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el olvidado arte de comer


[Ingrid D. Rowland] Algo se ha perdido en el camino que hay entre los antiguos platos de lenguas de loro y la comida más que rápida que engullimos entre el fregadero y la nevera.
Un bajorrelieve de Tell el-Amarna en Egipto muestra a la Reina Nefertiti en un banquete con su marido, el herético faraón Akhenatón, aunque "en un banquete" puede resultar un término demasiado refinado para esa exhibición de glotonería. La fría y distante belleza que conocemos por su famoso busto en Berlín se revela aquí como una glotona a la que le faltan manos para comer: sentada en un primoroso trono, agarra un pollo con las dos manos y lo despedaza con sus dientes, sin que se vea a la redonda ni cuchillos, servilletas o aguamanil. Akhenatón, entretanto, desmiente su reputación como un frágil visionario: con una fuerza -para no mencionar su apetito- más digna de Hércules, enarbola todo un asador de carnes como si no se tratase más que de un shish kebab, engullendo el filete de arriba como si fuera Ramsés el Grande. El consumo conspicuo ha sido rara vez tan conspicuo.

Pero entonces darse un banquete, como lo muestra Roy Strong en su bien ilustrado y compulsivo libro, ha sido siempre trabajo duro. Monarcas como el Rey Belshazzar y Luis XIV utilizaron el consumo y distribución públicas de alimento para dramatizar su poder, haciendo ostentación de su dominio de las rutas comerciales comiendo manjares traídos desde los más remotos confines del mundo, revelando refinamiento en sus gustos, o simplemente dándose el gusto de uno de los más alegres de los siete pecados capitales. A menudo, las sobras de los banquetes reales eran distribuidos entre los pobres, cohechos culinarios para impresionar a las masas y aplacar su resentimiento, al menos de momento. Los comedores han cumplido tantas funciones políticas como las salas del trono -a menudo eran lo mismo.
Los plutócratas de la antigua Roma relacionaban su liberación de la tiranía con la expulsión de los señores etruscos en el año 510 antes de Cristo. Pero siguieron haciendo de déspotas desde sus divanes para comer, desde donde presenciaban las artes de esclavos, chefs e invitados. No es un accidente que los caballeros del Rey Arturo ejerciesen su señorío desde una mesa redonda. Roy Strong dedica un fascinante capítulo al comedor victoriano, mostrando que pudo llegar a ser un espacio ceremonial tan regido por ritos y reglas como la ciudad santa dedicada al culto del disco solar de Akhenatón o el interminable banquete del Monte del Olimpo. Triste pero inevitablemente, Strong termina su estudio con una desesperada mirada a nuestro país de comidas rápidas, donde, en palabras del dramaturgo Ken LeZebnik, los banquetes de la antigüedad serían reducidos a las "comidas de fregadero": una parada de aprovisionamiento en la cocina, de pie por un instante entre el grifo y la nevera.
El vínculo entre los banquetes y el poder es tan viejo y evidente como la cadena alimentaria, pero justamente por esa razón el tema ha demostrado ser infinitamente fascinante para los animales humanos que se afanan en su cautiverio. En una comedia del año 423 antes de Cristo, ‘Los Caballeros', el joven e iracundo dramaturgo ateniense Aristófanes trató de exponer las maquinaciones de un demagogo lugareño, Cleón, incluyéndolo en su pieza como un vociferante esclavo doméstico que muele, cocina, almacena y sirve comida a su costroso y viejo amo Demos -‘el Pueblo' de la democrática Atenas- con efusiva hipocresía. Lo que otro enemigo de Cleón, el historiador Tucídides, formula en el esmerado y devastador análisis del poder que conforma los Libros III y IV de su ‘La Guerra del Peloponeso', Aristófanes lo incorpora dramáticamente en un largo debate sobre la comida, oponiendo al doméstico Cleón contra un sórdido vendedor de morcillas del mercado de Atenas en una contienda de mil versos para ganarse los favores del Amo Demos. (Para encontrar una profesión tan dudosa e involucrada en despachurrar y reciclar el principal símbolo de poder de la cultura, ahora tendríamos que presentar al vendedor de morcillas como un vendedor de coches de segunda mano).
Las serviles lisonjas de los personajes toman pronto una forma tangible, alimentando al gordo y canoso carácter que personifica literalmente al Cuerpo Político, cada sicofante sirviendo a Demos un manjar tras otro en un torrente de repugnantes engatusamientos. Con un triunfal floreo, el vendedor de morcillas revela finalmente que Kleón ha estado acaparando tanto como lo que sirve a Demos -el pueblo. Y así, con una admirable sutileza, Aristófanes denuncia tanto los groseros apetitos de Kleón como su egoísmo fundamental. El alimento, como se ve advertirá, es la metáfora ideal del poder político, un concepto para el cual Tucídides estaba recién comenzando a encontrar las palabras adecuadas.
(Encontró dos: dynamis, "fuerza", y paraskeue, que significa algo similar a lo que está entre "recursos" y "disponibilidad").

La metáfora del alimento funcionaría igualmente bien dos milenios más tarde para el humanista toscano Enea Silvio Piccolomini, que denunció la corrupción de las costumbres en el Vaticano en un breve tratado titulado ‘Sobre las Miserias de los Funcionarios de la Curia' [De Curialium Miseriis]. En su dedicatoria del folleto a un abogado alemán, observó que su amigo había "ladrado él mismo durante años entre los otros perros de la corte". Y como perros en un banquete, como demuestra, los jóvenes funcionarios de la Curia eran mantenidos en sus sitios por la vista de fastuosos banquetes y el gusto por las sobras de la mesa. Los más vívidos pasajes de la diatriba de Piccolomini detallan las injusticias perpetradas en las fiestas papales; como con Aristófanes, el alimento es una metáfora auto-suficiente del poder:

"Aquellos que encuentran que su único motivo para vivir es hacerlo en el palacio, son locos, y viven la vida de los corderos, no la de los hombres... Como moscas en un picnic, vuelan sobre los banquetes de los señores, y por fastuoso que sea el banquete, reciben menos que las moscas. Veamos, entonces, cuáles son los placeres que obtienen los funcionarios de la Curia en comer y beber entre el fasto real.
"¿En qué consiste entonces un banquete? Sirven un vino que, como dice Juvenal, no fregarían ni los estropajos, el que, si estás lo suficientemente demente como para beberlo, te causará una acidez avinagrada, lacrimosa e hidrópica; frío o templado, es un vino de mal color y sabor... Y no creas que vas a beber en copas de plata o de cristal, pues temen que se roben las primeras, y que se rompan las segundas. Beberás de una copa de madera, negra, antigua, fétida, con posos apelmazados en el fondo, ya que los señores las usan como urinales. Y no tendrás tu propia copa, así que lo quieras mezclado con agua o puro, no obtendrás más de lo que recibe todo el mundo, y toda vez que te tragues una barba llena de piojos, haz de saber que ahí se posaron unos labios llenos de babas o unos dientes podridos. Entretanto el rey recibe brindis de vino añejo tan fragantes que su olor invade todo el palacio... Querrás beber, pero tendrás que esperar a que primero lo hagan tus superiores...
El queso lo probarás solo de vez en cuando; si te toca algo, estará lleno de gusanos, perforado, sucio, más duro que una piedra. Una mantequilla fétida y una manteca rancia serán tus condimentos. Sólo comerás huevos cuando ya tengan pollos en su interior; tu pan y tus manzanas estarán podridos o verdes, y si no te los comes, se los servirán a los cerdos... A los señores les encanta observar la disparidad que hay entre ellos mismos y sus criados".

Roy Strong observa cómo los actos de sadismo han acompañado a menudo los banquetes, desde el paterfamilias romano que cortó las manos de un esclavo y lo ahogó en un acuario por haber derramado una copa, a los filisteos que llevaron a Sansón vendado como intermezzo de su banquete (al menos hasta que hizo caer el comedor sobre sus cabezas). Las cenas del Renacimiento tenían sus propias variedades de entretención, apenas si más ilustradas que las de los antiguos romanos, en los que se inspiraban. Unos ruines rumores decían que el Papa Alejandro VI (Rodrigo Borgia) invitó una vez a cincuenta prostitutas desnudas para que corretearan sobre castañas en un piso del Palacio Apostólico mientras él, los cardenales y su hija Lucrecia observaban la escena. Un cardenal montó un famoso "banquete infernal" al que los invitados llegaron a su quinta envuelta en telas negras a beber de calaveras a la luz de las candelas; la altanera cortesana llamada ‘Matremma non vole' -‘La mamá no me quiere'- vomitó de miedo. El Papa León X, el hijo de Lorenzo el Magnífico, instigó una vez al loco de la corte a comerse toda una chaqueta de cuero estofada en una sabrosa salsa.

Pero los banquetes que mejor describe Strong, evidentemente sus preferidos, son aquellas citas de alegre glotonería con las que desde tiempos inmemoriales los seres humanos han puntuado el año. La mayoría de esas fiestas marcan festividades religiosas, cuando no son ellas mismas ritos religiosos: Pascuas, Comunión, el pudín de Navidad. Omite el Día de Acción de Gracias, el día festivo más celebrado en Estados Unidos, una cena ceremonial cuyos ingredientes interculturales resumen, para bien o para mal, la historia de un continente. El primer Día de Acción de Gracias reunió a los apaleados colonos europeos y a familias nativas para marcar un momento de cautelosa tregua, tanto en su contienda compartida contra los elementos como en sus tratos entre ellos. Pero los mismos afanes y las mismas treguas se pueden observar casi de manera idéntica en banquetes de otras épocas y lugares, como muestra Strong con un tesoro de detalles anecdóticos -y como con los libros sobre comidas, lo mismo que con las conversaciones sobre comidas, las anécdotas son esenciales.
Comienza con lo que llama correctamente "la más notoria descripción de un banquete alguna vez escrita", el banquete que sirve de centro de mesa del ‘Satiricón' del escritor romano Petronio, escrito en la cúspide del reinado del Emperador Nerón (probablemente entre los años 63 y 65 antes de Cristo). Petronio se esmera en burlarse de la vulgaridad de los ficticios banquetes de su anfitrión, el esclavo liberto convertido en plutócrata, Trimalción, cuyos errores gramaticales son tan pintorescos y frecuentes como sus deslices sociales. El banquete fue llevado al cine por Fellini, pero el de Petronio ya era suficientemente raro:

"En el plato de entrada había un asno de bronce corintio, llevando angarillas con olivas blancas a un lado, y negras al otro... pequeños puentes que habían sido soldados entre los platos contenían lirones bañados en miel y salpicados de semillas de amapola. También había salchichones calientes en un asador de plata, y debajo de ellos ciruelas y pepas de granada".

El banquete de Trimalción es famoso sobre todo por el alimento modelado para que pareciera alguna otra cosa: las liebres se sirven en forma de caballos alados, gallinas de madera que ponen huevos de mazapán rellenos de pajaritos, un jabalí que amamanta unos lechoncillos de masa y cuyos flancos agujereados dejan salir zorzales vivos.
Está claro que los paladares romanos respondían a un conjunto de sabores diferente al nuestro. Como observa Strong, "a pesar de su gusto teórico por la simpleza, a los romanos les desagradaban los ingredientes en sus formas puras. Hay difícilmente una receta sin alguna salsa que modifique radicalmente el sabor del ingrediente principal". Eran abundantes las salsas dulces para las carnes (como aquellos lirones untados en miel). Los pescados eran servidos con salsas agridulces. Desde Bretaña a Berytus (el Beirut de hoy) se enviaba una salada salsa para los pescados llamada garum, que hacía las rutas comerciales del Mediterráneo y que era algo así como la versión romana de la salsa de Worcestershire (la salsa de pescado tailandesa y vietnamita de hoy se hace con ingredientes similares y tiene un sabor similar). Algunos tentempiés de la Roma antigua todavía se venden en las calles italianas: las judías saladas llamadas lupini y las castañas asadas.
Strong enfatiza la deuda que tienen los romanos que escribieron sobre comidas con la antigua Grecia, y ese es ciertamente el caso. Desgraciadamente, no existen documentos que nos digan qué platos romanos debemos a los etruscos, cuya influencia sobre los hábitos alimenticios de los romanos fue probablemente todavía mayor; lo que tenemos de ellos es una plétora de cacerolas, ganchos para la carne, caldereros, y estatuas de hombres satisfechos y barrigones, de mujeres de doble papilla, y de niños gordinflones. Los etruscos eran conocidos por sus físicos bien alimentados, y por una buena razón; aparte de la contribución del Nuevo Mundo de la polenta, los tomates y los pimientos, los banquetes toscanos no han cambiado demasiado en los últimos milenios, y son irresistibles.

Las comidas de la Grecia antigua pueden ser un asunto más extraño, con manjares como vino con queso y ajo rallados, una versión helénica de la morcilla, y el ubicuo garos -la versión griega del garum. Por otro lado, un menú conservado por el autor ateniense Naucratis, de fines del siglo dos antes de Cristo, presenta simplemente la liberalidad de un Mar Egeo impoluto en tentadora profusión: "anguila, rape, pintarroja, raya, sepia, calamar y gambas glaseadas en miel", servidas entre platos de cebada blanca y croissants con nata grumosa. Se atribuía a los cocineros griegos poderes mágicos; buscaban conservar la buena salud a través del alimento, manteniendo en equilibrio los cuatro humores del cuerpo: sangre, flema, hiel negra y hiel amarilla. Si la armonía y el equilibrio gobiernan las reflexiones sobre el alimento en todas las culturas culinarias, los medios por los que se alcanza ese equilibrio han producido resultados radicalmente diferentes. Según los griegos, "los viejos deben evitar las féculas, el queso y los huevos duros. Y los alimentos consumidos en invierno deben ser más calientes, más fuertes y más secos que los consumidos en verano".
Una obscena parodia de esta antigua filosofía culinaria fue compuesta a comienzos del siglo diecisiete por un estudioso alemán y plagiario llamado Melchior Goldast, el que inventó hacia 1606 una serie de cartas entre Cleopatra, Marco Antonio y el galeno Quinto Sereno (que en realidad vivió dos generaciones después de los primeros) en las que Marco Antonio pide consejo [al galeno] sobre cómo poner freno a la libido de Cleopatra y es recompensado con un conjunto de recetas. Para Cleopatra, de naturaleza ardiente, Sereno aconseja una dieta de pan negro, lechuga con vinagre y un poco de sal, vino áspero, carne y "cosas frígidas"; para el más indolente Marco Antonio, rábanos picantes; Goldast, a pesar de ser un personaje reprensible, era un erudito en autores de la antigüedad.

En la Edad Media el arte de la cocina continuó basándose en la premisa de que el alimento era una medicina para los humores corporales, pero los banquetes en que se consumían estas ‘medicinas' adquirieron nuevas formas rituales con el advenimiento del cristianismo. Para transmitir la gama de comidas medievales, Strong compara una comida en un refectorio monacal con un banquete en el salón de un rey. Los dos incluyen comer sentados pero con la espalda tiesa en lugar de reclinarse como al antiguo estilo mediterráneo, y en ambos casos la comida adquiere los matices de una Última Cena. Sin embargo, en otros sentidos los banquetes medievales no eran muy diferentes de los de la antigua Grecia y Roma. Como otros muchos pueblos del mundo, los antiguos griegos asociaban las fiestas con los sacrificios de animales (reconociendo así ritualmente la cadena alimentaria), y la Última Cena es en sí misma una cena de ofrenda, una seder de Pascuas cuyo cordero sacrificado se transformaría en un símbolo de Jesús, detenido por las autoridades romanas esa misma noche y ejecutado al día siguiente.
Pero lo que Strong asocia más sugerentemente con la mesa cristiana es "el nacimiento de las maneras" personificadas en las inmaculadas puestas de mesa y la elaborada cortesía de los monjes medievales:

"Los monjes se reunían, se lavaban las manos y luego entraban al refectorio... Delante de cada monje había un cuchillo, una copa y un trozo de pan cubierto por un paño... Las copas debían ser sostenidas con las dos manos y no limpiadas con los dedos sino con una tela. Los dedos y cuchillos debían ser primero frotados en un trozo de pan y luego en el mantel; la sal debía cogerse con la punta del cuchillo; nada debía pasarse en la mesa sin una reverencia mutua de respeto".

Trasladándose directamente de esta plácida escena a los comedores vikingos, Strong deja en claro que no debemos esperar en las mesas seculares las maneras observadas en la escena precedente. Pero la caballerosidad se haría sentir pronto; hacia 1215 un italiano de Trieste llamado Tommasino da Circlaria dedicó 15.000 versos a la domesticación de las maneras de mesa alemanas:

"Un hombre debe cuidarse
De poner [el alimento]
En los dos lados de su boca
Deberá entonces estar alerta
No sea cosa que beba y hable
Mientras tiene algo en la boca".

Una generación más tarde, el refinamiento ha llegado a tal punto que limpiarse la nariz en el mantel y usar el cuchillo como un mondadientes "como todavía ocurre en algunos lugares... ya no es bien visto".

Hacia el siglo quince, un renovado interés en los clásicos griegos y romanos habían puesto nuevamente de moda las ideas clásicas sobre la comida, especialmente entre los italianos, y no es sorprendente encontrar que en un banquete borgoñón de 1468, para celebrar las nupcias de Carlos el Temerario y Margarita de York, es un motín de alimentos metamorfoseados:

"Los invitados entraron para hallar quince cisnes dorados y seis plateados, cada uno con un collar de la Orden del Vellocino de Oro y las armas de cada caballero. La mesa estaba además poblada con una variedad de adornos de elefantes sosteniendo castillos, camellos con angarillas, ciervos y unicornios todos dorados, plateados y azures, y rellenos de golosinas. Cada figurilla portaba un pendón con las armas de la provincia del duque".

Los banquetes del Renacimiento proporcionan a Strong una plétora de anécdotas, especialmente en Roma, donde las historias sobre fastuosos banquetes se transformaron virtualmente en un género en sí mismo. Ni papas ni cardenales podían igualarse con los banquetes ofrecidos por el magnate de Siena, Agostino Chigi, cuyas astutas tácticas e ilimitados ducados apuntalaron los grandiosos proyectos de los Papas Julio II y León X en las primeras dos décadas del siglo XVI. Chigi ostentaba sus conexiones con el Sultán Bajazet II montando el magnífico caballo que le había regalado en la Sublime Porte, y sirviendo una salsa de lenguas de loros de Constantinopla en una de sus veladas.
Strong dedica una página a varios de los más memorables banquetes de Chigi, incluyendo el que dio en su logia junto al río Tíber, quizás en 1514. Los cardenales que asistieron fueron servidos en platos dorados que llevaban inscritos sus escudos de armas; eran arrojados al río después de cada plato, aunque Chigi, un gran bromista en la tradición toscana, había tendido redes debajo de la superficie para recogerlos de nuevo. Agostino había perdido once vasijas de plata en una fiesta previa, presumiblemente debajo de las onduladas túnicas de algún gordo cardenal. Irónicamente las cartas de Chigi lo retratan como un hombre de gustos culinarios simples: parece que prefería una buena pera y un queso fresco envuelto en helechos llamado raveggiolo a cualquier otra cosa.
Pero por mucho que se estudie su pedigrí clásico, el banquete del Renacimiento difería radicalmente de sus antiguos predecesores en al menos un respecto: el triunfo del azúcar. Traída desde el Nuevo Mundo y las Islas Canarias en creciente abundancia, el azúcar, desde el siglo quince en adelante, era montada en fantásticas esculturas que eran llamadas literalmente trionfi. El dulce polvo también hizo su entrada en los platos que se servían a la mesa, donde su presencia empezó a cambiar el paladar de la cocina europea de los antiguos aparejamientos de carnes con salsas dulces a un contraste más afilado entre lo dulce y lo salado. Hacia la misma época (aunque es difícil imaginar a Enrique VIII cediendo a algo tan delicado; incluso la Reina Isabel parece haberse conformado con sólo probar el cuchillo).

A mediados del siglo diecisiete se introdujo el café, el té, el chocolate, y la champaña, así como puestas de mesa cada vez más elaboradas: servilletas dobladas de formas fantásticas, esculturas de mesa de azúcar y bronce. En el Vaticano, los temas sacrados como la Pasión de Cristo podían aparecer en azucarados trionfi entre los tentempiés; así también escenas mitológicas como el niño Hércules estrangulando a las serpientes. La mesa del banquete se transformó en un paisaje o en un escenario de propio derecho. También podía ser la representación de algún incidente internacional, como cuando el Papa Alejandro VII se encontró con la Reina Cristina de Suecia, recién convertida al catolicismo, en la romana Porta del Popolo en 1655. Alejandro había esperado el encuentro con ansiosa anticipación; la conversión de la Reina y su abdicación del trono sueco le prometía una nueva y poderosa aliada en la causa católica. Pero Cristina no era lo que el Papa había anticipado. Después de todo, era italiano (y de la misma familia que Agostino Chigi) y debe haber estado esperando a una amazona rubia; en lugar de eso, en su diario se lamenta de la pequeña reina de pelo negro y ojos saltones con un codazo devastador: non è bella. Cuando la llevó al banquete con él, ella se quejó de que su mesa era más baja que la de él y se negó a tomar asiento mientras sus comidas no fueran servidas al mismo nivel.
Fue por una infinidad de inconveniencias como estas que, cuando el relato de Strong entra en la Ilustración, el ritual del banquete real, con sus tonos sacrificales y religiosos dio origen a la estudiada informalidad de los soupers intimes de Madame de Pompadour, donde la conversación ingeniosa hacía las veces de una interminable ceremonia en la que el rey podía despedir algo de su aura divina y la cena, tal como la conocemos hoy, podía comenzar. También se extendió entre las crecientes filas de la burguesía y a diferencia del astuto negociante romano Trimalción o Agostino Chigi, cuyo prestigio como financista fuera desacreditada por la relamida esnob Elisabetta Gonzaga, los anfitriones y anfitrionas de los siglos dieciocho y diecinueve aclamados por un segmento cada vez más grande de la sociedad. Consumidores desvergonzados, invirtieron en libros de etiqueta, chefs y sofisticados gustos, en helados, manjares a base de gelatina, y velas sobre la mesa.
¿Cómo pudo terminar tan rápidamente en ‘grazing' [comer a lo largo del día pequeñas porciones, substituyendo las comidas tradicionales], dietas fulminantes, comida rápida y anorexia? Incluso las cenas frente a la TV de los años cincuenta, degustadas en bandejas de estaño especiales que venían con el aparato, tenían la virtud de ser experiencias colectivas. Ahora las bandejas de TV han tenido el mismo destino que la mesa de comedor, antigüedades de una era más jovial. Era un asunto de alta importancia cívica para Enrique VIII comer solo ante una inmensa población de criados y súbditos, pero para el solitario comensal del fregadero, en palabras de Strong, "la idea misma de ‘darse un banquete' ya no es pertinente". Y quizás este es el punto más importante de este divertido libro: traza la historia de una experiencia que ahora corremos el riesgo de perder, una experiencia comunitaria, de humanidad común, que ha sido fundamental para nuestra experiencia colectiva. Una de las más perdurables de todas las tradiciones humanas está demostrando ser más frágil de lo que pensábamos.

Feast: A History of Grand Eating
Roy Strong
Harcourt, 349 pp., $35.00

25 de septiembre de 2004
©newyorkreviewofbooks
©traducción mQh
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3 comentarios

HELEN -

HOLA ME ENCANTO ESTA PAGINA QUE PORSIERTO ME COSTO ENCONTRAR AUNQUE LA LETRA ESTABA MUY CHICA TE FELICITO

legazkue -

LAURA LEGAZCUE JURADO EN JAPON Y BAILA EN MALASYA
www.lauralegazcue.com

legazkue el gourmet -

muy interesante
elgourmet-subscribe@yahoogroups.com