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vidas rotas por la guerra


[Sabrina Tavernise] Tras la muerte de los niños de la calle en un atentado, para muchos padres la vida perdió sentido.
Bagdad, Iraq. Si los costes de la guerra se midieran en términos de vidas humanas, un bloque en el sudeste de Bagdad ha pagado más de lo que le corresponde.
Una calurosa mañana hace dos veranos, 34 niños murieron en un estallido de humo y metal. Estaban recogiendo caramelos que les arrojaban desde un vehículo blindado norteamericano. El camión del terrorista suicida nunca aminoró su marcha.
En esta guerra están muriendo más de tres mil iraquíes al mes. Gruesamente hablando, casi el total de muertes en los atentados del 11 de septiembre contra el World Trade Center y el Pentágono o todos los soldados norteamericanos muertos desde el inicio de la guerra. Pero detrás de los titulares y estadísticas, la mayor parte de la guerra se vive en salas de estar iraquíes y en bloques como estos, donde las familias luchan con el intenso dolor de las pérdidas.
Y mientras los estrategas de la guerra norteamericana debaten sobre cómo seguir adelante, los iraquíes de esta cicatrizada cuadra se han quedado estancados en el pasado, en la mañana del 13 de julio de 2005, cuando el tiempo se detuvo y para ellos empezó verdaderamente la guerra.
"Ahora nuestra vida no es vida, es una especie de sueño", dice Qais Ataiwee Yaseen, cuyos dos hijos, de ocho y once, murieron ese día. "La vida no tiene sabor. Yo mismo me doy náuseas".
En los primeros años de la guerra, la calle -una polvorienta y sucia calle de cemento, que conecta la autopista del sudeste de Bagdad con el vecindario de Naariya- era en general tranquila, el hogar de varias familias chiíes y sunníes que habían vivido juntas durante años.
Pero la crueldad de la guerra intervino cuando atacó el terrorista, que aparentemente quería impactar un convoy de blindados americanos aparcados al final de la calle. Murieron un soldado norteamericano y 34 nacionales iraquíes. Todos eran niños, y todos tenían menos de quince años. El más joven tenía seis. En total, 29 familias perdieron hijos; una perdió a tres.
Durante los segundos que siguieron a la explosión, para Sattar Hashim, 39, un guardia de seguridad cuyo hijo había salido a mirar a la patrulla norteamericana, el mundo se redujo a un niño. Hashim rebuscó frenéticamente entre los escombros, justo frente a la puerta de su casa, ahora una escena grabada en su memoria. Encontró a su hijo inconsciente, su cuerpo destrozado por la metralla.
"Ruego a Dios que nadie en este mundo tenga que vivir una situación semejante", dice, recordando la escena sentado en su sala de estar, apenas amueblada, con las cortinas corridas. "Como si los hubieran colocado en el suelo. Piernas. Brazos. Cabezas. Cuerpos todavía quemándose".
Su hijo murió en el quirófano de un hospital varias horas después de la explosión.
Los atentados suicidas a menudo paran los relojes cercanos, estropeando los delicados mecanismos. El minutero se paraliza en el momento en que detona la bomba, y los equipos de limpieza encuentran los relojes colgando torcidos de las paredes horas después, con el momento de la detonación marcado para siempre en el reloj.
Para los padres de Naariya, los relojes se paralizaron a las diez menos quince. Las muertes esa mañana hicieron un hoyo en la vida de la cuadra, y más de un año después, mucha gente no ha podido volver a poner sus vidas en orden. Algunos se han alejado de sus parejas. Otros han cambiado de trabajo o han dejado de ir al trabajo completamente. En todas partes se te hace recordar: Las clases son más pequeñas. Los torneos de fútbol para mayores de quince ya no se realizan. Coleccionar bichos ya no es un pasatiempo.
El dolor hizo que ocurrieran cosas extrañas. Yaseen perdió su don con los números y se descubrió explicándose torpemente frente a clientes en la ferretería donde había trabajado durante años. Finalmente, renunció. Para Zahra Hussein, la madre de Hamza, de once, leer y escribir se hizo difícil. Había perdido la capacidad de concentrarse y veía mal.
Hadi Faris, padre de Hamza, dejó de trabajar como chofer. No podía controlar sus pensamientos y concentrarse en la ruta y tomar decisiones rápidas se convirtió en algo muy pesado.
"No dejo de pensar en que la vida es barata, en que muere tanta gente inocente", dice, sentado frente a un calentador de queroseno en el pequeño cuarto de invitados.
Después de algunos meses, solicitó trabajo como guardia en la escuela de su hijo. De algún modo le reconfortaba hacer lo que, tras la muerte de su hijo, iba a poder hacer lo que no había hecho nunca durante su vida: proteger.
"Sentía que todos los niños eran como Hamza", dice. "Mi principal trabajo era protegerlos a todos ellos".
Para los niños que sobrevivieron, la vida se convirtió en un sitio desierto y sosegado. Adel Ali, 12, perdió a cuatro de sus mejores amigos, a la mayoría del equipo de fútbol y a toda la brigada de ciclistas. Todos ellos habían compartido un momento de felicidad bajo la forma de tarta de cumpleaños con velitas -la primera vez para algunos niños-, apenas días antes de la explosión. La experiencia quedó registrada en una borrosa fotografía de nueve niños pequeños haciendo morisquetas. Excepto dos, todos los demás murieron.
Adel pasa las tarde solo en casa. En la tarde temprano, juega al fútbol con los niños mayores. Ellos no conocen los nombres de los jugadores famosos que él y sus amigos se daban unos a otros cuando jugaban bien. No conocen la increíble alegaría de andar en bici, sosteniendo una cuerda juntos. No saben nada de su soledad.
"Acostumbrábamos a jugar juntos, y los adultos jugaban en otro lugar", dice Adel, sus pequeños dedos abriendo y cerrando la cremallera del cuello de su jersey de lana.
El atentado parecía haber sido calculado para hacer que los iraquíes despreciaran a los norteamericanos, en una estrategia que finalmente se impondría y cambiaría la dirección de la guerra. Pero mientras algunos de los padres entrevistados parecían haber adquirido ese odio, muchos no lo tenían e incluso expresaban respeto. Faris dijo que inmediatamente después del atentado vio a un soldado con el brazo destrozado tratando de recoger a un niño herido.
Más norteamericanos llegaron a la zona semanas después y llevaron pequeñas baratijas a las casas en lo que los iraquíes asumen que era algo así como una propuesta de paz.
"Nunca lastimamos a los norteamericanos, y ellos nunca a nosotros", dijo Faris.
Entre iraquíes, un tema recurrente de la guerra es su completa falta de control de acontecimientos caóticos y en constante cambio. Como víctimas de un accidente de carretera en una autopista desierta, viven en dolor esperando que alguien les ayude.
Yaseen se siente acosado por la impotencia que sintió esa mañana cuando encontró a su hijo pequeño, Ali, todavía vivo. Se había quemado gravemente y le faltaban los pies.
"Me dije a mí mismo: dos pies, no es nada", dijo. Pero el niño murió horas después.
"No pude hacer nada por él", dijo Yaseen. "No pude salvarlo".
Los recuerdos se agolpean en momentos inconvenientes. Yaseen recuerda cuando su hijo mayor, Abbas, que amaba a los bichos, le rogó que no colocara veneno para hormigas, diciéndole: "Ellos también tienen familias y casas".
Esa mañana Ali, llamado el Inglés Ali por su pulcritud y admiración de los norteamericanos, sólo había tenido pan como desayuno.
"Estoy como muerto", dijo Yaseen, llorando, cubriéndose la cara con las manos. "No tengo ambiciones. No tengo objetivos en mi vida. He perdido todo".
Su esposa e hija se han mudado, y él se ha recluido en su apartamento, un cuarto de tres metros 6 por cuatro veinte. Dejó de afeitarse. El cuarto está ahora lleno de cosas amontonadas, como cestas de ropa sucia, viejos juguetes de los niños y un moisés de metal.
"Vivo en este cuarto", dijo. "Duermo en este cuarto. Como aquí. Esta es mi vida. Es como su estuviera en la cárcel".
Entretanto, la guerra se encalla y el bloque no es inmune a los cambios.
En febrero, chiíes pobres causaron disturbios en vecindarios en todo el este de Bagdad. Naariya empezó a perder sunníes. Pronto aparecieron al otro lado de su calle, frente a la casa de Yaseen, pintadas frescas con letras negras alabando a un clérigo chií.
Tres familias chiíes de Diyala, una violenta provincia al norte de Bagdad, llegaron con la aturdida mirada de los refugiados que acaban de perder todo, excepto la vida.
"Nadie sonríe", dice Hussein. "Podrías jurar que han perdido a alguien".
Los ataques de militantes sunníes contra chiíes empezaron a disminuir, y algunas familias del bloque empezaron a preguntar por los antecedentes de los vecinos nuevos.
Una pequeña estatua erigida en memoria de los niños fue hecha estallar, y colocaron una bomba debajo de una palmera cercana, pero no explotó. Durante el festivo del Ramadán en octubre, unos 250 hombres sunníes desaparecieron del barrio. Sus cuerpos aparecieron en diferentes barrios varios días después.
Hashim se enteró de los secuestros, pero tuvo miedo de preguntar por ellos.
"Despertamos un día", dijo, "y se había marchado una familia". La detonación de 2005 hizo un agujero en la pavimento frente a su casa, y él hizo, después, construir una alta barrera antiexplosiva. La barrera tenía la ventaja de impedir que se viera el cráter en la calle todos los días.
Para Adel, el niño de 12 cuyos amigos murieron, los recuerdos volvieron a brotar. Poco después del atentado de julio, llevó su bicicleta al balcón de su casa y la lanzó por encima. Estaba enfadado por lo que había ocurrido, dijo Hussein. Hace un mes, su vida se hizo todavía más aislada: mataron a un guardia y un maestro de su escuela, y el padre de Adel empezó a reterlo en casa.
Los niños vuelven de manera inesperada. La hermana de Hamza ve la cara de su hermano en un niño que vive en una casa en el camino a la escuela. A veces, ella le regala caramelos. Yaseen ve a menudo a sus hijos en sus sueños.
En uno de estos, Abbas le pregunta por qué está llorando. Habló de su propio funeral de una manera que lo tranquilizó. "Trató de hacerme las cosas fácil", dijo Yaseen.
Hablando de las muertes, Hashim dijo: "Hizo un hoyo, un tremendo hoyo. Antes la calle pasaba llena. Los coches tenían que aminorar. Ahora está desierta".

Hosham Hussein contribuyó al reportaje.

6 de enero de 2007
10 de febrero de 2007
©new york times
©traducción mQh
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