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chicas iraquíes, clérigos fanáticos


[Somini Sengupta] Bagdad, Iraq. La vida cotidiana en una ciudad en guerra afecta no sólo a los soldados de ambos bandos. Si milicianos y soldados extranjero se secuestran entre ellos, bandas de delincuentes raptan y violan a discreción en las calles de Bagdad, obligando a las chicas iraquíes a guardar casa y a soportar en adición la persecución de los clérigos fanáticos. Somini Sengupta para The New York Times.
Para hacerte una idea del futuro de este país, hay que mirar por un momento a través de los ojos de chicas adolescentes que están empezando a ser mujeres aquí en la capital.
En un dormitorio con aire acondicionado con todo rosado en las paredes, Yosor Ali Al-Qatan, 15, mira con nostalgia sus pantalones rosados a rayas y de cintura baja. En el nuevo Iraq, le advierte su madre, es demasiado peligroso que una chica de 15 lleve esos pantalones.
Al otro lado de la ciudad, al final de un callejón lleno de aguas residuales, Sali Ismail, 16, pasa sus días mirando televisión con la mente en blanco. Un torrente de secuestros, junto con la siempre creciente pobreza de su familia chií de clase trabajadora , la llevó a abandonar la escuela secundaria.
En una peluquería a la que llegan las chicas de vivir fácil de Bagdad a ponerse mechones rubios en el pelo, Beatrice Sirkis, 14, friega silenciosamente el piso. Su padre, un soldado jubilado agobiado por las dificultades económicas, tenía que elegir quién de los dos, ella o su hermano mayor, iría a la escuela. Beatrice fue destinada a trabajar.
Los peligros y presiones que hay sobre la vida de las chicas adolescentes aquí ofrecen una instantánea de los cambios que hacen plaga en Iraq. En los últimos meses el nuevo acceso a las antenas parabólicas, cyber-cafés y cabinas telefónicas han abierto para estas jóvenes una nueva ventana al mundo exterior. Pero el creciente conservadurismo religioso, la anarquía y la incertidumbre económica también conspiran contra ellas de modo peculiar.
Los padres están tan consternados por los informes de violaciones y secuestros que vigilan a sus hijas más que nunca antes. Las chicas acostumbradas a salir de paseo o a tomar lecciones de piano durante las agobiantes vacaciones de verano están ahora encerradas en casa. Se disputan con sus madres; duermen demasiado; se ponen malhumoradas y se sienten abatidas por el adormecedor tedio.
Durante el año escolar, jóvenes que decían representar a los nuevos grupos religiosos llegaron a algunas escuelas exigiendo que las niñas se cubriesen la cabeza o que llevasen camisas de manga larga. No sorprende así que un número cada vez mayor de chicas estén cubriéndose la cabeza -tanto por temor como por la recién adquirida convicción. Algunas han dejado de ir a la escuela del todo, tanto por la amenaza de violencia como por las dificultades económicas por las que atraviesan sus familias. En la escuela de Yosor, por ejemplo, se inscribieron 700 niñas para las clases del año pasado, en comparación con las 850 del año anterior.
Todavía está por verse cuál será el efecto a largo plazo. En un país que fue alguna vez único en el mundo árabe por sus mujeres educadas y profesionales, es imposible decir si el destino de las adolescentes de hoy será el mismo que el de sus madres.
Sin embargo, la invasión y ocupación norteamericanas ha causado pequeños pero profundos cambios en la vida de todos los días de las chicas, cambios que sirven como una suerte de veleta de la fábrica social del Iraq soberano.
Incluso aunque en sus últimos años el régimen de Sadam Husein había impuesto nuevas restricciones a la libertad de las mujeres, el colapso simultáneo del estado policial que mantenía el orden público y la libertad de acción de que gozan los clérigos para exigir una observancia más estricta de las leyes islámicas limitan cada vez más las vidas de las adolescentes.
"Es como estar en prisión", dijo una contrariada Mariam Saeed, 15, cuando describió su incomodidad, sentada junto a la piscina un miércoles por la mañana, en un elegante club -protegido por guardias privados. Fue su primera visita a la piscina este año.
Durante meses, dijo Mariam, sus padres la tuvieron bajo estricto cerrojo en casa. Ha leído todas las revistas de adolescentes que ha podido, visto película tras película. Se aburre y se ha vuelto malhumorada. Ha perdido peso. Antes podía salir con sus padres a la calle hasta medianoche. Salía con sus primas una vez a la semana. Ahora casi nadie sale. Todos tienen miedo.
"Yo sufrí una fuerte depresión en el invierno", dijo Mariam.
Su hermano, apenas un año mayor, le ofreció recientemente lo que fue para ella una proposición audaz. Le sugirió que comenzara a cubrirse la cabeza. "‘Estoy preocupado por ti'", recordó que le dijo. "‘Tú eres mi hermana'".
Me dijo que lo había dado un castañazo.
En una ciudad donde la vista de una chica con la cabeza descubierta, que era hasta hace poco algo común, la pañoleta se ha transformado en un tema de urgente debate. En la escuela de Yosor se apareció un grupo de hombres exigiendo que las chicas se cubrieran la cabeza. Lo mismo ocurrió en la escuela a la que asiste la hermana de Sali. Ninguna de las escuelas aceptó las exigencias. Pero en todo Bagdad, en cada uno de los ricos enclaves cosmopolitas, las pañoletas se están transformando en algo cada vez más común -tanto para no atraer la atención como para evitar la ira de los grupos religiosos conservadores.
Aunque el hermano de Mariam no la ha obligado, ella está preocupada. Con la transición hacia la soberanía iraquí cada vez más cerca, más se vislumbra el prospecto de más violencia. "Se acerca fin de mes. Creo que las cosas se van a poner peor", dijo. "Pero soy optimista. Siempre deberías serlo".
Su prima, Noor Muhammad, 14, metió baza: "Tengo miedo". Se miró el regazo, jugando nerviosamente con su anillo de oro.
El temor ataca a todo el mundo, pero en una sociedad conservadora donde las hijas ya son gobernadas por reglas más estrictas que los hijos, las adolescentes se encuentran en una posición particularmente vulnerable.
En un disperso y acérrimo vecindario chií en las márgenes de la ciudad, el secuestro de un niña a las puertas de la escuela básica a la que asistía ha conmovido tanto a Sali Ismail que rara vez sale del apartamento de dos habitaciones de su familia. Regordeta y tímida, con la cara de una chica la mitad de su edad, Sali, 16, dejó de ir a la escuela dos meses después de la invasión. La esperanza de sacar su diploma de la secundaria, que su madre Mendab Abdulhalaq, 39, se ha acostumbrado a llamar el arma de Sali contra la pobreza, se ha esfumado.
Envuelta en una montaña de náilon negro, la señora Abdulhalad se limpió el sudor de su frente. Una bomba estalló en la distancia. Sali estaba sentada en una tumbona, mirando televisión: en la pantalla unas mujeres con la ropa pegada a la piel y con pintura de labios escarcha se pavoneaban inverosílmente cantando canciones de amor egipcias. Luego se cortó la electricidad, apagando los ventiladores y la televisión y transformando la pequeña salita de la familia en un baño turco.
De cierto modo, confesó la familia, que Sali dejara la escuela fue un alivio. Su padre, un jornalero de una fábrica de escabeche, gana ahora menos que antes. A veces un auto-bomba hace imposible ir a trabajar. A veces la fábrica no abre. Económicamente, dijo la señora Abdulhalak, la familia apenas si sobrevive. Los dos hermanos de Sali van a la escuela. Su hermana mayor, Jwan, 20, asiste a un instituto pedagógico. Su hermana segunda, Susan, 18, acaba de terminar sus exámenes finales de la secundaria, aunque no es probable que su familia le pueda pagar la universidad. Susan lo sabe. "Tengo que hacer sacrificios", dijo.
A los 14, Beatrice Sirkis ya sabe algo sobre sacrificios. Un viernes por la tarde, en junio, su padre, Adisan Gharib Sirkis, se sentó junto a ella para una conversación franca y -desde su punto de vista- vergonzosamente triste. Estaban en el apartamento de una habitación al que se acababan de mudar, y él le contó la amarga verdad: él se había quedado sin trabajo, estaba herido, y pagar su escuela se estaba volviendo imposible.
Si realmente quería continuar, le dijo, él haría lo mejor por ayudarla. Su hermano Johnson la llevaría a la escuela; también la acompañaría Mariam, de 8. Entretanto, había una vacante en una peluquería cercana, de propiedad de un amigo de la familia.
Hasta esa tarde, Beatrice había soñado con llegar a ser una maestra. Desde entonces, su destino ha cambiado y ahora deberá doblar toallas y fregar el piso de la peluquería seis veces a la semana. "Sabía que no iba a seguir estudiando", dijo.
La nueva realidad parece haber golpeado a sus padres más fuertemente que a ella. Antes de que comenzara la guerra el señor Sirkis trabajó como chofer de camión hasta que tuvo que alistarse para la guerra. Perdió su trabajo. Lo echaron de su apartamento. Por cierto, predijo que la invasión sería seguida por violencias, pero nunca pensó, ni en sus sueños más locos, que su familia terminaría en que Beatrice, 14, trabajaría todo el día y llegaría a casa tan cansada que se desplomaría en el sofá y se quedaría dormida.
"La la la la la", dijeron los Sirkis, al unísono, golpeteando sus lenguas, sacudiendo la cabeza. La significa "no", en árabe.
"Dejar la escuela y trabajar en esa tienda, nunca", dijo él.

Encendió un cigarrillo tras otro. Beatrice estaba sentada, tranquila, en el sofá. La esposa del señor Sirkis, Florin Benjamin Mikhail, trató de sonar esperanzadora. Quizás algún día Beatrice pueda volver a la escuela. "Cuando sea más seguro, si Dios quiere".
Para Yosor, como para las otras chicas, cómo vestirse para salir de casa y dónde ir se ha transformado en un tema de gran ansiedad, a causa de los secuestros.
Yosor se vistió una tarde de vivo rosado para visitar a sus vecinos: una apretada camiseta furiosamente rosada debajo de una blusa rosada con flores, sandalias de lentejuelas rosadas, una cinta de pelo de esponja rosada atada a su coleta.
"Estoy tratando de convencerla de que cambie su modo de vestir", susurró su madre, Atat Majid Al-Chalabi. Ponte algo que no llame la atención, le dijo a su hija. Atáte un pañuelo en la cabeza, aunque no sea una pañoleta formal, dijo. "A veces le gusta llevar ropas apretadas, y entonces le pongo algo suelto encima", dijo la señora Chalabi. "Se queja siempre: ‘¿Por qué tanta presión?'"
Yosor sonríe afectadamente. Hace dos meses compró un par de pantalones con rayas: ceñidos y negros, con rayas furiosamente rosadas y un cinturón de plástico de color rosado vivo para hacer juego. Ella pensaba que eran magníficos. Ahora se llenan de polvo en su armario. Su madre no la deja salir de casa en esos pantalones. Además, no hay adónde ir. No hay meriendas en el parque, ni fiestas, ni restaurantes. Está condenada a estar en casa. Ve películas todos los días, una tras otra. "Es tan aburrido", dijo.
Ahora todo depende de si la violencia amaina. Si no, tiene miedo de que sus padres le impidan ir a la universidad de su elección, a estudiar farmacia, al otro lado de la ciudad. Ya un grupo de hombres se apareció por su escuela exigiendo que las chicas lleven blusas de manga larga y pañoletas para el pelo. En todas las escuelas, en todos los barrios, se sabe de niños que han sido secuestrados en esta nueva atmósfera de caos. Casi todo el mundo ha oído hablar de niñas que han sido violadas.
"Lo más importante es la seguridad", dijo Yosor, "así podré salir de casa, y volver".
Su madre lo dice más escuetamente. "No son las vacaciones", dijo. "Tengo que mantenerla en casa. Porque es una niña".

27 de junio de 2004
©new york times ©traducción mQh

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