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soldados que vuelven a casa


[Steve Fainaru] Los soldados en Iraq se enorgullecen de las elecciones, pero tienen dudas sobre el futuro.
Kirkuk, Iraq. Caminando a través del lodo que rodea su barraca temporal, el sargento primero Ken Agueda llevaba su rifle de asalto M-4 sin sus letales componente esenciales: balas. Antes en el día, Agueda había entregado sus municiones -cartuchos, varias granadas- para prepararse para su viaje a casa después de casi 13 meses en Iraq.
"Es como andar sin pantalones", dijo Agueda, de Bayamón, Puerto Rico, un veterano con 17 años de servicio en el ejército norteamericano.
Con su partida a pocos días, Agueda y su unidad, el Primer Batallón, Regimiento de Infantería Nº14 de la 25 División de Infantería, estaban eufóricos y pensativos. Durante más de una docena de entrevistas en los últimos tres días de esta semana, soldados con experiencia de combate en todos los rincones de Iraq presentaron una contradictoria evaluación final de un conflicto que los ha marcado para siempre. Todos concuerdan en que su resultado final sigue siendo altamente incierto y remoto.
Soldados de todas las jerarquías, desde soldados rasos hasta oficiales de alto rango, describieron las elecciones nacionales del domingo como una vindicación de más de un año de duro servicio. La inesperada fuerte participación, dijeron, cambiaron su percepción sobre la disposición de los iraquíes a aceptar la misión norteamericana aquí y ayudó a proyectar una imagen rara vez positiva de los militares estadounidenses después de manchas como el escándalo de las torturas a prisioneros en Abu Ghraib el año pasado.
"Fue lo opuesto de Abu Ghraib", dijo Agueda. "Creo que se puede decir que es lo más grande que hemos hecho. Quiero decir, ayudamos a hacer historia desde nuestras humildes posiciones. Hicimos algo que puede tener un efecto positivo para todo el mundo".
El especialista Andrew Field, 31, de Tallahassee, describió las elecciones como "el momento culminante de todo nuestro despliegue. Si no hubiesen marchado bien, habría tenido un efecto desmoralizador terrible. Le dio sentido a todo lo que hemos estado haciendo".
Pero los soldados se mostraron reticentes a decir que las elecciones eran un momento crucial en la guerra. "Partir después de las elecciones quedará como algo positivo en nuestros recuerdos, pero no sé si soy optimista o pesimista", dijo el capitán John Hussey, 26, de Uvalde, Tejas. "No me sorprendería si el país se hundiera en el caos. Pero tampoco si prosperara".
Interrogado sobre cuánto tiempo cree que seguirán las tropas estadounidenses en Iraq, Hussey dijo: "Probablemente 10 o 15 años más, si lo queremos hacer bien. No creo que en diez años vaya a haber 135.000 norteamericanos en Bagdad, pero habrá norteamericanos en Iraq durante un largo, largo tiempo".
La unidad, con base en Schofield Barracks, Hawai, llegó a Iraq hace más de un año. El batallón fue desplegada al sur, en Nayaf, donde combatió dos veces a la milicia de Moqtada Sáder, el clérigo chií rebelde, y en el norte, en la ciudad de Mosul, donde ayudó a proporcionar seguridad para las elecciones después de que les extendieran el período de servicio de un año.
Entre los 700 miembros del batallón se repartieron al menos 500 insignias de Combate de Infantería por participación en combates cuerpo a cuerpo. La unidad no sufrió bajas. Ha sino nominada para una Mención Presidencial, que condecora a las unidades que han exhibido "heroísmo extraordinario en acción contra un enemigo armado".
El batallón sufrió de todo, desde nieve hasta calores extremos; un día del verano pasado, el sargento de primera clase Greg Baker dijo que su termómetro portátil marcó una temperatura de 54 grados Celsius. Durante un período de 17 días en Nayaf, en abril, los soldados vivieron en la intemperie en el desierto y subsistieron con solo una botella de agua y una MRE (comida preparada) al día. El especialista Kris Johnson, 22, de Chicago, bromeó diciendo que en Mosul en los días previos a la elección hacía tanto frío y humedad que sus dedos se congelaron apretando su M-4 y que otros soldados tuvieron que apretar el gatillo por él.
La misión final de la unidad reveló mucho sobre los rigores de la vida de los soldados en Iraq. Después de las elecciones el batallón tuvo que volver desde Mosul a la Base de Operaciones de Avanzada de Kirkuk. El convoy consistía de casi 100 vehículos, desde todoterrenos hasta remolques, y el viaje fue tan complicado que los comandantes lo prepararon escribiendo con tiza en un mapa de colores que abarcaba todo el piso de la sala. Los vehículos partieron por fases y viajaron con los focos apagados para evitar delatarse ante los rebeldes armados con lanzagranadas.
Un todoterreno que llevaba al periodista se desvió varias veces de la ruta el martes a medida que el chofer, 22, con las gafas infrarrojas empañándose, se esforzaba por encontrarla en la lluvia y la oscuridad. El viaje tomó seis horas y, hacia el final, el convoy se extravió en el centro de Kirkuk, al tratar de encontrar la ruta de vuelta a la base.
"Aquí no te puedes relajar nunca completamente", dijo el capitán James Everett, 30, de Currituck, Carolina del Norte, que también se encontraba en el vehículo. "Tienes tus descansos, pero estás siempre en guardia".
Al día siguiente, el alivio entre los soldados era palpable. Sin otra cosa que hacer excepto empacar y esperar, miraron películas, leyeron, durmieron, fumaron o pasearon sin objeto en la base. Los soldados duermen en literas en un campamento llamado Ciudad de las Tiendas, un grupo de curtidas tiendas de lona con 20 soldados cada una. Las lluvias han transformado la zona en un pantano. La ducha caliente es rara. A nadie parece importarle.
"Señor, ¿cómo diablos le va?", gritó un soldado, sonriendo y llamando al capitán Chris Loftis, de Honolulu, que habla fluido árabe y trabajó como enlace del batallón con las fuerzas de seguridad iraquíes.
"Muy bien, sargento", gritó Loftis.
"Me cae bien", gritó el soldado antes de desaparecer en uno de los apestosos retretes portátiles del campamento.
En la reunión nocturna con oficiales de alto rango, el comandante de la unidad, el teniente coronel Dave Miller, pidió al médico del batallón, mayor Joel Meyer, una actualización de sus actividades. Esa tarde, Meyer, que es normalmente un médico de cabecera en el Centro Médico del Ejército Tripler en Hawai, había retirado las dos cerraduras de una caja negra que había acarreado desde el año pasado. Sacó metódicamente todo su contenido -frascos de morfina, docenas de botellas de grado farmacéutico Demerol, un analgésico, y Ativan, que reduce la ansiedad- y pasó las siguientes dos horas destruyéndolas. Meyer echó las tabletas en un retrete, donde se disolvieron. Inyectó la morfina en el barro.
"Bien, me deshice de decenas de miles de dólares en substancias controladas", dijo Meyer. "Tuve tres comidas normales. Estoy planeando reportarme temprano".
Todos los soldados estaban siguiendo adiestramiento de reintegración para poder enfrentarse a los que oficiales veteranos predicen que será una transición difícil, especialmente los que tienen familias. "Un año de despliegue no es sano para nadie", dijo Agueda. "Todos aquí en esta compañía han pasado por crisis, te lo aseguro. Ahora mismo, eso tendrá que repararse, y me incluyo yo mismo".
"Todos envejecimos un montón", dijo Hussey.
Los soldados llevan un recuerdo de su propio encuentro con la mortalidad. Compartiendo un cigarro con filtro entre amigos junto a su tienda, Johson, el especialista de Chicago, dijo que su encuentro había ocurrido en octubre pasado durante una ofensiva norteamericana a 104 kilómetros al norte de Bagdad. Estaba frente a una comisaría de policía iraquí ocupada por fuerzas norteamericanas en Samarra cuando vio una granda que había sido lanzada contra él.
"Era como una raya blanca, y se vino gritando mi nombre -¡Johnson! ¡Johnson! ¡Johnson!- por toda la calle", dijo, sus amigos retorciéndose de risa. La granada impactó contra un tanque a unos 15 metros y lo lanzó al suelo, dijo, temblando pero entero.
Baker dijo que su recuerdo más determinante ocurrió durante la misma operación. "Había una familia caminando por la calle y, sabes, es guerra", dijo, mirando al aire. "Había cuerpos partidos en dos y había sangre por todas partes, y este niño descalzo se acerca a mí caminando. Llevaba a su padre de la mano. Yo estaba pensado: ‘¿Cómo podrá el niño superar todo esto?' Había pedazos de cerebro y de tripas entre sus dedos. Yo le di un caramelo, y sonrió como si no pasara nada malo".
Baker hizo una pausa.
"Sólo quiero volver a casa y ver a mis niñas", dijo.
El capitán Chris Duncan, 28, un licenciado de la Universidad de Johns Hopkins de Kingsland, Arkansas, dijo que él apoyaba fielmente la guerra. Pero cuando se enteraba de que habían matado a un soldado o veía a uno de sus amigos herido, a veces se preguntaba si valía la pena.
El día de las elecciones, dijo Duncan, estaba cerca de un colegio electoral y miraba la ola de iraquíes que se acercaban a votar. "Al principio había uno, luego dos, luego cincuenta", dijo. Luego la cola daba la vuelta del local de votación. Y este era un barrio donde la gente realmente tenía razones para tenernos aversión: antiguos miembros del Partido Baaz, antiguos tipos del régimen militar".
Duncan, que en los últimos tres años ha pasado 20 meses en Iraq, dijo que la imagen había fortalecido su determinación.
"Ahora sé para qué sirvió todo", dijo.

7 de febrero de 2005
©washington post
©traducción mQh

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