criminales nazis en el diván
[Cristóbal Peña] El libro Las entrevistas de Nüremberg' reúne las notas y conversaciones con un psiquiatra estadounidense. En 1946, el psiquiatra estadounidense Leon Goldensohn entrevistó confidencialmente a los jerarcas y funcionarios juzgados en el célebre proceso de 1945. De las declaraciones se desprende un patrón común: pese a ostentar altos cargos en el régimen de Adolf Hitler, la mayoría de estos dirigentes alega ignorancia respecto de los campos de concentración y las políticas de exterminio. Un caso clínico.
Sádicos, perversos, lunáticos. Entre los 22 jerarcas y dirigentes nazis que fueron juzgados en Nüremberg había de todo. Pero a juzgar por el block de notas del psiquiatra Leon Goldensohn, que los entrevistó a todos, campeaban los ingenuos. En esta categoría hay uno, Rudolf Höss, cuyo cinismo los supera a todos. "Personalmente no asesiné a nadie. Yo era sólo el director del programa de exterminio de Auschwitz".
La declaración fue recogida por el psiquiatra que en 1946 tuvo la misión de estudiar la salud mental de los líderes nazis que fueron juzgados por crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad, entre otros delitos. Una por una, con todo el tiempo del mundo, Leon Goldensohn fue sondeando las mentes de los hombres que ejecutaron o avalaron la masacre colectiva. Criminales que en la intimidad de una celda, despojados de todo poder y sin presiones, se confesaron ante la historia.
La historia, sin embargo, se tomó su tiempo. Casi 60 años después de recogidos, los archivos del doctor Leon Goldensohn salen a la luz pública con el libro Las entrevistas de Nüremberg' (2005, Taurus). El volumen contiene las transcripciones de todas las notas y entrevistas que el profesional estadounidense realizó con los inculpados y principales testigos del juicio.
Los Que Sabían Demasiado
En Nüremberg hubo nazis de toda calaña. Está dicho: Höss, el comandante a cargo de Auschwitz; Rudolf Hess, presidente del partido; Hermann Goering, coleccionista de arte y comandante de la Luftwaffe; Walter Funk, ministro de Hacienda y presidente del Reichbank; Joachim Von Ribbentrop, ideólogo antisemita; Karl Dönitz, comandante en jefe de la Marina alemana. Estuvieron ésos y varios que tuvieron altos cargos en el régimen, pero sorprendentemente, casi ninguno de ellos reconoce ante el psiquiatra haber estado enterado del exterminio racial. Es más, lo desaprueban, y como último recurso, la mayoría endosa toda la responsabilidad de los crímenes a Hitler.
"En Alemania no sabíamos nada de la persecución a los judíos", dice Franz Fritzche, jefe del Servicio de Prensa del ministerio de Propaganda, adjudicando el desconocimiento a la censura que él mismo fomentaba. "El pueblo alemán fue engañado y traicionado", le dijo al psiquiatra.
Otro que también se hizo el desentendido fue el almirante Karl Dönitz. Nombrado por Hitler como su sucesor, Dönitz vino a enterarse en Nüremberg de la existencia del Holocausto. Se mostró sorprendido con la noticia, pero no tanto: de ser ciertas, le comentó a Goldensohn, de seguro las fechorías fueron cometidas por los alemanes del sur, violentos e impulsivos, en complicidad con sus vecinos austríacos.
Por último, pensó en voz alta Dönitz, no todo fue tan funesto y hay que mirarlo en un contexto histórico. "Aquellos fueron tiempos revolucionarios, e internar en campos de concentración a unos cuantos adversarios políticos no era algo particularmente malo. Metiendo en campos a esa gente de ideas extranjeras, se salvó sangre alemana".
Después de escuchar ésta y otras declaraciones, Leon Goldensohn anotó en la ficha clínica del ex almirante: "No creo que este hombre tenga alguna noción de lo que está ocurriendo en el mundo (...) El rechaza las atrocidades, la matanza de millones de judíos, el barbarismo de la SS, el modus operandi entero del Partido Nazi. El sólo ve que fue inocente de cualquier crimen, presente o pasado, y que cualquier intento de incriminarlo a él o cualquier otro en el juicio es una conspiración política".
Casos clínicos
Pero el psiquiatra se encontró con casos peores. Algunos, sin remedio, como el de Rudolph Hess, cadáver humano, demacrado, andrajoso, incapaz de articular frases coherentes. En el juicio, el lugarteniente de Hitler creyó conveniente lanzar una advertencia: "No estoy loco, mi cabeza funciona". Pero frente al psiquiatra, a quien recibió sin levantarse de su cama, no podía recordar siquiera el nombre de sus padres. Estaba obsesionado con su estado de salud y prueba de ello es que el doctor encontró una nota en la que se leía "Comer poco. No tomar pastillas para dormir. Sólo servirá para disminuir sus efectos en el que caso de que te hagan realmente falta".
Alfred Rosenberg tampoco estaba bien de la cabeza. El autodenominado filósofo del nazismo y ministro de territorios ocupados parecía no haber caído en la cuenta de la gravedad de su situación. Seguía creyendo que estaba en lo cierto, y hasta último momento reclamó su lugar entre los grandes pensadores de la historia. "Le agradezco que tome notas", dijo en un minuto de confianza, "pero quiero que las tome fielmente y que no malinterprete mis complejas teorías y razonamientos. Después de todo, soy un filósofo y un estudioso, y mis pensamientos pueden ser complejos".
Hans Frank no sólo se mostró más sensato ante la evidencia, aceptando, después de negar el horror, "un profundo sentido de culpa". El abogado de Hitler y gobernador de Polonia en tiempos de la ocupación era un tipo astuto y sensible, y en un momento sorprendió al médico con un perfil psicológico del mismo Führer.
"Pienso que Hitler era anormal en sus necesidades sexuales", interpretó Frank. "Esta es la razón por la que necesitó tan poco del sexo opuesto (...) Estoy convencido de que un hombre que no tiene el amor de una mujer, y piensa que es capaz de renunciar a él, puede volcarse a la crueldad y el sadismo como un substituto".
Goering, el Duro
De todos los entrevistados, Hermann Goering fue el más duro e infranqueable. Nunca endilgó sus propias responsabilidades en Hitler, y hasta último minuto, con su suerte echada, se mostró desafiante. "¿Qué me importa a mí el peligro? Yo he enviado a la muerte a muchos soldados y aviadores, ¿qué puedo temer?".
Pero al igual que el resto, en una reacción común y patológica que el doctor Goldensohn no se molesta en interpretar, el aviador desconoce el exterminio racial. "Siempre que un judío me pedía ayuda, yo se la daba", dice Goering vagamente, aunque sin caer en la sobreactuación de Erich von dem Bach-Zelewski, general de la SS: "Incluso hoy, cuando miro hacia atrás, me tengo que responder que fue bueno que unos tipos decentes como yo tuviéramos influencia en las SS, porque de ese modo evitamos cosas terribles".
Lee Stivers, el Soldado Que Ayudó a Morir a Goering
John C. Wood, sargento primero del Ejército estadounidense y verdugo profesional, con 299 ejecuciones en el cuerpo hasta la madrugada del 16 de octubre de 1946, no pudo darse el gusto de su vida. Herman Goering, comandante en jefe de la Luftwaffe y número dos del régimen nazi, se había suicidado unas pocas horas antes de la hora señalada para su ejecución, ingiriendo una cápsula de cianuro de potasio que lo salvó de morir en la horca instalada en el gimnasio de la prisión de Nüremberg.
¿Cómo hizo Goering para conseguir cianuro en una prisión fuertemente custodiada? La interrogante permaneció abierta por casi 60 años y recién, a comienzos de esta semana, acaba de ser despejada. Al menos si se le cree a Herbert Lee Stivers, ex guardia estadounidense de 78 años que en 1946 tuvo la misión de custodiar al jerarca nazi, fue claro. "Yo se lo di", confesó Stivers al diario Los Angeles Times, echando por tierra las hipótesis que se habían tejido hasta entonces. Entre ellas, que se lo había dado un médico alemán, un oficial estadounidense o hasta su esposa Emmy, quien, según el mito popular, en su última visita le habría dado un beso con una pócima mortal. La investigación judicial determinó que Goering había ingresado a la cárcel con el veneno de contrabando.
La verdad, tomando como tal la confesión de Lee Stivers, es igual de fantástica que las anteriores. En el transcurso de los 10 meses que se extendieron los juicios de Nüremberg, el soldado estadounidense fue entablando una relación de amistad con Goering. "Era una persona muy agradable. Hablaba muy bien inglés. Conversábamos de deportes, de juegos de pelota. Era aviador, y hablábamos de (Charles) Lindbergh".
Según el mismo testimonio, fue a la salida de un club de oficiales que Stivers conoció a una bella alemana, identificada como Mona, quien a la vez le presentó a dos amigos suyos, Erich y Mathias. Uno de ellos le pidió al soldado que le llevara a Goering una lapicera en la que, según dijo, escondería una cápsula con medicina que el jerarca necesitaba con urgencia. El soldado, que entretanto había llevado mensajes de ida y vuelta, se tragó toda la historia. Dos semanas después de recibir la lapicera, Goering se quitaba la vida, ahorrándole el trabajo a John C. Wood.
"Supongo que me utilizó", atestigua hoy el ex soldado, quien afirma haber guardado silencio todo este tiempo por temor a ser juzgado. "Goering no parecía suicida. Jamás habría aceptado a sabiendas algo que yo pensara que iba a ser utilizado para ayudar a alguien a burlar la justicia".
El Psiquiatra de los Nazis
Hijo de padres judíos, León Goldensohn tenía 34 años cuando el Ejército estadounidense le encomendó un informe médico de los jerarcas y ex dirigentes nazis que estaban siendo juzgados en Nüremberg.
Su labor se extendió por siete meses ininterrumpidos. Durante ese período, según se constata en las grabaciones, Goldensohn rara vez perdió la paciencia. Y aunque su actitud hacia los presos era profesional y distante, logró ganarse su confianza, llegando a acumular un valuminoso archivo que pensaba publicar algunos años después. Sin embargo, demoró en hacerlo, y en 1960 un paro cardíaco acabó con su vida y condenó los apuntes y entrevistas a un armario. Recién el año pasado, su hijo y su hermana se decidieron a publicar un material que el editor, Robert Gellately, supone incompleto. Es probable, escribe Gellately en la introducción del libro, que una parte de los archivos permanezcan aún bajo custodia o se hayan extraviado para siempre.
14 de febrero de 2005
©tercera
La declaración fue recogida por el psiquiatra que en 1946 tuvo la misión de estudiar la salud mental de los líderes nazis que fueron juzgados por crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad, entre otros delitos. Una por una, con todo el tiempo del mundo, Leon Goldensohn fue sondeando las mentes de los hombres que ejecutaron o avalaron la masacre colectiva. Criminales que en la intimidad de una celda, despojados de todo poder y sin presiones, se confesaron ante la historia.
La historia, sin embargo, se tomó su tiempo. Casi 60 años después de recogidos, los archivos del doctor Leon Goldensohn salen a la luz pública con el libro Las entrevistas de Nüremberg' (2005, Taurus). El volumen contiene las transcripciones de todas las notas y entrevistas que el profesional estadounidense realizó con los inculpados y principales testigos del juicio.
Los Que Sabían Demasiado
En Nüremberg hubo nazis de toda calaña. Está dicho: Höss, el comandante a cargo de Auschwitz; Rudolf Hess, presidente del partido; Hermann Goering, coleccionista de arte y comandante de la Luftwaffe; Walter Funk, ministro de Hacienda y presidente del Reichbank; Joachim Von Ribbentrop, ideólogo antisemita; Karl Dönitz, comandante en jefe de la Marina alemana. Estuvieron ésos y varios que tuvieron altos cargos en el régimen, pero sorprendentemente, casi ninguno de ellos reconoce ante el psiquiatra haber estado enterado del exterminio racial. Es más, lo desaprueban, y como último recurso, la mayoría endosa toda la responsabilidad de los crímenes a Hitler.
"En Alemania no sabíamos nada de la persecución a los judíos", dice Franz Fritzche, jefe del Servicio de Prensa del ministerio de Propaganda, adjudicando el desconocimiento a la censura que él mismo fomentaba. "El pueblo alemán fue engañado y traicionado", le dijo al psiquiatra.
Otro que también se hizo el desentendido fue el almirante Karl Dönitz. Nombrado por Hitler como su sucesor, Dönitz vino a enterarse en Nüremberg de la existencia del Holocausto. Se mostró sorprendido con la noticia, pero no tanto: de ser ciertas, le comentó a Goldensohn, de seguro las fechorías fueron cometidas por los alemanes del sur, violentos e impulsivos, en complicidad con sus vecinos austríacos.
Por último, pensó en voz alta Dönitz, no todo fue tan funesto y hay que mirarlo en un contexto histórico. "Aquellos fueron tiempos revolucionarios, e internar en campos de concentración a unos cuantos adversarios políticos no era algo particularmente malo. Metiendo en campos a esa gente de ideas extranjeras, se salvó sangre alemana".
Después de escuchar ésta y otras declaraciones, Leon Goldensohn anotó en la ficha clínica del ex almirante: "No creo que este hombre tenga alguna noción de lo que está ocurriendo en el mundo (...) El rechaza las atrocidades, la matanza de millones de judíos, el barbarismo de la SS, el modus operandi entero del Partido Nazi. El sólo ve que fue inocente de cualquier crimen, presente o pasado, y que cualquier intento de incriminarlo a él o cualquier otro en el juicio es una conspiración política".
Casos clínicos
Pero el psiquiatra se encontró con casos peores. Algunos, sin remedio, como el de Rudolph Hess, cadáver humano, demacrado, andrajoso, incapaz de articular frases coherentes. En el juicio, el lugarteniente de Hitler creyó conveniente lanzar una advertencia: "No estoy loco, mi cabeza funciona". Pero frente al psiquiatra, a quien recibió sin levantarse de su cama, no podía recordar siquiera el nombre de sus padres. Estaba obsesionado con su estado de salud y prueba de ello es que el doctor encontró una nota en la que se leía "Comer poco. No tomar pastillas para dormir. Sólo servirá para disminuir sus efectos en el que caso de que te hagan realmente falta".
Alfred Rosenberg tampoco estaba bien de la cabeza. El autodenominado filósofo del nazismo y ministro de territorios ocupados parecía no haber caído en la cuenta de la gravedad de su situación. Seguía creyendo que estaba en lo cierto, y hasta último momento reclamó su lugar entre los grandes pensadores de la historia. "Le agradezco que tome notas", dijo en un minuto de confianza, "pero quiero que las tome fielmente y que no malinterprete mis complejas teorías y razonamientos. Después de todo, soy un filósofo y un estudioso, y mis pensamientos pueden ser complejos".
Hans Frank no sólo se mostró más sensato ante la evidencia, aceptando, después de negar el horror, "un profundo sentido de culpa". El abogado de Hitler y gobernador de Polonia en tiempos de la ocupación era un tipo astuto y sensible, y en un momento sorprendió al médico con un perfil psicológico del mismo Führer.
"Pienso que Hitler era anormal en sus necesidades sexuales", interpretó Frank. "Esta es la razón por la que necesitó tan poco del sexo opuesto (...) Estoy convencido de que un hombre que no tiene el amor de una mujer, y piensa que es capaz de renunciar a él, puede volcarse a la crueldad y el sadismo como un substituto".
Goering, el Duro
De todos los entrevistados, Hermann Goering fue el más duro e infranqueable. Nunca endilgó sus propias responsabilidades en Hitler, y hasta último minuto, con su suerte echada, se mostró desafiante. "¿Qué me importa a mí el peligro? Yo he enviado a la muerte a muchos soldados y aviadores, ¿qué puedo temer?".
Pero al igual que el resto, en una reacción común y patológica que el doctor Goldensohn no se molesta en interpretar, el aviador desconoce el exterminio racial. "Siempre que un judío me pedía ayuda, yo se la daba", dice Goering vagamente, aunque sin caer en la sobreactuación de Erich von dem Bach-Zelewski, general de la SS: "Incluso hoy, cuando miro hacia atrás, me tengo que responder que fue bueno que unos tipos decentes como yo tuviéramos influencia en las SS, porque de ese modo evitamos cosas terribles".
Lee Stivers, el Soldado Que Ayudó a Morir a Goering
John C. Wood, sargento primero del Ejército estadounidense y verdugo profesional, con 299 ejecuciones en el cuerpo hasta la madrugada del 16 de octubre de 1946, no pudo darse el gusto de su vida. Herman Goering, comandante en jefe de la Luftwaffe y número dos del régimen nazi, se había suicidado unas pocas horas antes de la hora señalada para su ejecución, ingiriendo una cápsula de cianuro de potasio que lo salvó de morir en la horca instalada en el gimnasio de la prisión de Nüremberg.
¿Cómo hizo Goering para conseguir cianuro en una prisión fuertemente custodiada? La interrogante permaneció abierta por casi 60 años y recién, a comienzos de esta semana, acaba de ser despejada. Al menos si se le cree a Herbert Lee Stivers, ex guardia estadounidense de 78 años que en 1946 tuvo la misión de custodiar al jerarca nazi, fue claro. "Yo se lo di", confesó Stivers al diario Los Angeles Times, echando por tierra las hipótesis que se habían tejido hasta entonces. Entre ellas, que se lo había dado un médico alemán, un oficial estadounidense o hasta su esposa Emmy, quien, según el mito popular, en su última visita le habría dado un beso con una pócima mortal. La investigación judicial determinó que Goering había ingresado a la cárcel con el veneno de contrabando.
La verdad, tomando como tal la confesión de Lee Stivers, es igual de fantástica que las anteriores. En el transcurso de los 10 meses que se extendieron los juicios de Nüremberg, el soldado estadounidense fue entablando una relación de amistad con Goering. "Era una persona muy agradable. Hablaba muy bien inglés. Conversábamos de deportes, de juegos de pelota. Era aviador, y hablábamos de (Charles) Lindbergh".
Según el mismo testimonio, fue a la salida de un club de oficiales que Stivers conoció a una bella alemana, identificada como Mona, quien a la vez le presentó a dos amigos suyos, Erich y Mathias. Uno de ellos le pidió al soldado que le llevara a Goering una lapicera en la que, según dijo, escondería una cápsula con medicina que el jerarca necesitaba con urgencia. El soldado, que entretanto había llevado mensajes de ida y vuelta, se tragó toda la historia. Dos semanas después de recibir la lapicera, Goering se quitaba la vida, ahorrándole el trabajo a John C. Wood.
"Supongo que me utilizó", atestigua hoy el ex soldado, quien afirma haber guardado silencio todo este tiempo por temor a ser juzgado. "Goering no parecía suicida. Jamás habría aceptado a sabiendas algo que yo pensara que iba a ser utilizado para ayudar a alguien a burlar la justicia".
El Psiquiatra de los Nazis
Hijo de padres judíos, León Goldensohn tenía 34 años cuando el Ejército estadounidense le encomendó un informe médico de los jerarcas y ex dirigentes nazis que estaban siendo juzgados en Nüremberg.
Su labor se extendió por siete meses ininterrumpidos. Durante ese período, según se constata en las grabaciones, Goldensohn rara vez perdió la paciencia. Y aunque su actitud hacia los presos era profesional y distante, logró ganarse su confianza, llegando a acumular un valuminoso archivo que pensaba publicar algunos años después. Sin embargo, demoró en hacerlo, y en 1960 un paro cardíaco acabó con su vida y condenó los apuntes y entrevistas a un armario. Recién el año pasado, su hijo y su hermana se decidieron a publicar un material que el editor, Robert Gellately, supone incompleto. Es probable, escribe Gellately en la introducción del libro, que una parte de los archivos permanezcan aún bajo custodia o se hayan extraviado para siempre.
14 de febrero de 2005
©tercera
2 comentarios
antonioGarcia111122 -
Gabriel -