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LOS PERSEGUIDOS, CON CADENAS


Arguyendo que representan amenazas para la seguridad interior, Estados Unidos tiene encarcelados a miles de refugiados, entre ellos monjes tibetanos y mujeres afganas que huyeron de los talibanes. Los atentados del 11 de septiembre de 2001 proporcionan una excusa perfecta para la xenofobia. Estados Unidos replica la inhumanidad holandesa.
En cárceles y prisiones a través de Estados Unidos, se ha recluido a miles de personas que no han sido nunca acusadas de haber cometido algún delito. Los guardias les tratan como si fuesen criminales y los criminales con los que comparten litera a menudo les maltratan. Son recluidos durante meses, a veces incluso durante años, pero a diferencia de los delincuentes, no saben cuando terminará su condena. Reciben ese trato porque son extranjeros que han llegado a Estados Unidos diciendo que huían de persecuciones en sus propios países.
No siempre encarceló Estados Unidos a esa gente. Hasta 1997, cuando empezaron los problemas con la seguridad interior, los refugiados podían vivir como cualquier persona mientras esperaban que se resolviera sobre ellos. Hoy, miles esperan encarcelados. Algunos están en centros de inmigración que se parecen muchísimo a cárceles, pero más de la mitad de ellos son enviados cárceles y prisiones de verdad.
El departamento de Seguridad Interior, que se hizo cargo de los asuntos de inmigración que llevaba antes el Servicio de Inmigración y Naturalización hace 18 meses, dice que ha retenido sólo a los refugiados que plantean una amenaza para la seguridad interior o que intentan desaparecer en la ilegalidad. Pero hay innumerables casos de solicitantes de asilo que están detenidos incluso cuando no suponen riesgo alguno para la seguridad, tienen amigos o familiares que pueden responder por ellos, y que es improbable que quieran evitar los trámites de asilo. Entre ellos se encuentran monjes tibetanos, minorías religiosas de África, mujeres afganas perseguidas por los talibanes por dirigir escuelas de niñas, activistas de base ucranianos, y otros. Estas personas son a menudo las más nobles en sus sociedades de origen. Llegan aquí en búsqueda de la libertad que promete América, pero terminan encadenados.
Las reglas se han hecho más severas desde el 11 de septiembre de 2001. Un solicitante de asilo que llega a un puesto fronterizo o aeropuerto norteamericano debe dirigirse a un funcionario de inmigración, el que determina si la persona representa o no un riesgo de seguridad o si tiene vínculos con la comunidad en el país. Aquellos que no pasan esos tests son deportados, y los que los pasan, detenidos. La mayoría de los detenidos son entonces puestos en libertad provisional mientras esperan sus juicios. Pero las decisiones de Seguridad Interior varían enormemente de región en región. Miami, Tejas y San Diego libera al 81 por ciento de sus detenidos; Nueva York al 8 por ciento, y Nueva Jersey a sólo el 4 por ciento.
Además, Estados Unidos parece usar las detenciones como un medio de desalentar a la gente que busca refugio en América. Esta es una política explícita en el caso de los haitianos. El fiscal general John Ashcroft determinó que toda la gente que llegue por mar -la enorme mayoría de los haitianos- deben ser detenidos porque ponerles en libertad alentaría a otros a venir aquí. Se han hecho una excepción con los cubanos que llegan en bote. A ellos se les deja en libertad y se les otorga por ley un permiso de residencia.
Las decisiones sobre cómo tratar a los inmigrantes deberían tomar en circunstancias individuales, y de acuerdo a reglas claras que debiesen aplicarse por igual en todas las regiones. Estados Unidos debe naturalmente tener cuidado con personas que llegan aquí y dicen que buscan asilo. Pero encarcelar a miles de personas que no representan riesgo alguno y son acusados de nada, es caro, innecesario y traiciona el compromiso de Estados Unidos con los perseguidos.
25 de septiembre de 2004
26 de septiembre de 2004
©newyorktimes
©traducción mQh

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