchachas- se unen a las bandas basta con visitar uno de los barrios pobres de ciudades como Managua, la capital de Nicaragua. Cada barrio tiene su propia banda. En Ilario Sánchez, por ejemplo, uno de cada tres jóvenes pertenece a El Cartel, una banda local, de acuerdo a Jean Paul', uno de sus miembros (que dice que tomó su nombre de guerra de un cantante de rap). La mayoría tiene sus propias armas, por lo común, machetes; algunos hacen sus propias pistolas. No hay trabajo, dice; aparte de entrar a una banda no hay mucho que hacer. El delito se transforma en la única ruta hacia el respeto, el poder y el dinero. Una parte del dinero se gasta en drogas, que se comercian y consumen abiertamente en las calles.
La mayoría de las bandas, como El Cartel, son estrictamente locales. Cometen pequeños delitos y extorsiones de poca monta de los tenderos locales. Son las bandas más grandes, como la Mara Salvatrucha, las que han preocupado a las autoridades. La Mara Salvatrucha se extiende por toda América Central, México y Estados Unidos; sus líderes viven probablemente en Los Angeles, y tiene adherentes incluso en lugares como los suburbios de Virginia, en Washington, D.C. En el sur de México es responsable de cientos de muertes de emigrantes centro-americanos que tratan de llegar a Estados Unidos, a menudo asesinados apenas por un par de zapatillas.
La Mara Salvatrucha carece de la rígida jerarquía y pasta de la mafia italiana. Pero hay evidencias de que sus graduados están dirigiendo bandas de secuestradores en lugares como San Pedro Sula, donde acechan a hombres de negocios extranjeros. En este paso de las guerra callejeras al crimen organizado ha impulsado a los gobiernos a caer sobre las bandas. Armando Calidonio, el subsecretario de seguridad pública de Honduras, dice que la línea dura del gobierno, que incluye una rígida ley de control de armas, está dando sus frutos. Los secuestros y asaltos de banco disminuyeron el año pasado, aunque aumentaron los asesinatos.
Algunos observadores cuestionan que la criminalidad esté en realidad disminuyendo. Critican una medida que pone juntos a delincuentes curtidos con adolescentes ingenuos que pueden dejarse tatuar sólo para impresionar a sus novias. Una vez en la cárcel, los dos se confunden. En la cárcel de San Pedro Sula, el personal de la prisión tiene poco control sobre los bandas, de acuerdo a Wim Savenije, de Flacso, una escuela de posgrado de San Salvador, que la ha visitado. Dice que la aplicación del código penal existente y medidas comunitarias son preferibles a las nuevas y draconianas leyes, que dan ayuda a corto plazo, pero empeoran el problema subyacente.
Otros proponen invertir en programas de rehabilitación y en instalaciones deportivas para mantener ocupados a los jóvenes.
Muchos de los cuerpos calcinados de las 103 víctimas de un incendio este 17 de mayo que se extendió a lo largo de patio de la superpoblada prisión de San Pedro Sula, en el norte de Honduras, tenían un rasgo en común. Las víctimas eran todos miembros de bandas juveniles, la mayoría de ellos encarcelados justamente por el hecho de pertenecer a ellas.
Las bandas juveniles y los delitos y violencia que engendran se han transformado en uno de los problemas más serios que enfrentan los cinco pequeños y pobres países de América Central.
La prisión de San Pedro de Sula, la segunda ciudad de Honduras, fue diseñada para 800 internos, pero estaba atiborrada con 2.200 presos. Eso se debe en parte a que el gobierno del presidente Ricardo Maduro, como varios de sus vecinos, está tratando de terminar con las bandas. En agosto pasado, se enmendó el código penal para hacer que el mero hecho de ser miembro de estas bandas sea un delito. El Salvador ha hecho lo mismo; Nicaragua está en la lista.
En Honduras se ordenó a la policía sacar a los jóvenes de las calles y meterlos en prisión sólo por tener los tatuajes de bandas característicos. Desde agosto, más de mil jóvenes han sido encarcelados.
Muchos hondureños aplauden esta postura dura. Pero el incendio demuestra la fatal debilidad de la medida. Aunque su causa puede haber sido un fallo eléctrico, los sobrevivientes afirman que los guardias de la prisión aumentaron las muertes porque se negaron a abrir las puertas hasta dos horas después de iniciado el incendio. El año pasado, 68 presos, la mayoría de ellos miembros de bandas, murieron durante un motín en otra cárcel hondureña; muchos de ellos, por balazos de los guardias.
Los críticos dicen que los gobiernos deberían buscar las causas del surgimiento de las bandas antes que criminalizarlas. Las bandas se remontan a las guerras que sumió a América Central entre los años 1970 y 1980. Para escapar de ellas, muchos centro-americanos emigraron a Estados Unidos y en especial a Los Angeles. Sus hijos imitaron la cultura de bandas de la ciudad. En 1992, con la disminución de las guerras callejeras, Estados Unidos comenzó a deportar a los miembros encarcelados de las bandas al término de sus condenas.
El Notorio Salvatrucha
De vuelta en países que eran casi extraños para ellos, sin trabajo, los deportados montaron sus propias bandas. De acuerdo a cálculos de gobierno, 36 mil personas pertenecen a alguna banda en Honduras, 14 mil en Guatemala, 10 mil 500 en El Salvador, 1.100 en Nicaragua y 2.600 en Costa Rica. La cifra verdadera es casi con seguridad mucho más alta.
La más temida de los cientos de bandas, o maras, es la Mara Salvatrucha, llamada así por sus fundadores salvadoreños que reclamaban ser tan listos como las truchas. Sus iniciales aparecen en graffiti en toda la región. Muchos de los muertos en la cárcel eran miembros de esta mara.
Para saber por qué jóvenes -y muchachas- se unen a las bandas basta con visitar uno de los barrios pobres de ciudades como Managua, la capital de Nicaragua. Cada barrio tiene su propia banda. En Ilario Sánchez, por ejemplo, uno de cada tres jóvenes pertenece a El Cartel, una banda local, de acuerdo a Jean Paul', uno de sus miembros (que dice que tomó su nombre de guerra de un cantante de rap). La mayoría tiene sus propias armas, por lo común, machetes; algunos hacen sus propias pistolas. No hay trabajo, dice; aparte de entrar a una banda no hay mucho que hacer. El delito se transforma en la única ruta hacia el respeto, el poder y el dinero. Una parte del dinero se gasta en drogas, que se comercian y consumen abiertamente en las calles.
La mayoría de las bandas, como El Cartel, son estrictamente locales. Cometen pequeños delitos y extorsiones de poca monta de los tenderos locales. Son las bandas más grandes, como la Mara Salvatrucha, las que han preocupado a las autoridades. La Mara Salvatrucha se extiende por toda América Central, México y Estados Unidos; sus líderes viven probablemente en Los Angeles, y tiene adherentes incluso en lugares como los suburbios de Virginia, en Washington, D.C. En el sur de México es responsable de cientos de muertes de emigrantes centro-americanos que tratan de llegar a Estados Unidos, a menudo asesinados apenas por un par de zapatillas.
La Mara Salvatrucha carece de la rígida jerarquía y pasta de la mafia italiana. Pero hay evidencias de que sus graduados están dirigiendo bandas de secuestradores en lugares como San Pedro Sula, donde acechan a hombres de negocios extranjeros. En este paso de las guerra callejeras al crimen organizado ha impulsado a los gobiernos a caer sobre las bandas. Armando Calidonio, el subsecretario de seguridad pública de Honduras, dice que la línea dura del gobierno, que incluye una rígida ley de control de armas, está dando sus frutos. Los secuestros y asaltos de banco disminuyeron el año pasado, aunque aumentaron los asesinatos.
Algunos observadores cuestionan que la criminalidad esté en realidad disminuyendo. Critican una medida que pone juntos a delincuentes curtidos con adolescentes ingenuos que pueden dejarse tatuar sólo para impresionar a sus novias. Una vez en la cárcel, los dos se confunden. En la cárcel de San Pedro Sula, el personal de la prisión tiene poco control sobre los bandas, de acuerdo a Wim Savenije, de Flacso, una escuela de posgrado de San Salvador, que la ha visitado. Dice que la aplicación del código penal existente y medidas comunitarias son preferibles a las nuevas y draconianas leyes, que dan ayuda a corto plazo, pero empeoran el problema subyacente.
Otros proponen invertir en programas de rehabilitación y en instalaciones deportivas para mantener ocupados a los jóvenes.
20 mayo 2004
©economist ©traducción mQh
0 comentarios