h.s. thompson, lucidez delirante
[Cristóbal Peña] El escritor y periodista fue un prócer de la contracultura norteamericana. Como en sus reportajes, el cronista maldito del Nuevo Periodismo -especie de opuesto complementario de Tom Wolfe- escogió para su vida un final de alto impacto. De un disparo en la cabeza se fue el hombre que patentó un estilo en el que la noticia era él y debía ser contada con los sentidos alterados.
Era el primer encuentro y terminaría con un final estrambótico, absurdo, literalmente explosivo, con hamburguesas volando por los aires, vidrios rotos y gente paralizada. Todo por la broma (o advertencia, o gracia o algo así) de Hunter S. Thompson a Tom Wolfe. Dos de las principales estrellas del Nuevo Periodismo, dos jóvenes celebridades reunidas a fines de los sesenta en un restorán de Nueva York. Wolfe era ya ese exasperante dandy sureño (terno crema, camisa almidonada, corbata y pañuelo de seda) y un año antes había ganado fama con su chispeante novela pop The Electric Kool-Aid Acid Test' (Ponche de Acido Lisérgico, 1968). Thompson, su antítesis -gorrito de lana o gorra de béisbol, jeans deslavados, lentes Ray Ban, colilla de cigarro en los labios- ya era saludado (o agredido) en la calle por ser el autor de un libro-reportaje sobre los Angeles del Infierno (Hell's Angeles', 1966), temidas pandillas de motociclistas en las que se inflitró, granjeándose reconocimiento, una paliza y amenazas de muerte. Este último era un buen pretexto para andar armado. A veces con pistola, otras con escopeta. Pero ese día primaveral de 1969, había preferido algo menos obvio. Debajo de la mesa del restorán, Thompson guardaba un pequeño envoltorio café que había pasado a recoger poco antes. Wolfe lo había acompañado a buscarlo, sin preguntar de qué se trataba. Pero no se contuvo, y en medio del almuerzo cedió a su curiosidad. "Tengo algo aquí que haría desaparecer este restorán en veinte segundos", le contó su amigo, preguntándole si quería verlo. Y aunque el otro dijo no hay problema, no te molestes, ya me imagino, era tarde: Thompson sacaba algo parecido a una lata de crema de afeitar, apretaba la tapa y provocaba lo que Wolfe define como "la más violenta perforación mental que jamás había escuchado". Entonces vinieron las hamburguesas por los aires, los vidrios rotos, la gente paralizada... Son esas cosas que no se olvidan nunca. Una señal de socorro marina, audible a veinte millas bajo el agua, detonada en un restorán. Ese tipo de cosas que se cuentan en ocasiones especiales. Por eso Tom Wolfe la contó esta semana en una columna para The Wall Street Journal: Hunter S. Thompson había muerto. Pero no de modo natural ni menos silencioso. Fiel al estilo gonzo, según el cual el periodista es protagonista y detonante de los hechos, había preferido ser carne de su propia leyenda, pegándose un tiro en la cabeza la noche del pasado domingo.
¡Mozo, Dos Daiquiris!
El segundo encuentro fue en 1976. Esta vez no hubo estruendo pero sí mucho alcohol. Thompson era ya una celebridad nacional emergida desde la contracultura, referente de nuevas generaciones periodísticas que le seguían los pasos, como si eso fuese posible. Años atrás, encomendado por una revista de deportes y acompañado por un supuesto abogado, se había embarcado en un descapotable para un viaje de exceso y descontrol a la ciudad de Las Vegas. La delirante experiencia, narrada en primera persona bajo los efectos combinados del éter, ácido, marihuana y alcohol (la cocaína se voló en el camino), fue publicada por la revista Rolling Stone en 1971 y más tarde en un libro que obtuvo estatus de culto. Más aún con la versión fílmica que en 1998 dirigió Terry Gilliam, con las actuaciones de Johnny Deep y Benicio Del Toro. Después vino el seguimiento a la campaña de reelección de Nixon -"ese oscuro, venal e incurablemente violento lado del carácter americano"-, en paralelo a la campaña demócrata (1972). Su creciente fama de drogo y alcohólico despertó el interés de la prensa por saber de adónde había salido ese tipo. "Fui un delincuente juvenil y sé más de cárceles que la mayoría de los convictos del país. De los 15 a los 18 años mi vida transcurrió entre rejas y las calles", contó a un periodista. Después se supo que había entrado a trabajar en una revista de la marina y al poco tiempo expulsado, y que a fines de los 50 ofició de periodista en un diario de mala muerte de Puerto Rico, donde "el director no sabe ni escribir un titular", según describió en la novela testimonial El diario del ron' (1998). Esos sí que eran buenos tiempos para Thompson. Los mejores. Trabajaba poco y se dedicaba a la bebida y el sexo con mujeres que no pedían exactamente compromiso ("no creo que, en total, llegáramos a decirnos más de cincuenta palabras", escribió de una de sus amantes). Pero a mediados de los 70 el idilio de su juventud se consumía rápido. Estaba casado y vivía en Aspen, Colorado, en una casa fortificada, con armas y perros. Ahí lo encontró Wolfe por segunda vez, invitándolo a un restorán antes de dar una conferencia. "Hunter -escribe el autor de La hoguera de las vanidades'- ordenó dos plátanos y dos daiquiris". Y así se fue, de dos en dos, hasta terminar completamente borracho y ser expulsado de la conferencia. "No cabía en su felicidad", recuerda Wolfe.
Cabeza de Pistola
Con el tiempo se distanciaron, aunque de verdad nunca estuvieron cerca. Thompson siempre se negó a ser encasillado en el Nuevo Periodismo, y a diferencia de Wolfe, su estilo narrativo era directo y seco, vigoroso pero sin mayor pirotecnia. Tampoco coincidieron en lo político. Si Wolfe criticó a la izquierda y se jactó de apoyar a George W. Bush en su reelección, Thompson mantuvo siempre su lealtad con los demócratas. Hasta acá surgen simpatías por este personaje vestido de una aparente corrección política, que incluso escribía sobre deportes en ESPN. Pero Thompson no era correcto ni le gustaba caer simpático. Defendía la libre circulación de drogas y de armas. Apoyó a John Kerry, pero era amigo del ultraderechista Pat Buchanan. Fue militante demócrata y miembro activo de la Asociación Nacional del Rifle (NRA). Es cierto, hasta el último domingo uno podría pensar que apoyaba a la NRA porque necesita estar en guardia ante las amenazas de muerte. Pero ahora se entiende. Hunter S. Thompson necesitaba de un arma para defenderse de sí mismo, cuando llegara la hora.
27 de febrero de 2005
24 de marzo de 2005
©tercera
¡Mozo, Dos Daiquiris!
El segundo encuentro fue en 1976. Esta vez no hubo estruendo pero sí mucho alcohol. Thompson era ya una celebridad nacional emergida desde la contracultura, referente de nuevas generaciones periodísticas que le seguían los pasos, como si eso fuese posible. Años atrás, encomendado por una revista de deportes y acompañado por un supuesto abogado, se había embarcado en un descapotable para un viaje de exceso y descontrol a la ciudad de Las Vegas. La delirante experiencia, narrada en primera persona bajo los efectos combinados del éter, ácido, marihuana y alcohol (la cocaína se voló en el camino), fue publicada por la revista Rolling Stone en 1971 y más tarde en un libro que obtuvo estatus de culto. Más aún con la versión fílmica que en 1998 dirigió Terry Gilliam, con las actuaciones de Johnny Deep y Benicio Del Toro. Después vino el seguimiento a la campaña de reelección de Nixon -"ese oscuro, venal e incurablemente violento lado del carácter americano"-, en paralelo a la campaña demócrata (1972). Su creciente fama de drogo y alcohólico despertó el interés de la prensa por saber de adónde había salido ese tipo. "Fui un delincuente juvenil y sé más de cárceles que la mayoría de los convictos del país. De los 15 a los 18 años mi vida transcurrió entre rejas y las calles", contó a un periodista. Después se supo que había entrado a trabajar en una revista de la marina y al poco tiempo expulsado, y que a fines de los 50 ofició de periodista en un diario de mala muerte de Puerto Rico, donde "el director no sabe ni escribir un titular", según describió en la novela testimonial El diario del ron' (1998). Esos sí que eran buenos tiempos para Thompson. Los mejores. Trabajaba poco y se dedicaba a la bebida y el sexo con mujeres que no pedían exactamente compromiso ("no creo que, en total, llegáramos a decirnos más de cincuenta palabras", escribió de una de sus amantes). Pero a mediados de los 70 el idilio de su juventud se consumía rápido. Estaba casado y vivía en Aspen, Colorado, en una casa fortificada, con armas y perros. Ahí lo encontró Wolfe por segunda vez, invitándolo a un restorán antes de dar una conferencia. "Hunter -escribe el autor de La hoguera de las vanidades'- ordenó dos plátanos y dos daiquiris". Y así se fue, de dos en dos, hasta terminar completamente borracho y ser expulsado de la conferencia. "No cabía en su felicidad", recuerda Wolfe.
Cabeza de Pistola
Con el tiempo se distanciaron, aunque de verdad nunca estuvieron cerca. Thompson siempre se negó a ser encasillado en el Nuevo Periodismo, y a diferencia de Wolfe, su estilo narrativo era directo y seco, vigoroso pero sin mayor pirotecnia. Tampoco coincidieron en lo político. Si Wolfe criticó a la izquierda y se jactó de apoyar a George W. Bush en su reelección, Thompson mantuvo siempre su lealtad con los demócratas. Hasta acá surgen simpatías por este personaje vestido de una aparente corrección política, que incluso escribía sobre deportes en ESPN. Pero Thompson no era correcto ni le gustaba caer simpático. Defendía la libre circulación de drogas y de armas. Apoyó a John Kerry, pero era amigo del ultraderechista Pat Buchanan. Fue militante demócrata y miembro activo de la Asociación Nacional del Rifle (NRA). Es cierto, hasta el último domingo uno podría pensar que apoyaba a la NRA porque necesita estar en guardia ante las amenazas de muerte. Pero ahora se entiende. Hunter S. Thompson necesitaba de un arma para defenderse de sí mismo, cuando llegara la hora.
27 de febrero de 2005
24 de marzo de 2005
©tercera
0 comentarios