amores de guerra
[Craig Timberg] En el Congo, novias complacientes sorprenden a los escépticos.
Kindu, Congo. A pesar de dos embarazos, tres años de matrimonio y meses de arrastrarse en la selva detrás de su marido, Anifa todavía tiene la cara suave y dulce, la voz aguda de una niña. Pero cuando se toca el tema de su tumultuosa vida, adopta una actitud firme inusual en una niña de 16 años.
"Yo era demasiado joven, pero era mi destino", dijo, sonriendo tímidamente al recordar su boda de tiempos de guerra a una edad en que la mayoría de las niñas en lugares más pacíficos estarían terminando la escuela básica.
No, Anifa dice a todos los que preguntan, que ella no fue violada ni obligada a la esclavitud sexual. Ella simplemente se enamoró de un soldado adolescente llamado Juma y después de un intenso cortejo de dos semanas, se transformó en una esposa del ejército.
Ahora, con la guerra a sus espaldas -terminó oficialmente con un acuerdo de paz en 2002, aunque la violencia ha continuado en algunas partes del país-, Anifa no quiere ora cosa que mudarse a la aldea de su marido y empezar un hogar digno.
Hasta hace poco, la historia de Anifa habría causado miradas tristes, escépticas de los socorristas cuyo trabajo es ayudar a los jóvenes congoleños a volver a casa después de años de haber estado implicados en conflictos con milicias locales y ejércitos del Congo y varios otros países vecinos.
Los socorristas sabían que la violencia sexual contra las mujeres y niñas ha sido usada como una táctica de humillación por combatientes de todos los bandos. Daban por sentado que la mayoría de las niñas en la posición de Anifa habían sido violadas pero no podían confesarlo por el profundo estigma que marca esas agresiones.
Pero con la gentil insistencia de Anifa y otras niñas, ha comenzado a emerger otra imagen: En medio de una epidemia de violaciones, resultó finalmente que al menos algunas adolescentes se convirtieron voluntariamente en novias de la guerra, para no ser dejadas atrás en aldeas destruidas. Siguieron a sus maridos armados, caminando kilómetros de una vez para mantenerse a la altura de una fluida vanguardia. Cocinaban, montaban refugios improvisados, se quedaban embarazadas y, de vez en cuando, encontraron el amor en medio de las condiciones más desoladoras imaginables.
"Somos felices", dijo Anifa, cuya barriga estaba hinchado con el segundo hijo de la pareja. El primero murió en la infancia, una ocurrencia corriente en este asolado país de África central. "A veces tenemos problemas domésticos, pero somos felices".
Ella hablaba suavemente sentada en el piso de tierra de un sucio cuarto en una pensión inaugurada el mes pasado por CARE, un grupo de ayuda internacional con sede en Atlanta. Juma, 17, estaba en una instalación separada y mucho más grande para ex niños soldados del otro lado del Río Congo. A petición de CARE se acordó no publicar sus apellidos.
En una entrevista aparte, Juma contó en gran parte lo mismo sobre su juvenil matrimonio. Dijo que compartía el deseo de Anifa de volver a su aldea y comenzar un hogar juntos. Su casi total falta de educación formal, ropas o enseres, dijo, sería solamente un obstáculo temporal para la vida de familia que imaginaban para sí mismos.
Cuando hablamos sobre su época como soldado, Juma no expresó arrepentimiento por su participación en una guerra que costó la vida de millones de personas, destruyó innumerables aldeas e hizo de un país pobre un país todavía más miserable. "Era la guerra", dijo. "Eso significa que la gente tiene que morir".
Cuando hablamos de Anifa, Juma reveló una cariñosa sonrisa. Lo único que lamentaba, dijo, era que no fuera capaz de darle seis cabras a su padre, la transacción clave para sellar matrimonios aquí. En la locura de la época, los dos simplemente escaparon juntos. Él no mostraba dudas sobre la relación.
"Es mi esposa", dijo Juma, que después de cinco años como soldado, tiene un asomo de mostacho y la mirada ladeada y poco refinada de un atleta de equipo universitaril juvenil. "La amo".
El campo al aire libre donde vive Juma es del tamaño de una cancha de fútbol, con tiendas hechas de láminas de plástico, una sala de clases rudimentaria y armazones de madera como camas. Desde que se abriera hace un año, más de 1.400 niños soldados, algunos de apenas 8 o 9 años, han pasado por aquí mientras se arreglaba su retorno a casa. Aquí reciben comida y educación básica, pero poco más.
No hay planes similares para una instalación para las niñas. Se calcula que en este área 200 se han escapado por sí mismas, volviendo por su cuenta a casa. CARE les ofrece servicios de re-asentamiento desde una oficina central a la orilla del río de la ciudad, que tiene una pequeña calle principal y un largo contingente de tropas de Naciones Unidas y grupos de ayuda.
Pero el mes pasado, el ejército congoleño liberó formalmente a 10 niñas, junto con sus maridos soldados. No había nadie para darle albergue a ellos ni a los bebés que llevaban consigo.
Al principio, los socorristas se sorprendieron al enterarse de que las novias adolescentes quisieran quedarse con los niños soldados a los que consideran sus maridos. Sin embargo, a medida que los socorristas hablaban con las niñas y consideraban sus situaciones -lejos de casa, a menudo con niños de crianza-, se acostumbraron a ver los jóvenes matrimonios de guerra como valiosos de preservar.
Funcionarios de CARE calculan que hay miles de tales uniones en las abrasadoras tierras bajas en los alrededores de Kindu.
"Por supuesto, son demasiado jóvenes. Pero en esas comunidades, ser demasiado joven depende de dónde estés", dijo Diedonne Cirhigiri, director del proyecto de desmovilización de CARE en Kindu.
Anifa, cuyo pelo está trenzado en dos docenas de espigas, supone que tenía 12 o 13 cuando la milicia de Juma llegó a su aldea y montaron un campamento cerca de su casa. Ella era la niña número 11 de 12 hijos, y su madre había muerto pocos años antes. Cuando la milicia de Juma siguió camino, Anifa lo siguió.
Ocho meses después, desde una aldea a varios de kilómetros de distancia, la pareja llamó al padre de Anifa, que estaba muy enfadado por su desaparición pero no hizo nada para disuadirla de quedarse con Juma, dijo ella. En lugar de eso, su padre viajó para visitarlos y recoger algo de ropa y de dinero como un adelanto por el precio de novia de su hija.
La joven pareja pasó los siguientes años traqueteando a través de la densa selva congoleña, yendo de batalla en batalla. Juma tiene pocas destrezas para en un empleo de tiempos de paz, pero quiere buscar trabajo en las plantaciones en su aldea natal para mantener a su joven familia.
"Soy un hombre", dijo. "Buscaré dinero para criar a mi hijo".
Hay otros gastos que Juma espera arreglar antes de que su familia pueda empezar propiamente una nueva vida: Quiere comprar un anillo de compromiso para Anifa. Y para hacer el matrimonio oficial ante los ojos de la familia de Anifa, quiere comprarle a su suegro esas cabras.
22 de febrero de 2005
27 de febrero de 2005
©washington post
©traducción mQh
"Yo era demasiado joven, pero era mi destino", dijo, sonriendo tímidamente al recordar su boda de tiempos de guerra a una edad en que la mayoría de las niñas en lugares más pacíficos estarían terminando la escuela básica.
No, Anifa dice a todos los que preguntan, que ella no fue violada ni obligada a la esclavitud sexual. Ella simplemente se enamoró de un soldado adolescente llamado Juma y después de un intenso cortejo de dos semanas, se transformó en una esposa del ejército.
Ahora, con la guerra a sus espaldas -terminó oficialmente con un acuerdo de paz en 2002, aunque la violencia ha continuado en algunas partes del país-, Anifa no quiere ora cosa que mudarse a la aldea de su marido y empezar un hogar digno.
Hasta hace poco, la historia de Anifa habría causado miradas tristes, escépticas de los socorristas cuyo trabajo es ayudar a los jóvenes congoleños a volver a casa después de años de haber estado implicados en conflictos con milicias locales y ejércitos del Congo y varios otros países vecinos.
Los socorristas sabían que la violencia sexual contra las mujeres y niñas ha sido usada como una táctica de humillación por combatientes de todos los bandos. Daban por sentado que la mayoría de las niñas en la posición de Anifa habían sido violadas pero no podían confesarlo por el profundo estigma que marca esas agresiones.
Pero con la gentil insistencia de Anifa y otras niñas, ha comenzado a emerger otra imagen: En medio de una epidemia de violaciones, resultó finalmente que al menos algunas adolescentes se convirtieron voluntariamente en novias de la guerra, para no ser dejadas atrás en aldeas destruidas. Siguieron a sus maridos armados, caminando kilómetros de una vez para mantenerse a la altura de una fluida vanguardia. Cocinaban, montaban refugios improvisados, se quedaban embarazadas y, de vez en cuando, encontraron el amor en medio de las condiciones más desoladoras imaginables.
"Somos felices", dijo Anifa, cuya barriga estaba hinchado con el segundo hijo de la pareja. El primero murió en la infancia, una ocurrencia corriente en este asolado país de África central. "A veces tenemos problemas domésticos, pero somos felices".
Ella hablaba suavemente sentada en el piso de tierra de un sucio cuarto en una pensión inaugurada el mes pasado por CARE, un grupo de ayuda internacional con sede en Atlanta. Juma, 17, estaba en una instalación separada y mucho más grande para ex niños soldados del otro lado del Río Congo. A petición de CARE se acordó no publicar sus apellidos.
En una entrevista aparte, Juma contó en gran parte lo mismo sobre su juvenil matrimonio. Dijo que compartía el deseo de Anifa de volver a su aldea y comenzar un hogar juntos. Su casi total falta de educación formal, ropas o enseres, dijo, sería solamente un obstáculo temporal para la vida de familia que imaginaban para sí mismos.
Cuando hablamos sobre su época como soldado, Juma no expresó arrepentimiento por su participación en una guerra que costó la vida de millones de personas, destruyó innumerables aldeas e hizo de un país pobre un país todavía más miserable. "Era la guerra", dijo. "Eso significa que la gente tiene que morir".
Cuando hablamos de Anifa, Juma reveló una cariñosa sonrisa. Lo único que lamentaba, dijo, era que no fuera capaz de darle seis cabras a su padre, la transacción clave para sellar matrimonios aquí. En la locura de la época, los dos simplemente escaparon juntos. Él no mostraba dudas sobre la relación.
"Es mi esposa", dijo Juma, que después de cinco años como soldado, tiene un asomo de mostacho y la mirada ladeada y poco refinada de un atleta de equipo universitaril juvenil. "La amo".
El campo al aire libre donde vive Juma es del tamaño de una cancha de fútbol, con tiendas hechas de láminas de plástico, una sala de clases rudimentaria y armazones de madera como camas. Desde que se abriera hace un año, más de 1.400 niños soldados, algunos de apenas 8 o 9 años, han pasado por aquí mientras se arreglaba su retorno a casa. Aquí reciben comida y educación básica, pero poco más.
No hay planes similares para una instalación para las niñas. Se calcula que en este área 200 se han escapado por sí mismas, volviendo por su cuenta a casa. CARE les ofrece servicios de re-asentamiento desde una oficina central a la orilla del río de la ciudad, que tiene una pequeña calle principal y un largo contingente de tropas de Naciones Unidas y grupos de ayuda.
Pero el mes pasado, el ejército congoleño liberó formalmente a 10 niñas, junto con sus maridos soldados. No había nadie para darle albergue a ellos ni a los bebés que llevaban consigo.
Al principio, los socorristas se sorprendieron al enterarse de que las novias adolescentes quisieran quedarse con los niños soldados a los que consideran sus maridos. Sin embargo, a medida que los socorristas hablaban con las niñas y consideraban sus situaciones -lejos de casa, a menudo con niños de crianza-, se acostumbraron a ver los jóvenes matrimonios de guerra como valiosos de preservar.
Funcionarios de CARE calculan que hay miles de tales uniones en las abrasadoras tierras bajas en los alrededores de Kindu.
"Por supuesto, son demasiado jóvenes. Pero en esas comunidades, ser demasiado joven depende de dónde estés", dijo Diedonne Cirhigiri, director del proyecto de desmovilización de CARE en Kindu.
Anifa, cuyo pelo está trenzado en dos docenas de espigas, supone que tenía 12 o 13 cuando la milicia de Juma llegó a su aldea y montaron un campamento cerca de su casa. Ella era la niña número 11 de 12 hijos, y su madre había muerto pocos años antes. Cuando la milicia de Juma siguió camino, Anifa lo siguió.
Ocho meses después, desde una aldea a varios de kilómetros de distancia, la pareja llamó al padre de Anifa, que estaba muy enfadado por su desaparición pero no hizo nada para disuadirla de quedarse con Juma, dijo ella. En lugar de eso, su padre viajó para visitarlos y recoger algo de ropa y de dinero como un adelanto por el precio de novia de su hija.
La joven pareja pasó los siguientes años traqueteando a través de la densa selva congoleña, yendo de batalla en batalla. Juma tiene pocas destrezas para en un empleo de tiempos de paz, pero quiere buscar trabajo en las plantaciones en su aldea natal para mantener a su joven familia.
"Soy un hombre", dijo. "Buscaré dinero para criar a mi hijo".
Hay otros gastos que Juma espera arreglar antes de que su familia pueda empezar propiamente una nueva vida: Quiere comprar un anillo de compromiso para Anifa. Y para hacer el matrimonio oficial ante los ojos de la familia de Anifa, quiere comprarle a su suegro esas cabras.
22 de febrero de 2005
27 de febrero de 2005
©washington post
©traducción mQh
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