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DESPUÉS DE UN ATENTADO - tracy wilkinson


Escapó de la muerte en un restaurante de Bagdad y visitó a las familias de los muertos. Estaban sentados a la mesa que era originalmente la suya.
Bagdad, Iraq. Se suponía que esa mesa era la nuestra.
Era Noche Vieja y queríamos sentir el estado de ánimo de Iraq uniéndonos a una fiesta en el restaurante Nabil, un popular punto de reunión. A medida que pasaba el día, nuestro grupo -periodistas extranjeros y personal iraquí- se hizo más grande. Una fotografía que tomamos antes de salir, vestidos y sonriendo, nos muestra haciendo un brindis con champaña en vasitos de plástico.
Cuando llegaron al Nabil los dos primeros de nuestro grupo, el camarero les llevó a la mesa del rincón de atrás, hacia la mesa que habíamos reservado. Pero el reservado era incómodo, ciertamente demasiado pequeño para nuestro extenso grupo. El camarero accedió trasladarnos a una mesa más grande, más cerca de la parte de delante del restaurante.
Casi inmediatamente, dos parejas iraquíes ocuparon nuestro lugar en el reservado del rincón. Los cuatro, que celebraban la llegada del año nuevo sin Saddam Hussein, habían trabado amistad recientemente. Omar Ajeely y Mahmoud Mear-Jabar estaban comenzando juntos un negocio de teléfonos celulares. Sus esposas, Dina y Hiam, estaban embarazadas. Ambos eran matrimonios mixtos chií-sunníes.
Llegaron al restaurante en el BMW azul oscuro que Omar acababa de comprar y se unieron al bullicio del restaurante, de música árabe y animadas conversaciones.
Eran casi las nueve de la noche.
En nuestra mesa, el experto en ordenadores del despacho del Times, Mohammed Arrawi, y su novia, fueron saludados por Saad Khalaf, fotógrafo y uno de nuestros choferes ocasionales. Nos estaban esperando.
Afuera, el reportero del Times, Chris Kraul, y el chofer Ammar Mohammed, avanzaron en su viejo Mercedes y, para aparcar, se colocaron detrás del BMW de Omar. Yo seguí unos pocos segundos después detrás de ellos en un pequeño SUV conducido por Nasif Duleimy, con mi colega la corresponsal Ann Simmons en el asientro trasero. Chris y Ammar vieron a un Oldsmobile blanco entrar por la calle a gran velocidad hacia ellos. Lo vieron virar hacia su derecha, cruzar la calle, y luego incrustarse en la pared trasera del restaurante Nabil.
La explosión fue tan fuerte que no la oí. Fue un taponazo sordo, y un destello de luz. Nuestro coche se elevó por los aires con una sacudida, cayó con un golpe seco y luego lanzó abrasantes fragmentos de cristal, metal y ripio que nos cortaron la cara, el cuello y las manos con la fuerza de un puñetazo duro y rápido.
La sangre empezó a chorrear de nuestras cabezas, y Nasif y yo pudimos salir del aportillado coche empujando con los hombros; alguien sacó a Ann por la parte de atrás. Salimos tambaleándonos en un caos de llamas, humo y gritos en medio del pánico. La gente corría buscando refugio, frenética. Era difícil respirar, y la vista y el sonido eran un borroso remolino. Un colega, Said Rifai, ayudó a Chris, que estaba consciente pero muy malherido, a salir del coche. Ammar se las arregló para salir solo.
Dentro, el restaurante era un infierno. Saad, un hombre robusto de unos 100 kilos, fue lanzado al otro lado de la sala como si fuera una muñeca de trapo. Mohammed y su novia, Atiaf, fueron arrojados al suelo y quedaron debajo del techo derrumbado, entre vigas y ladrillos. Mohammed usó su cabeza herida para abrir la puerta principal del restaurante, coger a Atiaf en sus brazos y llevarla a un lugar seguro.
Y en la parte de atrás del restaurante, en el rincón, las dos parejas estaban aplastadas, y muertas. Era la mesa que se suponía que era la nuestra.
El atentado con bomba en el Nabil, que iluminó el cielo y resonó en la tensa ciudad, parece un incidente menor en el catálogo de horrores en que se ha transformado desde la invasión norteamericana de Iraq. Desde entonces se han registrado docenas de atentados con bomba, mucho más mortíferos que la explosión de Noche Vieja, que tuvo un total de ocho víctimas.
Sin embargo, pocos blancos han sido tan evidentemente civiles como el restaurante. Y no se necesita un gran número de bajas para destruir familias, destruir los nervios y atormentar a una sociedad.
Seis meses después del atentado, Mohammed, nuestro técnico informático, y yo, visitamos a las familias de los que murieron. Queríamos hablar con ellos sobre sus seres queridos, saber quiénes eran. Fue muy doloroso; todos los encuentros terminaron en lágrimas.
Los periodistas normalmente mantienen la distancia de sus sujetos, como un escudo. Es un mecanismo de defensa, una habilidad o instinto que permite que los reporteros sigan escribiendo, pensando y haciendo la siguiente pregunta, incluso si la persona entrevistada está contando cosas horribles o circunstancias inimaginables.
En este caso, la distancia era imposible. Habíamos pasado por cirugía y tratamientos, pero habíamos sobrevivido el atentado que se llevó a los hijos e hijas de la gente que estábamos entrevistando. De cierto modo, fuimos testigos de sus muertes. Nosotros sobrevivimos. Sus hijos no.
"¿Los ha visto?", fueron las primeras palabras que oímos de sus madres. Y, al mismo tiempo, Mohammed y yo nos dimos cuenta de que la gente desesperada que estábamos entrevistando -el viejo padre con la mirada perdida, la angustiada madre preguntando por qué, la hermana que lloraba- podrían haber sido nuestros propios padres y hermanos, si las cosas hubiese salido de otro modo.
Nunca le dijimos a las familias que éramos nosotros lo que debíamos haber estado en esa mesa en la parte atrás del restaurante Nabil el día de Noche Vieja.
Las dos parejas se habían casado por amor, dijeron las familias -no por compromiso- y estaban llenas de esperanzas sobre el futuro. Tanto Dina como Hiam estaban embarazadas, y sus maridos, Omar y Mahmoud, estaban ansiosos por explotar las oportunidades que brindaba a los empresarios el nuevo Iraq.
Las parejas se habían conocido hace dos años en una excursión en el verde norte de Iraq, en el tipo de vacaciones organizadas que eran comunes antes de la caída de Saddam Hussein. En las instantáneas que me muestran ansiosamente sus familias, los cuatro aparecen sonriendo, los cuatro están riendo en ese viaje, y los hombres parecen estar riéndose de alguna broma. Las mujeres se cubren el pelo con un pañuelo, pero no llevan ropas más estrictas.
Mahmoud era hijo único, nacido tardíamente después de una hilera de hijas. Como musulmanes chiíes, no estaban nada de contentos cuando Mahmoud, que es ingeniero, les anunció que se había enamorado y se casaría con Hiam, una arquitecto de una tribu sunní de Tirkit -la ciudad natal de Hussein. Pero todos quedaron encantados con Hiam cuando la conocieron, tan cariñosa y amable, y con un sentido del humor que claramente deleitaba a Mahmoud.
En el mundo árabe, el rol preeminente del hijo no puede ser más enfatizado. El padre y la madre aparecerán siempre en el nombre del primogénito -Abu (padre de) Mahmoud y Umm (madre de), en el caso de los padres de Mahmoud- y el primogénito asumirá la dirección de la familia y la gestión de todos los asuntos y negocios familiares a su debido momento.
Y, para la familia, la pérdida de Mahmoud lo abarca todo. Una enorme fotografía de un Mahmoud regordete y bigotudo, que tenía 28 cuando murió, cuelga de la pared de la salita de Mear-Jabar, una cómoda casa en Jamiaa, un vecindario de clase media en Bagdad. Nacido cuando su padre estaba en los cincuenta, Mahmoud se transformó en el único sostén de sus padres y la figura de autoridad para todas las mujeres de la familia.
Sus cuatro hermanas mayores, de edades entre los 33 y 38, entraron apresuradas a la salita en nuestra primera visita. Iban todas vestidas de negro de pies a cabeza, el color del duelo. Ayudaron a su padre, Ahmed, 80, a sentarse en el sofá junto a su madre, Faeza. Los padres son maestros jubilados.
Pasará un tiempo antes de que Ahmed, su cabeza llena de canas, vuelva a hablar, su mirada siempre distante.
"Mi padre no deja de llorar", dice Nihad, la hija menor.
Las dos hijas solteras, Maha, la mayor, y Zainab, se encargan ahora del negocio de teléfonos celulares que empezó Mahmoud -lo que no es un trabajo fácil para las mujeres en esta cultura. Un hombre de la familia debe ir por la noche a recoger a las hermanas y ayudarlas a cerrar la tienda. Ahmed pasa los días sentado, sin hacer nada, en la tienda, sólo para que desde fuera se vea la figura de un hombre.
Ahmed había comprado un enorme lote en el cementerio en la ciudad santa chií de Nayaf y había enterrado ahí a su padre. Creía que él sería el próximo en ser enterrado. Pero en lugar de eso, en un frío día de enero, Ahmed sepultó a su hijo único.
Nuestro primer encuentro con la familia de Omar toma lugar en la floristería de su padre en una rotonda en el centro de Bagdad. Raad Ajeely no quiere que hablemos con su esposa o hija. Lo pondría triste, dice. Los recuerdos son todavía muy dolorosos, y están en carne viva.
Omar era el hijo mayor. Un talentoso dibujante que adoraba a su única hermana y se preocupaba de recordar los cumpleaños, de 28 años, estudiaba diseño gráfico con Dina y quería ampliar la floristería familiar con una firma de decoración interior.
De debajo de su escritorio, junto a un mostrador de cinias de plástico, Raad saca unas fotografías. Omar y Dina, radiantes en su boda, ella esmeradamente de blanco con flores doradas en el pelo, él con su negro mostacho cuidadosamente recortado. Están posando en su casa, en su jardín, de vacaciones, y más tarde, con su hijo, Khattab.
Y hay una foto con Omar en su BMW azul oscuro. Lo compró diez días antes de que lo mataran y ahora, en la foto arrugada como un pedazo de papel de aluminio. Le digo a Raad que se parece un montón a cómo estaba el coche de donde salí. Pronto nos permitirá hablar con su esposa e hija.
"Escondemos todas las fotografías", dice Raad. "No queremos que las ves Khattab".
El niño tiene casi 3 años. Tiene la tez clara y es rubio, como era su padre a esa edad. Los padres de Omar y Dina, los dos pares de abuelos, comparten los cuidados del niño huérfano.
Más tarde, en casa de Raad, el niño se encarama sobre sus abuelas, las dos envueltas en negro, y oculta su cara. No puede ser convencido a que juegue al escondite.
Khattab no sabe que sus padres murieron ("¿Qué le vas a contar a un niño de tres años?"), pero sus abuelos piensan que debe saberlo. Él todavía no pronuncia sus nombres. A veces, medio dormido en la cama de sus abuelos, trata de mamar de su abuela, como hacía con Dina cuando estaba inquieto.
Las dos familias son vecinas en un elegante distrito de Aladel, donde sunníes y chiíes comparten la cuadra en aparente armonía. Omar, un suní, y Dina, chií, se encapricharon en la escuela primaria, se comprometieron en la universidad. Y en enero fueron enterrados juntos, debajo de una misma lápida, en el cementerio de Al Karkh, en Bagdad.
"Vivieron juntos toda la vida", dice la madre de Dina, Firyal Oilabi. "Y murieron juntos".
Un encuentro casual dio a Raad detalles más concretos sobre la muerte de su hijo.
Una unidad de la Segunda Brigada de la 1ª División Blindada del Ejército estadounidense, paró a comprar flores en la floristería dos semanas después de los atentados. Cuando Raad le contó a los soldados que su hijo había muerto en el restaurante, le dijeron que ellos habían sido los primeros militares en llegar a la escena.
Los soldados le dijeron que habían encontrado el cuerpo de Omar encima de una mesa, aplastado por una barra de metal. Dina estaba en el suelo. Hiam, parcialmente cubierto por los escombros, sobrevivió inicialmente la explosión y divagaba incoherentemente. Murió antes de que pudieran sacarla de los escombros. Después de contarle la historia a Raad, los soldados pasaron solemnemente a su floristería y le dieron la mano.
Aunque en guerra, caótica y peligrosa, Bagdad era en diciembre pasado un lugar más seguro de lo que llegaría a ser en la primavera y el verano. Los occidentales no estaban siendo secuestrados y podían comer en restaurantes o hacer compras en público. Los iraquíes, con algo de temor, todavía gozaban de algo de vida nocturna.
Sin embargo, Omar y Mahmoud no eran displicentes con su la seguridad. Tomaban precauciones para salir, especialmente en la noche. Mahmoud no había estado nunca en el Nabil; Omar había cenado algunas veces ahí, pero no era un cliente regular. Para Noche Vieja, un festivo que los iraquíes celebran aun si no hace parte del calendario musulmán, había una especie de fiesta en el Nabil y Omar pensó que podía ser divertido. Habría música, y un menú a precio fijo.
"Le dije que era muy peligroso salir", recuerda el padre de Mahmoud.
"Me dijo que no me preocupara, que iban a un restaurante pequeño, que era seguro y no demasiado conocido".
Nosotros hicimos un cálculo parecido. Un edificio de un piso color caramelo, el Nabil estaba en la calle de Arasat, un importante avenida llena de negocios. Estaba a un buen trecho de la calle, detrás de una pared baja, una posición que pensé que lo protegería de un coche-bomba. El terrorista, sin embargo, se acercó por una calle lateral, impactando en la parte de atrás más expuesta del restaurante.
Nabil era uno de los muchos restaurantes y clubes que celebraban Noche Vieja con una fiesta, aunque más discreta que en años pasados debido a las incertidumbres de la ocupación. Sobre eso quería escribir yo. Propiedad de un exitoso cristiano iraquí, atraía a los occidentales (aunque la mayoría de los parroquianos eran iraquíes), y servía alcohol (como otros establecimientos). Algo de esto puede haberle ayudado a transformarse en un blanco.
Alrededor de 35 personas sufrieron heridas en el Nabil, pero sobrevivieron. El terrorista no. Dos días más tarde la policía iraquí encontró un pedazo de su pantorrilla en el tejado de un edificio cercano.
Como con la mayoría de las cosas malas que ocurren en Iraq, es difícil separar los rumores de los hechos. Los hechos son artículos bastante flexibles en una sociedad que durante generaciones ha sobrevivido acomodándose y distorsionando verdades desagradables.
Entre los rumores, los militares estadounidenses realizaron su propia investigación, y el día de San Patricio arrestaron a un hombre que los agentes describieron como el cerebro del atentado contra el restaurante.
Ammar Allami, del que los vecinos dijeron que trabajaba como chofer de camiones, fue acusado de haber ayudado al terrorista a cargar 250 kilos de explosivos y montar un detonador, que aparentemente explotó antes de tiempo y mató al terrorista junto con sus víctimas. Allami fue detenido en el mismo barrio de Karada donde se ubica el Nabil y donde dos hoteles fueron más tarde también el blanco de atentados.
Allami pasó tres meses en varias cárceles norteamericanas, incluyendo la notoria prisión de Abu Ghraib, pero fue dejado en libertad en junio último. A través de su familia negó tener algo que ver con el atentado.
Las familias de las víctimas de Nabil, sin embargo, no se enteraron de nada. Meses después del atentado, todavía eran consumidas por rumores y especulaciones. Y con preguntas sobre por qué habían muertos sus hijos.
Un rumor que continúa dando vueltas es que Nabil Helami, el propietario, había sido amenazado poco tiempo antes de Noche Vieja y advertido que no abriera esa noche. Él abrió de todos modos, invitando el desastre.
Nabil niega esto. Es verdad, reconoce, que él no estaba en el restaurante, pero sólo porque su niñera le llamó a última hora para decirle que estaba enferma y se quedó en casa con su esposa e hija. Envió en su lugar a su hermano -algo que él no habría hecho, dice, si hubiera pensado que su local estaba amenazado.
Nabil, que se enorgullece de haber mantenido su restaurante abierto durante el régimen de Hussein y durante la mayor parte de la guerra, ha sido finalmente derrotado. No volverá a abrir.
Al principio, Raad, el padre de Omar, quiso responsabilizar a Nabil. Ahora habla de la voluntad de Dios. Y, dicen él y otros parientes, si hay alguien a quien echar la culpa, es a los estadounidenses. Esto no habría ocurrido antes de la llegada de los norteamericanos, dicen, una y otra vez.
"La gente iba a fiestas, celebraba, y nada ocurría", dice la madre de Omar, Atiya. "La situación cambió debido a los norteamericanos".
Con ‘norteamericanos' sé que no se refieren a mí, pero me incluyen. En lo que a ellos se refiere, mi presencia en Iraq es parte de la ocupación norteamericana. Sé que el hecho de que yo hubiera estado en el Nabil contribuyó a la muerte de sus hijos.
"Durante Saddam, mientras no estuvieras contra el régimen, no te pasaba nada", dice Firyal, la madre de Dina. "Ahora, por hacer nada, te matan".
El padre de Dina, un oficial del ejército de Hussein, habló contra él y fue metido a la cárcel. Incluso esa experiencia, desvanecida por el tiempo, parece ahora más tolerable comparada con el dolor de hoy.
Raad, que fuma un cigarrillo tras otro a pesar de una reciente operación de su cáncer de garganta, no puede entender cómo sobrevivió una batalla en la guerra de Irán-Iraq en la que murieron 15.000 hombres -y, sin embargo, su hijo mayor murió en el restaurante.
Ahora, conozco un poco más a la gente que murió en mi lugar. Pero no tengo respuestas para sus familias.
Y así seguimos conversando cada vez que nos reunimos, hablamos y finalmente cenamos con las familias de los difuntos. Son extraordinariamente hospitalarios -gente que está viviendo una pesadilla. Incluso con una familia que está claramente de duelo, compartimos un fabuloso almuerzo en casa de Raad. Nos sentamos a una mesa desbordante de platos de pollo y almendras, paté de garbanzos, arroz, cordero y calalú.
La hermana de Omar, Rusha, 24, tuvo un aborto después del atentado, pero está embarazada de nuevo. Se une a nosotros, pero no come.
"No creo que hayan hecho nada malo", dice sobre su adorado hermano y cuñada. "Todos estaban celebrando. A Omar le gustaba salir con su mujer. Estaban orgullosos de sus ropas y de verse bien. Y entonces desaparecieron. ¿Eran culpables de algo? ¿Tenían la culpa de algo?"
De todas las conversaciones, son quizás las palabras de Rusha las que más me persiguen. Culpa. Vergüenza. "No creo que hayan hecho nada malo". ¿Hice yo algo malo? ¿Fue un error estar ahí esa noche? Pero no tengo respuestas para ellos. No tengo respuestas para mí mismo.
La conversación es animada, aunque triste, y hablamos un largo rato sentados a la mesa. Hablamos de política, de las crecientes tensiones étnicas, incluso de la falta de electricidad.
Finalmente, es demasiado para una madre con dolor. Cambiemos de tema, dice Atiya, con esa forzada sonrisa que es modelada por la tristeza, con las comisuras de la boca hacia arriba, pero los ojos llenos de dolor.
"Hablemos de algo más agradable", pide.
Miramos nuestros platos por un momento. No decimos nada.

14 de agosto de 2004
15 de octubre de 2004
©los angeles times
©traducción mQh

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