LA INSURRECCIÓN - john lee anderson
Sunníes y chiís dejan a un lado sus diferencias. La persecución de Muqtada Al-Sadr que provocó la revuelta del Ejército de Mahdi, se originó en la oscura muerte de Khoei, de una importante familia de clérigos. Las autoridades de la ocupación culparon a Al-Sadr del asesinato y clausuraron su diario, provocando la unión de los milicianos chiís y sunníes.
El día que, a mediados de abril, los mujahedines iraquíes ejecutaron a un guardia de seguridad italiano que había sido secuestrado cerca de Faluya, yo salí a pescar con dinamita en el Tigris. Mi anfitrión era un clérigo chií, Ayad Jamaluddin, al que había conocido en Bagdad el verano pasado. Vive a orillas del río, en una imponente casa puesta a su disposición por la Autoridad Provisional de la Coalición, con la que mantiene estrechos vínculos, aunque no tan estrechos ahora como cuando nos vimos la primera vez. Había más guardaespaldas en los alrededores de la casa de lo que yo recordaba, y un puñado de barriles de petróleo llenos de cemento. También había más coches nuevos aparcados en el complejo, la mayoría Mercedes-Benzes negros último modelo, y un Rolls-Royce azul oscuro con asientos de cuero de color crema y una parrilla dorada. Los jardineros estaban regando el césped cuidadosamente cortado. Jamaluddin me recibió en una habitación con paredes de ladrillo de color verde turquesa y calados musulmanes, y nos dirigimos al jardín en la parte de atrás de la casa, donde había un plataforma de piedras rodeada de rodapiés esculpidos en piedra. Fue construida para las oraciones sufí. El anterior inquilino de la casa, el vice-presidente de Sadam, sobre cuya cabeza cuelga ahora una recompensa de diez millones de dólares, es un sufí practicante. La plataforma no quedaba lejos del aporte más notorio de Jamaluddin al jardín, una mudhif, una casa de junco con un tejado arqueado, utilizado tradicionalmente por los árabes del pantano del sur de Iraq para sus reuniones . La mudhif de Jamaluddin es de alrededor seis metros de ancho por veinticuatro de largo y tiene quizás una altura de seis metros. El piso está cubierto de alfombras beduinas tejidas a mano, y hay cojines kilim a los pies de las paredes. La casa de junco tiene aire acondicionado, y también unos elegantes ventiladores de techo. Jamaluddin quería que fuera un centro de conferencias, me dijo el verano pasado, en el que la gente pudiera intercambiar libremente sus ideas. Sería un símbolo de la posición de Iraq como un puente entre el Este y el Occidente, y saboreaba la ironía de estar en el jardín del adjunto de Sadam: "Fue construida con los juncos de los pantanos que drenó Sadam".
Jamaluddin es un atractivo y tranquilo hombre de 42 años, con una corta y bien mantenida barba. Lleva una túnica blanca con un chaleco de gamuza marrón y un casquete de ganchillo blanco. Cruzamos el jardín por senderos protegidos por la sombra de palmeras datileras y plantados con rosas y gardenias, y salimos a un parapeto por encima del río. Una valla de metal a lo largo del río había sido cubierta con una pantalla protectora de planchas para techar onduladas, y había hombres armados en las torres de vigilancia en las esquinas del jardín. Nos sentamos en unas sillas de plástico y bebimos té. Jamaluddin se fumó un puro cubano mientras observábamos a sus guardaespaldas acarrear una bolsa de plástico hacia el río y hacer algo con ella. Jamaluddin dijo que era TNT, que estaban preparando para la expedición de pesca.
El puente de Jadiriyah se extiende por el Tigris unos cientos de metros río arriba de la casa de Jamaluddin. La vieja mansión de Tariq Aziz, que es ahora la casa de Abdulaziz al-Hakim, un miembro del Consejo de Gobierno iraquí y líder del Consejo Supremo de la Revolución Islámica de Iraq, es la siguiente junto a la cabeza del puente. Le pregunté a Jamaluddin cómo se sentía de tener a Hakim como vecino. Se rió. "Es bueno para mi seguridad", dijo. El complejo Hakim estaba lleno de guardaespaldas y pistoleros de sciris de las milicias Badr, la milicia chií más grande y organizada del país.
Un bote de pedal de plástico blanco fue amarrado a un embarcadero entre los juncos de las márgenes río abajo. Los hombres que habían estado manipulando el TNT se encaramaron al bote, y sólo entonces me di cuenta de que no íbamos a pescar nosotros mismos, sino que íbamos a mirar pescar. Los hombres pedalearon hacia el centro del río, un poco más arriba. Uno de ellos lanzó algo al agua, que sacó del bote, y se produjo una tremenda explosión y el agua se levantó, verde arriba y negra debajo. Por un momento pareció que se trataba de una enorme medusa. Pero se hundió rápidamente y los hombres en el bote pedalearon en torno al remolino por un rato y luego se dejaron llevar río abajo. Miramos el río, esperando ver a los peces aturdidos flotando arriba, pero no pasó nada. El río siguió moviéndose, marcado aquí y allá por pequeños remolinos y corrientes. El agua tenía color verde lima, con salpicaduras de rosa y gris en la tenue luz del día. A los pocos minutos aparecieron en la superficie unos diminutos peces plateados, no más grandes que un dedo.
Jamaluddin es el benjamín de un teólogo de la ciudad santa chií de Najaf y el sobrino de un famoso poeta iraquí. Participó en las protestas estudiantiles contra el gobierno a fines de los años 1970, y fue condenado a muerte cuando Sadam llegó al poder en 1979. Escapó del país. Primero se refugió en Irán, donde estudió religión y filosofía musulmanas y luego, a mediados de la década de 1990, en Dubai, que es su domicilio principal y donde vive con sus dos esposas y seis hijos. Una de sus esposas es una acaudalada iraní, la otra es de Dubai.
A fines de 2002, Jamaluddin fue abordado por funcionarios estadounidenses que se encontraban reuniendo a chiís pro occidentales con los que se pudiera contar para ayudar a estabilizar Iraq después de la próxima guerra. Fue uno de varios chiís que fueron llevados a Bagdad justo antes de la caída de Bagdad, y el verano pasado estaba lleno de planes para formar un nuevo partido político y "probando la libertad", aún sí la mayoría de los grupos chií, como los milicianos de Badr, lo consideran demasiado radical y lo han apartado del Consejo de Gobierno. Jamaluddin dice que él antes creía en una revolución islamita en Iraq al estilo de Khomeini, pero ahora es un ferviente laico. Sus ideas actuales sobre la separación de la iglesia y el estado serían consideradas como herejes por muchos musulmanes. (Cuando me reuní con él por primera vez, tenía en casa a un huésped iraní, Hussein Khomeini, el nieto del difunto ayatola, que pregonaba que Estados Unidos debía invadir Irán).
A pesar de haber sido apartado por la clase dirigente chií, durante los primeros meses de la ocupación Jamaluddin sostuvo un animado diálogo con los norteamericanos. Ahora, sin embargo, Paul Bremer y otros funcionarios le consultan mucho menos a menudo. El distanciamiento empezó a comienzos del último invierno, después de que el ayatola Sistani empezara a hacer pronunciamientos y a emitir edictos fatwas sobre elecciones directas y la constitución, y Bremer comenzara a satisfacerlo, acelerando la transición hacia un gobierno iraquí. "Le aconsejé no prestar atención a Sistani", dijo Jamaluddin. Pensaba que el compromiso mostraba debilidad. Sistani no era otro Khomeini, pero era fundamentalista, y quería que el islam jugara un papel más importante en el nuevo estado iraquí. Jamaluddin no veía cómo podía esto ser compatible con la democracia secular que se está instalando en Iraq.
Después de unos veinte minutos de dar unas vueltas infructuosamente en torno a los remolinos más abajo en el río, los hombres de Jamaluddin pedalearon de vuelta al embarcadero, y él propuso que nos retiráramos a la casa de junco a comer masgouf, el pescado a la parrilla que es el plato nacional iraquí. Jamaluddin había comprado un enorme pez antes ese día, en caso de que fracasara la pesca con dinamita.
El plan norteamericano de instalar a antiguos exiliados chiís amigos en posiciones de poder en Iraq comenzó a marchar mal muy pronto. El 10 de abril del año pasado, el día que cayó Bagdad, Abdel Majid al-Khoei, un miembro de una importante familia de clérigos, fue asesinado cerca de la mezquita del imán Alí en Najaf, uno de los santuarios chiís más sagrados. Khoei había sido llevado a Najaf a principios de abril, y Ayad Jamaluddin lo encontró ahí. Estaban alojando con las tropas norteamericanas en las afueras de la ciudad. Ahmad Chalabi, que fue el principal candidato del Pentágono para una posición de liderazgo, acampó a unos doscientos veinticinco kilómetros más al sur, en Nasiriyah, con su pequeña banda de Free Iraqui Fighters.
Hacía más de 20 años que Jamaluddin no había estado en Najaf. Khoei habido partido en 1992, durante las secuelas de la insurrección chií contra Sadam después de la Guerra del Golfo. Su padre, el gran ayatola, que fue el predecesor inmediato de Sistani, murió poco después mientras estaba bajo arresto domiciliario en Najaf. En 1994, su hermano mayor fue atropellado por un camión en el camino de Najaf a Karbala. Abdel Majid al-Khoei, su esposa y sus cuatro hijos vivieron en Londres, donde dirigía la fundación Al Khoei, una bien provista organización benéfica. Sus principales contactos norteamericanos eran de la CIA, que no confiaban en Chalabi, por creerle insostenible como futuro líder.
Jamaluddin dijo que él y Khoei se encontraron en circunstancias poco familiares y desorientadoras para dos urbanitas hijos de papá. "Era un lugar polvoriento, y cansador", dijo. "No era bueno para nosotros, pero nuestro propósito solemne al estar ahí, el momento que los dos habíamos estado esperando, era la liberación del pueblo iraquí. Era una reunión en un lugar por el que nos sentíamos muy responsables". Fueron a la casa del ayatola Sistani con una petición específica. "Mi objetivo era protegerlo, y proteger los santuarios", dijo Jamaluddin. "Me enteré después de que Abdel Majid [Khoei] estaba buscando el apoyo legal de Sistani -una fatwa- para que las tropas norteamericanas se estacionaran en Najaf". Entonces la ciudad no era de ningún modo segura, pero había algunos jóvenes guardias en la casa de Sistani, y su hijo les dijo que el ayatola estaba en otro lugar, para su propia protección. Cuando Khoei le preguntó acerca de la posición de Sistani con respecto a las tropas estadounidenses, el hijo dijo que su padre no se metía en esas cosas. De acuerdo a Jamaluddin, Khoei se enfadó muchísimo y dijo: "Entonces la gente debe buscarse un nuevo jefe espiritual", y se fue. Jamaluddin fue más comprensivo. "La ciudad entera tiene pánico", dijo. Nadie sabía con certeza si Sadam había sido derrocado o no. Jamaluddin compartía en esos tumultuosos días un cuarto con Khoei, y dice que le advirtió que había oído comentarios negativos sobre él. Hay muchas facciones entre los clérigos de Najaf, y es fácil imaginar que los clérigos locales se sintieran amenazados por los recién llegados, especialmente porque habían llegado con los soldados norteamericanos y un montón de dinero para repartir. Jamaluddin se marchó a Kuwait la noche del 8 de abril, y su hermano Qusay, que es médico, y varios de sus amigos se quedaron con Khoei. La mañana del 10, Khoei fue a la mezquita con el custodio oficial, Haidar Raifee, que no gozaba de gran simpatía porque se le sospechaba de robar del santuario y desviar fondos hacia Sadam y el Partido Baas. "Entonces la gente se puso violenta; quebraron los cristales y sacaron cuchillos", dijo Jamaluddin. Su hermano le contó que Khoei sacó un arma y disparó en el aire. "De repente, todo el mundo sacó armas -pistolas y kalashnikovs- y comenzaron a disparar". Un balazo le voló tres dedos a Khoei. "Luego lo ataron y lo llevaron a la mezquita, donde comenzaron a agredirlo, a él y a Sayyid Haidar, con cuchillos", dijo Jamaluddin. Haidar fue asesinado en la puerta de la mezquita. Khoei "llevaba un chaleco antibalas, de modo que los cuchillos no eran muy efectivos, pero estaba sangrando. A alrededor de cien metros de la mezquita, entró a una tienda y le pidió al dueño que lo matara" -para poner fin a todo. "El tendero le dijo que no podía y le dio agua. Entonces llegaron los otros y lo agarraron, y un hombre, con una espada, lo apuñaló en el cuello. Pero todavía no estaba muerto. Luego arrastraron su cuerpo unos diez metros por la calle y lo apuñalaron hasta que murió. Mi hermano me llamó desde su celular y me contó lo que estaba pasando. Estaba demasiado excitado como para describir en detalle lo que pasaba, pero lo hizo más tarde, y otro amigo que estaba ahí dijo más o menos lo mismo".
El relato de Jamaluddin coincide en general con el informe de que juez iraquí que firmó la orden de detención de Muqtada Al-Sadr, el líder extremista chií que ha estado en guerra contra las fuerzas de la coalición en las últimas semanas. Testigos oculares declararon que los hombres de Sadr mataron a Khoei. El 3 de abril de este año, casi un año después del asesinato, la coalición detuvo a Mustafa Yaqoubi, un delegado de Sadr, por complicidad.
El 5 de abril, poco más de una semana después de que clausurara su diario Al Haswa, la Autoridad Provisional de la Coalición decidió emitir ella misma una orden de detención contra Sadr por fomentar la violencia contra los norteamericanos. Al día siguiente, miles de sus seguidores se echaron a la calle para protestar contra la detención de Mustafa Taqoubi. Los partidarios de Sadr ocuparon las comisarías de policía y otros edificios oficiales en Najaf y Kufa, una ciudad a unos pocos kilómetros de distancia, donde se ubica la principal mezquita de Sadr. También ocuparon Nasiriyah y Kut, ciudades predominantemente chiís, y tomaron el mando de Ciudad Sadr, una barriada chií del norte de Bagdad. El combate ha sido a menudo feroz. Ocho soldados estadounidenses murieron en Ciudad Sadr, y muchos iraquíes murieron o fueron heridos.
La insurrección chií coincidió de manera grotesca con el choque de la coalición con los sunníes de Faluya. El domingo 14 de abril, cientos de soldados estadounidenses comenzaron a rodear Faluya ocupando posiciones para un ataque que tenía como fin arrestar a los hombres que, unos días antes, habían asesinado a cuatro guardias privados que escoltaban un convoy. Los asesinatos fueron espeluznantes, y las imágenes de sus cuerpos decapitados y calcinados colgando de un puente se divulgaron ampliamente. En combates de los días y semanas siguientes murieron decenas de estadounidenses y cientos de iraquíes. Miles de refugiados huyeron a Bagdad, donde los tanques participaron en peleas callejeras y helicópteros de guerra dispararon cohetes contra barrios chiís. La Zona Verde, donde la Autoridad Provisional de la Coalición tiene su cuartel general, operaba en estado de sitio. Luego comenzaron los secuestros y asesinatos de extranjeros. Se puso peligroso para todos los de aspecto europeo, norteamericano o asiático. La ciudad resonaba con las explosiones día y noche. Estallaban bombas a los lados de los caminos, y caían cohetes y morteros en la Zona Verde, en los convoyes militares y en los hoteles. La mayoría, si no todos los proyectos de reconstrucción fueron paralizados.
El 5 de abril me dirigí a Kadhimiya, un viejo barrio chií al noroeste de Bagdad. Ya había estado en Ciudad Sadr, donde la multitud presente en un funeral se enardeció a la vista de occidentales y mis compañeros y yo decidimos irnos. En Shula, otro distrito chií, cientos de milicianos se arremolinaban frente al edificio del partido de Sadr, fuertemente armados y con los nervios de punta. Una muchedumbre de hombres y niños brincaban al otro lado de la calle, y varios niños tropezaron con los restos carbonizados de un vehículo militar americano, gritando histéricamente. Un adolescente de aspecto particularmente odioso sujetaba un puñal entre los dientes. Una casa había sido atacada por un helicóptero y el humo todavía subía en espirales desde el techo. Nos alejamos cuando la multitud empezó a perder el control y un grupo de jóvenes empezaron a aporrear nuestro coche.
Kadhimiya es uno de los barrios más viejos y más agradables de Bagdad, con calles amplias bordeadas de chalés y palmeras. Siempre hay peregrinos en la mezquita de Kadhimiya, muchos de Irán, y los compradores atiborran las calles del viejo bazar, donde los herreros venden sus mercancías. El malecón frente a la mezquita está habitualmente lleno de familias y castas parejas y vendedores ambulantes voceando helados y refrescos. Los pequeños tenderetes venden coliflores, aceitunas, nueces, alfombras y tapices negros con inscripciones doradas del Korán y los retratos de los padres del chiísmo, los imanes Alí y Husein, entrelazados con ellas -retratos idealizados de hombres atractivos y robustos cuyos ojos se derriten de compasión.
A principios de marzo, durante el festival de Ashura, que conmemora la muerte del imán Husein, estallaron varias bombas fuera de la mezquita, matando al menos a sesenta personas. Otras nueve bombas estallaron en Karbala, donde está sepultado el imán Husein, matando a más de cien personas. Nadie sabe con certeza quién efectuó los ataques, pero se acusó a los norteamericanos de haber permitido que ocurrieran, y cuando las tropas intentaron entrar a Kadhimiya para ayudarlos, fueron rechazados por un gupo de jóvenes hostiles, que les insultaron y apedrearon. Un asesor de seguridad americano que visitó ambos sitios ese día observó en su informe a Paul Bremer que los "acontecimientos de hoy dicen que estamos sentados en un barril de pólvora".
Cuando nos unimos a los autobuses de los peregrinos cerca de la mezquita, le pedí a Salaam, mi chofer chií y ocasional traductor, que se cerciorara de si éramos bienvenidos. Volvió al rato con unos hombres con las típicas camisas y pantalones negros del Ejército de Mahdi, la milicia que organizó Sadr el verano pasado. Nos recibieron rutinariamente y nos dirigimos a través del malecón hacia una husseiniyah, un centro comunitario chií, que había sido transformado en el cuartel general local de Sadr. Otros milicianos nos checaron en la puerta. El patio interior era un tumulto de hombres y niños armados. Iban todos de negro, y la mayoría de ellos llevaba cintas de pelo verdes, indicando su disposición a combatir. Un hombre alto envuelto en una túnica negra y un turbante, aparentemente en sus treinta, se presentó a sí mismo como el jeque Raed. "Lo que ha visto aquí hoy es una demostración de apoyo a nuestro líder, Muqtada al-Sadr", dijo. "Las escuelas han cerrado y los estudiantes universitarios se han acercado a preguntarnos si pueden unirse a nosotros". Paul Bremer ha descrito recientemente a Sadr como un "fugitivo", al que los norteamericanos están dispuestos a capturar. "Es Bremer el fuera-de-la-ley", dijo Raed. "Sadr es iraquí. Bremer, no. Quizás lo agarremos". Un hombre joven, de mirada muy intensa, me miraba sentado junto a Raed. "Todos somos Muqtada al-Sadr", dijo.
El patrón de Raed, Hazem al-Araji, entró y se sentó en una esquina. Hazem, el representante de al-Sadr en Kadhimiya, había huido a Siria y luego a Irán en 1999, después del asesinato del padre de Sadr, el gran ayatola, y dos hermanos mayores, contó en un tímido inglés, con una voz aflautada y suave. Terminó viviendo en Vancouver durante dos años. El difunto gran ayatola al-Sadr fue su mentor espiritual. Hazem se levantó el pantalón negro para mostrarme el vendaje de su pierna izquierda. Se había caído y herido a sí mismo el día anterior, durante una balacera entre los hombres de Sadr y guardias de seguridad iraquíes y norteamericanos en las afueras del Hotel Bagdad, en la calle de Sadoun, cerca del Hotel Palestina, donde alojaba yo.
Nuestra conversación fue interrumpida varias veces por hombres que entraban a dar a Hazem notas o a cuchichear en su oreja, y por un montón de llamadas a su celular. Se acercaba una columna de blindados hacia Khadimiya y los hombres en la habitación especularon que los estadounidenses entrarían al barrio y los atacarían. "Tratarán de hacerlo", dijo Hazem, sonriendo y arqueando las cejas. Lo intentaron y el resultado -la tarde siguiente- fue un tiroteo en el que murió al menos un hombre del grupo de Hazem. "Algunos tipos, no de esta mezquita, dispararon a los estadounidenses y ellos abrieron el fuego y mataron a uno de los nuestros", explicó más tarde el jeque Raed.
Se decía que Muqtada al-Sadr estaba escondido en su mezquita de Kufa, y la mañana del 6 me dirigí con dos fotógrafos, Samantha Appleton y Franco Pagetti. Fuimos en dos coches. Las calles estaban llenas de peregrinos chiís que comenzaban su peregrinación -en algunos casos, desde Bagdad misma- hacia Karbala, donde, en cuatro días, el festival de Arbayeen marcaría el fin del período de cuarenta días de duelo por el imán Husein. Pasaban frente a nosotros, la mayoría de ellos de negro y agitando banderas negras. Un grupo llevaba un camello cubierto con un paño multicolor. Pequeñas tiendas y tenderetes y cocinerías al aire libre servían arroz y sopa, siguiendo la costumbre chií de brindar comida y bebida a los peregrinos. No se avistaba ningún convoy militar.
En una arbolada curva del camino en las afueras de Kufa, un montón de hombres armados del Ejército de Mahdi, la mayoría de ellos con turbantes negros y sus caras ocultas por los kaffiyehs habían levantado un puesto de control. Apuntaban a los coches con sus lanzagranadas y kalashnikovs. Varios de ellos tenían granadas amarillas -del ejército norteamericano. Habíamos estado siguiendo a siete ambulancias de la Medialuna Roja durante un rato, y cuando pasamos los milicianos del puesto de control y los choferes de las ambulancias empezaron a gritar el nombre de Sadr. Los choferes habían decidido unirse a la insurrección. Un poco más lejos, en un puente sobre el Eúfrates, un centinela llevaba un chaleco antiaéreo con la palabra "policía" en letras amarillas, en inglés, y "Ejército de Mahdi" garabateado en árabe encima. Había milicianos en toda la plaza en torno a la mezquita de Sadr, pero nos dijeron que Sadr se había marchado a Najaf. Nos fuimos hacia allá, pasando por controles en los alrededores del santuario del imán Alí, donde un ayudante de Sadr estaba dando una rueda de prensa en la sala del tribunal en el callejón que lleva a su despacho. Cuando terminó, los milicianos empezaron a danzar en círculos, gritando: "¡Abajo Estados Unidos! ¡Abajo Israel!" para beneficio de los fotógrafos y camarógrafos.
Una semana más tarde estaba en mi cuarto en el Hotel Palestina cuando Franco Pagetti me telefoneó desde la recepción para decirme que el delegado de Sadr de Khadimiya, Hazem al-Araji, había sido arrestado abajo. Había ido al hotel para entrevista con un periodista italiano y fue detenido cuando salía. Cuando llegué al vestíbulo, Hazem se encontraba en medio de una melé de gente gritando, incluyendo a varios soldados norteamericanos, que estaban tratando de llevárselo a rastras. Hazem llamaba por su celular. La escena se hacía cada vez más caótica. Un grupo de jeques con pañoletas que participaban en una reunión se metieron en la trifulca. Se hicieron camino entre la muchedumbre y gritaron que no iban a permitir que Hazem fuera detenido. Hazem se sentó e hizo varias llamadas más, pero finalmente los soldados pudieron ponerlo de pie, lo sacaron del vestíbulo y se lo llevaron en un carro de asalto blindado.
"¿Te das cuenta de lo que va a pasar ahora?", me dijeron varios amigos iraquíes, perplejos. Predijeron que habría en horas violentas manifestaciones de los chií en Ciudad Sadr y, muy posiblemente ataques contra el hotel. Arrestar a Hazem fue un error garrafal. Sobre todo porque ya antes la detención de Yaqoubi, otro delegado de Sadr, había provocado violentos disturbios. Alguien con autoridad se dio finalmente cuenta y Hazem fue liberado, pero no sin antes llevarle a la prisión militar del aeropuerto, pasarlo por un chequeo médico, leerle sus derechos y deberes como detenido y metido en una celda durante cinco horas. Finalmente, como explicó él más tarde, apareció un oficial norteamericano que le dijo que podía irse. Le pidió excusas por la detención, que, le dijo, había sido un "error". Hazem fue llevado de vuelta al Hotel Palestina, donde dio algunas entrevistas y dijo que, con todo, había sido bien tratado.
Pocos días después, en el centro cultural husseiniyah de Khadimiya, los hombres armados, los uniformes negros, y las armas habían desaparecido. Los líderes chiís habían logrado un acuerdo y los combates habían terminado casi en todas partes, excepto en Najaf, donde Sadr seguía todavía sitiado, y emitiendo declaraciones beligerantes. Dos mil quinientas tropas estadounidenses rodeaban Najaf, pero no parecía probable que atacaran, ya que el ayatola Sistani había advertido a la coalición no entrar en la ciudad santa.
La mezquita de Khadimiya había reabierto sus puertas y me fui hacia allá con Hazem y varios de sus seguidores para asistir a las oraciones del mediodía. Los custodios de la mezquita nos hicieron camino, y nos rociaron con agua de rosas. Varios miles de hombres estaban sentados esperando en el amplio patio interior. A medida que Hazem se hacía camino entre la muchedumbre, sus hombres primero, y luego todos los hombres en la multitud, empezaron a cantar: "¡Viva Muqtada, abajo Estados Unidos, abajo el Consejo de Gobierno!" y a golpear el aire con los puños. Las oraciones del viernes se transformaron en un mitin político, y, el jeque Raed primero, y luego Hazem, hablaron largamente. Varios hombres llevaban retratos de Sadr. Al otro lado del patio podía ver el ir y venir de los peregrinos iraquíes. Algunos de ellos ignoraron completamente la concentración; otros se pararon a mirar y escuchar. Terminó tres horas después, y me sacaron de la mezquita junto con la comitiva de Hazem.
Esa tarde, la milicia de Sadr se enfrentó nuevamente con los soldados de la coalición en Kufa, y varios de sus hombres perdieron la vida. Yo volví a Kadhimiya por la tarde, temiendo que el ambiente estuviera frío, pero no era así. Hazem dijo que había habido un tiroteo, pero responsabilizó a las agresivas tropas de la coalición. Seguía recibiendo llamadas en su celular, y en un momento anunció que un rehén canadiense había sido liberado en el sur. Parecía satisfecho, y le pregunté quién había secuestrado al canadiense. "Delincuentes", respondió. Dijo que los secuestros en los alrededores de Faluya los hacían también bandidos y cuando le dije que algunos de los rehenes estaban claramente siendo retenidos con objetivos políticos en mente, dijo que si era la "resistencia" la que estaba llevando a cabo esas acciones, entonces "habían cometido un error".
El grado en que la gente de Sadr y los insurgentes de Faluya estaban coordinando sus acciones está sujeto a discusión, especialmente entre los chiís, que sienten celos de Sadr y piensan que es peligroso y no muy inteligente. Algunos de ellos dijeron incluso que tenían pruebas de que las dos insurrecciones no eran coincidencia, ni el resultado de los malos cálculos de Bremer, sino que habían sido coordinadas. Me mostraron unos comunicados emitidos por los oscuros grupos de mujahedines sunníes, en que proclamaban su solidaridad con Sadr. Los hombres que estaban peleando en Faluya eran una amalgama de descontentos miembros de tribus, baasistas, viejos guardias republicanos, delincuentes -como dijo Hazem- y varios milicianos islámicos extranjeros. El día posterior a la muerte y mutilación de los guardias privados, un grupo que se hace llamar Brigadas del Mártir Ahmed Yassin declaró que los asesinatos eran una venganza por el asesinato en marzo de Yassin, el líder de Hamas, a manos de los israelíes. Al día siguiente, Sadr anunció que él era "el brazo armado en Iraq" de Hezbollah y Hamas.
El acoplamiento de la revuelta de Sadr con la de Faluya no pudo ocurrir en un momento más inoportuno para la coalición. Los militares estadounidenses, entonces apenas a tres meses de la transferencia de poder y la disolución de la Autoridad Provisional de la Coalición, se encontraban en medio de una inmensa operación de relevo de tropas, con muchos soldados nuevos y sin experiencia. Y no era probable que las fuerzas de seguridad iraquíes, adiestradas a toda prisa, mal pagadas y terriblemente desmoralizadas sirvieran de mucho. En realidad, la mayoría de ellos abandonaron sus puestos o los cedieron a la primera señal de problemas. Algunos se pasaron a los insurgentes.
A comienzos de abril envié un mensaje a James Steele, el consejero de las Fuerzas de Seguridad iraquíes de Paul Bremer, preguntándole si podíamos hablar. Me dijo: "Jon, en este momento tengo a unos cocodrilos mordiéndome el culo". Conocí a Steele en El Salvador, hace dos décadas. En esa época él era coronel del ejército, un larguirucho veterano del Vietnam, de Texas, en sus treinta. Estuvo en El Salvador de 1984 a 1986 como jefe del equipo de asesores militares que había sido enviado por la administración de Reagan para ayudar al gobierno salvadoreño en su campaña contra las guerrillas marxistas del F.M.L.N. Steele era un hombre afable, y daba la impresión de ser un tipo derecho. A fines de los 1980, durante la investigación sobre el escándalo Irán-Contra, declaró ante un comité senatorial sobre su relación con el programa de Oliver North de proveer de armas a los contras nicaragüenses utilizando la base de la Fuerza Aérea Salvadoreña en Ilopango. Trabajó con la policía panameña después de la invasión estadounidense que derrocó a Manuel Noriega y, en 1990, ayudó a desbaratar una revuelta armada de las fuerzas de seguridad panameñas. Dejó el ejército como un soldado muchas veces decorado y trabajó más tarde para Enron y otras compañías privadas.
Steele llevaba varios meses en Iraq, en su segundo período de servicio desde el fin de la guerra. El verano pasado gastó cuatro meses adiestrando a un comando de la policía iraquí para hacer frente a los terroristas y al crimen organizado. El 10 de abril, varias días antes de la sangrienta batalla de Faluya y de la revuelta de Sadr, nos encontramos a la puerta de la Zona Verde. Steele me estaba esperando al final de un inhóspito corredor de alambre de púas y barricadas llenas de sacos de arena y puestos de control del ejército norteamericano. Se veía como en 1984: todavía largirucho, y su pelo corto todavía tenía color de arena. Sus ojos parecen estar permanentemente bizcos, y es un poco encorvado, como lo son a menudo los hombres altos. Lleva botas de obrero de la construcción y vaqueros y tiene un revólver atado a su pierna. Nos dirigimos hacia el Hotel Al Rashid. Steele alojó ahí el verano pasado, pero el hotel estaba copado y él vivía ahora en un tráiler. "Soy tipo de tráilers", dijo.
Yo no había estado en el Rashid desde los comienzos de la guerra, el año pasado. Justo antes de la campaña de "impacto y pavor", después de repetidas amenazas del Pentágono de que el Hotel Rashid era un "blanco militar legítimo", los periodistas que alojaban ahí se trasladaron al Hotel Palestina, al otro lado del río. El Rashid se ve como siempre, excepto unos boquetes en los pisos superiores, donde han impactado los cohetes o estallado la metralla. Pero me di cuenta de que todos los huéspedes eran norteamericanos, y había un montón de soldados dando vueltas por ahí. El portero sudanés que estaba siempre en la entrada en su uniforme de Sinbad ya no estaba allí, ni tampoco el poco favorecedor retrato en mosaico de azulejos del primer presidente Bush, con la leyenda "Bush Es Criminal", que había sido colocado en el vestíbulo.
Entramos a la cafetería, que estaba vacía, y Steele me contó que Paul Wolfowitz, al que describe como un viejo amigo, le había pedido trabajar en Iraq. Steele tiene experiencia en el negocio de las centrales de electricidad y se sugirió que podía ser el asesor jefe de la comisión de electricidad iraquí, que estaba tratando de poner nuevamente en orden el sistema de suministro de energía. Sin embargo, cuando Steele llegó a Bagdad en mayo último, en el caótico período de posguerra, y se presentó a trabajar ante Jay Garner, que tenía inicialmente la tarea de dirigir la reconstrucción de posguerra, fue puesto a cargo del adiestramiento de los policías. "Garner sabía de mi trabajo con las fuerzas de seguridad", dijo Steele. "Eso es lo que hacía en Camboya y El Salvador y Panamá, así que me pareció bien". Volvió a casa en septiembre, pero retornó a Iraq porque "creo que aquí estamos del lado de los ángeles".
Stelle es partidario de una acción militar fuerte, "combinada con decisiones políticas correctas". "En Faluya es necesaria la mano dura", dijo. "Eso es lo único que entienden esos tipos. También en el sur. No podemos mostrarnos débiles. De otro modo, este tipo de cosas pueden volver a ocurrir". Dijo que el problema de Najaf es que es estratégicamente más importante que Faluya: "No podemos permitirnos el lujo de cometer errores de cálculo con los chií. La mayoría de ellos nos apoya y no apoyan a Sadr, y no podemos perderlos". Él esperaba que, una vez que Sadr fuera "neutralizado", su organización se derrumbaría, aunque "Sadr está manipulando el resentimiento subyacente que hay contra nosotros. Hay un montón de gente aquí que quiere que nos vayamos. De algún modo, la gente se siente orgullosa cuando ven a Sadr haciéndonos morisquetas. Piensan en secreto que está muy bien. Pero si podemos desprestigiar a Sadr, sus seguidores, muchos de los cuales son analfabetos y están en el paro, probablemente se retirarán. Por triste que sea, está gente está acostumbrada a perder".
Los policías iraquíes no se destacaron en su primera confrontación real. Incluso ha habido insinuaciones de que la policía estuvo involucrada en el asesinato de los cuatro guardias privados de Faluya. Steele había ido a Faluya antes del asedio, con la esperanza de encontrar el cuerpo del cuarto guardia y ver si los informes sobre partes de cuerpos colgando de un puente eran correctos. Había un silencio sobrecogedor en la ciudad. "He estado en Faluya varias veces y cada vez he visto que hay más odio contra nosotros", dijo. "Normalmente yo me conecto con la gente, especialmente con policías, en todas partes casi, pero es más difícil en Faluya que en cualquier otro lugar de Iraq".
Volvió a hacer el viaje de los guardias, fue al lugar donde habían sido atacados y siguió la ruta por la que habían arrastrado los cuerpos para colgarlos luego del puente y, en un caso, para enterrarlo en una fosa poco profunda. El cuarto cuerpo, se enteró, había sido recuperado por la policía la tarde anterior, y les agradeció por ello. "Los estadounidenses no abandonan al enemigo los cuerpos de sus camaradas", dijo.
Rechazó la versión del jefe de policía, fue al lugar de los sucesos de ese día y concluyó que no había pruebas de que la policía iraquí hubiese traicionado a los guardias privados. Pero "ellos no se metieron, y su respuesta fue inapropiada".
Pocos días después, Steele me invitó a acompañarle en una visita de inspección nocturna sorpresa de la principal comisaría de policía iraquí en Ciudad Sadr donde, durante los primeros días de la insurrección la milicia de Sadr ocupó la mayoría de las comisarías y atacó a los soldados estadounidenses, matando a varios de ellos. Huyeron cuando los tanques norteamericanos se dejaron ver. Nos encontramos frente al Hotel Rashid. El ayudante de Steele, el coronel de las Fuerzas Especiales James Coffman, llevaba tenida de combate y una ametralladora. Steele iba de camisa de mangas cortas y un chaleco antibalas. También me puse el mío.
Después de una ronda de varoniles abrazos y besos en la mejilla con los alrededor de 20 policías iraquíes que adiestró el verano pasado -y que aparentemente se habían ofrecido de voluntarios para acompañarnos-, Steele me llevó hacia un sedán japonés que estaba aparcado al lado exterior de las barricadas de seguridad de la Zona Verde. El coche estaba cubierto de polvo. Yo estaba agradecido de que no fuera uno de esos enormes todoterrenos, el vehículo preferido por los funcionarios de la coalición y de los guardias privados. Son vehículos como estos los que se han transformado en blancos móviles para insurgentes y asesinos y toda la gente que conozco que posee uno, lo tiene aparcado en el garaje. Steele dijo que el sedán le traía buena suerte. Señaló unos impactos de bala al lado derecho. Lo habían emboscado el otoño pasado, explicó, aunque no se dio cuenta sino hasta que las balas impactaron en el coche. Una de ellas atravesó la puerta e impactó en el respaldo del asiento del pasajero. Cree que no fue una emboscada bien organizada. "Si realmente tienen ganas de agarrarme, tendrán que hacer algo mejor. Creo que simplemente estaban ahí y yo pasé, me vieron pinta de norteamericano y me atacaron".
Una ametralladora Beretta y un kalahsnikov fueron encajados en el espacio entre los dos asientos delanteros, donde íbamos Steele y yo. Un rechoncho policía iraquí, que parecía que veía a Steele como a un dios, iba en la parte de atrás. Steele puso una sirena de policía en el capó y la conectó con un cable al encendedor hasta que la puso a funcionar y partimos, una cabalgata de patrulleros cruzando a gran velocidad las oscuras calles de Bagdad hacia Ciudad Sadr. De vez en cuando, Steele encendía el foco en el capó y hacía sonar la sirena cuando llegábamos a algún cruce. Los pocos automovilistas que había en la calle se apartaban con presteza de nosotros. Steele tenía el radio sintonizado a una cadena de las fuerzas armadas norteamericanas, que estaba tocando Let's Dance', de David Bowie.
Exploramos varias callejuelas residenciales, y estaban inundadas como por treinta centímetros de aguas residuales. "Ciudad Sadr ha tenido siempre problemas con el desagüe", murmuró Steele. Nos dirigíamos a la comisaría de policía de Al Jezaaer. Está en el borde mismo de la ciudad, separada de una mezquita por una barricada de alambre de púas y tambores de petróleo llenos de cemento. Aparcamos cerca de la barricada y cuando nos encaminábamos hacia la comisaría varios policías nos apuntaron con sus armas y nos llamaron. Entonces se dieron cuenta de quiénes éramos y nos dejaron pasar. Una vez dentro de la comisaría atiborramos el despacho del jefe de policía de Ciudad Sadr, el coronel Marouf Amran, un hombre chico y fornido, que parecía contento de ver a Steele. Marouf dijo que el orden se había restaurado en gran parte en Ciudad Sadr.
Cinco de las siete comisarías de Ciudad Sadr habían sido ocupadas, pero sólo durante aproximadamente cuatro horas, dijo Marouf. Señaló un mapa en la pared. Su comisaría fue una de las dos que no fueron ocupadas. Durante la revuelta, dijo, había ido a la comisaría que estaba en manos de la gente de Sadr. No podía hacer mucho. "Había cincuenta tipos con lanzagranadas sentados arriba, en la terraza del edificio", dijo, "así que volví y puse veinticinco agentes en nuestro techo, armados con ametralladoras pesadas. Envié más agentes a la otra comisaría, Al Karama, de modo que no cayera [en manos de los insurgentes]. Entonces llamé al ejército norteamericano. Llegaron con blindados y helicópteros, y los milicianos escaparon". Cuando terminó todo, dijo, descubrió que la comisaría había perdido ciento cuarenta rifles, pero había logrado recuperar setenta y cinco. También escapó un puñado de detenidos. Sólo había tenido una baja, un agente que había desaparecido, con su rifle.
Steele elogió a Marouf diciéndole que era un hombre valiente y que había demostrado tener cualidades de líder. Marouf sonrió y agitó sus manos en una demostración de modestia. "Yo soy hijo de esta ciudad, llevo catorce años en el cuerpo y he trabajado en todas las comisarías. Tengo buenas relaciones con la gente", dijo. "Aquí en Ciudad Sadr hay tres partidos políticos grandes: el grupo de Muqtada, el partido Dawa, y Badr" -la milicia del Consejo Supremo de la Revolución Islámica en Iraq. "Y, por supuesto, están los norteamericanos, que supongo que son el cuarto partido". Todos reímos con su pequeña broma. "Eres un gran diplomático", dijo Steele.
Marouf le dijo a Steele que su problema más grande era que no tenía ni suficientes armas ni suficientes hombres. "En Ciudad Sadr hay cinco mil lanzagranadas", dijo, "y nosotros no tenemos ni uno solo. Algunos delincuentes tienen incluso morteros. Nosotros no tenemos más que quinientos policías y sólo treinta chalecos antibalas". Y una sola ametralladora pesada. Steele sonrió: "¿Me estás pidiendo morteros y lanzagranadas?" "Una buena ametralladora pesada en cada comisaría sería una buena cosa", dijo Marouf. Steele asintió y escribió una nota. Marouf dijo que también quería recomendar a cincuenta y siete agentes que se habían mantenido firmes durante la revuelta. Steele asintió y volvió a escribir una nota.
Marouf volvió a su atención a problemas de más larga duración. "La ciudad cambió un montón, y para peor, durante el régimen de Sadam", dijo. "Y, como pueden ver" -sacudió la cabeza señalando hacia la parte de atr'ss de la comisaría, donde estaban las calles llenas de aguas servidas- "necesitamos ayuda. Hay alrededor de 350 mil desempleados en Ciudad Sadr". Steele comenzó a impacientarse y lo interrumpió. "Lo que necesitas es que el ayuntamiento empiece a funcionar de nuevo", dijo. "He oído que algunos miembros han renunciado. El ayuntamiento es tu vehículo, tu llave para conseguir servicios". Eso no era lo que tenía en mente Marouf. "Hace un año que está funcionando el consejo y no se ha hecho nada", dijo. Mencionó el problema del desagüe y el hecho de que en Ciudad Sadr la electricidad llegaba apenas a las dos de la mañana. "Hemos oído que se gasta mucho dinero en nosotros, pero no hemos visto nada". Steele echó las manos al aire. Le prometió a Marouf que le llevaría el recado a Bremer, pero le recordó que su principal prioridad era la seguridad. Marouf asintió cortésmente, y Steele se levantó para despedirse.
Las limitaciones del mandato de Steele flotaban en el aire después de esta reunión, aunque había sido muy jovial. Me pregunté qué efectivo habría sido el llamado de Muqtada al-Sadr a las armas si los norteamericanos hubieran iniciado un programa de acción cívica en Ciudad Sadr. Miles de hombres pudieron haber sido empleados para pavimentar las calles, instalar una nueva red de desagüe, crear un sistema de eliminación de la basura. Si lo hubieran hecho, nadie en Ciudad Sadr habría podido decir, como lo hacen ahora, que los norteamericanos no han hecho nada por los iraquíes, excepto deshacerse de Sadam y hacer sus vidas menos seguras.
"Los seguidores de Sadr son gente sencilla", me dijo hace poco un amigo chií. "Se dejan guiar fácilmente si alguien les dice que está defendiendo sus intereses. Lo escuchan porque este último año ha habido muy pocas reformas visibles. Los iraquíes sufrieron terriblemente bajo Sadam y, sin embargo, no se ha juzgado a ninguno de los criminales de guerra de su régimen. Ninguna de las personas que han encontrado a familiares en las fosas comunes han recibido compensación. La basura en Ciudad Sadr es sintomática de las malas condiciones en que viven. Esas son la clase de cosas que hace que la gente se meta en líos".
Una tarde, en la mansión junto al río de Ayad Jamaluddin, con la entrada llena de coches caros, le pregunté Jamaluddin qué pensaba de la revuelta de Muqtada Al-Sadr. "Crear un Iraq nuevo, libre y democrático es como parir", dijo, recurriendo a un refrán. Estábamos sentados en la casa de juncos. Un negro con una túnica dishdasha gris y un pañuelo kaffiyeh enrollado flojamente en torno a la cabeza, al estilo de los beduinos, estaba sentado junto a una fogata y preparaba potes de menta y de amargo café iraquí para nosotros. Una perdiz, una bella criatura con grandes ojos y puntiagudo pico rojo, con suaves marcas doradas y blanquinegras, brincaba alrededor de la casa, mirándonos tranquilamente. Jamaluddin la había criado, y era muy mansa. Le pregunté si acaso pensaba, como decían los norteamericanos, que Sadr debería ser arrestado por su supuesta implicación en el asesinato de Khoei. "Este asunto debería ser abordado políticamente", dijo, prudente. "La orden de detención no debería efectuarse sino hasta que haya un gobierno iraquí que se pueda ocupar del asunto. Así, todas las milicias, incluyendo la suya, se desbandarían".
La disolución de las milicias iraquíes ha sido un principio central de la coalición desde el principio, y ciertamente el Ejército de Mahdi, de Sadr, que es relativamente hablando un fenómeno nuevo, no parece ser una fuerza que pueda ser utilizada en nombre de la estabilidad, pero se puede hacer un buen alegato para que las milicias vinculadas a los partidos políticos mayoritarios se transformen en una nueva fuerza de seguridad iraquí. Una propuesta de este tenor presentaron este otoño último varios miembros del Consejo de Gobierno. Ahmad Chalabi firmó la propuesta, así como Iyad Alawi, un político chií laico; los líderes kurdos Jalal Talabani y Massoud Barzani, ambos con un número considerable de curtidos milicianos peshmerga; u Abdulaziz Al-Hakim, cuyos milicianos Badr constituyen ya una fuerza de seguridad casi en todo el sur de Iraq.
Le pasé la pregunta a James Steele, que no creía que la milicia fuera a olvidar sus lealtades partidarias. Dar poder a las milicias no era la política de Estados Unidos, sino deshacerse de ellas. Por eso era que él trabajaba con la policía y asesoraba a Bremer on asuntos de seguridad en general. La mayoría de los funcionarios estadounidense consideran a grupos como la organización Badr, de Hakim, demasiado asociados a Irán y, por ende, poco confiables. Bremer ha rechazado la propuesta del Consejo de Gobierno, pero en cambio creó un batallón especial de varios cientos de iraquíes de las varias milicias, que fueron adiestradas por las Fuerzas Especiales. El batallón peleó en Faluya junto a los soldados estadounidenses. Un ayudante de Hakim que insistió en que era el único grupo militar iraquí nuevo que era de confiar. Las tropas adiestradas por la coalición carecían de "visión", dijo. Para no decir nada de experiencia. Hakim mismo me contó que él había dirigido dos mil quinientos hombres en Karbala para el festival de Arbayeen a mediados de abril, y que habían capturado a varios terroristas transportando explosivos y evitado una carnicería.
Ayad Jamaluddin rechazó la idea de que los iraquíes mismos se pudieran ocupar de las labores policiales en el futuro próximo. Creía que lo que Iraq necesitaba era un tratamiento de choque, y que era mejor que lo administraran los estadounidenses. "Los iraquíes están enfermos, sabes, y lo que necesitan es un psiquiatra", dijo. "Durante treinta y cinco años Sadam Husein no los dejó pensar. A los iraquíes se le extravió algo: el alma. Lo que necesitan es un dictador, ése es su problema. Los chií quieren su propio dictador, y también los sunníes quieren el suyo. Desafortunadamente para nosotros, el único modelo de líder que conocen es el de Sadam Husein".
Observé que sus esperanzas de la transformación radical de una psique nacional tenía pocos precedentes, al menos en la historia de la administración estadounidense moderna. Las transformaciones de posguerra en Alemania y Japón fueron posibles porque los regímenes de los dos países capitularon completamente después de los devastadores ataques bélicos. En el caso de Japón, después de las explosiones atómicas en Hiroshima y Nagasaki y después de que el Emperador Hirohito ofreciera por radio la capitulación incondicional de Japón, y la declaración de que él no era un dios. Jamaluddin sonrió: "Entonces, quizás lo que necesitemos es otro Hiroshima en Iraq. Quizás Faluya se transforme en nuestro Hiroshima. Inshallah".
Pocos días después de comenzar el sitio de Faluya, cuando cientos de personas habían ya muerto y los hospitales se desbordaban de civiles heridos, un convoy de ambulancias y camiones cargados con alimentos y medicina partió hacia Faluya desde la mezquita Madre de Todas las Batallas, en Bagdad oeste. La mezquita fue construida por Sadam para celebrar el haber sobrevivido la primera Guerra del Golfo, y sus minaretes habían sido diseñados de modo que se parecieran a misiles Scud. Hasta la última guerra, se guardaba ahí una copia del Korán escrita con lo que se suponía que era sangre de Sadam. La mezquita ha recibido el nuevo nombre de Madre de Todas las Aldeas, pero todavía es un bastión de la comunidad musulmana sunní, que en términos generales es anti-norteamericana. El verano pasado asistí a un mitin allá en el que varios clérigos sunníes importantes hablaron amargamente contra los estadounidenses. Tildaban al Consejo de Gobierno de ser una pandilla de colaboracionistas y se refirió a una arcana conspiración internacional para dividir y aplastar a la orgullosa nación iraquí -especialmente los sunníes. Unos niños habían repartido octavillas con estadísticas según las cuales los chií no eran la mayoría de la población, sino de hecho una minoría. El cálculo se alcanzaba dividiendo a la población en dos categorías principales, chiís y sunníes, en lugar de tres -los kurdos. Los kurdos son en realidad, en su mayoría, sunníes, aunque -y no es sorprendente, considerando los maltratos que han sufrido a manos de una larga sucesión de regímenes dominados por los sunníes- la mayoría de ellos se ven a sí mismos ante todo como kurdos. Las opiniones expresadas ese día me hicieron recordar cosas que había oído en Belfast, de boca de los más radicales protestantes unionistas anti-católicos del Ulster.
Ahora, a medida que nos acercábamos a la mezquita vimos un par de grandes volquetes que estaban siendo cargados con sacos de harina y cajas de aceite de cocina y bolsas de arroz. Las provisiones eran trasladadas desde pequeñas camionetas que llegaban una detrás de otra. Una de las camionetas llevaba dos banderas negras, chiís, como estandartes de batalla. Un iraquí que estaba cerca de mí me dijo, en buen inglés: "Ya lo ve, vienen de una mezquita chií". Dijo que todas las mezquitas de Bagdad estaban aceptando donaciones de la gente y las estaban llevando a Faluya. "Antes, chiís y sunníes no tenían nada en común", dijo. "Pero ahora sí. La razón es que los iraquíes están cansados de la ocupación y de la humillación que sufren de los soldados que echan abajo las puertas de sus casas y les roban y molestan a sus mujeres y les clavan sus armas en la cara". Sonrió. Nos dimos la mano. Se introdujo a sí mismo como Mouyed Al-Muslih, ingeniero jefe de las líneas aéreas iraquíes, todavía impedidas de volar. También era jefe del sindicato de pilotos e ingenieros de las aerolíneas iraquíes. Muslih me preguntó si yo era norteamericano. Le dije que sí, y me contó que en los años setenta había estudiado en la Universidad Nacional de Oklahoma. Se lo había pasado "muy bien".
Paramos para oír los disparos de una ametralladora pesada, que provenían de algún lugar en la carretera, a unos cientos de metros. "Son norteamericanos", dijo Muslih, y luego continuó hablando, sobre cosas que ya he oído de muchos iraquíes: que lo que hace Estados Unidos en Iraq es una intriga de los israelíes, los que ejercen una influencia funesta sobre el gobierno de Bush, y que Israel intentaba destruir Iraq. "Todos queríamos cambios", dijo. "Pero los norteamericanos nos han mostrado su lado malo. En la calle, si se cruzan con soldados norteamericanos se muestran tranquilos y no dicen nada, pero en sus cabezas hay un montón de odio. No se puede arrebatar la seguridad a la gente y no darles nada de vuelta".
Los iraquíes escogidos por los estadounidenses para representarlos fueron uno de los principales problemas, dijo Muslih. "Todo el mundo odia a los tipos del Consejo de Gobierno. La mayoría de ellos han vivido fuera de Ira por más de veinte o treinta años. Algunos eran ladrones que se escaparon después de cometer sus delitos, y ahora están de regreso con la CIA. Aquí viven 25 millones de personas, y muchas de ellas son buenas, gente calificada. ¿Por qué no elegir de entre ellos??" La transferencia de poder programada para el 30 de junio no es una solución. "Mientras haya aquí tropas estadounidenses, ¡todo será una mierda!"
Después de salir de la mezquita Madre de Todas las Aldeas, Salaam me llevó a una mezquita no muy lejos de su casa, en el barrio mixto sunní-chií, de Al Salaam. Estaba rodeada por una muralla de la que colgaba un cartel del jeque Ahmed Yassin, el líder de Hamas asesinado por los irraelíes en marzo. Una cartel de Muqtada Al-Sadr colgaba de otra muralla cercana. Unas camionetas frente la mezquita estaban siendo cargadas con provisiones para Faluya, y el imán, un hombre de gafas y barbudo llamado jeque Fadel Al-Gaidy, a quien me introdujo Salaam, estaba supervisándolo todo. Varios otros hombres con pañoletas estaba sentados en unas sillas a la entrada de la mezquita, vigilando. Una pancarta colgaba sobre ellos. Decía, en árabe: "Los ciudadanos de Al Salaam envían alimento, dinero y medicinas a los mujahedines de Faluya y Ramadi". "Una docena o algo así de hombres y niños se reunieron en torno a nosotros, y uno de los chicos gritó: "Los sunníes y chiís estamos juntos. Iraq es Faluya". El jeque Fadel dijo que este sentimiento era común en el barrio. "Las relaciones entre los sunníes y los chiís se han profundizado desde la caída del régimen, porque ahora tenemos un enemigo común", dijo.
"¿Es esta una yihad?", pregunté.
"Sí, es una yihad", dijo.
"¿Cuándo terminará?"
"Cuando los norteamericanos se vayan de Iraq".
3 mayo 2004
©new yorker traducción mQh
El día que, a mediados de abril, los mujahedines iraquíes ejecutaron a un guardia de seguridad italiano que había sido secuestrado cerca de Faluya, yo salí a pescar con dinamita en el Tigris. Mi anfitrión era un clérigo chií, Ayad Jamaluddin, al que había conocido en Bagdad el verano pasado. Vive a orillas del río, en una imponente casa puesta a su disposición por la Autoridad Provisional de la Coalición, con la que mantiene estrechos vínculos, aunque no tan estrechos ahora como cuando nos vimos la primera vez. Había más guardaespaldas en los alrededores de la casa de lo que yo recordaba, y un puñado de barriles de petróleo llenos de cemento. También había más coches nuevos aparcados en el complejo, la mayoría Mercedes-Benzes negros último modelo, y un Rolls-Royce azul oscuro con asientos de cuero de color crema y una parrilla dorada. Los jardineros estaban regando el césped cuidadosamente cortado. Jamaluddin me recibió en una habitación con paredes de ladrillo de color verde turquesa y calados musulmanes, y nos dirigimos al jardín en la parte de atrás de la casa, donde había un plataforma de piedras rodeada de rodapiés esculpidos en piedra. Fue construida para las oraciones sufí. El anterior inquilino de la casa, el vice-presidente de Sadam, sobre cuya cabeza cuelga ahora una recompensa de diez millones de dólares, es un sufí practicante. La plataforma no quedaba lejos del aporte más notorio de Jamaluddin al jardín, una mudhif, una casa de junco con un tejado arqueado, utilizado tradicionalmente por los árabes del pantano del sur de Iraq para sus reuniones . La mudhif de Jamaluddin es de alrededor seis metros de ancho por veinticuatro de largo y tiene quizás una altura de seis metros. El piso está cubierto de alfombras beduinas tejidas a mano, y hay cojines kilim a los pies de las paredes. La casa de junco tiene aire acondicionado, y también unos elegantes ventiladores de techo. Jamaluddin quería que fuera un centro de conferencias, me dijo el verano pasado, en el que la gente pudiera intercambiar libremente sus ideas. Sería un símbolo de la posición de Iraq como un puente entre el Este y el Occidente, y saboreaba la ironía de estar en el jardín del adjunto de Sadam: "Fue construida con los juncos de los pantanos que drenó Sadam".
Jamaluddin es un atractivo y tranquilo hombre de 42 años, con una corta y bien mantenida barba. Lleva una túnica blanca con un chaleco de gamuza marrón y un casquete de ganchillo blanco. Cruzamos el jardín por senderos protegidos por la sombra de palmeras datileras y plantados con rosas y gardenias, y salimos a un parapeto por encima del río. Una valla de metal a lo largo del río había sido cubierta con una pantalla protectora de planchas para techar onduladas, y había hombres armados en las torres de vigilancia en las esquinas del jardín. Nos sentamos en unas sillas de plástico y bebimos té. Jamaluddin se fumó un puro cubano mientras observábamos a sus guardaespaldas acarrear una bolsa de plástico hacia el río y hacer algo con ella. Jamaluddin dijo que era TNT, que estaban preparando para la expedición de pesca.
El puente de Jadiriyah se extiende por el Tigris unos cientos de metros río arriba de la casa de Jamaluddin. La vieja mansión de Tariq Aziz, que es ahora la casa de Abdulaziz al-Hakim, un miembro del Consejo de Gobierno iraquí y líder del Consejo Supremo de la Revolución Islámica de Iraq, es la siguiente junto a la cabeza del puente. Le pregunté a Jamaluddin cómo se sentía de tener a Hakim como vecino. Se rió. "Es bueno para mi seguridad", dijo. El complejo Hakim estaba lleno de guardaespaldas y pistoleros de sciris de las milicias Badr, la milicia chií más grande y organizada del país.
Un bote de pedal de plástico blanco fue amarrado a un embarcadero entre los juncos de las márgenes río abajo. Los hombres que habían estado manipulando el TNT se encaramaron al bote, y sólo entonces me di cuenta de que no íbamos a pescar nosotros mismos, sino que íbamos a mirar pescar. Los hombres pedalearon hacia el centro del río, un poco más arriba. Uno de ellos lanzó algo al agua, que sacó del bote, y se produjo una tremenda explosión y el agua se levantó, verde arriba y negra debajo. Por un momento pareció que se trataba de una enorme medusa. Pero se hundió rápidamente y los hombres en el bote pedalearon en torno al remolino por un rato y luego se dejaron llevar río abajo. Miramos el río, esperando ver a los peces aturdidos flotando arriba, pero no pasó nada. El río siguió moviéndose, marcado aquí y allá por pequeños remolinos y corrientes. El agua tenía color verde lima, con salpicaduras de rosa y gris en la tenue luz del día. A los pocos minutos aparecieron en la superficie unos diminutos peces plateados, no más grandes que un dedo.
Jamaluddin es el benjamín de un teólogo de la ciudad santa chií de Najaf y el sobrino de un famoso poeta iraquí. Participó en las protestas estudiantiles contra el gobierno a fines de los años 1970, y fue condenado a muerte cuando Sadam llegó al poder en 1979. Escapó del país. Primero se refugió en Irán, donde estudió religión y filosofía musulmanas y luego, a mediados de la década de 1990, en Dubai, que es su domicilio principal y donde vive con sus dos esposas y seis hijos. Una de sus esposas es una acaudalada iraní, la otra es de Dubai.
A fines de 2002, Jamaluddin fue abordado por funcionarios estadounidenses que se encontraban reuniendo a chiís pro occidentales con los que se pudiera contar para ayudar a estabilizar Iraq después de la próxima guerra. Fue uno de varios chiís que fueron llevados a Bagdad justo antes de la caída de Bagdad, y el verano pasado estaba lleno de planes para formar un nuevo partido político y "probando la libertad", aún sí la mayoría de los grupos chií, como los milicianos de Badr, lo consideran demasiado radical y lo han apartado del Consejo de Gobierno. Jamaluddin dice que él antes creía en una revolución islamita en Iraq al estilo de Khomeini, pero ahora es un ferviente laico. Sus ideas actuales sobre la separación de la iglesia y el estado serían consideradas como herejes por muchos musulmanes. (Cuando me reuní con él por primera vez, tenía en casa a un huésped iraní, Hussein Khomeini, el nieto del difunto ayatola, que pregonaba que Estados Unidos debía invadir Irán).
A pesar de haber sido apartado por la clase dirigente chií, durante los primeros meses de la ocupación Jamaluddin sostuvo un animado diálogo con los norteamericanos. Ahora, sin embargo, Paul Bremer y otros funcionarios le consultan mucho menos a menudo. El distanciamiento empezó a comienzos del último invierno, después de que el ayatola Sistani empezara a hacer pronunciamientos y a emitir edictos fatwas sobre elecciones directas y la constitución, y Bremer comenzara a satisfacerlo, acelerando la transición hacia un gobierno iraquí. "Le aconsejé no prestar atención a Sistani", dijo Jamaluddin. Pensaba que el compromiso mostraba debilidad. Sistani no era otro Khomeini, pero era fundamentalista, y quería que el islam jugara un papel más importante en el nuevo estado iraquí. Jamaluddin no veía cómo podía esto ser compatible con la democracia secular que se está instalando en Iraq.
Después de unos veinte minutos de dar unas vueltas infructuosamente en torno a los remolinos más abajo en el río, los hombres de Jamaluddin pedalearon de vuelta al embarcadero, y él propuso que nos retiráramos a la casa de junco a comer masgouf, el pescado a la parrilla que es el plato nacional iraquí. Jamaluddin había comprado un enorme pez antes ese día, en caso de que fracasara la pesca con dinamita.
El plan norteamericano de instalar a antiguos exiliados chiís amigos en posiciones de poder en Iraq comenzó a marchar mal muy pronto. El 10 de abril del año pasado, el día que cayó Bagdad, Abdel Majid al-Khoei, un miembro de una importante familia de clérigos, fue asesinado cerca de la mezquita del imán Alí en Najaf, uno de los santuarios chiís más sagrados. Khoei había sido llevado a Najaf a principios de abril, y Ayad Jamaluddin lo encontró ahí. Estaban alojando con las tropas norteamericanas en las afueras de la ciudad. Ahmad Chalabi, que fue el principal candidato del Pentágono para una posición de liderazgo, acampó a unos doscientos veinticinco kilómetros más al sur, en Nasiriyah, con su pequeña banda de Free Iraqui Fighters.
Hacía más de 20 años que Jamaluddin no había estado en Najaf. Khoei habido partido en 1992, durante las secuelas de la insurrección chií contra Sadam después de la Guerra del Golfo. Su padre, el gran ayatola, que fue el predecesor inmediato de Sistani, murió poco después mientras estaba bajo arresto domiciliario en Najaf. En 1994, su hermano mayor fue atropellado por un camión en el camino de Najaf a Karbala. Abdel Majid al-Khoei, su esposa y sus cuatro hijos vivieron en Londres, donde dirigía la fundación Al Khoei, una bien provista organización benéfica. Sus principales contactos norteamericanos eran de la CIA, que no confiaban en Chalabi, por creerle insostenible como futuro líder.
Jamaluddin dijo que él y Khoei se encontraron en circunstancias poco familiares y desorientadoras para dos urbanitas hijos de papá. "Era un lugar polvoriento, y cansador", dijo. "No era bueno para nosotros, pero nuestro propósito solemne al estar ahí, el momento que los dos habíamos estado esperando, era la liberación del pueblo iraquí. Era una reunión en un lugar por el que nos sentíamos muy responsables". Fueron a la casa del ayatola Sistani con una petición específica. "Mi objetivo era protegerlo, y proteger los santuarios", dijo Jamaluddin. "Me enteré después de que Abdel Majid [Khoei] estaba buscando el apoyo legal de Sistani -una fatwa- para que las tropas norteamericanas se estacionaran en Najaf". Entonces la ciudad no era de ningún modo segura, pero había algunos jóvenes guardias en la casa de Sistani, y su hijo les dijo que el ayatola estaba en otro lugar, para su propia protección. Cuando Khoei le preguntó acerca de la posición de Sistani con respecto a las tropas estadounidenses, el hijo dijo que su padre no se metía en esas cosas. De acuerdo a Jamaluddin, Khoei se enfadó muchísimo y dijo: "Entonces la gente debe buscarse un nuevo jefe espiritual", y se fue. Jamaluddin fue más comprensivo. "La ciudad entera tiene pánico", dijo. Nadie sabía con certeza si Sadam había sido derrocado o no. Jamaluddin compartía en esos tumultuosos días un cuarto con Khoei, y dice que le advirtió que había oído comentarios negativos sobre él. Hay muchas facciones entre los clérigos de Najaf, y es fácil imaginar que los clérigos locales se sintieran amenazados por los recién llegados, especialmente porque habían llegado con los soldados norteamericanos y un montón de dinero para repartir. Jamaluddin se marchó a Kuwait la noche del 8 de abril, y su hermano Qusay, que es médico, y varios de sus amigos se quedaron con Khoei. La mañana del 10, Khoei fue a la mezquita con el custodio oficial, Haidar Raifee, que no gozaba de gran simpatía porque se le sospechaba de robar del santuario y desviar fondos hacia Sadam y el Partido Baas. "Entonces la gente se puso violenta; quebraron los cristales y sacaron cuchillos", dijo Jamaluddin. Su hermano le contó que Khoei sacó un arma y disparó en el aire. "De repente, todo el mundo sacó armas -pistolas y kalashnikovs- y comenzaron a disparar". Un balazo le voló tres dedos a Khoei. "Luego lo ataron y lo llevaron a la mezquita, donde comenzaron a agredirlo, a él y a Sayyid Haidar, con cuchillos", dijo Jamaluddin. Haidar fue asesinado en la puerta de la mezquita. Khoei "llevaba un chaleco antibalas, de modo que los cuchillos no eran muy efectivos, pero estaba sangrando. A alrededor de cien metros de la mezquita, entró a una tienda y le pidió al dueño que lo matara" -para poner fin a todo. "El tendero le dijo que no podía y le dio agua. Entonces llegaron los otros y lo agarraron, y un hombre, con una espada, lo apuñaló en el cuello. Pero todavía no estaba muerto. Luego arrastraron su cuerpo unos diez metros por la calle y lo apuñalaron hasta que murió. Mi hermano me llamó desde su celular y me contó lo que estaba pasando. Estaba demasiado excitado como para describir en detalle lo que pasaba, pero lo hizo más tarde, y otro amigo que estaba ahí dijo más o menos lo mismo".
El relato de Jamaluddin coincide en general con el informe de que juez iraquí que firmó la orden de detención de Muqtada Al-Sadr, el líder extremista chií que ha estado en guerra contra las fuerzas de la coalición en las últimas semanas. Testigos oculares declararon que los hombres de Sadr mataron a Khoei. El 3 de abril de este año, casi un año después del asesinato, la coalición detuvo a Mustafa Yaqoubi, un delegado de Sadr, por complicidad.
El 5 de abril, poco más de una semana después de que clausurara su diario Al Haswa, la Autoridad Provisional de la Coalición decidió emitir ella misma una orden de detención contra Sadr por fomentar la violencia contra los norteamericanos. Al día siguiente, miles de sus seguidores se echaron a la calle para protestar contra la detención de Mustafa Taqoubi. Los partidarios de Sadr ocuparon las comisarías de policía y otros edificios oficiales en Najaf y Kufa, una ciudad a unos pocos kilómetros de distancia, donde se ubica la principal mezquita de Sadr. También ocuparon Nasiriyah y Kut, ciudades predominantemente chiís, y tomaron el mando de Ciudad Sadr, una barriada chií del norte de Bagdad. El combate ha sido a menudo feroz. Ocho soldados estadounidenses murieron en Ciudad Sadr, y muchos iraquíes murieron o fueron heridos.
La insurrección chií coincidió de manera grotesca con el choque de la coalición con los sunníes de Faluya. El domingo 14 de abril, cientos de soldados estadounidenses comenzaron a rodear Faluya ocupando posiciones para un ataque que tenía como fin arrestar a los hombres que, unos días antes, habían asesinado a cuatro guardias privados que escoltaban un convoy. Los asesinatos fueron espeluznantes, y las imágenes de sus cuerpos decapitados y calcinados colgando de un puente se divulgaron ampliamente. En combates de los días y semanas siguientes murieron decenas de estadounidenses y cientos de iraquíes. Miles de refugiados huyeron a Bagdad, donde los tanques participaron en peleas callejeras y helicópteros de guerra dispararon cohetes contra barrios chiís. La Zona Verde, donde la Autoridad Provisional de la Coalición tiene su cuartel general, operaba en estado de sitio. Luego comenzaron los secuestros y asesinatos de extranjeros. Se puso peligroso para todos los de aspecto europeo, norteamericano o asiático. La ciudad resonaba con las explosiones día y noche. Estallaban bombas a los lados de los caminos, y caían cohetes y morteros en la Zona Verde, en los convoyes militares y en los hoteles. La mayoría, si no todos los proyectos de reconstrucción fueron paralizados.
El 5 de abril me dirigí a Kadhimiya, un viejo barrio chií al noroeste de Bagdad. Ya había estado en Ciudad Sadr, donde la multitud presente en un funeral se enardeció a la vista de occidentales y mis compañeros y yo decidimos irnos. En Shula, otro distrito chií, cientos de milicianos se arremolinaban frente al edificio del partido de Sadr, fuertemente armados y con los nervios de punta. Una muchedumbre de hombres y niños brincaban al otro lado de la calle, y varios niños tropezaron con los restos carbonizados de un vehículo militar americano, gritando histéricamente. Un adolescente de aspecto particularmente odioso sujetaba un puñal entre los dientes. Una casa había sido atacada por un helicóptero y el humo todavía subía en espirales desde el techo. Nos alejamos cuando la multitud empezó a perder el control y un grupo de jóvenes empezaron a aporrear nuestro coche.
Kadhimiya es uno de los barrios más viejos y más agradables de Bagdad, con calles amplias bordeadas de chalés y palmeras. Siempre hay peregrinos en la mezquita de Kadhimiya, muchos de Irán, y los compradores atiborran las calles del viejo bazar, donde los herreros venden sus mercancías. El malecón frente a la mezquita está habitualmente lleno de familias y castas parejas y vendedores ambulantes voceando helados y refrescos. Los pequeños tenderetes venden coliflores, aceitunas, nueces, alfombras y tapices negros con inscripciones doradas del Korán y los retratos de los padres del chiísmo, los imanes Alí y Husein, entrelazados con ellas -retratos idealizados de hombres atractivos y robustos cuyos ojos se derriten de compasión.
A principios de marzo, durante el festival de Ashura, que conmemora la muerte del imán Husein, estallaron varias bombas fuera de la mezquita, matando al menos a sesenta personas. Otras nueve bombas estallaron en Karbala, donde está sepultado el imán Husein, matando a más de cien personas. Nadie sabe con certeza quién efectuó los ataques, pero se acusó a los norteamericanos de haber permitido que ocurrieran, y cuando las tropas intentaron entrar a Kadhimiya para ayudarlos, fueron rechazados por un gupo de jóvenes hostiles, que les insultaron y apedrearon. Un asesor de seguridad americano que visitó ambos sitios ese día observó en su informe a Paul Bremer que los "acontecimientos de hoy dicen que estamos sentados en un barril de pólvora".
Cuando nos unimos a los autobuses de los peregrinos cerca de la mezquita, le pedí a Salaam, mi chofer chií y ocasional traductor, que se cerciorara de si éramos bienvenidos. Volvió al rato con unos hombres con las típicas camisas y pantalones negros del Ejército de Mahdi, la milicia que organizó Sadr el verano pasado. Nos recibieron rutinariamente y nos dirigimos a través del malecón hacia una husseiniyah, un centro comunitario chií, que había sido transformado en el cuartel general local de Sadr. Otros milicianos nos checaron en la puerta. El patio interior era un tumulto de hombres y niños armados. Iban todos de negro, y la mayoría de ellos llevaba cintas de pelo verdes, indicando su disposición a combatir. Un hombre alto envuelto en una túnica negra y un turbante, aparentemente en sus treinta, se presentó a sí mismo como el jeque Raed. "Lo que ha visto aquí hoy es una demostración de apoyo a nuestro líder, Muqtada al-Sadr", dijo. "Las escuelas han cerrado y los estudiantes universitarios se han acercado a preguntarnos si pueden unirse a nosotros". Paul Bremer ha descrito recientemente a Sadr como un "fugitivo", al que los norteamericanos están dispuestos a capturar. "Es Bremer el fuera-de-la-ley", dijo Raed. "Sadr es iraquí. Bremer, no. Quizás lo agarremos". Un hombre joven, de mirada muy intensa, me miraba sentado junto a Raed. "Todos somos Muqtada al-Sadr", dijo.
El patrón de Raed, Hazem al-Araji, entró y se sentó en una esquina. Hazem, el representante de al-Sadr en Kadhimiya, había huido a Siria y luego a Irán en 1999, después del asesinato del padre de Sadr, el gran ayatola, y dos hermanos mayores, contó en un tímido inglés, con una voz aflautada y suave. Terminó viviendo en Vancouver durante dos años. El difunto gran ayatola al-Sadr fue su mentor espiritual. Hazem se levantó el pantalón negro para mostrarme el vendaje de su pierna izquierda. Se había caído y herido a sí mismo el día anterior, durante una balacera entre los hombres de Sadr y guardias de seguridad iraquíes y norteamericanos en las afueras del Hotel Bagdad, en la calle de Sadoun, cerca del Hotel Palestina, donde alojaba yo.
Nuestra conversación fue interrumpida varias veces por hombres que entraban a dar a Hazem notas o a cuchichear en su oreja, y por un montón de llamadas a su celular. Se acercaba una columna de blindados hacia Khadimiya y los hombres en la habitación especularon que los estadounidenses entrarían al barrio y los atacarían. "Tratarán de hacerlo", dijo Hazem, sonriendo y arqueando las cejas. Lo intentaron y el resultado -la tarde siguiente- fue un tiroteo en el que murió al menos un hombre del grupo de Hazem. "Algunos tipos, no de esta mezquita, dispararon a los estadounidenses y ellos abrieron el fuego y mataron a uno de los nuestros", explicó más tarde el jeque Raed.
Se decía que Muqtada al-Sadr estaba escondido en su mezquita de Kufa, y la mañana del 6 me dirigí con dos fotógrafos, Samantha Appleton y Franco Pagetti. Fuimos en dos coches. Las calles estaban llenas de peregrinos chiís que comenzaban su peregrinación -en algunos casos, desde Bagdad misma- hacia Karbala, donde, en cuatro días, el festival de Arbayeen marcaría el fin del período de cuarenta días de duelo por el imán Husein. Pasaban frente a nosotros, la mayoría de ellos de negro y agitando banderas negras. Un grupo llevaba un camello cubierto con un paño multicolor. Pequeñas tiendas y tenderetes y cocinerías al aire libre servían arroz y sopa, siguiendo la costumbre chií de brindar comida y bebida a los peregrinos. No se avistaba ningún convoy militar.
En una arbolada curva del camino en las afueras de Kufa, un montón de hombres armados del Ejército de Mahdi, la mayoría de ellos con turbantes negros y sus caras ocultas por los kaffiyehs habían levantado un puesto de control. Apuntaban a los coches con sus lanzagranadas y kalashnikovs. Varios de ellos tenían granadas amarillas -del ejército norteamericano. Habíamos estado siguiendo a siete ambulancias de la Medialuna Roja durante un rato, y cuando pasamos los milicianos del puesto de control y los choferes de las ambulancias empezaron a gritar el nombre de Sadr. Los choferes habían decidido unirse a la insurrección. Un poco más lejos, en un puente sobre el Eúfrates, un centinela llevaba un chaleco antiaéreo con la palabra "policía" en letras amarillas, en inglés, y "Ejército de Mahdi" garabateado en árabe encima. Había milicianos en toda la plaza en torno a la mezquita de Sadr, pero nos dijeron que Sadr se había marchado a Najaf. Nos fuimos hacia allá, pasando por controles en los alrededores del santuario del imán Alí, donde un ayudante de Sadr estaba dando una rueda de prensa en la sala del tribunal en el callejón que lleva a su despacho. Cuando terminó, los milicianos empezaron a danzar en círculos, gritando: "¡Abajo Estados Unidos! ¡Abajo Israel!" para beneficio de los fotógrafos y camarógrafos.
Una semana más tarde estaba en mi cuarto en el Hotel Palestina cuando Franco Pagetti me telefoneó desde la recepción para decirme que el delegado de Sadr de Khadimiya, Hazem al-Araji, había sido arrestado abajo. Había ido al hotel para entrevista con un periodista italiano y fue detenido cuando salía. Cuando llegué al vestíbulo, Hazem se encontraba en medio de una melé de gente gritando, incluyendo a varios soldados norteamericanos, que estaban tratando de llevárselo a rastras. Hazem llamaba por su celular. La escena se hacía cada vez más caótica. Un grupo de jeques con pañoletas que participaban en una reunión se metieron en la trifulca. Se hicieron camino entre la muchedumbre y gritaron que no iban a permitir que Hazem fuera detenido. Hazem se sentó e hizo varias llamadas más, pero finalmente los soldados pudieron ponerlo de pie, lo sacaron del vestíbulo y se lo llevaron en un carro de asalto blindado.
"¿Te das cuenta de lo que va a pasar ahora?", me dijeron varios amigos iraquíes, perplejos. Predijeron que habría en horas violentas manifestaciones de los chií en Ciudad Sadr y, muy posiblemente ataques contra el hotel. Arrestar a Hazem fue un error garrafal. Sobre todo porque ya antes la detención de Yaqoubi, otro delegado de Sadr, había provocado violentos disturbios. Alguien con autoridad se dio finalmente cuenta y Hazem fue liberado, pero no sin antes llevarle a la prisión militar del aeropuerto, pasarlo por un chequeo médico, leerle sus derechos y deberes como detenido y metido en una celda durante cinco horas. Finalmente, como explicó él más tarde, apareció un oficial norteamericano que le dijo que podía irse. Le pidió excusas por la detención, que, le dijo, había sido un "error". Hazem fue llevado de vuelta al Hotel Palestina, donde dio algunas entrevistas y dijo que, con todo, había sido bien tratado.
Pocos días después, en el centro cultural husseiniyah de Khadimiya, los hombres armados, los uniformes negros, y las armas habían desaparecido. Los líderes chiís habían logrado un acuerdo y los combates habían terminado casi en todas partes, excepto en Najaf, donde Sadr seguía todavía sitiado, y emitiendo declaraciones beligerantes. Dos mil quinientas tropas estadounidenses rodeaban Najaf, pero no parecía probable que atacaran, ya que el ayatola Sistani había advertido a la coalición no entrar en la ciudad santa.
La mezquita de Khadimiya había reabierto sus puertas y me fui hacia allá con Hazem y varios de sus seguidores para asistir a las oraciones del mediodía. Los custodios de la mezquita nos hicieron camino, y nos rociaron con agua de rosas. Varios miles de hombres estaban sentados esperando en el amplio patio interior. A medida que Hazem se hacía camino entre la muchedumbre, sus hombres primero, y luego todos los hombres en la multitud, empezaron a cantar: "¡Viva Muqtada, abajo Estados Unidos, abajo el Consejo de Gobierno!" y a golpear el aire con los puños. Las oraciones del viernes se transformaron en un mitin político, y, el jeque Raed primero, y luego Hazem, hablaron largamente. Varios hombres llevaban retratos de Sadr. Al otro lado del patio podía ver el ir y venir de los peregrinos iraquíes. Algunos de ellos ignoraron completamente la concentración; otros se pararon a mirar y escuchar. Terminó tres horas después, y me sacaron de la mezquita junto con la comitiva de Hazem.
Esa tarde, la milicia de Sadr se enfrentó nuevamente con los soldados de la coalición en Kufa, y varios de sus hombres perdieron la vida. Yo volví a Kadhimiya por la tarde, temiendo que el ambiente estuviera frío, pero no era así. Hazem dijo que había habido un tiroteo, pero responsabilizó a las agresivas tropas de la coalición. Seguía recibiendo llamadas en su celular, y en un momento anunció que un rehén canadiense había sido liberado en el sur. Parecía satisfecho, y le pregunté quién había secuestrado al canadiense. "Delincuentes", respondió. Dijo que los secuestros en los alrededores de Faluya los hacían también bandidos y cuando le dije que algunos de los rehenes estaban claramente siendo retenidos con objetivos políticos en mente, dijo que si era la "resistencia" la que estaba llevando a cabo esas acciones, entonces "habían cometido un error".
El grado en que la gente de Sadr y los insurgentes de Faluya estaban coordinando sus acciones está sujeto a discusión, especialmente entre los chiís, que sienten celos de Sadr y piensan que es peligroso y no muy inteligente. Algunos de ellos dijeron incluso que tenían pruebas de que las dos insurrecciones no eran coincidencia, ni el resultado de los malos cálculos de Bremer, sino que habían sido coordinadas. Me mostraron unos comunicados emitidos por los oscuros grupos de mujahedines sunníes, en que proclamaban su solidaridad con Sadr. Los hombres que estaban peleando en Faluya eran una amalgama de descontentos miembros de tribus, baasistas, viejos guardias republicanos, delincuentes -como dijo Hazem- y varios milicianos islámicos extranjeros. El día posterior a la muerte y mutilación de los guardias privados, un grupo que se hace llamar Brigadas del Mártir Ahmed Yassin declaró que los asesinatos eran una venganza por el asesinato en marzo de Yassin, el líder de Hamas, a manos de los israelíes. Al día siguiente, Sadr anunció que él era "el brazo armado en Iraq" de Hezbollah y Hamas.
El acoplamiento de la revuelta de Sadr con la de Faluya no pudo ocurrir en un momento más inoportuno para la coalición. Los militares estadounidenses, entonces apenas a tres meses de la transferencia de poder y la disolución de la Autoridad Provisional de la Coalición, se encontraban en medio de una inmensa operación de relevo de tropas, con muchos soldados nuevos y sin experiencia. Y no era probable que las fuerzas de seguridad iraquíes, adiestradas a toda prisa, mal pagadas y terriblemente desmoralizadas sirvieran de mucho. En realidad, la mayoría de ellos abandonaron sus puestos o los cedieron a la primera señal de problemas. Algunos se pasaron a los insurgentes.
A comienzos de abril envié un mensaje a James Steele, el consejero de las Fuerzas de Seguridad iraquíes de Paul Bremer, preguntándole si podíamos hablar. Me dijo: "Jon, en este momento tengo a unos cocodrilos mordiéndome el culo". Conocí a Steele en El Salvador, hace dos décadas. En esa época él era coronel del ejército, un larguirucho veterano del Vietnam, de Texas, en sus treinta. Estuvo en El Salvador de 1984 a 1986 como jefe del equipo de asesores militares que había sido enviado por la administración de Reagan para ayudar al gobierno salvadoreño en su campaña contra las guerrillas marxistas del F.M.L.N. Steele era un hombre afable, y daba la impresión de ser un tipo derecho. A fines de los 1980, durante la investigación sobre el escándalo Irán-Contra, declaró ante un comité senatorial sobre su relación con el programa de Oliver North de proveer de armas a los contras nicaragüenses utilizando la base de la Fuerza Aérea Salvadoreña en Ilopango. Trabajó con la policía panameña después de la invasión estadounidense que derrocó a Manuel Noriega y, en 1990, ayudó a desbaratar una revuelta armada de las fuerzas de seguridad panameñas. Dejó el ejército como un soldado muchas veces decorado y trabajó más tarde para Enron y otras compañías privadas.
Steele llevaba varios meses en Iraq, en su segundo período de servicio desde el fin de la guerra. El verano pasado gastó cuatro meses adiestrando a un comando de la policía iraquí para hacer frente a los terroristas y al crimen organizado. El 10 de abril, varias días antes de la sangrienta batalla de Faluya y de la revuelta de Sadr, nos encontramos a la puerta de la Zona Verde. Steele me estaba esperando al final de un inhóspito corredor de alambre de púas y barricadas llenas de sacos de arena y puestos de control del ejército norteamericano. Se veía como en 1984: todavía largirucho, y su pelo corto todavía tenía color de arena. Sus ojos parecen estar permanentemente bizcos, y es un poco encorvado, como lo son a menudo los hombres altos. Lleva botas de obrero de la construcción y vaqueros y tiene un revólver atado a su pierna. Nos dirigimos hacia el Hotel Al Rashid. Steele alojó ahí el verano pasado, pero el hotel estaba copado y él vivía ahora en un tráiler. "Soy tipo de tráilers", dijo.
Yo no había estado en el Rashid desde los comienzos de la guerra, el año pasado. Justo antes de la campaña de "impacto y pavor", después de repetidas amenazas del Pentágono de que el Hotel Rashid era un "blanco militar legítimo", los periodistas que alojaban ahí se trasladaron al Hotel Palestina, al otro lado del río. El Rashid se ve como siempre, excepto unos boquetes en los pisos superiores, donde han impactado los cohetes o estallado la metralla. Pero me di cuenta de que todos los huéspedes eran norteamericanos, y había un montón de soldados dando vueltas por ahí. El portero sudanés que estaba siempre en la entrada en su uniforme de Sinbad ya no estaba allí, ni tampoco el poco favorecedor retrato en mosaico de azulejos del primer presidente Bush, con la leyenda "Bush Es Criminal", que había sido colocado en el vestíbulo.
Entramos a la cafetería, que estaba vacía, y Steele me contó que Paul Wolfowitz, al que describe como un viejo amigo, le había pedido trabajar en Iraq. Steele tiene experiencia en el negocio de las centrales de electricidad y se sugirió que podía ser el asesor jefe de la comisión de electricidad iraquí, que estaba tratando de poner nuevamente en orden el sistema de suministro de energía. Sin embargo, cuando Steele llegó a Bagdad en mayo último, en el caótico período de posguerra, y se presentó a trabajar ante Jay Garner, que tenía inicialmente la tarea de dirigir la reconstrucción de posguerra, fue puesto a cargo del adiestramiento de los policías. "Garner sabía de mi trabajo con las fuerzas de seguridad", dijo Steele. "Eso es lo que hacía en Camboya y El Salvador y Panamá, así que me pareció bien". Volvió a casa en septiembre, pero retornó a Iraq porque "creo que aquí estamos del lado de los ángeles".
Stelle es partidario de una acción militar fuerte, "combinada con decisiones políticas correctas". "En Faluya es necesaria la mano dura", dijo. "Eso es lo único que entienden esos tipos. También en el sur. No podemos mostrarnos débiles. De otro modo, este tipo de cosas pueden volver a ocurrir". Dijo que el problema de Najaf es que es estratégicamente más importante que Faluya: "No podemos permitirnos el lujo de cometer errores de cálculo con los chií. La mayoría de ellos nos apoya y no apoyan a Sadr, y no podemos perderlos". Él esperaba que, una vez que Sadr fuera "neutralizado", su organización se derrumbaría, aunque "Sadr está manipulando el resentimiento subyacente que hay contra nosotros. Hay un montón de gente aquí que quiere que nos vayamos. De algún modo, la gente se siente orgullosa cuando ven a Sadr haciéndonos morisquetas. Piensan en secreto que está muy bien. Pero si podemos desprestigiar a Sadr, sus seguidores, muchos de los cuales son analfabetos y están en el paro, probablemente se retirarán. Por triste que sea, está gente está acostumbrada a perder".
Los policías iraquíes no se destacaron en su primera confrontación real. Incluso ha habido insinuaciones de que la policía estuvo involucrada en el asesinato de los cuatro guardias privados de Faluya. Steele había ido a Faluya antes del asedio, con la esperanza de encontrar el cuerpo del cuarto guardia y ver si los informes sobre partes de cuerpos colgando de un puente eran correctos. Había un silencio sobrecogedor en la ciudad. "He estado en Faluya varias veces y cada vez he visto que hay más odio contra nosotros", dijo. "Normalmente yo me conecto con la gente, especialmente con policías, en todas partes casi, pero es más difícil en Faluya que en cualquier otro lugar de Iraq".
Volvió a hacer el viaje de los guardias, fue al lugar donde habían sido atacados y siguió la ruta por la que habían arrastrado los cuerpos para colgarlos luego del puente y, en un caso, para enterrarlo en una fosa poco profunda. El cuarto cuerpo, se enteró, había sido recuperado por la policía la tarde anterior, y les agradeció por ello. "Los estadounidenses no abandonan al enemigo los cuerpos de sus camaradas", dijo.
Rechazó la versión del jefe de policía, fue al lugar de los sucesos de ese día y concluyó que no había pruebas de que la policía iraquí hubiese traicionado a los guardias privados. Pero "ellos no se metieron, y su respuesta fue inapropiada".
Pocos días después, Steele me invitó a acompañarle en una visita de inspección nocturna sorpresa de la principal comisaría de policía iraquí en Ciudad Sadr donde, durante los primeros días de la insurrección la milicia de Sadr ocupó la mayoría de las comisarías y atacó a los soldados estadounidenses, matando a varios de ellos. Huyeron cuando los tanques norteamericanos se dejaron ver. Nos encontramos frente al Hotel Rashid. El ayudante de Steele, el coronel de las Fuerzas Especiales James Coffman, llevaba tenida de combate y una ametralladora. Steele iba de camisa de mangas cortas y un chaleco antibalas. También me puse el mío.
Después de una ronda de varoniles abrazos y besos en la mejilla con los alrededor de 20 policías iraquíes que adiestró el verano pasado -y que aparentemente se habían ofrecido de voluntarios para acompañarnos-, Steele me llevó hacia un sedán japonés que estaba aparcado al lado exterior de las barricadas de seguridad de la Zona Verde. El coche estaba cubierto de polvo. Yo estaba agradecido de que no fuera uno de esos enormes todoterrenos, el vehículo preferido por los funcionarios de la coalición y de los guardias privados. Son vehículos como estos los que se han transformado en blancos móviles para insurgentes y asesinos y toda la gente que conozco que posee uno, lo tiene aparcado en el garaje. Steele dijo que el sedán le traía buena suerte. Señaló unos impactos de bala al lado derecho. Lo habían emboscado el otoño pasado, explicó, aunque no se dio cuenta sino hasta que las balas impactaron en el coche. Una de ellas atravesó la puerta e impactó en el respaldo del asiento del pasajero. Cree que no fue una emboscada bien organizada. "Si realmente tienen ganas de agarrarme, tendrán que hacer algo mejor. Creo que simplemente estaban ahí y yo pasé, me vieron pinta de norteamericano y me atacaron".
Una ametralladora Beretta y un kalahsnikov fueron encajados en el espacio entre los dos asientos delanteros, donde íbamos Steele y yo. Un rechoncho policía iraquí, que parecía que veía a Steele como a un dios, iba en la parte de atrás. Steele puso una sirena de policía en el capó y la conectó con un cable al encendedor hasta que la puso a funcionar y partimos, una cabalgata de patrulleros cruzando a gran velocidad las oscuras calles de Bagdad hacia Ciudad Sadr. De vez en cuando, Steele encendía el foco en el capó y hacía sonar la sirena cuando llegábamos a algún cruce. Los pocos automovilistas que había en la calle se apartaban con presteza de nosotros. Steele tenía el radio sintonizado a una cadena de las fuerzas armadas norteamericanas, que estaba tocando Let's Dance', de David Bowie.
Exploramos varias callejuelas residenciales, y estaban inundadas como por treinta centímetros de aguas residuales. "Ciudad Sadr ha tenido siempre problemas con el desagüe", murmuró Steele. Nos dirigíamos a la comisaría de policía de Al Jezaaer. Está en el borde mismo de la ciudad, separada de una mezquita por una barricada de alambre de púas y tambores de petróleo llenos de cemento. Aparcamos cerca de la barricada y cuando nos encaminábamos hacia la comisaría varios policías nos apuntaron con sus armas y nos llamaron. Entonces se dieron cuenta de quiénes éramos y nos dejaron pasar. Una vez dentro de la comisaría atiborramos el despacho del jefe de policía de Ciudad Sadr, el coronel Marouf Amran, un hombre chico y fornido, que parecía contento de ver a Steele. Marouf dijo que el orden se había restaurado en gran parte en Ciudad Sadr.
Cinco de las siete comisarías de Ciudad Sadr habían sido ocupadas, pero sólo durante aproximadamente cuatro horas, dijo Marouf. Señaló un mapa en la pared. Su comisaría fue una de las dos que no fueron ocupadas. Durante la revuelta, dijo, había ido a la comisaría que estaba en manos de la gente de Sadr. No podía hacer mucho. "Había cincuenta tipos con lanzagranadas sentados arriba, en la terraza del edificio", dijo, "así que volví y puse veinticinco agentes en nuestro techo, armados con ametralladoras pesadas. Envié más agentes a la otra comisaría, Al Karama, de modo que no cayera [en manos de los insurgentes]. Entonces llamé al ejército norteamericano. Llegaron con blindados y helicópteros, y los milicianos escaparon". Cuando terminó todo, dijo, descubrió que la comisaría había perdido ciento cuarenta rifles, pero había logrado recuperar setenta y cinco. También escapó un puñado de detenidos. Sólo había tenido una baja, un agente que había desaparecido, con su rifle.
Steele elogió a Marouf diciéndole que era un hombre valiente y que había demostrado tener cualidades de líder. Marouf sonrió y agitó sus manos en una demostración de modestia. "Yo soy hijo de esta ciudad, llevo catorce años en el cuerpo y he trabajado en todas las comisarías. Tengo buenas relaciones con la gente", dijo. "Aquí en Ciudad Sadr hay tres partidos políticos grandes: el grupo de Muqtada, el partido Dawa, y Badr" -la milicia del Consejo Supremo de la Revolución Islámica en Iraq. "Y, por supuesto, están los norteamericanos, que supongo que son el cuarto partido". Todos reímos con su pequeña broma. "Eres un gran diplomático", dijo Steele.
Marouf le dijo a Steele que su problema más grande era que no tenía ni suficientes armas ni suficientes hombres. "En Ciudad Sadr hay cinco mil lanzagranadas", dijo, "y nosotros no tenemos ni uno solo. Algunos delincuentes tienen incluso morteros. Nosotros no tenemos más que quinientos policías y sólo treinta chalecos antibalas". Y una sola ametralladora pesada. Steele sonrió: "¿Me estás pidiendo morteros y lanzagranadas?" "Una buena ametralladora pesada en cada comisaría sería una buena cosa", dijo Marouf. Steele asintió y escribió una nota. Marouf dijo que también quería recomendar a cincuenta y siete agentes que se habían mantenido firmes durante la revuelta. Steele asintió y volvió a escribir una nota.
Marouf volvió a su atención a problemas de más larga duración. "La ciudad cambió un montón, y para peor, durante el régimen de Sadam", dijo. "Y, como pueden ver" -sacudió la cabeza señalando hacia la parte de atr'ss de la comisaría, donde estaban las calles llenas de aguas servidas- "necesitamos ayuda. Hay alrededor de 350 mil desempleados en Ciudad Sadr". Steele comenzó a impacientarse y lo interrumpió. "Lo que necesitas es que el ayuntamiento empiece a funcionar de nuevo", dijo. "He oído que algunos miembros han renunciado. El ayuntamiento es tu vehículo, tu llave para conseguir servicios". Eso no era lo que tenía en mente Marouf. "Hace un año que está funcionando el consejo y no se ha hecho nada", dijo. Mencionó el problema del desagüe y el hecho de que en Ciudad Sadr la electricidad llegaba apenas a las dos de la mañana. "Hemos oído que se gasta mucho dinero en nosotros, pero no hemos visto nada". Steele echó las manos al aire. Le prometió a Marouf que le llevaría el recado a Bremer, pero le recordó que su principal prioridad era la seguridad. Marouf asintió cortésmente, y Steele se levantó para despedirse.
Las limitaciones del mandato de Steele flotaban en el aire después de esta reunión, aunque había sido muy jovial. Me pregunté qué efectivo habría sido el llamado de Muqtada al-Sadr a las armas si los norteamericanos hubieran iniciado un programa de acción cívica en Ciudad Sadr. Miles de hombres pudieron haber sido empleados para pavimentar las calles, instalar una nueva red de desagüe, crear un sistema de eliminación de la basura. Si lo hubieran hecho, nadie en Ciudad Sadr habría podido decir, como lo hacen ahora, que los norteamericanos no han hecho nada por los iraquíes, excepto deshacerse de Sadam y hacer sus vidas menos seguras.
"Los seguidores de Sadr son gente sencilla", me dijo hace poco un amigo chií. "Se dejan guiar fácilmente si alguien les dice que está defendiendo sus intereses. Lo escuchan porque este último año ha habido muy pocas reformas visibles. Los iraquíes sufrieron terriblemente bajo Sadam y, sin embargo, no se ha juzgado a ninguno de los criminales de guerra de su régimen. Ninguna de las personas que han encontrado a familiares en las fosas comunes han recibido compensación. La basura en Ciudad Sadr es sintomática de las malas condiciones en que viven. Esas son la clase de cosas que hace que la gente se meta en líos".
Una tarde, en la mansión junto al río de Ayad Jamaluddin, con la entrada llena de coches caros, le pregunté Jamaluddin qué pensaba de la revuelta de Muqtada Al-Sadr. "Crear un Iraq nuevo, libre y democrático es como parir", dijo, recurriendo a un refrán. Estábamos sentados en la casa de juncos. Un negro con una túnica dishdasha gris y un pañuelo kaffiyeh enrollado flojamente en torno a la cabeza, al estilo de los beduinos, estaba sentado junto a una fogata y preparaba potes de menta y de amargo café iraquí para nosotros. Una perdiz, una bella criatura con grandes ojos y puntiagudo pico rojo, con suaves marcas doradas y blanquinegras, brincaba alrededor de la casa, mirándonos tranquilamente. Jamaluddin la había criado, y era muy mansa. Le pregunté si acaso pensaba, como decían los norteamericanos, que Sadr debería ser arrestado por su supuesta implicación en el asesinato de Khoei. "Este asunto debería ser abordado políticamente", dijo, prudente. "La orden de detención no debería efectuarse sino hasta que haya un gobierno iraquí que se pueda ocupar del asunto. Así, todas las milicias, incluyendo la suya, se desbandarían".
La disolución de las milicias iraquíes ha sido un principio central de la coalición desde el principio, y ciertamente el Ejército de Mahdi, de Sadr, que es relativamente hablando un fenómeno nuevo, no parece ser una fuerza que pueda ser utilizada en nombre de la estabilidad, pero se puede hacer un buen alegato para que las milicias vinculadas a los partidos políticos mayoritarios se transformen en una nueva fuerza de seguridad iraquí. Una propuesta de este tenor presentaron este otoño último varios miembros del Consejo de Gobierno. Ahmad Chalabi firmó la propuesta, así como Iyad Alawi, un político chií laico; los líderes kurdos Jalal Talabani y Massoud Barzani, ambos con un número considerable de curtidos milicianos peshmerga; u Abdulaziz Al-Hakim, cuyos milicianos Badr constituyen ya una fuerza de seguridad casi en todo el sur de Iraq.
Le pasé la pregunta a James Steele, que no creía que la milicia fuera a olvidar sus lealtades partidarias. Dar poder a las milicias no era la política de Estados Unidos, sino deshacerse de ellas. Por eso era que él trabajaba con la policía y asesoraba a Bremer on asuntos de seguridad en general. La mayoría de los funcionarios estadounidense consideran a grupos como la organización Badr, de Hakim, demasiado asociados a Irán y, por ende, poco confiables. Bremer ha rechazado la propuesta del Consejo de Gobierno, pero en cambio creó un batallón especial de varios cientos de iraquíes de las varias milicias, que fueron adiestradas por las Fuerzas Especiales. El batallón peleó en Faluya junto a los soldados estadounidenses. Un ayudante de Hakim que insistió en que era el único grupo militar iraquí nuevo que era de confiar. Las tropas adiestradas por la coalición carecían de "visión", dijo. Para no decir nada de experiencia. Hakim mismo me contó que él había dirigido dos mil quinientos hombres en Karbala para el festival de Arbayeen a mediados de abril, y que habían capturado a varios terroristas transportando explosivos y evitado una carnicería.
Ayad Jamaluddin rechazó la idea de que los iraquíes mismos se pudieran ocupar de las labores policiales en el futuro próximo. Creía que lo que Iraq necesitaba era un tratamiento de choque, y que era mejor que lo administraran los estadounidenses. "Los iraquíes están enfermos, sabes, y lo que necesitan es un psiquiatra", dijo. "Durante treinta y cinco años Sadam Husein no los dejó pensar. A los iraquíes se le extravió algo: el alma. Lo que necesitan es un dictador, ése es su problema. Los chií quieren su propio dictador, y también los sunníes quieren el suyo. Desafortunadamente para nosotros, el único modelo de líder que conocen es el de Sadam Husein".
Observé que sus esperanzas de la transformación radical de una psique nacional tenía pocos precedentes, al menos en la historia de la administración estadounidense moderna. Las transformaciones de posguerra en Alemania y Japón fueron posibles porque los regímenes de los dos países capitularon completamente después de los devastadores ataques bélicos. En el caso de Japón, después de las explosiones atómicas en Hiroshima y Nagasaki y después de que el Emperador Hirohito ofreciera por radio la capitulación incondicional de Japón, y la declaración de que él no era un dios. Jamaluddin sonrió: "Entonces, quizás lo que necesitemos es otro Hiroshima en Iraq. Quizás Faluya se transforme en nuestro Hiroshima. Inshallah".
Pocos días después de comenzar el sitio de Faluya, cuando cientos de personas habían ya muerto y los hospitales se desbordaban de civiles heridos, un convoy de ambulancias y camiones cargados con alimentos y medicina partió hacia Faluya desde la mezquita Madre de Todas las Batallas, en Bagdad oeste. La mezquita fue construida por Sadam para celebrar el haber sobrevivido la primera Guerra del Golfo, y sus minaretes habían sido diseñados de modo que se parecieran a misiles Scud. Hasta la última guerra, se guardaba ahí una copia del Korán escrita con lo que se suponía que era sangre de Sadam. La mezquita ha recibido el nuevo nombre de Madre de Todas las Aldeas, pero todavía es un bastión de la comunidad musulmana sunní, que en términos generales es anti-norteamericana. El verano pasado asistí a un mitin allá en el que varios clérigos sunníes importantes hablaron amargamente contra los estadounidenses. Tildaban al Consejo de Gobierno de ser una pandilla de colaboracionistas y se refirió a una arcana conspiración internacional para dividir y aplastar a la orgullosa nación iraquí -especialmente los sunníes. Unos niños habían repartido octavillas con estadísticas según las cuales los chií no eran la mayoría de la población, sino de hecho una minoría. El cálculo se alcanzaba dividiendo a la población en dos categorías principales, chiís y sunníes, en lugar de tres -los kurdos. Los kurdos son en realidad, en su mayoría, sunníes, aunque -y no es sorprendente, considerando los maltratos que han sufrido a manos de una larga sucesión de regímenes dominados por los sunníes- la mayoría de ellos se ven a sí mismos ante todo como kurdos. Las opiniones expresadas ese día me hicieron recordar cosas que había oído en Belfast, de boca de los más radicales protestantes unionistas anti-católicos del Ulster.
Ahora, a medida que nos acercábamos a la mezquita vimos un par de grandes volquetes que estaban siendo cargados con sacos de harina y cajas de aceite de cocina y bolsas de arroz. Las provisiones eran trasladadas desde pequeñas camionetas que llegaban una detrás de otra. Una de las camionetas llevaba dos banderas negras, chiís, como estandartes de batalla. Un iraquí que estaba cerca de mí me dijo, en buen inglés: "Ya lo ve, vienen de una mezquita chií". Dijo que todas las mezquitas de Bagdad estaban aceptando donaciones de la gente y las estaban llevando a Faluya. "Antes, chiís y sunníes no tenían nada en común", dijo. "Pero ahora sí. La razón es que los iraquíes están cansados de la ocupación y de la humillación que sufren de los soldados que echan abajo las puertas de sus casas y les roban y molestan a sus mujeres y les clavan sus armas en la cara". Sonrió. Nos dimos la mano. Se introdujo a sí mismo como Mouyed Al-Muslih, ingeniero jefe de las líneas aéreas iraquíes, todavía impedidas de volar. También era jefe del sindicato de pilotos e ingenieros de las aerolíneas iraquíes. Muslih me preguntó si yo era norteamericano. Le dije que sí, y me contó que en los años setenta había estudiado en la Universidad Nacional de Oklahoma. Se lo había pasado "muy bien".
Paramos para oír los disparos de una ametralladora pesada, que provenían de algún lugar en la carretera, a unos cientos de metros. "Son norteamericanos", dijo Muslih, y luego continuó hablando, sobre cosas que ya he oído de muchos iraquíes: que lo que hace Estados Unidos en Iraq es una intriga de los israelíes, los que ejercen una influencia funesta sobre el gobierno de Bush, y que Israel intentaba destruir Iraq. "Todos queríamos cambios", dijo. "Pero los norteamericanos nos han mostrado su lado malo. En la calle, si se cruzan con soldados norteamericanos se muestran tranquilos y no dicen nada, pero en sus cabezas hay un montón de odio. No se puede arrebatar la seguridad a la gente y no darles nada de vuelta".
Los iraquíes escogidos por los estadounidenses para representarlos fueron uno de los principales problemas, dijo Muslih. "Todo el mundo odia a los tipos del Consejo de Gobierno. La mayoría de ellos han vivido fuera de Ira por más de veinte o treinta años. Algunos eran ladrones que se escaparon después de cometer sus delitos, y ahora están de regreso con la CIA. Aquí viven 25 millones de personas, y muchas de ellas son buenas, gente calificada. ¿Por qué no elegir de entre ellos??" La transferencia de poder programada para el 30 de junio no es una solución. "Mientras haya aquí tropas estadounidenses, ¡todo será una mierda!"
Después de salir de la mezquita Madre de Todas las Aldeas, Salaam me llevó a una mezquita no muy lejos de su casa, en el barrio mixto sunní-chií, de Al Salaam. Estaba rodeada por una muralla de la que colgaba un cartel del jeque Ahmed Yassin, el líder de Hamas asesinado por los irraelíes en marzo. Una cartel de Muqtada Al-Sadr colgaba de otra muralla cercana. Unas camionetas frente la mezquita estaban siendo cargadas con provisiones para Faluya, y el imán, un hombre de gafas y barbudo llamado jeque Fadel Al-Gaidy, a quien me introdujo Salaam, estaba supervisándolo todo. Varios otros hombres con pañoletas estaba sentados en unas sillas a la entrada de la mezquita, vigilando. Una pancarta colgaba sobre ellos. Decía, en árabe: "Los ciudadanos de Al Salaam envían alimento, dinero y medicinas a los mujahedines de Faluya y Ramadi". "Una docena o algo así de hombres y niños se reunieron en torno a nosotros, y uno de los chicos gritó: "Los sunníes y chiís estamos juntos. Iraq es Faluya". El jeque Fadel dijo que este sentimiento era común en el barrio. "Las relaciones entre los sunníes y los chiís se han profundizado desde la caída del régimen, porque ahora tenemos un enemigo común", dijo.
"¿Es esta una yihad?", pregunté.
"Sí, es una yihad", dijo.
"¿Cuándo terminará?"
"Cuando los norteamericanos se vayan de Iraq".
3 mayo 2004
©new yorker traducción mQh
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