brigada de homicidios
[Jill Leovy] Un niño que fue a comprar. Hubo disparos. El asesinato lo resolvió la brigada de Homicidios.
[Miércoles] El detective de homicidios de Los Angeles, John Zambos, estaba parado en la esquina de la calle 101 y Figueroa, escudriñando un Chevrolet Suburban verde de coronas plateadas.
En el asiento del conductor había un hombre con pantalones de trabajo azul oscuro, una camiseta gris Southpole y un pendiente de lentejuelas. Su cabeza estaba echada hacia atrás, la boca entreabierta. Tenía las manos con las palmas hacia arriba sobre sus rodillas, como si se hubiese quedado dormido recién.
Zambos miró su cara: las mejillas redondas, como las de un niño, y la barba de varios días. La única herida visible era un diminuto agujero en la sien. Gotas de sangre, todavía húmedas, brillaban en su camiseta. En el asiento del pasajero había una caja de comida para llevar.
Eran casi las 8:30 del 1 de diciembre, una mañana fría y soleada. Algunas personas se habían acercado. Una brisa sacudió las páginas de la libreta de Zambos, que estaba abierta sobre el capó de su Buick Mercury.
Zambos, 47, casi se agarró a golpes con los paramédicos cuando trataron de cubrir con una manta el cuerpo de la víctima. Zambos los ahuyentó. Estaba decidido a proteger las huellas digitales y cualquier otra evidencia.
Por una vez, Zambos había sido el primero en llegar al lugar del crimen. Esta investigación sería perfecta.
Zambos era uno de los 12 detectives de Homicidios que trabajaban en Watts y vecindarios circundantes para la División Sur del Departamento de Policía de Los Angeles LAPD.
La brigada manejaba la mayor cantidad de casos de la ciudad, pero los asesinatos rara vez llegaban a primera plana. A veces a Zambos y a sus colegas les parecía que si a ellos no les importaba, no le importaría a nadie. Mientras atención recibían sus casos, más esfuerzos ponían.
Zambos se apoyó contra su coche, agitando un boli en una mano. "Una bala en la sien, otra en el cuerpo", dijo con brusquedad en un móvil. "Afroamericano, creo que en la treintena".
Al otro lado, en la comisaría, estaba el detective Sal LaBarbera, su jefe. LaBarbera, 45, tenía el pelo negro, y era un transplantado del Bronx conocido por trabajar las 24 horas del día. Su móvil estaba siempre sonando, y se aparecía a casi todos los llamados de homicidios, a veces a las 3 de la mañana.
LaBarbera gritó a sus detectives: "¡101 y Figueroa!"
De dos en dos, los colegas de Zambos se subieron a sedanes sin matrícula. LaBarbera avanzó a grandes zancadas hacia los testigos acurrucados debajo del toldo del puesto de hamburguesas Tam, resuelto a no dejar escapar a nadie.
Zambos era el segundo en el mando de la brigada de Homicidios del sudeste. Pero no era realmente un administrador y tendía a olvidarlo todo, excepto el caso que tenía entre manos. Eso dejaba a LaBarbera inquieto sobre los problemas de la unidad: cómo impedir que sus detectives se quemaran, cómo reclutar a más agentes para la brigada de Homicidios.
Pero LaBarbera se preocupaba sobre todo de los casos no resueltos.
En un remolque detrás de la comisaría del Sudeste, los detectives de LaBarbera habían construido un archivo para los viejos casos. Casi 700 asesinatos no resueltos, algunos de los cuales se remontaban a 1978, atiborraban los libreros caseros.
El remolque acosaba a LaBarbera -700 familias afligidas, los asesinos todavía libres.
Ahora, en el lugar de los hechos del homicidio número 71 del año para la comisaría del Sudeste, se apoyó en un coche, leyendo tarjetas de entrevistas rellenadas por agentes uniformados. Cada una tenía nombre y dirección garabateadas a toda prisa.
A las 9:43 de la mañana llegó la furgoneta del juez de instrucción. "¿Algún dato sospechoso?", preguntó un detective del juez.
"Hombre, negro", respondió LaBarbera, secamente.
Alguien estalló en carcajadas. "Bueno, eso sí que nos ahorra trabajo", dijo uno de los hombres del juez.
Un detective se puso guantes y recogió restos de pólvora de las manos del muerto. Mientras trabajaba, sonó el móvil. Sus ojos viajaron por el cuerpo de la víctima antes de encontrarlo entre sus ropas.
"¿Alguien quiere responder?", preguntó a los detectives.
Ahora el sol estaba más arriba. En la hamburguesería Tam, la gente hacía cola para el desayuno.
LaBarbera dio un golpecito a su reloj. "Queremos que las cosas sigan moviéndose", dijo.
Este asesinato no terminaría en el remolque de los casos no resueltos.
Los detectives se reagruparon detrás de la comisaría del Sudeste -conocida como "calle 108" por su ubicación en la esquina de la calle 108 con las calles principales-, un edificio de ladrillos, de dos pisos, al este de la Autopista del Puerto de Los Angeles.
La brigada de homicidios de LaBarbera -ocho detectives y tres aprendices- trabajaban en el fondo de una enorme oficina sin ventanas en la planta baja.
La comisaría había sido remodelada ese otoño. Habían desaparecido los escritorios de madera y las pizarras de corcho. El nuevo aspecto era más moderno: coberturas de cristal en los escritorios, y cubículos.
LaBarbera lo odiaba. Las particiones a mitad de cadera hacían difícil la conversación entre los detectives. Peor, la remodelación no incluía un cuarto de interrogatorios con equipos de interceptación y espejo transparente.
Los detectives tenían que entrevistar a la gente en las despensas, en sus escritorios o en un pequeño cuarto sin ventanas y mala acústica.
El LAPD tenía algunos de los equipos más avanzados del mundo. Pero los detectives competían por ordenadores y coches escasos, y pagaban de su bolsillo los móviles y las grabadoras. Trataban de engañar a los sospechosos haciéndoles creer que podían mejorar las tomas de video de las cámaras de seguridad, como en las películas, o realizar rápidos análisis de ADN. La verdad era que a menudo tenían que esperar durante meses por los resultados.
A diferencia de LaBarbera, Zambos adoraba la nueva oficina porque era limpia. Siguió insistiendo ante todos para mantenerla ordenada. Rociando con una botella de Windex, declaraba: "Una oficina limpia es una oficina feliz".
Sus colegas detectives le llamaban Zambos el Griego' o Zorba, el Loco', a causa de sus excentricidades -una risa rompe-tímpanos, cambios repentinos de ánimo y sus neurosis sobre la limpieza. Pero nadie cuestionaba sus capacidades.
Zambos creía en un principio sagrado: No dejes papeles en tu escritorio. De otro modo, decía, "con tantos casos, te abrumarán".
Con los años, empezó a perder el control su obsesión. Lo ayudó a terminar con su matrimonio. Ni siquiera soportaba un tenedor en el fregadero.
Volviendo del lugar de los hechos, LaBarbera y su brigada tomaron prestada una oficina de la brigada de anti-pandillas del Sudeste. Los detectives se sentaron en torno a la mesa.
En el Tam habían hablado con gente que presenció el tiroteo desde diferentes ángulos. Un testigo vio a un coche meterse a un callejón a una calle del Tam, dijo un detective. "El mío dijo que el coche era un Crown Vic", dijo otro. "Estaba seguro. Azul oscuro".
Dos personas saltaron del maletero del Crown Victoria y sacaron un arma. Luego uno de ellos se metió por callejón hacia el puesto de hamburguesas.
"Era de 1 metro 61", dijo el detective. "Delgado, con una capucha negra. Volvió muy excitado, corriendo, con una pistola en la mano".
Zambos dijo que el muerto era Jerry Lee Wesley Jr. Tenía 35 años.
"Está metido en alguna pendejada", dijo. "Tenía tarjetas de crédito platino, bonos de Black Angus".
Otro detective completó la idea. "La gente dice que lo veían en diferentes coches. Elegantes. Un Lexus".
Tendrían que preguntarle a los familiares de Wesley sobre su historia. Pero primero tenían que decirles que estaba muerto.
Con metro 95, el detective John Skaggs sobrepasaba casi a todo el mundo en la oficina de la brigada. Su pelo rojo se estaba desvaneciendo en un gris rubio, y sus ojos azules tenían una expresión infinitamente agradable.
Su gesto característico era un lento asentimiento, acompañado de un tranquilo "está bien" o "bueno", y era como tener a alguien abrazándote. Un colega llamó a Skaggs "el detective que quiere la gente". Las ganas de derramar sangre desaparecían ante él.El colega de toda la vida de Skaggs, el detective Chris Barling, tenía una cara juvenil que enrojecía con facilidad, y parecía estar siempre en movimiento, saliéndose de la silla o haciendo ansiosamente clic en un boli.
Barling era la conciencia de la brigada, su moralista residente. Los colegas se preguntaban cómo podía Skaggs aguantar los frecuentes sermones de Barling, que interrumpía golpeando el aire con las manos.
El tema favorito de Barling era el rechazo en las elecciones de noviembre de la ley para subir los impuestos a la venta para contratar a más policías. Fue rechazada en parte porque los votantes negros de Los Angeles Sur no la apoyaban; de hecho, la detestaban. Sin embargo, creía que entendía su cinismo.
A los negros "los han engañado demasiado", decía. "Promesas y más promesas".
Skaags y Barling han asignados para adiestrar a Mark Arenas, que se había pasado a Homicidios después de estar en la brigada de pandillas apenas un mes antes. LaBarbera llamó a Arenas "algo picante, un poco arrogante -pero vale la pena" y lo entregó a su mejor equipo.
Arenas, 34, quería apasionadamente entrar a la brigada de Homicidios, pero tuvo que luchar. Su primer caso se estancó. Había peleado con Barling. Encima de todo, a la brigada le faltaba un ordenador, así que andaba siempre buscando un escritorio libre.
Después de la reunión de los detectives sobre el asesinato de Wesley, Skaggs llamó a Arenas y los dos se subieron a un sedan plateado sin matrícula.
Conducía Skaggs. "¿Has hecho alguna vez una notificación?", preguntó.
Arenas dijo que sí, y trató de hacer una broma sobre ello.
Pero Skaggs no dijo nada. Arenas echó marcha atrás: "Estaba tratando de ser insensible", dijo, débilmente.
Era casi mediodía, unas horas después de la muerte de Wesley. El sol había disipado la neblina de la mañana.
Doblaron por una calle angosta, cruzando hacia el oeste, alejándose de la División Sudeste y entrando en otra parte de Los Angeles Sur.
El muerto no aparecía en la base de datos de pandilleros del estado. "Pero quizás era un vendedor de coca", dijo Skaggs.
Miró a Arenas. Se estaban acercando a la casa.
"¿Te sientes cómodo con esto?", preguntó. "¿Quieres que lo haga?"
Arenas respondió sin dudar. "Quiero que lo hagas".
Aparcaron frente a una pequeña casa estucada, protegida por una fronda de palmeras. Un hombre mayor de pelo cano y brillantes zapatos negros estaba parado junto a la puerta abierta.
Skaggs subió al porche. "¿Quién es usted?", preguntó.
El hombre dijo su nombre: Jerry Lee Wesley Sr.
"Le tengo malas noticias", dice Skaggs, tranquilo. "Hubo un tiroteo. Su hijo Jerry fue asesinado".
El padre tropezó hacia atrás, como si se lo hubiera llevado un fuerte viento.
"Dios mío. ¿Muerto? Que Dios tenga piedad de nosotros".
Desapareció en la casa. Los detectives lo siguieron.
Entraron a una inmaculada salita -una brillante alfombra roja, otra blanca como la nieve debajo de una mesita de café de cristal. En la televisión pasaban un episodio de I Love Lucy'
Wesley Sr., 70, se había retirado a sentarse en una silla en la cocina. Se reclinó en el mueble de cocina, apoyando su frente en su mano abierta. "Oh, maldición", murmuró. "Se fue a recoger mi desayuno".
Skaggs se sentó en una silla frente a él. "Lo lamento mucho", dijo.
"Está bien", dijo el padre, y exhaló un suspiro. "Está bien".
El cuarto tenía cortinas de gasa y mobiliario blanco. Había un pececillo de color nadando en una pecera y un oso peluche blanco en una silla. En la mesita de café había una placa grabada de cristal que decía: "Señor, transfórmame en un instrumento de la paz".
De repente, el padre se levantó de la silla y golpeó el mueble de cocina con su puño. Luego se derrumbó en la silla y escondió su cabeza con sus brazos. "Oh, Señor, ten piedad de nosotros", sollozó. "Oh, Dios mío".
Levantó la vista. Una mirada de embarazo cruzó por su cara. Le recompuso.
"Estoy bien", dijo a los detectives.
Se pasó una mano por su cara y preguntó de nuevo: "¿Está muerto?"
"Sí, señor", dijo Skaggs. Arenas se quedó atrás, observando.Skaggs hizo algunas preguntas, sobre el trabajo de su hijo en el Pep Boys, sus novias, sus coches.
El padre no se concentraba, y sus respuestas eran fragmentarias. "Suf", dijo, como tratando de respirar. "Oh, Dios mío".
Skaggs guardó silencio, luego se levantó para marcharse. "Lamento traerle malas noticias", dijo.
El padre se jaló una gorra de béisbol hasta las cejas y se levantó. Agradeció a los detectives y los acompañó hasta el porche.
Skaggs se volvió y empezó a decir: "Si hay algo que pueda hacer..."
El viejo Wesley no parecía estar escuchándole. "Está muerto", repitió el padre.
En el coche, Skaggs suspiró; llevaba una mano al volante, y la otra asomando por la ventanilla, tamborileando ociosamente en la puerta del coche.
"Recién había salido de su casa a comprar comida", Skaggs.
La División Sudeste tiene su propio pueblo, que va desde el sur por la Avenida Manchester, a lo largo de la Autopista del Puerto.
Es de unos 26 kilómetros, y alberga pequeñas casas estucadas, canaletas garrapateadas con graffiti y proyectos de viviendas públicas hechos famosos en canciones de rap: Jordan Downs, Imperial Courts.
En el pasado, el área era casi enteramente negra -la mayoría descendientes de refugiados de la Luisiana de Jim Crow y del este de Texas. Ahora estaban siendo remplazados por inmigrantes de México y El Salvador.
Agentes de policía nuevos en la división a menudo observaban lo diferente que se veía el Sudeste. Dijeron que habían pocos negocios a lo largo de los bulevares y la gente trataba sus barrios como si fuera su enorme sala de estar, sacando sus muebles a la calle y transitando en piyama y chancletas. Se maravillaban de lo bien que parecían los vecinos estar al tanto de los negocios unos de otros, y cómo las familias parecían estar formadas por extensas redes de "tías", "niñas mamás" y hermanas "de juego".
El trabajo de detective en el Sudeste tenía sus propias reglas no escritas.
Los detectives sabían que un buen contacto en la calle valía más que un número de teléfono, debido a que mucha gente usaba subscripciones de móviles que expiraban al mes. Sabían que los complejos lazos de parentesco eran la solución de muchos casos.
El Sudeste tenía la tasa de homicidio más alta de la ciudad, y la mayoría de los asesinatos estaban relacionados con las pandillas. Pero mirando con más atención, muchos estaban enraizados en conflictos anticuados -asesinatos de castigo porque un tipo se torció, los llamaba Barling.
Un hijo vengaba el asesinato de su padre. Un amante mataba a su rival. Había asesinatos por peleas en juegos de dados, asesinatos por 5 dólares, asesinatos por un cigarrillo.
Había cosas misteriosas. El obstáculo era normalmente que los testigos no colaboraban. Tenían terror a la venganza de las pandillas o de mostrarse muy hostiles con el LAPD.
Para empeorar las cosas, los jefes del LAPD cambiaban de trabajo con frecuencia, y el número de agentes de Los Angeles Sur fluctuaba, haciendo difícil concentrar la atención en algún caso o problema determinado.
Fuera del LAPD había escaso interés en los homicidios. Los detectives veían a los medios como decepcionantemente caprichosos.
Una semana, los órganos de prensa se concentran en un estallido de violencia en las escuelas, a la siguiente en fiestas ilegales. A veces los detectives son jalados de un caso para otro que atrae más la atención de las primeras planas -pero rara vez en el Sudeste.
A la 1:40 de la tarde, unas cinco horas después del asesinato de Jerry Wesley, Zambos estaba parado junto a su escritorio, bramando por teléfono: "¡Eso es! ¡De eso se trata!"
Había pasado las últimas horas telefoneando a parientes de Wesley de fuera de la ciudad, tratando de formarse una imagen de su vida, sus relaciones amorosas, sus finanzas. Los familiares dijeron que Wesley había peleado hace poco con el amante de su ex novia. Quizás este amigo había matado a Wesley -o pedido a alguien que lo hiciera por él.
Zambos dio un porrazo del auricular; parecía satisfecho de su teoría.
"¡Ustedes, mujeres!", gritó a la mujer más cercana que tuvo en la oficina. "¡Malditas mujeres!"
Chasqueó los dedos y tamborileó en el tabique. "No tengo ninguna duda de que esto va por ese lado", dijo. "¡Tengo todo el presentimiento!"Zambos y Skaggs volvieron a visitar a la familia. Los detectives pensaban que ahora, con el tiempo que había pasado para que se habituaran a la noticia, podían contar algo más sobre la vida de Jerry.
En el coche, Zambos volvió a su teoría del triángulo romántico. "Me gusta", dijo. "Tenemos un amante. Lo estaba esperando. ¡Eso es pena de muerte!"
Pararon frente a la casa. Había tres personas esperando en la ordenada salida rojiblanca.
El padre de Jerry, un obrero panadero jubilado, estaba sentado, encogido, con sus dedos entrelazados. Su esposa Dorothy, 59, estaba sentada frente a él, jugando con sus manos. Era la madrastra de Jerry, pero ella lo consideraba como un hijo.
Muriel Bryant-Manolesakis, 42, hermana de la víctima, estaba acurrucada en una esquina del sofá, los ojos llorosos.
Los detectives empezaron suavemente. ¿Tenía Jerry enemigos?
Los familiares parecían perplejos. Él no peleaba con nadie, dijo Dorothy. "Jerry era la alegría misma".
Le preguntaron sobre el trabajo. "Siempre lo llamaban de Pep Boys", dijo el padre de Jerry, con orgullo. "Allá lo querían".
Wesley Jr., que había terminado la Escuela Secundaria Washington, tenía una pasión consumidora: los coches. Había usado las ganancias de la venta de una casa para comprar su Lexus, dijo la familia.
Zambos describió el asesinato con su característica franqueza: Alguien se había acercado al Suburban de Jerry y le había disparado. Dorothy se torcía las manos. "Dios mío", dijo. "Oh, Dios mío".
"Empezará a oír cosas", dijo Zambos. "La gente descubrirá quién lo hizo y empezaron a hablar con usted. Esa es la clave".
Dorothy miró hacia afuera y exhaló un largo aliento.
Zambos le pasó su tarjeta de visita. "Llame al 24-7", le dijo.
De vuelta en el coche, Skaggs y Zambos miraron hacia adelante.
Zambos rompió el silencio. "¡Maldición!", dijo. "¡Es una familia decente!"
Skaggs asintió. "Sí", dijo. "Mamá simpática. Mama simpática. Hermana simpática".
Hubo un momento de silencio. "Estaba metido en algo que ellos no saben", dijo Zambos.
"Sí", dijo Skaggs. "No te levantas y matas a alguien de esa manera. Eso no lo haría ni siquiera un pandillero rival".
Zambos se golpeó un pierna. "Alguien sabe qué estaba haciendo".
En el trayecto hacia el norte no cruzaron palabra; luego doblaron hacia el oeste. Pendones ondeaban al viento en el Century Boulevard. "Qué bello día", dijo Skaggs.
La conversación giró hacia lo que pasaba en la oficina de la brigada. Estaban preocupados de que estuvieran ejerciendo demasiado presión sobre Arenas."Le dijimos: Si no resuelves tu primer caso, mejor te largas de Homicidios", dijo Skaggs.
Todos decían lo mismo a los detectives jóvenes. Para que no se relajen, le dijo Zambos a Skaggs -"¡A la unidad de Homicidios 77!"
La División de la Calle 77 era la otra comisaría de mayor violencia del LAPD, adyacente al Sudeste e igualmente agobiada de trabajo. El año anterior, la 77 se había quejado la falta de detectives, así que la brigada del Sudeste les envió una cesta con productos para bebés: pañales y chupetes.
"¡Tenemos que meternos allá y escribirles algo en la pizarra!", dijo Skaggs. "Sabes, la 77 de Homicidios: ¡Solucionan apenas el 2 por ciento de los casos!"
Zambos se rió a carcajadas.
Pararon frente al Pep Boys de La Brea, al sur de Manchester. Eran casi las 3 de la tarde y la tienda estaba casi vacía.
Los detectives se dirigieron a un hombre con uniforme de Pep Boys con un mostacho recortado y de paso enérgico. "Humberto, encargado", decía el nombre en la chapa.
Humberto Sánchez, 47, escoltó a los detectives hacia su oficina, que dominaba la sala de ventas.
¿Cómo murió Wesley?, preguntó.
"¿Conoces el Tam?", dijo Zambos. "Acaba de entrar alguien".
Sánchez maldijo en voz baja.
Los detectives lo interrogaron, tratando de saber qué aspecto de la vida de Wesley puede haber provocado una pelea violenta.
Wesley tenía una pelea por alimentación con una ex amante después de descubrir que el bebé no era suyo, dijo Sánchez. Había estado tratando de recuperar los pagos de alimentación.
"¿Cuánto?", preguntó Skaggs.
"Ochenta mil dólares", dijo Sánchez.
Skaggs se balaceó sobre los talones, mirando la exposición de altavoces y asientos envolventes.
"Jerry era uno de mis mejores empleados", dijo Sánchez.
Los detectives asintieron y trataron de pasar a otro tema, pero Sánchez insistió.
"Era un tipo muy bueno. Mucho", dijo. "Era un tipo muy inteligente".
En ese momento cristalizaban en su mente las impresiones del día:
Jerry Wesley no era un gángster. Sus pantalones azules eran parte de su uniforme de Pep Boys, donde ganaba 11 dólares por hora. La bolsa de la hamburguesería Tam era el desayuno para un padre que estaba orgulloso de él. El móvil chillando era la llamada de su padre.
"Era bueno", repitió Sánchez cuando los detectives se alejaban. "Era listo".
De vuelta en el coche, Skaggs y Zambos se pusieron a rumiar sobre el tema.
"¡Ochenta mil!", dijo Zambos.
"Ese es un motivo", dijo Skaggs, asintiendo.
"Jee, motivo suficiente", dijo Zambos. "¡Hasta yo le pegaría a alguien por esa pasta!"
Entonces pensó en otra cosa.
"¡Lo voy a hacer en la 77!", dijo. "¡Así no me agarrarán nunca!"
[Jueves]
En la mañana LaBarbera pegó una cita en su escritorio. Era de uno de los libros de una de sus hijas, del Dr. Seuss, Si yo dirigiera el Zoológico'.
"Si quieres encontrar animales salvajes que no ves todos los días, tienes que ir a lugares poco corrientes. Tienes que ir a lugares donde los demás no pueden ir. Tienes que pasar frío y tienes que mojarte".
LaBarbera dijo que daba en el corazón de la ética de su brigada: trabajo en la calle para todos.
A la brigada de Homicidios la apodaban La Milla Verde' por las papeletas verdes de horas extras. Su carga de casos era el doble del de su colegas de Valley y Westside, y sin embargo desafiaban todas las dificultades, alcanzando porcentajes de detención mayor que varias brigadas con cargas de caso menos pesadas.
Tenía un precio. El movimiento de personal era alto y el reclutamiento prácticamente imposible. Antes, trabajar en Homicidios era prestigioso; pero en estos días nadie en el LAPD quería el trabajo.
Años de horas irregulares habían confundido el sueño de LaBarbera. Tenía tan poco tiempo para ver a sus hijas, de 8 y 11, que ellas le dejaban mensajes en la pizarra de marcadores.
"¿Por qué tiene esto que arruinar mi vida?", dijo LaBarbera una tarde. "Tengo dos niñas en casa. Debería estar con ellas".
Se acababa de enterar que el departamento no podía asignarle detectives para supervisar una interceptación de una cárcel a otro caso.
Para LaBarbera, a veces las prioridades del LAPD parecían absurdas. Estaba irritado, por ejemplo, por la intensa atención que se prestaba a los baleos de perros por agentes de policía. Hasta hace poco, el departamento envió dos veces más detectives a escenas de baleos de perros que a la mayoría de los homicidios -un efecto secundario de los esfuerzos por cumplir con el acuerdo de divorcio.
Sacó un cigarrillo. Entonces dijo: "¿Renunciar? Por supuesto que no. No me podría mirar al espejo".
Barling, el colega de Skaggs, también se inquietaba sobre estos problemas: los asesinatos en la ciudad y su bajo prestigio a ojos del público.
Durante una reunión de la plana directiva la semana anterior, Barling había pedido que el director del LAPD, Earl Paysinger, transfiriera más detectives a Homicidios.
"Pero si sacas a un detective de la sección de robos, ¿qué pasa entonces con la sección?", preguntó Paysinger.
Barling enrojeció.
"Cuando ocurre un homicidio, ¡eso desgarra la fibra moral de la comunidad!", dijo, golpeando las manos en el aire. "La víctima de un asalto puede vivir sin solucionar el caso. Pero la familia de las víctimas de homicidio..."
Paysinger interrumpió: "¿Le puedes decir eso a las víctimas de asalto?"
Ese era el dilema del LAPD. Más agentes para terminar con los asesinatos en Watts significaba menos agentes para combatir el robo de autos en Granada Hills o Venice.Los Angeles está compuesta de dos ciudades: Una, que va del Valle de San Fernando y Westside, tampoco tiene suficientes agentes para delitos contra la propiedad; la otra, Los Angeles Sur tiene menos policías para crímenes violentos.
En las cuatro divisiones del LAPD de Los Angeles West, había casi dos veces más agentes para cada crimen violento que los que había en Los Angeles Sur.
La preocupación de Barling provocaba choques con su aprendiz, Arenas.
"En esta división la gente asume responsabilidades por todo. ¡Por todo!", dijo Arenas. "Detienes a un niño, y su madre te mira y dice: Usted miente. Usted le plantó esto a mi hijo...' Este es un vicioso círculo de violencia. De algún modo, la comunidad tiene el coraje de torcerlo como si fuera mi culpa".
Barling se defendió hablando del racismo en la historia.
"No deberían tener rabia con la comunidad", dijo. "Si voy a acusar a alguien de mi angustia y frustración, acusaría a algunas de las personas en el poder".
Zambos estaba en su escritorio a mitad de mañana, considerando su siguiente paso en el caso de Wesley. Quería seguir concentrándose en la investigación.
La brigada había reunido los relatos de media docena de testigos. Era mucho mejor que tener muy pocos. Pero Zambos también sabía que demasiados testigos podían confundir a los miembros del jurado en un juicio por asesinato.
"Sólo se necesita un par de testigos", le dijo a su colega, Gerry Pantoja.
Pantoja, 38, había terminado en Homicidios después de estar en la unidad de pandillas tras romperse una rodilla en una persecución callejera.
Con su cabeza rapada y loca risa, Pantoja era el comediante de la brigada -el perfecto complemento de Zambos. Los colegas llamaban payaso a Pantoja, y Pantoja había en realidad trabajado como payaso antes de incorporarse al LAPD. Él y Zambos pasaban los días contándose vulgaridades.
Ahora Pantoja aceitó su pistola, asintiendo mientras escuchaba. Lo había oído antes -que a Zambos le gustaba tener las carpetas de asesinatos delgadas y ordenadas.
Pantoja y Zambos había localizado a la ex novia de Wesley, y la llamaron para una entrevista.
Ella llegó a la comisaría del Sudeste más tarde esa mañana, vestida de negro. Zambos pensado entrevistarla en el clóset vacío que hacía de cuarto de interrogatorios. Pero la noche anterior, los agentes anti-pandillas la habían llenado de archivos.
Así que Zambos la entrevistó en su escritorio. Ella se sentó en una silla giratoria. Zambos le preguntó cuándo había hablado con Wesley por última vez.
"No tuve nada que ver con eso", dijo ella. "Me marché a casa, y me contaron que Jerry estaba muerto y mi corazón empezó a dar saltos".
Le preguntó si tenía un móvil -quizás los archivos telefónicos la vincularan con el crimen. Dijo que no.
Zambos miró su bolso abierto en el suelo, estiró la mano y sacó un móvil.
¿Qué es esto?, preguntó.
Zambos la convenció de someterse a un detector de mentiras, y ella lloró durante todo el trayecto hacia el Parker Center, el cuartel general en el centro del LAPD.
La prueba no fue concluyente.
Más tarde ese día llamaron al detective Donovan Nickerson.
Nickerson, 40, era un ciclista y buzo que se había licenciado en microbiología en la Universidad de Howard, en Washington D.C. Era uno de los dos miembros negros de la brigada de Homicidios del Sudeste. La mayoría de los detectives hacía todos los días el trayecto desde el condado de Orange, pero Nickerson vivía en el Sudeste, en el mismo vecindario donde había crecido.
Ninguno de los otros miembros de la brigada tenía los contactos o relaciones de Nickerson con los vecinos. Usaba los dos para resolver casos, pero la ventaja tenía un precio. Ser del Sudeste, ser negro, dijo, "hacía que viviera de manera más emocional las cosas que pasan aquí".
Nickerson a menudo se mordía la lengua cuando los agentes del Sudeste hablaban insensiblemente. Muchas, si no la mayoría, de las víctimas de homicidio en el Sudeste eran delincuentes o pandilleros.
Los agentes llamaban a esos asesinatos: No Humanos Implicados.
Sus opiniones causaban problema a Nickerson. "No lo veo como un asesinato entre pandilleros", dijo. "Es una persona que fue asesinada. Un joven negro".
En sus horas libres aconsejaba a jóvenes con problemas. Unas semanas antes, una mujer se conoció en su juicio le pidió ayuda para con su hijo de 13. Nickerson había hablado de llevar al niño a un partido de pelota. La madre llamó y dejó un mensaje.
Nickerson no había tenido tiempo de llamarla.
Ahora, el jueves tarde, llamó uno de sus contactos en el vecindario.
La persona sabía algo sobre el asesinato de Wesley. Le dio a Nickerson un nombre: Will Carter, un supuesto pandillero. También le dio otra pista: un apodo de pandilla, posiblemente el del asesino.
Nickerson llamó a Zambos para pasarle el dato.
Pantoja conocía a Carter desde sus años en la unidad de pandillas. Él y Zambos se encaminaron hacia la casa de Carter.
Esa tarde, Zambos y Pantoja irrumpieron en la oficina de la brigada del Sudeste.
Zambos arrojó el cuaderno sobre su escritorio.
"¿Dónde está Sal?", preguntó. "Benny, Mark -¡Benny! ¡Deja ese teléfono! ¡Ahora! ¡Ahora!"
Arenas y Ben Pérez, otro aprendiz, se acercaron. Zambos se daba vueltas dando zancadas en el cuarto. Asombrados, los aprendices lo siguieron.
Los condujo al clóset. Apenas había espacio para estar de pie.
Zambos les dijo que él y Pantoja habían ido a la casa de Carter. En la entrada habían visto un Crown Victoria azul, el mismo tipo y modelo que los testigos dijeron que habían visto cerca de la hamburguesería Tam poco antes de que Wesley fuera asesinado.
Antes de que pudieran detener a Carter, tenían que vigilar la casa y obtener una orden de detención. Pérez y Arenas empezarían temprano a la mañana siguiente, con la ayuda de la brigada anti-pandillas.
"¡No se lo digas a nadie!", dijo Zambos. Quería decir: No se lo contéis a agentes uniformados. Podrían pasar frente a la casa, por curiosidad, y delatarlos ante Carter.
Esa noche, los 12 agentes se reunieron en el Hobbit, un elegante restaurante del condado de Orange. Habían estado ahorrando dinero durante todo el año para esta elegante cena de vacaciones.
Trabajaban codo a codo, a veces hasta 15 horas al día. Pero la cena empezó con dificultad. La conversación se había estancando. Finalmente aterrizaron en los habituales chistes verdes y bromas idiotas de Zambos y Pantoja.
Barling se remordía en silencio. Este aspecto de vestuario de la cultura del LAPD lo estaba matando. Pero Zambos estallaba en rugidos con cada frase soez.
Cuando sirvieron el vino, LaBarbera, el jefe, alzó su vaso y las carcajadas amainaron.
LaBarbera estaba solemne, mirando a las caras en torno a la mesa. "Gracias', dijo, "por su dedicación".
Los vasos sonaron. LaBarbera tomó un sorbo y puso el vaso en la mesa. Entonces sonó su móvil.
Un rayo de energía cruzó la mesa. LaBarbera había pedido a la brigada de Homicidios de la División del Puerto que cubrieran la noche, y estaban reportando otro homicidio en el Sudeste.
Había dos muertos: dos niños, uno de 14 y uno de 17.
Terminaron de cenar. Los asesinatos no llegaban a primera plana.
[Viernes]
En la mañana Zambos y Pantoja llevaron una pistola al laboratorio de análisis balístico del LAPD.
Mientras la brigada cenaba, los agentes de las pandillas del Sudeste habían detenido a un joven cerca de la casa de Carter. Resultó ser un primo de Carter. Llevaba una semiautomática calibre 45 cargada con el mismo calibre y tipo de bala que había matado a Wesley.
Era un día brillante. Los dos se dirigieron hacia el laboratorio en el nordeste de Los Angeles. Zambos estaba de buen humor. Normalmente, los detectives habrían esperado una semana o más para probar un arma requisada. Pero el laboratorio le estaba haciendo un favor a Zambos.
Veinticuatro horas antes, la presa de Zambos era un sicario desconocido relacionado con una ex amante. Ahora buscaba a un pandillero. "Siempre tienes que ser capaz de cambiar", le dijo a Pantoja,.
Arenas y Pérez, vestidos informalmente para hacer vigilancia, habían empezado temprano esa mañana. Habían planeado coordinar con los agentes de la brigada de pandillas para vigilar la casa de Carter. Pero los agentes no se aparecieron.
Así que Arenas se subió a un helicóptero para mirar la casa. Desde el aire, vio cómo el Crown Victoria entraba a la casa. Después de aterrizar, corrió a la casa, con Pérez. El coche todavía estaba allí.
Arenas llamó a Pantoja por el móvil.
Zambos y Pantoja estaban parados junto a un escritorio del laboratorio de balística para entregar la pistola.Pantoja le dijo a Zambos que el Crown Victoria estaba de vuelta.
"¡Párenlo! Si avanza, lo paramos. ¡Los quiero a todos!", dijo Zambos.
Al otro lado de Los Angeles, Arenas cerró su móvil. Mientras él y Pérez observaban desde su sedan sin matrícula, Carter y tres amigos salieron de la casa y se subieron al Crown Victoria.
Arenas y Pérez los siguieron. Después de conducir una corta distancia, Carter vio a los jóvenes detectives que lo seguían y paró. Carter reconoció a Pérez, que lo había arrestado en el pasado.
Los dos detectives saltaron fuera del coche y se dieron cuenta de que no estaban preparados para detener a Carter y sus compañeros.
Sólo tenían un par de esposas.
Arenas llamó: "¡Necesitamos una unidad adicional!"
Pérez conversó con Carter, tratando de matar el tiempo. El tiempo pasaba nerviosamente. Finalmente llegó ayuda -pero no de los colegas de su patrulla. Quienes llegaron fueron Barling y otros miembros de la brigada de Homicidios. Barling estaba furioso. ¿Por qué no habían respondido los agentes uniformados?
Zambos y Pantoja llegaron a la comisaría del Sudeste, y el Crown Victoria de Carter estaba aparcado fuera.
Era justo antes de las 10 de la mañana. Arenas y Pérez estaban cerca, mirando aliviados y un poco cansados.
"¡Buen trabajo!", dijo Zambos. Recibió el coche como a una mascota perdida. "¡Mi coche!"
En la oficina de la brigada, Zambos cantaba. Cogió un ramillete de rojo regaliz y mostró una amplia sonrisa.
Zambos estaba ansioso de proporcionar a Arenas una posibilidad de lucirse. Así que dejó, a él y a Pérez, los dos aprendices, el siguiente y crucial paso: interrogar a los sospechosos.
Arenas y Pérez empezaron con una adolescente que había sido detenida junto con Carter. Su descripción correspondía con la de la chica que había sido vista en el Crown Victoria el día del asesinato de Wesley.
La llevaron a la pequeña oficina sin ventanas, que tenía una mesa redonda, pero ninguna silla.
Arenas trató de robar una de otra oficina. Pero se resistió en sus manos. Estaba encadenada al escritorio -y tenía una nota de enfado pegada en el respaldo, previniendo a los ladrones. Corrió a buscar otra.
La chica era flaca, llevaba una camiseta con una capucha en la cabeza; las trenzas asomaban por debajo de la capucha.
"Estamos aquí para entrevistarte sobre el tiroteo en Century", empezó Pérez. "Creo que tú sabes sobre eso..."
"¿Cómo sabes que yo sé algo?", interrumpió ella, riendo.
Pérez continuó. "Si no colaboras, te podemos encerrar", dijo.
"¡Te lo dije!", dijo. "¡Me escogió a mí!"
La chica miró de lado hacia Pérez, flirteando.
Mientras hablaban, ella se retorcía, sonreía, se frotaba los ojos soñolienta y se reía bobamente.
Daban vueltas y vueltas; Pérez quería más detalles.
"Estábamos fumando", le dijo la chica.
Arenas esperó, moviendo los pies, moviéndose en la silla.
Pérez salió del cuarto y Arenas se levantó de un brinco. Se agachó sobre la niña. Ella lo miró, asustada.
"No tienes ni idea de lo que estás haciendo", dijo Arenas. "¡Estás mintiendo, y te vamos a encerrar por asesinato!"
En un bloc amarillo, Arenas garabateó unos apuntes. Tomó las primeras páginas entre el pulgar y el índice. "¿Sabes lo que son?", preguntó, sacudiéndolas ante ella. "¡Son tres páginas de conspiración para cometer un asesinato!"
Una lágrima rodó por las mejillas de la niña.
Después de la entrevista, Arenas volvió a su escritorio. Dos detectives de Homicidios estaban todavía vigilando la casa de Carter en caso de que la pistola en el laboratorio no saliera positiva. El arma usada en el asesinato podría estar todavía en la casa. Pero los detectives no se podían quedar por mucho más tiempo.
Barling se volvió hacia Arenas. "¿Para qué vigilar la casa?", preguntó.
Arenas explicó que había tenido que pedirle a sus colegas que hicieran el trabajo porque los agentes de la brigada de pandillas no tenían tiempo.
Entonces tenías que haberlo hablado con alguno de tus superiores, dijo Barling.
Esto siempre molestaba a Barling -la incapacidad de la brigada para considerar prioritarios los homicidios, el no poder contar con los agentes de patrullas. "Es siempre una cuestión de compromiso. ¡Siempre haciendo compromisos!", dijo Barling.
Quería que Arenas se diera cuenta de lo injusto que era -injusto para las víctimas, para Watts, para los negros.
Arenas lo miró, rojo.
"Mira", dijo Arenas. "¡No me gusta estar en el medio!"
Entonces pasó Zambos dando zancadas. Se dio cuenta de la situación: Barling y Arenas otra vez riñéndose.
"¡Suelta esa casa!", dijo Zambos, y siguió hacia su escritorio.
Una hora más tarde, Zambos hablaba por teléfono con el analista de armas.
"Gracias", dijo Zambos, tranquilo.
Dejó caer el auricular y echó la silla hacia atrás, hasta que tocó la pared detrás de él. Echó la cabeza hacia atrás y miró el techo.
"No es el arma".
Carter tenía los ojos grandes y cansados, y una cola de caballo con pelos sueltos. Un delgada trenza colgaba de su barbilla.
Estaba sentado en el cuarto improvisado de interrogatorios, dando la espalda de Pérez y Arenas.
Pérez le empezó a leer sus derechos. "Ya sé todo eso", dijo Carter.
"Tengo que leértelos de todos modos", le dijo Pérez.
Pérez empezó monótono: Los detectives creían que Carter era el conductor. Necesitaban encontrar al asesino.
"No creo que seas el más malo", dijo Pérez. "Te daré la oportunidad de que la libres".
Carter no lo miró. "Man, quizás paré ahí", dijo. "No sé de qué estás hablando".
Se puso emocional rápidamente, y su cara adquirió una cara de tristeza cuando habló de las pandillas.
"¡Se están matando entre vecinos!", dijo. "¡Tienen un arma en la mano y matan a cualquiera! Me tienen aburrido. Tengo 30 años. Me tratan como si fuera el chico del vecindario, pero mi hijo tiene 8 y es Navidad y ni siquiera he estado en casa. ¡Ni siquiera una vez!"
Sus ojos se llenaron de lágrimas.
Pérez le pasó un pañuelo.
Carter lo miró por primera vez: "¡No tiene a nadie!", dijo. "¡Nadie! ¡No puedes nombrar a nadie!
"Todos los días estoy tratando de salirme. Tengo una familia. Mi mujer está embarazada. Pero es como si tú trabajaras 15 años en el cuerpo y quisieras renunciar. ¡No podrías hacerlo!"
Carter ofreció un alibi, luego otro. Pérez lo dejó hablar, luego le dijo que los testigos contradecían su versión. Cada vez que Carter se enfrentaba a una contradicción, retrocedía un poco y cambiaba su historia.
Finalmente confesó que esa mañana había recogido a un amigo -y que habían llegado hasta la boca del callejón, parado y abierto el maletero.
Era un avance; Carter se había puesto en escena.
Pérez le dijo que tenía una opción: Dar el nombre del pistolero o ser acusado como el principal sospechoso de un asesinato.
"Son tus vecinos, o tus hijos", dijo Pérez.
Carter se metió las manos a los bolsillos, miró a la mesa, llorando silenciosamente. "¿Qué posibilidades tengo de salir de esto?", le preguntó finalmente a Carter.
Pérez suspiró. "Depende de lo que ayudes".
Carter arrugó el ceño, mirando hacia el suelo.
Arenas intervino: "Tu primo también está metido en esto", dijo.
Carter miró hacia el techo y se mordió los labios.
En cuanto a sus propios actos, dijo: "No hay nada que yo pueda hacer. Puedo aceptarlo. Pero mi primo... no tiene nada que ver con esto".
Arenas y Pérez salieron del cuarto de interrogatorios a las 4:30 de la tarde, y la brigada se reunión en torno a ellos, acribillándolos a preguntas.
No lo tenían todo, pero Carter había confirmado los elementos claves de las versiones de los testigos.
Arenas, casi siempre frustrado desde que se incorporó a la brigada, era ahora el centro de atención. Señaló a Pérez. "¡Fue Benny!", dijo.
Zambos se apoyó en la pared mientras Arenas recontaba el interrogatorio. "¡Chévere!", dijo Zambos.
Los detectives tenían más trabajo por hacer. Chequearon a los testigos y recogieron nuevos detalles.Hacia las 5 de la tarde tenían una versión completa del asesinato, más una descripción del pistolero y dos de sus apodos.
Pantoja se inclinó sobre su ordenador, buscando en la base de datos del estado sobre pandilleros. Cantaba suavemente mientras tipeaba en el tablero.
Pantoja hizo un clic en una foto. Los nombres correspondían, pero este gángster tenía casi 30.
Ese no es, dijo Zambos. Estamos buscando a un adolescente.
Pantoja volvió a tipear.
Un momento después, se levantó de un brinco. Esta vez, todo coincidía: nombres en la pandilla, descripción física, nombre, domicilio.
"¡Es él!", dijo Pantoja. Miró la pantalla detenidamente. "Un bebé. Vamos a detener a un bebé".
"¿Qué edad tiene?", preguntó Zambos.
"Trece".
[Lunes]
El pistolero sospechoso era el mismo niño al que el detective Nickerson había prometido llevarlo a un partido de pelota -el niño cuya madre había dejado un mensaje en el móvil que Nickerson no había respondido. Fue detenido en la escalera de un edificio de apartamentos no lejos de la comisaría del Sudeste.
Hacia las 8 de la tarde estaba sentado en un silla giratoria al fondo de la oficina de la brigada, su delgado cuello sobresaliendo de una enorme camiseta negra con capucha.
Tenía los ojos grandes y castaños y una delgada cicatriz en el puente de su nariz.
Zambos lo miró mientras se acercaba. El niño estaba echado hacia atrás en la silla giratoria, apático.
"Siéntate", dijo Zambos.
El niño se estiró.
"¿Por qué me dijiste que estabas en Carson cuando tu madre me dijo que habías salido a dar una vuelta en bicicleta?", preguntó Zambos. Los ojos del niño se agrandaron.
"No, señor", protestó. "Me olvidé". Empezó a discutir. Zambos lo hizo callar.
"Espero que tengas suerte", le dijo Zambos, y volvió a su escritorio.
El niño empezó a mecerse en la silla, jugando con los cordones de la capucha de su camiseta mientras lo ingresaban como sospechoso de haber cometido un asesinato.
Los detectives compusieron su versión del asesinato: Carter recogió al niño justo antes del tiroteo. Cuando se acercaban a Tam, Wesley estaba junto a ventana del restaurante, pidiendo un desayuno. Uno de los ocupantes del coche señaló a Wesley y preguntó si era de una pandilla rival.
"Creo que sí", dijo alguien. Carter condujo entonces hacia el callejón. El niño corrió hacia el Suburban de Wesley.
La adolescente que esperaba en el Victoria Crown subió la música, para cubrir el sonido de los balazos.
La policía cree que el niño disparó contra Wesley como parte de un rito de iniciación en la pandilla, confundiendo al vendedor de Pep Boys por un pandillero rival.
La ex novia de Wesley no estaba implicada, dijo Zambos. Nunca se enteró por qué le había mentido diciéndole que no tenía un móvil.
Tampoco encontró la policía el arma homicida.
Zambos fue capaz de cerrar el caso y mantener su libreta de homicidios como le gustaba: limpia, libre de detalles excesivos.
Carter fue acusado de asesinato, por conducir el coche, y el niño, de haber disparado los balazos fatales contra Wesley. Los dos esperan juicio.
Entretanto, la brigada de Homicidios cometió un atraco para Arenas: Le robaron el ordenador a la patrulla, lo escondieron en el clóset hasta que pasó el escándalo, y luego lo instalaron en su escritorio.
[Jueves]
Estaba nublado, oscuro y hacía frío cuando Zambos y Pantoja salieron de la oficina. El tiempo estaba cambiando y no hacía más que llover torrencialmente. Zambos sintonizó unos villancicos de Navidad en la radio y se puso a cantar. Pantoja aceleró.
Los dos estaban contándose chistes idiotas -Pantoja se reía con su risa ahogada, Zambos se atoraba. Zambos había esperado este momento. Le encantaba llevar noticias de detenciones a las familias de las víctimas.
Mientras se acercaban a la puerta de los Wesley, Zambos jugueteaba con las llaves.Estaban de vuelta en la salita con la alfombra blanca.
Padre, madre y hermana estaban sentados formando un círculo en torno a ellos. "Hemos detenidos a dos de ellos: un adulto y un menor de edad", dijo Zambos.
Explicó el asesinato en frases recortadas: "Relacionados con pandillas... Hay una guerra en el norte de Century".
La madrastra de Wesley, Dorothy, miraba el suelo, cubriéndose la boca con las manos. Dejó caer las manos sobre sus rodillas y levantó la vista. "Dios mío", susurró.
Jerry Wesley Sr. estaba encorvado en el sofá.
Zambos les habló del sospechoso. "Tiene sólo 13 años", dijo.
"¡Bebés!", dijo Dorothy, y se golpeó la frente con una palma.
Zambos abrió un libro de fotos de rufianes y la pareja se inclinó a mirar. "¿Él lo hizo?", preguntó el padre. "¿Él disparó?"
Dorothy se volvió hacia Pantoja. "Pobre familia", dijo, sacudiendo la cabeza. "El sufrimiento de su familia. El sufrimiento de nuestra familia. ¡Todas las familias que sufren por esto!"
Zambos habló, tratando de explicar el inminente juicio. La madre asintió, con aire ausente, moviendo las gafas entre sus manos.
"¿Lo mató la primera bala?", preguntó. "¿Sufrió?"
Cuando Zambos y Pantoja se levantaron para marcharse, el padre se quedó en el sofá, agachado, frotándose la cara.
Dorothy y Muriel, la hermana de la víctima, abrazó y agradeció a los detectives.
"¡Nadie me puede decir que la policía no ha hecho algo por nosotros!", dijo Dorothy.
Entonces empezó a divagar.
"Es un ciclo", dijo. "No dejamos de quejarnos. Pero entonces tuvimos esa ley para tener más polis, pero no la aprobaron. Es simplemente una puerta giratoria".
Se interrumpió, dejó caer la cabeza en sus manos y se echó a llorar.
En el coche Zambos volvió a sintonizar los villancicos. Condujeron en silencio mientras arriba se amontonaban una nubes cargadas de lluvia.
28 de junio de 2005
©los angeles times
©traducción mQh
En el asiento del conductor había un hombre con pantalones de trabajo azul oscuro, una camiseta gris Southpole y un pendiente de lentejuelas. Su cabeza estaba echada hacia atrás, la boca entreabierta. Tenía las manos con las palmas hacia arriba sobre sus rodillas, como si se hubiese quedado dormido recién.
Zambos miró su cara: las mejillas redondas, como las de un niño, y la barba de varios días. La única herida visible era un diminuto agujero en la sien. Gotas de sangre, todavía húmedas, brillaban en su camiseta. En el asiento del pasajero había una caja de comida para llevar.
Eran casi las 8:30 del 1 de diciembre, una mañana fría y soleada. Algunas personas se habían acercado. Una brisa sacudió las páginas de la libreta de Zambos, que estaba abierta sobre el capó de su Buick Mercury.
Zambos, 47, casi se agarró a golpes con los paramédicos cuando trataron de cubrir con una manta el cuerpo de la víctima. Zambos los ahuyentó. Estaba decidido a proteger las huellas digitales y cualquier otra evidencia.
Por una vez, Zambos había sido el primero en llegar al lugar del crimen. Esta investigación sería perfecta.
Zambos era uno de los 12 detectives de Homicidios que trabajaban en Watts y vecindarios circundantes para la División Sur del Departamento de Policía de Los Angeles LAPD.
La brigada manejaba la mayor cantidad de casos de la ciudad, pero los asesinatos rara vez llegaban a primera plana. A veces a Zambos y a sus colegas les parecía que si a ellos no les importaba, no le importaría a nadie. Mientras atención recibían sus casos, más esfuerzos ponían.
Zambos se apoyó contra su coche, agitando un boli en una mano. "Una bala en la sien, otra en el cuerpo", dijo con brusquedad en un móvil. "Afroamericano, creo que en la treintena".
Al otro lado, en la comisaría, estaba el detective Sal LaBarbera, su jefe. LaBarbera, 45, tenía el pelo negro, y era un transplantado del Bronx conocido por trabajar las 24 horas del día. Su móvil estaba siempre sonando, y se aparecía a casi todos los llamados de homicidios, a veces a las 3 de la mañana.
LaBarbera gritó a sus detectives: "¡101 y Figueroa!"
De dos en dos, los colegas de Zambos se subieron a sedanes sin matrícula. LaBarbera avanzó a grandes zancadas hacia los testigos acurrucados debajo del toldo del puesto de hamburguesas Tam, resuelto a no dejar escapar a nadie.
Zambos era el segundo en el mando de la brigada de Homicidios del sudeste. Pero no era realmente un administrador y tendía a olvidarlo todo, excepto el caso que tenía entre manos. Eso dejaba a LaBarbera inquieto sobre los problemas de la unidad: cómo impedir que sus detectives se quemaran, cómo reclutar a más agentes para la brigada de Homicidios.
Pero LaBarbera se preocupaba sobre todo de los casos no resueltos.
En un remolque detrás de la comisaría del Sudeste, los detectives de LaBarbera habían construido un archivo para los viejos casos. Casi 700 asesinatos no resueltos, algunos de los cuales se remontaban a 1978, atiborraban los libreros caseros.
El remolque acosaba a LaBarbera -700 familias afligidas, los asesinos todavía libres.
Ahora, en el lugar de los hechos del homicidio número 71 del año para la comisaría del Sudeste, se apoyó en un coche, leyendo tarjetas de entrevistas rellenadas por agentes uniformados. Cada una tenía nombre y dirección garabateadas a toda prisa.
A las 9:43 de la mañana llegó la furgoneta del juez de instrucción. "¿Algún dato sospechoso?", preguntó un detective del juez.
"Hombre, negro", respondió LaBarbera, secamente.
Alguien estalló en carcajadas. "Bueno, eso sí que nos ahorra trabajo", dijo uno de los hombres del juez.
Un detective se puso guantes y recogió restos de pólvora de las manos del muerto. Mientras trabajaba, sonó el móvil. Sus ojos viajaron por el cuerpo de la víctima antes de encontrarlo entre sus ropas.
"¿Alguien quiere responder?", preguntó a los detectives.
Ahora el sol estaba más arriba. En la hamburguesería Tam, la gente hacía cola para el desayuno.
LaBarbera dio un golpecito a su reloj. "Queremos que las cosas sigan moviéndose", dijo.
Este asesinato no terminaría en el remolque de los casos no resueltos.
Los detectives se reagruparon detrás de la comisaría del Sudeste -conocida como "calle 108" por su ubicación en la esquina de la calle 108 con las calles principales-, un edificio de ladrillos, de dos pisos, al este de la Autopista del Puerto de Los Angeles.
La brigada de homicidios de LaBarbera -ocho detectives y tres aprendices- trabajaban en el fondo de una enorme oficina sin ventanas en la planta baja.
La comisaría había sido remodelada ese otoño. Habían desaparecido los escritorios de madera y las pizarras de corcho. El nuevo aspecto era más moderno: coberturas de cristal en los escritorios, y cubículos.
LaBarbera lo odiaba. Las particiones a mitad de cadera hacían difícil la conversación entre los detectives. Peor, la remodelación no incluía un cuarto de interrogatorios con equipos de interceptación y espejo transparente.
Los detectives tenían que entrevistar a la gente en las despensas, en sus escritorios o en un pequeño cuarto sin ventanas y mala acústica.
El LAPD tenía algunos de los equipos más avanzados del mundo. Pero los detectives competían por ordenadores y coches escasos, y pagaban de su bolsillo los móviles y las grabadoras. Trataban de engañar a los sospechosos haciéndoles creer que podían mejorar las tomas de video de las cámaras de seguridad, como en las películas, o realizar rápidos análisis de ADN. La verdad era que a menudo tenían que esperar durante meses por los resultados.
A diferencia de LaBarbera, Zambos adoraba la nueva oficina porque era limpia. Siguió insistiendo ante todos para mantenerla ordenada. Rociando con una botella de Windex, declaraba: "Una oficina limpia es una oficina feliz".
Sus colegas detectives le llamaban Zambos el Griego' o Zorba, el Loco', a causa de sus excentricidades -una risa rompe-tímpanos, cambios repentinos de ánimo y sus neurosis sobre la limpieza. Pero nadie cuestionaba sus capacidades.
Zambos creía en un principio sagrado: No dejes papeles en tu escritorio. De otro modo, decía, "con tantos casos, te abrumarán".
Con los años, empezó a perder el control su obsesión. Lo ayudó a terminar con su matrimonio. Ni siquiera soportaba un tenedor en el fregadero.
Volviendo del lugar de los hechos, LaBarbera y su brigada tomaron prestada una oficina de la brigada de anti-pandillas del Sudeste. Los detectives se sentaron en torno a la mesa.
En el Tam habían hablado con gente que presenció el tiroteo desde diferentes ángulos. Un testigo vio a un coche meterse a un callejón a una calle del Tam, dijo un detective. "El mío dijo que el coche era un Crown Vic", dijo otro. "Estaba seguro. Azul oscuro".
Dos personas saltaron del maletero del Crown Victoria y sacaron un arma. Luego uno de ellos se metió por callejón hacia el puesto de hamburguesas.
"Era de 1 metro 61", dijo el detective. "Delgado, con una capucha negra. Volvió muy excitado, corriendo, con una pistola en la mano".
Zambos dijo que el muerto era Jerry Lee Wesley Jr. Tenía 35 años.
"Está metido en alguna pendejada", dijo. "Tenía tarjetas de crédito platino, bonos de Black Angus".
Otro detective completó la idea. "La gente dice que lo veían en diferentes coches. Elegantes. Un Lexus".
Tendrían que preguntarle a los familiares de Wesley sobre su historia. Pero primero tenían que decirles que estaba muerto.
Con metro 95, el detective John Skaggs sobrepasaba casi a todo el mundo en la oficina de la brigada. Su pelo rojo se estaba desvaneciendo en un gris rubio, y sus ojos azules tenían una expresión infinitamente agradable.
Su gesto característico era un lento asentimiento, acompañado de un tranquilo "está bien" o "bueno", y era como tener a alguien abrazándote. Un colega llamó a Skaggs "el detective que quiere la gente". Las ganas de derramar sangre desaparecían ante él.El colega de toda la vida de Skaggs, el detective Chris Barling, tenía una cara juvenil que enrojecía con facilidad, y parecía estar siempre en movimiento, saliéndose de la silla o haciendo ansiosamente clic en un boli.
Barling era la conciencia de la brigada, su moralista residente. Los colegas se preguntaban cómo podía Skaggs aguantar los frecuentes sermones de Barling, que interrumpía golpeando el aire con las manos.
El tema favorito de Barling era el rechazo en las elecciones de noviembre de la ley para subir los impuestos a la venta para contratar a más policías. Fue rechazada en parte porque los votantes negros de Los Angeles Sur no la apoyaban; de hecho, la detestaban. Sin embargo, creía que entendía su cinismo.
A los negros "los han engañado demasiado", decía. "Promesas y más promesas".
Skaags y Barling han asignados para adiestrar a Mark Arenas, que se había pasado a Homicidios después de estar en la brigada de pandillas apenas un mes antes. LaBarbera llamó a Arenas "algo picante, un poco arrogante -pero vale la pena" y lo entregó a su mejor equipo.
Arenas, 34, quería apasionadamente entrar a la brigada de Homicidios, pero tuvo que luchar. Su primer caso se estancó. Había peleado con Barling. Encima de todo, a la brigada le faltaba un ordenador, así que andaba siempre buscando un escritorio libre.
Después de la reunión de los detectives sobre el asesinato de Wesley, Skaggs llamó a Arenas y los dos se subieron a un sedan plateado sin matrícula.
Conducía Skaggs. "¿Has hecho alguna vez una notificación?", preguntó.
Arenas dijo que sí, y trató de hacer una broma sobre ello.
Pero Skaggs no dijo nada. Arenas echó marcha atrás: "Estaba tratando de ser insensible", dijo, débilmente.
Era casi mediodía, unas horas después de la muerte de Wesley. El sol había disipado la neblina de la mañana.
Doblaron por una calle angosta, cruzando hacia el oeste, alejándose de la División Sudeste y entrando en otra parte de Los Angeles Sur.
El muerto no aparecía en la base de datos de pandilleros del estado. "Pero quizás era un vendedor de coca", dijo Skaggs.
Miró a Arenas. Se estaban acercando a la casa.
"¿Te sientes cómodo con esto?", preguntó. "¿Quieres que lo haga?"
Arenas respondió sin dudar. "Quiero que lo hagas".
Aparcaron frente a una pequeña casa estucada, protegida por una fronda de palmeras. Un hombre mayor de pelo cano y brillantes zapatos negros estaba parado junto a la puerta abierta.
Skaggs subió al porche. "¿Quién es usted?", preguntó.
El hombre dijo su nombre: Jerry Lee Wesley Sr.
"Le tengo malas noticias", dice Skaggs, tranquilo. "Hubo un tiroteo. Su hijo Jerry fue asesinado".
El padre tropezó hacia atrás, como si se lo hubiera llevado un fuerte viento.
"Dios mío. ¿Muerto? Que Dios tenga piedad de nosotros".
Desapareció en la casa. Los detectives lo siguieron.
Entraron a una inmaculada salita -una brillante alfombra roja, otra blanca como la nieve debajo de una mesita de café de cristal. En la televisión pasaban un episodio de I Love Lucy'
Wesley Sr., 70, se había retirado a sentarse en una silla en la cocina. Se reclinó en el mueble de cocina, apoyando su frente en su mano abierta. "Oh, maldición", murmuró. "Se fue a recoger mi desayuno".
Skaggs se sentó en una silla frente a él. "Lo lamento mucho", dijo.
"Está bien", dijo el padre, y exhaló un suspiro. "Está bien".
El cuarto tenía cortinas de gasa y mobiliario blanco. Había un pececillo de color nadando en una pecera y un oso peluche blanco en una silla. En la mesita de café había una placa grabada de cristal que decía: "Señor, transfórmame en un instrumento de la paz".
De repente, el padre se levantó de la silla y golpeó el mueble de cocina con su puño. Luego se derrumbó en la silla y escondió su cabeza con sus brazos. "Oh, Señor, ten piedad de nosotros", sollozó. "Oh, Dios mío".
Levantó la vista. Una mirada de embarazo cruzó por su cara. Le recompuso.
"Estoy bien", dijo a los detectives.
Se pasó una mano por su cara y preguntó de nuevo: "¿Está muerto?"
"Sí, señor", dijo Skaggs. Arenas se quedó atrás, observando.Skaggs hizo algunas preguntas, sobre el trabajo de su hijo en el Pep Boys, sus novias, sus coches.
El padre no se concentraba, y sus respuestas eran fragmentarias. "Suf", dijo, como tratando de respirar. "Oh, Dios mío".
Skaggs guardó silencio, luego se levantó para marcharse. "Lamento traerle malas noticias", dijo.
El padre se jaló una gorra de béisbol hasta las cejas y se levantó. Agradeció a los detectives y los acompañó hasta el porche.
Skaggs se volvió y empezó a decir: "Si hay algo que pueda hacer..."
El viejo Wesley no parecía estar escuchándole. "Está muerto", repitió el padre.
En el coche, Skaggs suspiró; llevaba una mano al volante, y la otra asomando por la ventanilla, tamborileando ociosamente en la puerta del coche.
"Recién había salido de su casa a comprar comida", Skaggs.
La División Sudeste tiene su propio pueblo, que va desde el sur por la Avenida Manchester, a lo largo de la Autopista del Puerto.
Es de unos 26 kilómetros, y alberga pequeñas casas estucadas, canaletas garrapateadas con graffiti y proyectos de viviendas públicas hechos famosos en canciones de rap: Jordan Downs, Imperial Courts.
En el pasado, el área era casi enteramente negra -la mayoría descendientes de refugiados de la Luisiana de Jim Crow y del este de Texas. Ahora estaban siendo remplazados por inmigrantes de México y El Salvador.
Agentes de policía nuevos en la división a menudo observaban lo diferente que se veía el Sudeste. Dijeron que habían pocos negocios a lo largo de los bulevares y la gente trataba sus barrios como si fuera su enorme sala de estar, sacando sus muebles a la calle y transitando en piyama y chancletas. Se maravillaban de lo bien que parecían los vecinos estar al tanto de los negocios unos de otros, y cómo las familias parecían estar formadas por extensas redes de "tías", "niñas mamás" y hermanas "de juego".
El trabajo de detective en el Sudeste tenía sus propias reglas no escritas.
Los detectives sabían que un buen contacto en la calle valía más que un número de teléfono, debido a que mucha gente usaba subscripciones de móviles que expiraban al mes. Sabían que los complejos lazos de parentesco eran la solución de muchos casos.
El Sudeste tenía la tasa de homicidio más alta de la ciudad, y la mayoría de los asesinatos estaban relacionados con las pandillas. Pero mirando con más atención, muchos estaban enraizados en conflictos anticuados -asesinatos de castigo porque un tipo se torció, los llamaba Barling.
Un hijo vengaba el asesinato de su padre. Un amante mataba a su rival. Había asesinatos por peleas en juegos de dados, asesinatos por 5 dólares, asesinatos por un cigarrillo.
Había cosas misteriosas. El obstáculo era normalmente que los testigos no colaboraban. Tenían terror a la venganza de las pandillas o de mostrarse muy hostiles con el LAPD.
Para empeorar las cosas, los jefes del LAPD cambiaban de trabajo con frecuencia, y el número de agentes de Los Angeles Sur fluctuaba, haciendo difícil concentrar la atención en algún caso o problema determinado.
Fuera del LAPD había escaso interés en los homicidios. Los detectives veían a los medios como decepcionantemente caprichosos.
Una semana, los órganos de prensa se concentran en un estallido de violencia en las escuelas, a la siguiente en fiestas ilegales. A veces los detectives son jalados de un caso para otro que atrae más la atención de las primeras planas -pero rara vez en el Sudeste.
A la 1:40 de la tarde, unas cinco horas después del asesinato de Jerry Wesley, Zambos estaba parado junto a su escritorio, bramando por teléfono: "¡Eso es! ¡De eso se trata!"
Había pasado las últimas horas telefoneando a parientes de Wesley de fuera de la ciudad, tratando de formarse una imagen de su vida, sus relaciones amorosas, sus finanzas. Los familiares dijeron que Wesley había peleado hace poco con el amante de su ex novia. Quizás este amigo había matado a Wesley -o pedido a alguien que lo hiciera por él.
Zambos dio un porrazo del auricular; parecía satisfecho de su teoría.
"¡Ustedes, mujeres!", gritó a la mujer más cercana que tuvo en la oficina. "¡Malditas mujeres!"
Chasqueó los dedos y tamborileó en el tabique. "No tengo ninguna duda de que esto va por ese lado", dijo. "¡Tengo todo el presentimiento!"Zambos y Skaggs volvieron a visitar a la familia. Los detectives pensaban que ahora, con el tiempo que había pasado para que se habituaran a la noticia, podían contar algo más sobre la vida de Jerry.
En el coche, Zambos volvió a su teoría del triángulo romántico. "Me gusta", dijo. "Tenemos un amante. Lo estaba esperando. ¡Eso es pena de muerte!"
Pararon frente a la casa. Había tres personas esperando en la ordenada salida rojiblanca.
El padre de Jerry, un obrero panadero jubilado, estaba sentado, encogido, con sus dedos entrelazados. Su esposa Dorothy, 59, estaba sentada frente a él, jugando con sus manos. Era la madrastra de Jerry, pero ella lo consideraba como un hijo.
Muriel Bryant-Manolesakis, 42, hermana de la víctima, estaba acurrucada en una esquina del sofá, los ojos llorosos.
Los detectives empezaron suavemente. ¿Tenía Jerry enemigos?
Los familiares parecían perplejos. Él no peleaba con nadie, dijo Dorothy. "Jerry era la alegría misma".
Le preguntaron sobre el trabajo. "Siempre lo llamaban de Pep Boys", dijo el padre de Jerry, con orgullo. "Allá lo querían".
Wesley Jr., que había terminado la Escuela Secundaria Washington, tenía una pasión consumidora: los coches. Había usado las ganancias de la venta de una casa para comprar su Lexus, dijo la familia.
Zambos describió el asesinato con su característica franqueza: Alguien se había acercado al Suburban de Jerry y le había disparado. Dorothy se torcía las manos. "Dios mío", dijo. "Oh, Dios mío".
"Empezará a oír cosas", dijo Zambos. "La gente descubrirá quién lo hizo y empezaron a hablar con usted. Esa es la clave".
Dorothy miró hacia afuera y exhaló un largo aliento.
Zambos le pasó su tarjeta de visita. "Llame al 24-7", le dijo.
De vuelta en el coche, Skaggs y Zambos miraron hacia adelante.
Zambos rompió el silencio. "¡Maldición!", dijo. "¡Es una familia decente!"
Skaggs asintió. "Sí", dijo. "Mamá simpática. Mama simpática. Hermana simpática".
Hubo un momento de silencio. "Estaba metido en algo que ellos no saben", dijo Zambos.
"Sí", dijo Skaggs. "No te levantas y matas a alguien de esa manera. Eso no lo haría ni siquiera un pandillero rival".
Zambos se golpeó un pierna. "Alguien sabe qué estaba haciendo".
En el trayecto hacia el norte no cruzaron palabra; luego doblaron hacia el oeste. Pendones ondeaban al viento en el Century Boulevard. "Qué bello día", dijo Skaggs.
La conversación giró hacia lo que pasaba en la oficina de la brigada. Estaban preocupados de que estuvieran ejerciendo demasiado presión sobre Arenas."Le dijimos: Si no resuelves tu primer caso, mejor te largas de Homicidios", dijo Skaggs.
Todos decían lo mismo a los detectives jóvenes. Para que no se relajen, le dijo Zambos a Skaggs -"¡A la unidad de Homicidios 77!"
La División de la Calle 77 era la otra comisaría de mayor violencia del LAPD, adyacente al Sudeste e igualmente agobiada de trabajo. El año anterior, la 77 se había quejado la falta de detectives, así que la brigada del Sudeste les envió una cesta con productos para bebés: pañales y chupetes.
"¡Tenemos que meternos allá y escribirles algo en la pizarra!", dijo Skaggs. "Sabes, la 77 de Homicidios: ¡Solucionan apenas el 2 por ciento de los casos!"
Zambos se rió a carcajadas.
Pararon frente al Pep Boys de La Brea, al sur de Manchester. Eran casi las 3 de la tarde y la tienda estaba casi vacía.
Los detectives se dirigieron a un hombre con uniforme de Pep Boys con un mostacho recortado y de paso enérgico. "Humberto, encargado", decía el nombre en la chapa.
Humberto Sánchez, 47, escoltó a los detectives hacia su oficina, que dominaba la sala de ventas.
¿Cómo murió Wesley?, preguntó.
"¿Conoces el Tam?", dijo Zambos. "Acaba de entrar alguien".
Sánchez maldijo en voz baja.
Los detectives lo interrogaron, tratando de saber qué aspecto de la vida de Wesley puede haber provocado una pelea violenta.
Wesley tenía una pelea por alimentación con una ex amante después de descubrir que el bebé no era suyo, dijo Sánchez. Había estado tratando de recuperar los pagos de alimentación.
"¿Cuánto?", preguntó Skaggs.
"Ochenta mil dólares", dijo Sánchez.
Skaggs se balaceó sobre los talones, mirando la exposición de altavoces y asientos envolventes.
"Jerry era uno de mis mejores empleados", dijo Sánchez.
Los detectives asintieron y trataron de pasar a otro tema, pero Sánchez insistió.
"Era un tipo muy bueno. Mucho", dijo. "Era un tipo muy inteligente".
En ese momento cristalizaban en su mente las impresiones del día:
Jerry Wesley no era un gángster. Sus pantalones azules eran parte de su uniforme de Pep Boys, donde ganaba 11 dólares por hora. La bolsa de la hamburguesería Tam era el desayuno para un padre que estaba orgulloso de él. El móvil chillando era la llamada de su padre.
"Era bueno", repitió Sánchez cuando los detectives se alejaban. "Era listo".
De vuelta en el coche, Skaggs y Zambos se pusieron a rumiar sobre el tema.
"¡Ochenta mil!", dijo Zambos.
"Ese es un motivo", dijo Skaggs, asintiendo.
"Jee, motivo suficiente", dijo Zambos. "¡Hasta yo le pegaría a alguien por esa pasta!"
Entonces pensó en otra cosa.
"¡Lo voy a hacer en la 77!", dijo. "¡Así no me agarrarán nunca!"
[Jueves]
En la mañana LaBarbera pegó una cita en su escritorio. Era de uno de los libros de una de sus hijas, del Dr. Seuss, Si yo dirigiera el Zoológico'.
"Si quieres encontrar animales salvajes que no ves todos los días, tienes que ir a lugares poco corrientes. Tienes que ir a lugares donde los demás no pueden ir. Tienes que pasar frío y tienes que mojarte".
LaBarbera dijo que daba en el corazón de la ética de su brigada: trabajo en la calle para todos.
A la brigada de Homicidios la apodaban La Milla Verde' por las papeletas verdes de horas extras. Su carga de casos era el doble del de su colegas de Valley y Westside, y sin embargo desafiaban todas las dificultades, alcanzando porcentajes de detención mayor que varias brigadas con cargas de caso menos pesadas.
Tenía un precio. El movimiento de personal era alto y el reclutamiento prácticamente imposible. Antes, trabajar en Homicidios era prestigioso; pero en estos días nadie en el LAPD quería el trabajo.
Años de horas irregulares habían confundido el sueño de LaBarbera. Tenía tan poco tiempo para ver a sus hijas, de 8 y 11, que ellas le dejaban mensajes en la pizarra de marcadores.
"¿Por qué tiene esto que arruinar mi vida?", dijo LaBarbera una tarde. "Tengo dos niñas en casa. Debería estar con ellas".
Se acababa de enterar que el departamento no podía asignarle detectives para supervisar una interceptación de una cárcel a otro caso.
Para LaBarbera, a veces las prioridades del LAPD parecían absurdas. Estaba irritado, por ejemplo, por la intensa atención que se prestaba a los baleos de perros por agentes de policía. Hasta hace poco, el departamento envió dos veces más detectives a escenas de baleos de perros que a la mayoría de los homicidios -un efecto secundario de los esfuerzos por cumplir con el acuerdo de divorcio.
Sacó un cigarrillo. Entonces dijo: "¿Renunciar? Por supuesto que no. No me podría mirar al espejo".
Barling, el colega de Skaggs, también se inquietaba sobre estos problemas: los asesinatos en la ciudad y su bajo prestigio a ojos del público.
Durante una reunión de la plana directiva la semana anterior, Barling había pedido que el director del LAPD, Earl Paysinger, transfiriera más detectives a Homicidios.
"Pero si sacas a un detective de la sección de robos, ¿qué pasa entonces con la sección?", preguntó Paysinger.
Barling enrojeció.
"Cuando ocurre un homicidio, ¡eso desgarra la fibra moral de la comunidad!", dijo, golpeando las manos en el aire. "La víctima de un asalto puede vivir sin solucionar el caso. Pero la familia de las víctimas de homicidio..."
Paysinger interrumpió: "¿Le puedes decir eso a las víctimas de asalto?"
Ese era el dilema del LAPD. Más agentes para terminar con los asesinatos en Watts significaba menos agentes para combatir el robo de autos en Granada Hills o Venice.Los Angeles está compuesta de dos ciudades: Una, que va del Valle de San Fernando y Westside, tampoco tiene suficientes agentes para delitos contra la propiedad; la otra, Los Angeles Sur tiene menos policías para crímenes violentos.
En las cuatro divisiones del LAPD de Los Angeles West, había casi dos veces más agentes para cada crimen violento que los que había en Los Angeles Sur.
La preocupación de Barling provocaba choques con su aprendiz, Arenas.
"En esta división la gente asume responsabilidades por todo. ¡Por todo!", dijo Arenas. "Detienes a un niño, y su madre te mira y dice: Usted miente. Usted le plantó esto a mi hijo...' Este es un vicioso círculo de violencia. De algún modo, la comunidad tiene el coraje de torcerlo como si fuera mi culpa".
Barling se defendió hablando del racismo en la historia.
"No deberían tener rabia con la comunidad", dijo. "Si voy a acusar a alguien de mi angustia y frustración, acusaría a algunas de las personas en el poder".
Zambos estaba en su escritorio a mitad de mañana, considerando su siguiente paso en el caso de Wesley. Quería seguir concentrándose en la investigación.
La brigada había reunido los relatos de media docena de testigos. Era mucho mejor que tener muy pocos. Pero Zambos también sabía que demasiados testigos podían confundir a los miembros del jurado en un juicio por asesinato.
"Sólo se necesita un par de testigos", le dijo a su colega, Gerry Pantoja.
Pantoja, 38, había terminado en Homicidios después de estar en la unidad de pandillas tras romperse una rodilla en una persecución callejera.
Con su cabeza rapada y loca risa, Pantoja era el comediante de la brigada -el perfecto complemento de Zambos. Los colegas llamaban payaso a Pantoja, y Pantoja había en realidad trabajado como payaso antes de incorporarse al LAPD. Él y Zambos pasaban los días contándose vulgaridades.
Ahora Pantoja aceitó su pistola, asintiendo mientras escuchaba. Lo había oído antes -que a Zambos le gustaba tener las carpetas de asesinatos delgadas y ordenadas.
Pantoja y Zambos había localizado a la ex novia de Wesley, y la llamaron para una entrevista.
Ella llegó a la comisaría del Sudeste más tarde esa mañana, vestida de negro. Zambos pensado entrevistarla en el clóset vacío que hacía de cuarto de interrogatorios. Pero la noche anterior, los agentes anti-pandillas la habían llenado de archivos.
Así que Zambos la entrevistó en su escritorio. Ella se sentó en una silla giratoria. Zambos le preguntó cuándo había hablado con Wesley por última vez.
"No tuve nada que ver con eso", dijo ella. "Me marché a casa, y me contaron que Jerry estaba muerto y mi corazón empezó a dar saltos".
Le preguntó si tenía un móvil -quizás los archivos telefónicos la vincularan con el crimen. Dijo que no.
Zambos miró su bolso abierto en el suelo, estiró la mano y sacó un móvil.
¿Qué es esto?, preguntó.
Zambos la convenció de someterse a un detector de mentiras, y ella lloró durante todo el trayecto hacia el Parker Center, el cuartel general en el centro del LAPD.
La prueba no fue concluyente.
Más tarde ese día llamaron al detective Donovan Nickerson.
Nickerson, 40, era un ciclista y buzo que se había licenciado en microbiología en la Universidad de Howard, en Washington D.C. Era uno de los dos miembros negros de la brigada de Homicidios del Sudeste. La mayoría de los detectives hacía todos los días el trayecto desde el condado de Orange, pero Nickerson vivía en el Sudeste, en el mismo vecindario donde había crecido.
Ninguno de los otros miembros de la brigada tenía los contactos o relaciones de Nickerson con los vecinos. Usaba los dos para resolver casos, pero la ventaja tenía un precio. Ser del Sudeste, ser negro, dijo, "hacía que viviera de manera más emocional las cosas que pasan aquí".
Nickerson a menudo se mordía la lengua cuando los agentes del Sudeste hablaban insensiblemente. Muchas, si no la mayoría, de las víctimas de homicidio en el Sudeste eran delincuentes o pandilleros.
Los agentes llamaban a esos asesinatos: No Humanos Implicados.
Sus opiniones causaban problema a Nickerson. "No lo veo como un asesinato entre pandilleros", dijo. "Es una persona que fue asesinada. Un joven negro".
En sus horas libres aconsejaba a jóvenes con problemas. Unas semanas antes, una mujer se conoció en su juicio le pidió ayuda para con su hijo de 13. Nickerson había hablado de llevar al niño a un partido de pelota. La madre llamó y dejó un mensaje.
Nickerson no había tenido tiempo de llamarla.
Ahora, el jueves tarde, llamó uno de sus contactos en el vecindario.
La persona sabía algo sobre el asesinato de Wesley. Le dio a Nickerson un nombre: Will Carter, un supuesto pandillero. También le dio otra pista: un apodo de pandilla, posiblemente el del asesino.
Nickerson llamó a Zambos para pasarle el dato.
Pantoja conocía a Carter desde sus años en la unidad de pandillas. Él y Zambos se encaminaron hacia la casa de Carter.
Esa tarde, Zambos y Pantoja irrumpieron en la oficina de la brigada del Sudeste.
Zambos arrojó el cuaderno sobre su escritorio.
"¿Dónde está Sal?", preguntó. "Benny, Mark -¡Benny! ¡Deja ese teléfono! ¡Ahora! ¡Ahora!"
Arenas y Ben Pérez, otro aprendiz, se acercaron. Zambos se daba vueltas dando zancadas en el cuarto. Asombrados, los aprendices lo siguieron.
Los condujo al clóset. Apenas había espacio para estar de pie.
Zambos les dijo que él y Pantoja habían ido a la casa de Carter. En la entrada habían visto un Crown Victoria azul, el mismo tipo y modelo que los testigos dijeron que habían visto cerca de la hamburguesería Tam poco antes de que Wesley fuera asesinado.
Antes de que pudieran detener a Carter, tenían que vigilar la casa y obtener una orden de detención. Pérez y Arenas empezarían temprano a la mañana siguiente, con la ayuda de la brigada anti-pandillas.
"¡No se lo digas a nadie!", dijo Zambos. Quería decir: No se lo contéis a agentes uniformados. Podrían pasar frente a la casa, por curiosidad, y delatarlos ante Carter.
Esa noche, los 12 agentes se reunieron en el Hobbit, un elegante restaurante del condado de Orange. Habían estado ahorrando dinero durante todo el año para esta elegante cena de vacaciones.
Trabajaban codo a codo, a veces hasta 15 horas al día. Pero la cena empezó con dificultad. La conversación se había estancando. Finalmente aterrizaron en los habituales chistes verdes y bromas idiotas de Zambos y Pantoja.
Barling se remordía en silencio. Este aspecto de vestuario de la cultura del LAPD lo estaba matando. Pero Zambos estallaba en rugidos con cada frase soez.
Cuando sirvieron el vino, LaBarbera, el jefe, alzó su vaso y las carcajadas amainaron.
LaBarbera estaba solemne, mirando a las caras en torno a la mesa. "Gracias', dijo, "por su dedicación".
Los vasos sonaron. LaBarbera tomó un sorbo y puso el vaso en la mesa. Entonces sonó su móvil.
Un rayo de energía cruzó la mesa. LaBarbera había pedido a la brigada de Homicidios de la División del Puerto que cubrieran la noche, y estaban reportando otro homicidio en el Sudeste.
Había dos muertos: dos niños, uno de 14 y uno de 17.
Terminaron de cenar. Los asesinatos no llegaban a primera plana.
[Viernes]
En la mañana Zambos y Pantoja llevaron una pistola al laboratorio de análisis balístico del LAPD.
Mientras la brigada cenaba, los agentes de las pandillas del Sudeste habían detenido a un joven cerca de la casa de Carter. Resultó ser un primo de Carter. Llevaba una semiautomática calibre 45 cargada con el mismo calibre y tipo de bala que había matado a Wesley.
Era un día brillante. Los dos se dirigieron hacia el laboratorio en el nordeste de Los Angeles. Zambos estaba de buen humor. Normalmente, los detectives habrían esperado una semana o más para probar un arma requisada. Pero el laboratorio le estaba haciendo un favor a Zambos.
Veinticuatro horas antes, la presa de Zambos era un sicario desconocido relacionado con una ex amante. Ahora buscaba a un pandillero. "Siempre tienes que ser capaz de cambiar", le dijo a Pantoja,.
Arenas y Pérez, vestidos informalmente para hacer vigilancia, habían empezado temprano esa mañana. Habían planeado coordinar con los agentes de la brigada de pandillas para vigilar la casa de Carter. Pero los agentes no se aparecieron.
Así que Arenas se subió a un helicóptero para mirar la casa. Desde el aire, vio cómo el Crown Victoria entraba a la casa. Después de aterrizar, corrió a la casa, con Pérez. El coche todavía estaba allí.
Arenas llamó a Pantoja por el móvil.
Zambos y Pantoja estaban parados junto a un escritorio del laboratorio de balística para entregar la pistola.Pantoja le dijo a Zambos que el Crown Victoria estaba de vuelta.
"¡Párenlo! Si avanza, lo paramos. ¡Los quiero a todos!", dijo Zambos.
Al otro lado de Los Angeles, Arenas cerró su móvil. Mientras él y Pérez observaban desde su sedan sin matrícula, Carter y tres amigos salieron de la casa y se subieron al Crown Victoria.
Arenas y Pérez los siguieron. Después de conducir una corta distancia, Carter vio a los jóvenes detectives que lo seguían y paró. Carter reconoció a Pérez, que lo había arrestado en el pasado.
Los dos detectives saltaron fuera del coche y se dieron cuenta de que no estaban preparados para detener a Carter y sus compañeros.
Sólo tenían un par de esposas.
Arenas llamó: "¡Necesitamos una unidad adicional!"
Pérez conversó con Carter, tratando de matar el tiempo. El tiempo pasaba nerviosamente. Finalmente llegó ayuda -pero no de los colegas de su patrulla. Quienes llegaron fueron Barling y otros miembros de la brigada de Homicidios. Barling estaba furioso. ¿Por qué no habían respondido los agentes uniformados?
Zambos y Pantoja llegaron a la comisaría del Sudeste, y el Crown Victoria de Carter estaba aparcado fuera.
Era justo antes de las 10 de la mañana. Arenas y Pérez estaban cerca, mirando aliviados y un poco cansados.
"¡Buen trabajo!", dijo Zambos. Recibió el coche como a una mascota perdida. "¡Mi coche!"
En la oficina de la brigada, Zambos cantaba. Cogió un ramillete de rojo regaliz y mostró una amplia sonrisa.
Zambos estaba ansioso de proporcionar a Arenas una posibilidad de lucirse. Así que dejó, a él y a Pérez, los dos aprendices, el siguiente y crucial paso: interrogar a los sospechosos.
Arenas y Pérez empezaron con una adolescente que había sido detenida junto con Carter. Su descripción correspondía con la de la chica que había sido vista en el Crown Victoria el día del asesinato de Wesley.
La llevaron a la pequeña oficina sin ventanas, que tenía una mesa redonda, pero ninguna silla.
Arenas trató de robar una de otra oficina. Pero se resistió en sus manos. Estaba encadenada al escritorio -y tenía una nota de enfado pegada en el respaldo, previniendo a los ladrones. Corrió a buscar otra.
La chica era flaca, llevaba una camiseta con una capucha en la cabeza; las trenzas asomaban por debajo de la capucha.
"Estamos aquí para entrevistarte sobre el tiroteo en Century", empezó Pérez. "Creo que tú sabes sobre eso..."
"¿Cómo sabes que yo sé algo?", interrumpió ella, riendo.
Pérez continuó. "Si no colaboras, te podemos encerrar", dijo.
"¡Te lo dije!", dijo. "¡Me escogió a mí!"
La chica miró de lado hacia Pérez, flirteando.
Mientras hablaban, ella se retorcía, sonreía, se frotaba los ojos soñolienta y se reía bobamente.
Daban vueltas y vueltas; Pérez quería más detalles.
"Estábamos fumando", le dijo la chica.
Arenas esperó, moviendo los pies, moviéndose en la silla.
Pérez salió del cuarto y Arenas se levantó de un brinco. Se agachó sobre la niña. Ella lo miró, asustada.
"No tienes ni idea de lo que estás haciendo", dijo Arenas. "¡Estás mintiendo, y te vamos a encerrar por asesinato!"
En un bloc amarillo, Arenas garabateó unos apuntes. Tomó las primeras páginas entre el pulgar y el índice. "¿Sabes lo que son?", preguntó, sacudiéndolas ante ella. "¡Son tres páginas de conspiración para cometer un asesinato!"
Una lágrima rodó por las mejillas de la niña.
Después de la entrevista, Arenas volvió a su escritorio. Dos detectives de Homicidios estaban todavía vigilando la casa de Carter en caso de que la pistola en el laboratorio no saliera positiva. El arma usada en el asesinato podría estar todavía en la casa. Pero los detectives no se podían quedar por mucho más tiempo.
Barling se volvió hacia Arenas. "¿Para qué vigilar la casa?", preguntó.
Arenas explicó que había tenido que pedirle a sus colegas que hicieran el trabajo porque los agentes de la brigada de pandillas no tenían tiempo.
Entonces tenías que haberlo hablado con alguno de tus superiores, dijo Barling.
Esto siempre molestaba a Barling -la incapacidad de la brigada para considerar prioritarios los homicidios, el no poder contar con los agentes de patrullas. "Es siempre una cuestión de compromiso. ¡Siempre haciendo compromisos!", dijo Barling.
Quería que Arenas se diera cuenta de lo injusto que era -injusto para las víctimas, para Watts, para los negros.
Arenas lo miró, rojo.
"Mira", dijo Arenas. "¡No me gusta estar en el medio!"
Entonces pasó Zambos dando zancadas. Se dio cuenta de la situación: Barling y Arenas otra vez riñéndose.
"¡Suelta esa casa!", dijo Zambos, y siguió hacia su escritorio.
Una hora más tarde, Zambos hablaba por teléfono con el analista de armas.
"Gracias", dijo Zambos, tranquilo.
Dejó caer el auricular y echó la silla hacia atrás, hasta que tocó la pared detrás de él. Echó la cabeza hacia atrás y miró el techo.
"No es el arma".
Carter tenía los ojos grandes y cansados, y una cola de caballo con pelos sueltos. Un delgada trenza colgaba de su barbilla.
Estaba sentado en el cuarto improvisado de interrogatorios, dando la espalda de Pérez y Arenas.
Pérez le empezó a leer sus derechos. "Ya sé todo eso", dijo Carter.
"Tengo que leértelos de todos modos", le dijo Pérez.
Pérez empezó monótono: Los detectives creían que Carter era el conductor. Necesitaban encontrar al asesino.
"No creo que seas el más malo", dijo Pérez. "Te daré la oportunidad de que la libres".
Carter no lo miró. "Man, quizás paré ahí", dijo. "No sé de qué estás hablando".
Se puso emocional rápidamente, y su cara adquirió una cara de tristeza cuando habló de las pandillas.
"¡Se están matando entre vecinos!", dijo. "¡Tienen un arma en la mano y matan a cualquiera! Me tienen aburrido. Tengo 30 años. Me tratan como si fuera el chico del vecindario, pero mi hijo tiene 8 y es Navidad y ni siquiera he estado en casa. ¡Ni siquiera una vez!"
Sus ojos se llenaron de lágrimas.
Pérez le pasó un pañuelo.
Carter lo miró por primera vez: "¡No tiene a nadie!", dijo. "¡Nadie! ¡No puedes nombrar a nadie!
"Todos los días estoy tratando de salirme. Tengo una familia. Mi mujer está embarazada. Pero es como si tú trabajaras 15 años en el cuerpo y quisieras renunciar. ¡No podrías hacerlo!"
Carter ofreció un alibi, luego otro. Pérez lo dejó hablar, luego le dijo que los testigos contradecían su versión. Cada vez que Carter se enfrentaba a una contradicción, retrocedía un poco y cambiaba su historia.
Finalmente confesó que esa mañana había recogido a un amigo -y que habían llegado hasta la boca del callejón, parado y abierto el maletero.
Era un avance; Carter se había puesto en escena.
Pérez le dijo que tenía una opción: Dar el nombre del pistolero o ser acusado como el principal sospechoso de un asesinato.
"Son tus vecinos, o tus hijos", dijo Pérez.
Carter se metió las manos a los bolsillos, miró a la mesa, llorando silenciosamente. "¿Qué posibilidades tengo de salir de esto?", le preguntó finalmente a Carter.
Pérez suspiró. "Depende de lo que ayudes".
Carter arrugó el ceño, mirando hacia el suelo.
Arenas intervino: "Tu primo también está metido en esto", dijo.
Carter miró hacia el techo y se mordió los labios.
En cuanto a sus propios actos, dijo: "No hay nada que yo pueda hacer. Puedo aceptarlo. Pero mi primo... no tiene nada que ver con esto".
Arenas y Pérez salieron del cuarto de interrogatorios a las 4:30 de la tarde, y la brigada se reunión en torno a ellos, acribillándolos a preguntas.
No lo tenían todo, pero Carter había confirmado los elementos claves de las versiones de los testigos.
Arenas, casi siempre frustrado desde que se incorporó a la brigada, era ahora el centro de atención. Señaló a Pérez. "¡Fue Benny!", dijo.
Zambos se apoyó en la pared mientras Arenas recontaba el interrogatorio. "¡Chévere!", dijo Zambos.
Los detectives tenían más trabajo por hacer. Chequearon a los testigos y recogieron nuevos detalles.Hacia las 5 de la tarde tenían una versión completa del asesinato, más una descripción del pistolero y dos de sus apodos.
Pantoja se inclinó sobre su ordenador, buscando en la base de datos del estado sobre pandilleros. Cantaba suavemente mientras tipeaba en el tablero.
Pantoja hizo un clic en una foto. Los nombres correspondían, pero este gángster tenía casi 30.
Ese no es, dijo Zambos. Estamos buscando a un adolescente.
Pantoja volvió a tipear.
Un momento después, se levantó de un brinco. Esta vez, todo coincidía: nombres en la pandilla, descripción física, nombre, domicilio.
"¡Es él!", dijo Pantoja. Miró la pantalla detenidamente. "Un bebé. Vamos a detener a un bebé".
"¿Qué edad tiene?", preguntó Zambos.
"Trece".
[Lunes]
El pistolero sospechoso era el mismo niño al que el detective Nickerson había prometido llevarlo a un partido de pelota -el niño cuya madre había dejado un mensaje en el móvil que Nickerson no había respondido. Fue detenido en la escalera de un edificio de apartamentos no lejos de la comisaría del Sudeste.
Hacia las 8 de la tarde estaba sentado en un silla giratoria al fondo de la oficina de la brigada, su delgado cuello sobresaliendo de una enorme camiseta negra con capucha.
Tenía los ojos grandes y castaños y una delgada cicatriz en el puente de su nariz.
Zambos lo miró mientras se acercaba. El niño estaba echado hacia atrás en la silla giratoria, apático.
"Siéntate", dijo Zambos.
El niño se estiró.
"¿Por qué me dijiste que estabas en Carson cuando tu madre me dijo que habías salido a dar una vuelta en bicicleta?", preguntó Zambos. Los ojos del niño se agrandaron.
"No, señor", protestó. "Me olvidé". Empezó a discutir. Zambos lo hizo callar.
"Espero que tengas suerte", le dijo Zambos, y volvió a su escritorio.
El niño empezó a mecerse en la silla, jugando con los cordones de la capucha de su camiseta mientras lo ingresaban como sospechoso de haber cometido un asesinato.
Los detectives compusieron su versión del asesinato: Carter recogió al niño justo antes del tiroteo. Cuando se acercaban a Tam, Wesley estaba junto a ventana del restaurante, pidiendo un desayuno. Uno de los ocupantes del coche señaló a Wesley y preguntó si era de una pandilla rival.
"Creo que sí", dijo alguien. Carter condujo entonces hacia el callejón. El niño corrió hacia el Suburban de Wesley.
La adolescente que esperaba en el Victoria Crown subió la música, para cubrir el sonido de los balazos.
La policía cree que el niño disparó contra Wesley como parte de un rito de iniciación en la pandilla, confundiendo al vendedor de Pep Boys por un pandillero rival.
La ex novia de Wesley no estaba implicada, dijo Zambos. Nunca se enteró por qué le había mentido diciéndole que no tenía un móvil.
Tampoco encontró la policía el arma homicida.
Zambos fue capaz de cerrar el caso y mantener su libreta de homicidios como le gustaba: limpia, libre de detalles excesivos.
Carter fue acusado de asesinato, por conducir el coche, y el niño, de haber disparado los balazos fatales contra Wesley. Los dos esperan juicio.
Entretanto, la brigada de Homicidios cometió un atraco para Arenas: Le robaron el ordenador a la patrulla, lo escondieron en el clóset hasta que pasó el escándalo, y luego lo instalaron en su escritorio.
[Jueves]
Estaba nublado, oscuro y hacía frío cuando Zambos y Pantoja salieron de la oficina. El tiempo estaba cambiando y no hacía más que llover torrencialmente. Zambos sintonizó unos villancicos de Navidad en la radio y se puso a cantar. Pantoja aceleró.
Los dos estaban contándose chistes idiotas -Pantoja se reía con su risa ahogada, Zambos se atoraba. Zambos había esperado este momento. Le encantaba llevar noticias de detenciones a las familias de las víctimas.
Mientras se acercaban a la puerta de los Wesley, Zambos jugueteaba con las llaves.Estaban de vuelta en la salita con la alfombra blanca.
Padre, madre y hermana estaban sentados formando un círculo en torno a ellos. "Hemos detenidos a dos de ellos: un adulto y un menor de edad", dijo Zambos.
Explicó el asesinato en frases recortadas: "Relacionados con pandillas... Hay una guerra en el norte de Century".
La madrastra de Wesley, Dorothy, miraba el suelo, cubriéndose la boca con las manos. Dejó caer las manos sobre sus rodillas y levantó la vista. "Dios mío", susurró.
Jerry Wesley Sr. estaba encorvado en el sofá.
Zambos les habló del sospechoso. "Tiene sólo 13 años", dijo.
"¡Bebés!", dijo Dorothy, y se golpeó la frente con una palma.
Zambos abrió un libro de fotos de rufianes y la pareja se inclinó a mirar. "¿Él lo hizo?", preguntó el padre. "¿Él disparó?"
Dorothy se volvió hacia Pantoja. "Pobre familia", dijo, sacudiendo la cabeza. "El sufrimiento de su familia. El sufrimiento de nuestra familia. ¡Todas las familias que sufren por esto!"
Zambos habló, tratando de explicar el inminente juicio. La madre asintió, con aire ausente, moviendo las gafas entre sus manos.
"¿Lo mató la primera bala?", preguntó. "¿Sufrió?"
Cuando Zambos y Pantoja se levantaron para marcharse, el padre se quedó en el sofá, agachado, frotándose la cara.
Dorothy y Muriel, la hermana de la víctima, abrazó y agradeció a los detectives.
"¡Nadie me puede decir que la policía no ha hecho algo por nosotros!", dijo Dorothy.
Entonces empezó a divagar.
"Es un ciclo", dijo. "No dejamos de quejarnos. Pero entonces tuvimos esa ley para tener más polis, pero no la aprobaron. Es simplemente una puerta giratoria".
Se interrumpió, dejó caer la cabeza en sus manos y se echó a llorar.
En el coche Zambos volvió a sintonizar los villancicos. Condujeron en silencio mientras arriba se amontonaban una nubes cargadas de lluvia.
28 de junio de 2005
©los angeles times
©traducción mQh
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