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los ricos viven más


[Janny Scott] En la cima se vive no solamente mejor: se vive más.
El ataque al corazón de Jean G. Miele ocurrió en una acera del centro de Manhatan en mayo pasado. Volvía con dos colegas a su trabajo por la Tercera Avenida después de un almuerzo de sushi de varios cientos de dólares. Oyó el ruido sordo del ardor de estómago, el ominoso hormigueo de la transpiración. Entonces Miele, arquitecto, se derrumbó en un tiesto de plantas, sudando frío.
A Will L. Wilson el ataque al corazón lo había sorprendido cuatro días antes en el dormitorio de su casa de piedra rojiza en Bedford-Stuyvesant en Brooklyn. Había estado contándole a su novia los detalles de una cena come-todo-lo-que-puedas que estaba comenzando a lamentar. Wilson, un oficinista de Consolidated Edison, se sentía un poco hinchado. Se dejó caer en la cama. Luego tuvo una sensación de ardor, como si hubiera una plancha en lo más profundo de su pecho.
Los primeros síntomas de problemas los tuvo Ewa Rynczak Gora en su cuarto alquilado en el Brooklyn-Queens Expressway. Era el 4 de julio. Gora, una criada nacida en Polonia, estaba jugando bridge. Se puso a sudar repentinamente, reprimiendo una arcada. Le dijo a su marido que no llamara a la ambulancia; les costaría demasiado. En lugar de eso, trató de recuperarse con un remedio casero: salmuera, una doble dosis de píldoras para la hipertensión y un vaso de vodka.
Arquitecto, empleado de servicios y criada: el ataque al corazón es el gran nivelador, y en esos primeros y terribles momentos, tres neoyorquinos con poco en común hicieron frente a la misma amenaza. Pero en los meses que siguieron, sus experiencias divergieron. La clase social -esa elusiva combinación de ingreso, educación, ocupación y riqueza- jugaron un importante papel en la lucha por recuperarse de Miele, Wilson y Gora.
La clase imbuye todo, desde las circunstancias de sus ataques al corazón a los cuidados de emergencia que recibieron, las casas a las que volvieron y los trabajos que esperaban reiniciar. Modeló su comprensión de su enfermedad, el apoyo que recibieron de sus familias, las relaciones con los médicos. Ayudó a definir su capacidad de cambiar sus vidas y modeló sus posibilidades de mejorar.
La clase es una potente fuerza para la salud y la longevidad en Estados Unidos. Mientras más educación e ingresos tenga la gente, menos probable es que sufran y mueran de enfermedades al corazón, derrame cerebral, diabetes y muchos tipos de cáncer. Los norteamericanos de clase media alta viven más tiempo y en mejores condiciones de salud que los norteamericanos de clase media, que viven más y mejor que los que están abajo en la escala social. Y las brechas se están haciendo cada vez más grandes, dice gente que ha estudiado los factores sociales en la salud.
A medida que los avances en la medicina y en la prevención de enfermedades han aumentado la esperanza de vida en Estados Unidos, los beneficios han sido disfrutados de manera desproporcionada por la gente que tiene educación, dinero, buenos trabajos y conexiones. Están casi siempre en la mejor posición para enterarse de las nuevas informaciones, modificar sus hábitos, sacar ventaja de los últimos tratamientos y tener los costes cubiertos por un seguro.
Muchos de los factores de riesgo de enfermedades crónicas son ahora mucho más comunes entre los menos educados que entre los mejor educados. Fumar ha descendido fuertemente entre los mejor educados, pero no entre los menos educados. La inactividad física es dos veces mayor entre jóvenes que abandonaron los estudios que entre estudiantes universitarios. Es más probable que las mujeres de ingresos bajos tengan sobrepeso, aunque entre los hombres el esquema parece ser el opuesto.
También hay diferencias más sutiles. Algunos investigadores creen ahora que la estrés implicada en trabajos exigentes y poco control más abajo en la escala ocupacional es más perjudicial que la estrés de trabajos profesionales que requieren mayor autonomía y control. Otros están estudiando el impacto de la salud en la inseguridad laboral, la falta de apoyo en el trabajo, y los empleos que hacen difícil obtener un equilibrio entre el trabajo y las obligaciones familiares.
Luego está el tema de las redes sociales y el apoyo, la diferencia en conocimiento, el tiempo y la atención que la familia y amigos de una persona pueden ofrecer. ¿Cuál es el efecto del aislamiento social? También se han estudiado las diferencias entre barrios: ¿Cuán estresante es un barrio? ¿Hay lugares seguros para hacer ejercicios? ¿Cuáles son los efectos de la discriminación en la salud?
El ataque al corazón es una ventana sobre los efectos de la clase en la salud. Los factores de riesgo -fumar, dieta pobre, inactividad, obesidad, hipertensión, alto colesterol y estrés- son todos más comunes entre los menos educados y los menos ricos, el mismo grupo que las investigaciones han demostrado que es menos probable que reciba resucitación cardiopulmonar, cuidados intensivos o que adhiera a cambios de modo de vida después de un ataque cardíaco.
"En los últimos 20 años ha habido enormes avances en el rescate de pacientes con ataque al corazón y en el conocimiento de cómo prevenir un ataque", dijo Ichiro Kawachi, profesor de epidemiología social de la Facultad de Salud Pública de Harvard.
"Es como la difusión de innovaciones: toda vez que se produce una innovación, los ricos son los primeros en adoptarla. En la parte de abajo de la escala, las desventajas las sufren sobre todo los pobres. La dieta ha empeorado. Hay mucho más estrés laboral. La gente pobre tiene menos tiempo para dedicarse a conservar la salud cuando deben hacer malabarismos entre dos trabajos. Las tasas de mortalidad están disminuyendo incluso entre los pobres, pero no va tan rápido como entre los ricos. La brecha se ha hecho más grande".
Bruce G. Link, profesor de epidemiología y ciencias sociomédicas de la Universidad de Columbia, dijo sobre las consecuencias de doble filo del progreso: "Estamos creando diferencias. Es como si estuviéramos transformando la salud, que era como el destino, en una mercadería. Como la distribución de BMW, o del queso de cabra".

El Mejor de los Cuidados
La ventaja de Miele empezó con las dos personas con las que estaba ese 6 de mayo, cuando el revestimiento de su arteria coronaria derecha se rompió, bloqueando la circulación de la sangre hacia su corazón de 66 años. Sus dos colegas sabían lo suficiente como para desechar su petición de llamar a un taxi y pidieron una ambulancia.
Y debido a que estaba en Midtown Manhattan, tenía tres centros médicos importantes cercanos, todos con licencia para proporcionar el mejor cuidado cardíaco. El técnico médico de urgencias en la ambulancia le pidió a Miele que eligiera. Optó por Hospital Tisch, parte del Centro Médico de la Universidad de Nueva York, un centro universitario con pacientes relativamente acomodados, y pasó al Bellevue, un hospital del ayuntamiento que tiene uno de los cuidados intensivos más ocupados de Nueva York.
En minutos Miele estaba en una camilla del laboratorio de caterización a la espera de una angioplastia para desatascar su arteria -un método que muchos cardiólogos dicen que se transformado en la regla de oro en el tratamiento de ataques al corazón. Cuando desarrolló una fibrilación ventricular, una anormalidad del ritmo cardíaco que puede ser fatal en minutos, su problema fue rápidamente solucionado.
Luego, el doctor James N. Slater, 54, un cardiólogo con 25.000 caterizaciones a la espalda, enhebró un catéter a través de una pequeña incisión encima del muslo derecho de Miele y lo dirigió hacia su corazón. Miele yacía en la mesa de operaciones, pensando que iba a morir. Hacia las 3:52 de la tarde, menos de dos horas después de los primeros síntomas de Miele, con la arteria reabierta y Slater implantó una cánula para mantenerla así.
El tiempo es fuerza, dicen los cardiólogos. El daño al corazón de Miele era mínimo. Miele estuvo apenas dos días en el hospital. Su suegra, una cirujano, propuso algunos especialistas. El hermano de Miele, Joel, presidente del directorio de otro hospital, pidió al director del hospital que llamara a la Universidad de Nueva York. "Cortesía profesional", explicó Joel a Miele más tarde. "La idea fundamental es que alguien de la gerencia llame a vigilancia intensiva y diga: ‘Mire, quería cerciorarme de que todo marcha bien'".
Las cosas fueron menos fluidas para Wilson, 53, coordinador de transportes para Con Ed. Pensó fugazmente que tenía indigestión, aunque había tenido antes un ataque al corazón. Su novia insistió en pedir una ambulancia. Otra vez, el técnico médico de urgencias le pidió que eligiera entre dos hospitales -ninguno de los cuales tenía permiso del estado para hacer una angioplastia, el procedimiento aplicado a Miele.
Wilson escogió el Centro Médico Brooklyin por sobre el Hospital Woodhull y Centro de Salud Mental, el hospital del ayuntamiento que atiende a tres de los barrios más pobres de Brooklyn. En el Hospital Brooklyn le dieron una medicina para romper el coágulo que bloqueaba la arteria hacia su corazón. Al principio funcionó, dijo Narinder P. Bhalla, el cardiólogo jefe del hospital, pero el coágulo se volvió a formar.
Así que Bhalla pidió que trasladaran a Wilson al Centro Weill Cornell, del Hospital Presbiteriano de Nueva York, Manhattan, a la mañana siguiente. Allá, Bhalla realizó una angioplastia e implantó una cánula. Interrogado más tarde sobre si Wilson había sido atendido mejor si el ataque le hubiera dado en otro lugar, Bhalla dijo que lo más importante de un caso de ataque al corazón es llevar al paciente lo más rápidamente posible a un hospital.
Pero agregó: "En este caso, sí; habría estado mucho mejor si hubiera sido llevado a un hospital donde hicieran angioplastias".
Wilson pasó cinco días en el hospital antes de volver a casa con las mismas y carísimas medicinas que estaría ingiriendo Miele y con instrucciones similares de cambiar su dieta y hacer ejercicios regularmente. Tras su primer ataque en 2000, dejó de fumar; pero cuando se empezó a sentir mejor, dejó de tomar varias de las medicinas, volvió a comer carnes rojas y alimentos fritos y dejó de lado los ejercicios.
Esta vez sería diferente, juró: "No creo que sobreviva otro ataque".

La experiencia de Gora fue la más complicada. Primero, ella dudó antes de permitir que su marido llamara una ambulancia; tenía la esperanza de que los síntomas desaparecieran. Él insistió; pero cuando llegó la ambulancia, el técnico médico la tuvo que convencer de que se subiera. No le preguntaron a qué hospital quería ir; simplemente la llevaron al Woodhull, el hospital del ayuntamiento que Wilson había rechazado.
Había mucho ajetreo en el Woodhull cuando llegó Gora, hacia las 10:30 de la noche. Una enfermera selectiva la clasificó como de condición estable y le dio "alta prioridad". Dos horas más tarde, un doctor asistente y el doctor a cargo la examinaron nuevamente y ella se quejó de dolor en el pecho, respiración corta y palpitaciones de corazón. En las siguientes horas, los análisis confirmaron que estaba sufriendo un ataque al corazón.
Le dieron medicinas para prevenir que se le coagulara la sangre y controlaron su presión sanguínea, un tratamiento que funcionarios de Woodhull dicen que es el procedimiento normal para el tipo de ataque al corazón que estaba sufriendo ella. El ataque al corazón pasó. Al día siguiente Gora fue trasladada al Bellevue, el hospital que Miele había rechazado, para un angioplastia para evaluar el riesgo de un segundo ataque al corazón.
Pero Gora, que tenía 59 años en ese entonces, llegó al Bellevue con fiebre y la angioplastia tuvo que ser cancelada. Permaneció en el Bellevue durante dos semanas, y debió ser tratada por una infección. Finalmente la enviaron a casa. Nunca le hicieron una angioplastia.

Comodidades y Riesgos
Miele es miembro de la clase media alta de Nueva York. Hijo de un arquitecto y de una artista, se hizo camino hasta la universidad conduciendo un camión de helados y tapizando butacas de teatro. Pasó dos años en las fuerzas armadas y luego se unió a la firma de su padre, donde construyó una práctica no sólo como arquitecto sino también como arbitrador y perito judicial, con propiedades inmobiliarias como actividad secundaria.
Miele es el tipo de personas que logra que las cosas ocurran. Compró una casa por 21.000 dólares en la sección de Park Slope de Brooklyn, la vendió en 285.000 dólares 15 años después y usó el dinero para construir su actual casa en el terreno aledaño, por un valor de 2 millones de dólares. En Brookhaven, en Long Island, compró una casa abandonada en un sitio de 0.40 hectáreas, anexó varios lotes adyacentes y creó lo que es ahora un terreno de 1.60 hectáreas y tres casas con una entrada serpenteante y un invernadero de 600 metros cuadrados que usa como almacén para su colección de Jaguares clásicos.
Los socios arquitectos de Miele bromeaban de vez en cuando que él no estaba en el oficio por el dinero, lo que es en cierto sentido verdad. Ya sabía cómo transformarse en millonario, decía, incluso antes de que lo fuera. En los últimos 20 años había trabajado semanas de cuatro días, pasaba largos fines de semana con su familia, navegando o haciendo vela en Bellport Bay y rearmando coches.
Miele nunca pensó que le daría un ataque al corazón -incluso aunque sus dos padres murieron de enfermedades cardíacas; incluso aunque su hermano debió despejar sus arterias; incluso aunque él mismo tomaba medicinas para la hipertensión, sus niveles de colesterol eran muy altos y su doctor le había sugerido que perdiera peso.
Era un chef apasionado que otorgaba gran importancia a la calidad de los ingredientes frescos del huerto de Miele o de los verduleros de Park Slope. Sus desayunos pueden haber sido una pesadilla para los cardiólogos -huevos, salchicha, tocino, cabellos de ángel con un huevo escalfado-, pero él consideraba que su salsa marinara era la perfección hecha salud: solamente ajo, aceite, tomates, sal y pimienta.
Pero pensaba que había algo más que actuaba a su favor: era feliz. Adoraba a su segunda esposa, Lori, 23 años más joven, y su hija de 6, Emma. Vivía a dos calles de sus dos hermanas y de dos de sus tres hijos adultos de su primer matrimonio. La casa estaba regularmente inundada de invitados, incluyendo a la ex esposa de Miele y su marido. Parecía conocer a la mitad de la gente de Park Slope.
"Camino por la calle y me siento bien todos los días", dijo Miele, un personaje gregario con parpadeantes ojos azules y una predilección por las camisetas y vaqueros usados, sobre su vecindario. "Y sí, me da un sentimiento de bienestar".
Su idea de su salud era utilitaria. Cuando se rompen partes del cuerpo, las reparas para poder seguir haciendo lo que te gusta. Así que se operó de una hernia, del manguito rotatorio, y por un problema del túnel carpiano. Pero ocasionalmente también se mostró negligente. En marzo de 2004, su doctor le sugirió que se sometiera a una prueba de estrés después de que Miele se quejara de que le faltaba al aire. El 6 de mayo la receta todavía estaba colgando de la puerta de la despensa de la cocina.
Un importante vínculo en la red de seguridad que recogió a Miele era su esposa, ex ejecutiva de una fábrica de suéteres que había dejado de trabajar para criar a Emma, pero también administraba las propiedades inmobiliarias. Cuando Miele todavía estaba en el hospital, ella estaba en internet, buscando ‘cánula' en Google.
Ella llevaba sus citas médicas. Ella recogía las prescripciones. Una tarde que salió de casa, pegó la tarjeta de visita de su cardiólogo en el sillón donde estaba sentado él. "Llama al doctor Hayes y dile que has estado tosiendo", le dijo, colocándole los dedos en sus hombros. Treinta minutos más tarde llamó a casa para chequear.
Lo apoyaba gentilmente, redujo su consumo semanal de huevos a dos, de siete. Encontró pasta de trigo fresca entera y la cocinó con salchicha de pavo y brécol. Sabía leer las etiquetas de nutrición.
La señora Miele se ocupó de los contactos con el hospital y las compañías de seguro. Acompañaba a Miele a las citas con su doctor, y memorizaba las dosis farmacéuticas.
"Puedo marcharme y dejar que ella responda todas las preguntas", dijo Miele a su cardiólogo un día, el doctor Richard M. Hayes.
"Está bien, ¿por qué no se marcha?", respondió Hayes. "¿También le puede examinar?"
Con el apoyo de su esposa, Mieler se propuso bajar 15 kilos. Su consumo de pasta bajó en picado a un plato a la semana, en lugar de dos al día. No era difícil comer sano en las cocinas de los Miele. Incluso el ‘automático de comida basura' de Park Slope estaba atiborrado de cosas como chips de banana y almendras grapiñadas. Los almuerzos en Brookhaven iban directamente de la huerta a la mesa: tomates con albahaca, berenjena, maíz, tempura de flores de calabaza.
A instancias de Hayes, Miele se inscribió en un programa de ejercicios supervisados de tres meses, llamado rehabilitación cardíaca, que ha reducido en un 20 por ciento la tasa de mortalidad entre pacientes cardíacos. El seguro de Miele cubría los costes. Incluso se las arregló para minimizar las inconveniencias, y encontró un curso a 10 minutos de su casa de campo.
Gozaba del lujo de no tener que correr al trabajo. A principios de junio había decidido que se tomaría el verano libre, y quizás reduciría su jornada semanal cuando volviera a la firma.
"Sabes, mientras más lo pienso, menos ganas tengo de volver al trabajo", dijo. "No veo la ventaja. Quiero decir, está el asunto del dinero. Pero en esto tienes que dejar de pensar en el dinero".
Así que puso una nueva capota en su Corvair 1964. Presidió una extensa reunión familiar, remplazó el cambiador de calor de su velero y convirtió su desvencijado invernadero en un completo taller. Su peso bajó de 96 a 85 kilos. Dobló la intensidad de sus ejercicios. Su presión sanguínea era más baja que nunca.
Miele vio a Hayes sólo dos veces en seis meses, para chequeos rutinarios. Se sabía que se marchaba del consultorio del doctor si este no se aparecía en 20 minutos, pero Hayes no lo hacía esperar. Los Miele eran llevados a la sala de diagnósticos a la hora indicada. Alentados por la evidente recuperación de Miele, salían a almorzar en el centro de Manhattan. Esas tardes tenían el aire de citas espontáneas.
"Mi esposa me dice que estoy haciendo días de 14 horas", meditó Miele una tarde, cortando un pollo frío en rebanadas y poniendo encima tomates frescos. "Me dijo: ‘Estás mejor que hace 10 años'. Yo le dije: ‘Hace una semana que no tenemos sexo'. Y me dijo: ‘¿Qué esperas?'"
Pero pasó algo desagradable. Los socios de Miele le informaron a fines de julio que querían que se retirara. Lo pilló con la guardia baja, y le dolió. Dijo que él estaba oficialmente incapacitado y por eso debían pagarle hasta el 5 de mayo de 2005. "Quiero decir, un tipo tiene un ataque al corazón", dijo más tarde, "¿y lo despides cuando está enfermo?"

Tibios Esfuerzos de Reforma
Will Wilson corresponde precisamente con la clase media de la ciudad. Sus padres eran aparceros, se habían mudado hacia el norte y se habían transformado él en maquinista, ella en enfermera. Él creció en Bedford-Stuyvesant y había pasado 34 años con Con Ed. Su salario anual era de 73.000 dólares, tenía 5 semanas de vacaciones, seguro médico, una casa de 450.000 dólares y planes de jubilar a los 55 en Carolina del Norte.
Wilson había soñado con estudiar arquitectura. Pero no había dinero para la matrícula universitaria, así que encontró un trabajo como empleado. A los 22 tenía dos niños. Él consideró volver a los estudios y, con ayuda de la compañía, estudiar ingeniería. Pero con los turnos de trabajo, y los hijos pequeños, nunca tuvo tiempo.
Durante años fue un empalmador de cables de alto voltaje, un trabajo que le encantaba porque había que trabajar fuera y tenía un montón de autonomía y horas extra. Pero una noche de nieve a principios de los años ochenta, un coche derrapó contra un poste, que cayó sobre su espalda. Un doctor sugirió que Wilson aprendiera a vivir con el dolor en lugar de someterse a una intervención de hernia, como había hecho Miele.
Así que Wilson se transformó en un técnico de laboratorio, luego en coordinador de transporte, y trabajaba en un local en un edificio bajo de Astoria, Queens, supervisando las entregas de combustible para la flota de la compañía. Alguna gente puede pensar que su trabajo era aburrido, dijo Wilson, "pero te mantiene ocupado".
"A veces piensas en tus experiencias pasadas y te das cuenta de que si hubieras hecho las cosas de otro modo, estarías en otra parte", dijo. "No lo pienso demasiado porque no tengo una posición negativa. Pero sí te dices: ‘Bueno, joder, debería haber hecho esto o eso'".
La salud de Wilson no era mala, pero estaba lejos de ser perfecta. Había dejado de beber y de fumar, pero tenía el colesterol alto, hipertensión y diabetes. Era delgado, de 1.80m de estatura y justo por debajo de los 77 kilos. Cree que su primer ataque al corazón tenía que ver con el cigarrillo, la dieta y la estrés de un divorcio difícil.
Sus primeros intentos de reformar sus hábitos de alimentación fueron desganados. Cuando se sentía mejor, dejaba de tomar las medicinas para el colesterol y la hipertensión. Cuando su cardiólogo se mudó y refirió a Wilson a otro doctor, se molestó con lo que consideraba la rudeza del personal. En lugar de exigir un buen trato o de buscar a otro especialista, Wilson dejó de ir.
Para cuando Bhalla atendió a Wilson en el Hospital Brooklyn, había daños en las tres principales áreas del corazón. Bhalla le prescribió media docena de medicinas para reducir el colesterol de Wilson, impedir la coagulación y controlar su presión sanguínea.
"Tiene que portarse bien", dijo Bhalla. "Tiene que prestar más atención a la medicación. Realmente tiene que empezar una dieta, de cereales, sin carnes rojas, sin grasa. Nada de grasa".
Wilson creció comiendo lo que preparaba su madre: pollo frito, chuletas de cerdo y macarrones y queso. Se encontraba con esos alimentos en las fiestas de vacaciones y para las grandes ocasiones. Había tiendas de rosquillas y de pollo frito en su vecindario; pero la novia de Wilson, Melvina Murrell Green, encontró que era difícil encontrar productos frescos y pescados.
"La gente de mi círculo no mira los alimentos como, sabes, si tuvieran grasa", dijo Wilson. "No creo que eso vaya a cambiar. Es la costumbre".
En el restaurante Red Lobster [Langosta Roja], Green pediría pollo y Wilson tendría salmón -más un segundo de gambas fritas. "Todavía tiene problemas con los mariscos fritos", dijo la señora Green, compasiva.
Los cereales seguían siendo misteriosos. "Tenemos que trabajar en eso", dijo. "Bueno, hace poco compramos una bolsa de granos de algo. Yo no estoy acostumbrada a eso. Lo pusimos encima de los cereales. Sabe bien".
En agosto la presión sanguínea de Green subió fuertemente. El culpable resultó ser una receta de pavo picante que ella y Wilson habían descubierto: todos los ingredientes, excepto el pavo, eran enlatados. Se quedó choqueada cuando su doctor le señaló el contenido en sal. La cantina de Con Ed también era problemática. Así que Wilson empezó a conducir todos los días al Best Yet Market [El Mejor Hasta Ahora], en Astoria, para almorzar pescando en el bar de ensaladas.
Bhalla había propuesto que Wilson hiciera ejercicios de caminatas. Había un pequeño espacio abierto en el vecindario, así que Wilson y Green a menudo conducían hasta ahí a dar un paseo. A mediados de octubre él empezó un programa de rehabilitación como el de Miele, sólo que menos conveniente. Tenía que conducir hasta Manhattan después del trabajo, durante el pique de la tarde, tres veces a la semana. Luego un desconocido amenazó con abollar el coche de Wilson en una riña por un lugar libre, y Wilson se pasó al metro.
Durante un tiempo pensó en solicitar la incapacidad permanente. Pero Con Ed le permitía volver al trabajo "con restricciones", así que decidió volver, con planes para jubilarse en un año y medio. La semana antes de volver, él y Green hicieron un cruce de siete días a Nassau. Fue toda una revelación.
"Eso me ayudó a darme cuenta que todavía hay un montón de cosas más que hacer en la vida", dijo. "Creo que un montón de gente se niega a sí misma algunas cosas en la vida, postergando algunas diciendo que lo harás más tarde. Ese ‘más tarde' no llega nunca".

Ignorando los Riesgos
Gora pertenece a la clase trabajadora. Hija de un chofer de autobús, llegó desde Cracovia a Nueva York a comienzo de los años noventa, dejando en su país a un hijo adulto. Trabajaba como criada en una residencia para ancianos de Manhattan, haciendo las camas y aseando los servicios. Dijo que su ingreso anual era de 21.000 a 23.000 al año, con un seguro de salud a través de su sindicato.
Pagaba 365 dólares por una habitación en el apartamento de una amiga en Brooklyn, en una calle de hileras de casas recubiertas de latón y banderas estadounidenses. Usaba el baño y cocina de su amiga. Llevaba siete años en la lista de espera para un apartamento subvencionado de un dormitorio en el vecino vecindario de Williamsburg. Entretanto, se había hecho con un compañero de piso: Edward Gora, un obrero de eliminación de asbesto, recién llegado de Polonia y 10 años más joven que ella, con el que se casó en 2003.
Como Miele, Gora nunca pensó que corría el riesgo de sufrir un ataque al corazón, aunque tenía sobrepeso, hipertensión y llevaba fumando 30 años, y que su padre y su madre habían muerto de ataques al corazón. Tenía numerosos problemas de salud, los que trataba selectivamente, tratándose de dolor de espalda, úlceras, etcétera, hasta que el tratamiento resultaba demasiado caro o inconveniente, o su seguro médico se negaba a pagar.
"Mi doctora dijo: ‘Ewa, ten cuidado con el colesterol'", dijo Gora, cuyo rudimentario sentido de propiedad traído del Viejo Mundo, la hacía ponerse tacos altos y maquillaje toda vez que tenía que ir al Hospital Bellevue. "Cuando ella dijo eso, no pensé nada; no me interesa. Porque no creo que me pase a mí. O pienso que lo dijo porque, como doctora, lo tiene que decir. Como los cigarrillos: la doctora me decía siempre que dejara de fumar. Y cuando salía de la consulta, encendía uno".
Gora tenía debilidad por el tope de la pirámide alimenticia. Creció comiendo las chuletas de cerdo fritas de su madre, costillar y albóndigas -todas cocinadas con manteca de cerdo- y en Estados Unidos se transformó en una aficionada de las pizzas, las hamburguesas y las patatas fritas. La comida rápida era no sólo sabrosa, sino además pagable. "Yo como terrible", dijo alegremente desde su cama en el Bellevue. "Me gusta la comida con grasa y la comida rápida. Y los cigarrillos".
Le encantaba la sensación de tener un cigarrillo entre sus dedos, el rítmico sube y baja al llevárselo a los labios. Con ayuda de su ordenador, descubrió cómo comprar Marlboros online a sólo 2.49 dólares la cajetilla. Su marido fumaba, sus amigos fumaban. Todos sus conocidos adoraban el tabaco y el bistec.
Su vida era físicamente exigente. Debía levantarse a las 6 de la mañana para coger el bus hacia el metro, transbordar tres veces y llegar al trabajo a las ocho. Hacía 25 a 30 camas, pasaba la aspiradora, sacaba la basura. Sin embargo, dice que le encantaba su vida. "Creo que Estados Unidos es El Dorado", dijo. "Porque en Polonia ahora es terrible; muy poco dinero. Aquí, no tengo mucho, pero vivo normal. Tengo suficiente, no para vivir como rico, pero sí para una vida normal".
La naturaleza precisa de la afección de Gora estaba lejos de ser clara incluso después de dos visitas al Bellevue. En sus primeras semanas en casa, seguía sin convencerse de que había tenido un ataque al corazón. Llegó a la clínica de cardiología de Bellevue para su primer control pensando que seguiría cualquier tratamiento adecuado, que se desbloquearía lo que estuviera bloqueado, y que volvería a trabajar.
Jad Swingle, un médico que completa su especialidad en cardiología, guió a Gora a través de una atiborrada sala de espera hacia una de reconocimiento médico. Apretaba en la mano un papelito con las palabras que había traducido del polaco usando su diccionario de bolsillo: "mareada", "ingle", "transpiración". El doctor Swingle les hizo algunas preguntas, hablando lentamente. ¿Siente malestar en el pecho? ¿Le falta el aire cuando camina?
Finalmente ella lo interrumpió: "Doctor, no sé lo que tengo, por eso estoy en el hospital. ¿Qué es esto de un ataque al corazón? No sé porque me dio eso. ¿Qué tengo que hacer para que no me vuelva a pasar?"
Nadie le había explicado esas cosas, pensaba Gora. ¿O, se preguntaba, no había entendido bien? Se sentó en la camilla con los tobillos cruzados, reducida por el ambiente a una obediente y grande niña. Swingle la examinó, luego dijo que respondería sus preguntas "de un modo que pueda entender". Empezó a explicarle lo que era un ataque al corazón: cómo se encogía la arteria, la obstrucción, la muerte parcial del miocardio.
Gora miró sobresaltada.
"¿Mi músculo está muerto?", preguntó.
Swingle asintió.
¿Qué con el tratamiento que no se hizo nunca?
"No estoy seguro de que un angiograma le ayude", dijo. Tenía que dejar de fumar, tomar las medicinas, caminar, y volver en un mes.
"¿Sigue muerto mi miocardio?", preguntó de nuevo, incrédula.
"Una vez que muere, muere", dijo Swingle. "No hay modo de volverlo a la vida".
Fuera, Gora caminó tambaleando hacia el metro, 14 manzanas más allá, en sus sandalias de taco alto rosadas con un ángulo de 89 grados. "Me siento decaída", dijo, inusitadamente abatida. "Ahora me preocupo. Es como tener una mano sin dedos".
Si los encuentros de Miele con la profesión médica en los primeros meses después de su ataque fueron ocasionales y eficientes, los de Gora fueron todo lo contrario. Mientras el primero vio a su cardiólogo sólo dos veces, Gora, abrumada por las complicaciones, vio al suyo una docena de veces. Entretanto, su ataque parecía haber desencadenado toda una serie de otros problemas.
En un escáner CAT en el Bellevue se detectó un crecimiento de glándula adrenal, provocando una visita al endocrinólogo. Un viejo problema en la rodilla volvió a revivir; un ortopedista recomendó operar. Una alarmante erupción púrpura apareció en su pierna la llevó a ver al dermatólogo. Debido a su ataque, se había suspendido la terapia de remplazo de hormonas y sudaba constantemente. Se rompió un dedo gordo al tropezar en un bache y hubo de ponerle puntos.
Sin dinero ni conexiones, tareas moderadas consumían días enteros. Una cita con el cardiólogo coincidió con un aguacero que paralizó la ciudad. Gora debía estar en el laboratorio del hospital a las 8 de la mañana para sacarse sangre y volver a la clínica a la 1 de la tarde. Entretanto, quería reunirse con su patrón para hablar sobre sus pagos por incapacidad. A las 4 de la tarde tenía una cita en Brooklyn para ver su rodilla.
Así, a las 7 de la mañana se arrastró por la lluvia hasta el bus y el metro y otro hasta el Hospital Bellevue. Estaba esperando fuera cuando el laboratorio abrió sus puertas. Luego cogió un autobús hacia el centro y un tráfico congestionado, transbordó, descendió hasta el metro del Grand Central Terminal, llegó a Times Square, se enteró de que el servicio estaba suspendido por inundación, subió la escalinata hasta la Calle 42, se hizo camino entre enfadadas multitudes peleando por los buses y entró a otra línea del metro.
Llegó a su trabajo una hora y media después de salir del Bellevue; si hubiera tenido dinero, habría hecho el trayecto en taxi, en 20 minutos. Su patrón no estaba. Así que volvió al Bellevue y esperó hasta las 2:35, para su cita de 1 de la tarde. Como siempre, le pidió a Swingle que la dejara volver al trabajo. Cuando él insistió en que debía hacerse primero un análisis de estrés, una recepcionista le fijó la primera cita disponible siete semanas después.
Entretando, Gora estaba tratando de dejar de fumar. Tuvo que dejarlo en el hospital, y luego volvió a casa donde su marido y la vecina eran los dos fumadores. Para ayudarlo, el señor Gora fumaba en la cocina que compartían en el cuarto de al lado. Estaba fuera la mayor parte del día, porque trabajaba dos turnos. Sola y aburrida, Gora empezó a fumar de nuevo, luego llamó al programa del Bellevue para dejar de fumar y se inscribió.
Durante los siguientes meses iba regularmente a su "departamento de fumadores" en el Bellevue. Un asistente le daba parches de nicotina y asesoría, que para ella no era siempre fácil llevar a cabo: no se quede en casa, ocúpese en algo, evite la estrés, satisfaga la ansiedad con, digamos, caramelos. El asistente le sugirió un grupo de apoyo, pero Gora se avergonzaba demasiado de su inglés. Incluso así, con el tiempo su ansiedad por el tabaco empezó a disminuir.
Pero había una pega: Gora estaba subiendo de peso.
Para dejar de fumar, estaba comiendo. Su trabajo habían sido sus ejercicios y ahora no podía trabajar. Swingle propuso una rehabilitación cardíaca, dejando a Gora la tarea de encontrar un programa y encargarse de seguirlo. Gora lo dejó pasar. En cuanto a la dieta, había jurado limitarse al pollo, pavo, lechuga, tomates y requesones poco grasos. Pero se cansó de eso. Empezó a comer galletas a escondidas.
Hacía comidas aparte para el señor Gora, que no estaba inclinado a cambiar sus hábitos alimenticios. Le preparaba albóndigas con salsa, hígado, sopa de costillar de cerdo. Un día a mediados de octubre se sirvió una de las chuletas de cerdo fritas de él y pronto estaba comiendo lo mismo que él. Como alternativa a comer bizcochos mientras miraba televisión, empezó a comer frutos secos, a razón de medio kilo por sesión.
Recorriendo la tienda 99 Cent Wonder [Milagros a 99 Centavos], donde los congeladores están llenos de productos como el Menú Económico de Rigatoni con Salsa de Crema, sacó un pequeño paquete de fruta seca: 2 porciones y media, 13 gramos grasa por porción. "Me puedo comer hasta cinco de esos", confesó, pasando por alto la etiqueta de nutrición. No cinco porciones, sino cinco bolsas.
Volviendo a casa después de una pesada tarde en la oficina de un complejo de apartamentos en Williamsburg, donde el tan largamente esperado apartamento parecía eternamente fuera de su alcance, Gora entró a una panadería y salió con un donut, el primero desde su ataque al corazón. Encontró una banca en el parque donde antes de sentaba a leer y fumar. Mientras comía el donut, con el azúcar cayendo como copos nieve sorbe su pecho, dijo con pesar: "Echo de menos mis cigarrillos".
Quería volver a trabajo. Se sentía incómoda dependiendo del señor Gora para el dinero. Estaba preocupada de que volverse indolente y perder su inglés. Sus pagas por incapacidad, para las que necesitaba una carta del doctor todos los meses, llegaban justo a la mitad de sus 331 dólares semanales. Una vez gastó horas buscando a la persona correcta en el Bellevue sólo para entregarle la carta y le dijeran que volviera dos días después.
Las devoluciones por sus recetas llegaban a 80 dólares al mes. Empezaron a llegar impresiones del farmacéutico: "Beneficio máximo superado". Se pasó al seguro de salud de su marido. Dos veces el Bellevue le envió cuentas por montos de dinero imposibles de pagar por servicios que se suponía que cubría su seguro. Las dos veces gastó horas viajando a Manhattan a las oficinas del hospital para preguntar por qué le enviaban esa cuenta. Las dos veces al atendió una recepcionista, hizo una llamada, dijo que la factura era un error y le dijo que lo ignorara.
Cuando finalmente hizo el test de estrés, Swingle dijo que los resultados demostraban que no estaba suficientemente bien como para volver a trabajar jornada completa. Le dio permiso para que trabajara a tiempo parcial, pero su patrón le dijo que ni lo pensara. Para noviembre, su peso había subido de 83 en julio a 89 kilos. Sus niveles de colesterol eran tenazmente altos y su presión estaba alta, a pesar de la medicación.
Desesperada, Gora se embarcó en una curiosa y poco sana dieta recortada de un diario en polaco. Primer día: dos huevos duros, un bistec, un tomate, espinaca, lechuga con limón y aceite de oliva. Otro día: café, zanahorias ralladas, requesón y tres vaso de yogur. Y otro más: sólo bistec. Gora decidió no contárselo a Swingle. "Tengo miedo de que me diga que no, no pierdo peso", dijo.

Recuperaciones Desiguales
Para la primavera, el ataque al corazón de Miele, extraordinariamente, lo había dejado mejor. Había perdido 15 kilos y hacía ejercicios cinco veces a la semana y subía las escaleras del metro de dos peldaños cada vez. Se había jubilado de la firma en los términos que quería. Estaba trabajando en casa, facturando 225 dólares por hora. Más dinero en menos tiempo, dijo. Su presión sanguínea y colesterol estaban bajos. "Lo está haciendo muy bien", dijo el doctor Hayes. "Lo está haciendo mejor que el 99 por ciento de mis pacientes".
El ataque de Wilson había sido un retroceso. Su función cardíaca siguió dañada, aunque mejoró algo desde mayo. En un chequeo reciente, su presión sanguínea y su peso habían subido un poco. Todavía comía gambas fritas, a veces, pero se tomaba diligentemente sus medicinas. Terminó su rehabilitación con planes de unirse a un club de salud con una piscina. Y estaba ansioso de jubilarse.
La vida y salud de Gora se hicieron cada vez más complejas. Con la reluctante aprobación de Swingle, volvió a trabajar en noviembre. Se mudó al apartamento en Williamsburg, donde tuvo cocina y baño propio por primera vez en siete años. Pero empezó a recibir llamadas telefónicas amenazadoras de una agencia de cobros judiciales para que pagara una vieja cuenta que su seguro se negó a cubrir. Su marido, con neumonía doble, estuvo sin trabajo durante semanas.
Se operó de la rodilla en enero. Pero la operación la dejó imposibilitada de caminar. Su peso llegó a 91 kilos. Cuando la dieta falló, pensó en seguir otra que consistía en gran parte en frutas y verduras salpicadas con hierbas en polvo. Su presión y colesterol seguían terriblemente altos. Le habían advertido que ahora estaba a punto de convertirse en una diabética.
"Te estás transformando en una paciente de tiempo completo, ¿no?", dijo el doctor Swingle.

16 de mayo de 2005
©new york times
©traducción mQh

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